11. EL TIGRE EN EL SUEÑO

“La muerte de nueve personas, miembros de una familia de colonos escoceses que llevaban establecidos varios años en el país, y otros crímenes, junto con la aparición de carteles con las palabras ‘Mueran los franceses e ingleses’, fueron hechos que, en conjunto, podían considerarse como una advertencia a los británicos para que moderaran sus exigencias y alcanzaran un acuerdo satisfactorio para la Argentina.”

John Lynch, Juan Manuel de Rosas

 

 

BUENOS AIRES
OTOÑO DE 1845

En lo de Olivier, los Lezama se enteraron de que un militar de apellido Gordon —pariente de aquella familia de escoceses asesinada por orden de Cuitiño— era quien dirigía la partida que emboscó a los mazorqueros.

Aquel hecho atroz, denunciado en el Partido de San Vicente, había conmovido incluso a los rosistas molestos con los británicos. La policía consignaba el hecho como “un robo seguido de muerte”, pero la investigación del veterano escocés descubrió la presencia de Macías cerca de los puestos del doctor Roque Sáenz Peña, donde sucediera el crimen. Él mismo había visto, cruzada a la espalda del maleante, la escopeta de su sobrino, desaparecida durante el asalto.

Luego de aquellas explicaciones, el agregado consular se retiró de la sala dejando solo a su amigo con los Lezama que casi no habían pronunciado palabra desde que dejaron las ruinas.

Sin tomar asiento, Harrison los encaró:

—¿Qué es lo que tanto les molesta? ¿No fueron ustedes los que iniciaron el juego?

—¿A qué se refiere? —preguntó Martín, deteniendo a su hermano con un gesto antes de que dijera o hiciese algo irrevocable.

—A que persuadieron a Luz para que colaborara con ustedes en lo de los pasaportes.

Y ante la sorpresa de ambos señaló las bebidas indicando que se sirvieran a gusto. Con el vaso de whisky en la mano, los enfrentó:

—Desmiéntanme si me equivoco: Gonzalo encuentra fortuitamente a mi esposa a la salida del teatro. Va a casa y esa misma noche, o en los días siguientes, le propone que se una a ustedes por su increíble habilidad para falsificar cualquier cosa, hasta la firma de la reina Victoria, si viniere al caso. Porque nunca creí que aquellas cartas, tan contundentes como pruebas, que llevaron a la condena de los que se apropiaron de sus bienes en Córdoba aparecieran cuando los delincuentes iban a quedar libres.

Ambos hermanos, con la mirada fija en él, se dejaron caer sobre los sillones de cuero y Harrison hizo lo mismo.

—Bien; les di varias oportunidades para que confiaran en mí, pero no lo hicieron. No sólo eso, callaron lo que sabían de Macías, y tuve que enterarme de lo sucedido en la librería por un amigo… Dicho sea de paso, si hubieran hablado antes quizás el joven dependiente y su prometida se hubieran salvado. Quizás podríamos haber acabado antes con ese asesino; es más, quizás la familia de Gordon, esas nueve personas inocentes, no hubiera muerto.

Harrison acabó el whisky de un trago y dejó el vaso con fuerza sobre la cubierta de mármol de la mesita.

—No les falta valor, caballeros, pero ustedes no tienen los recursos de espías y de ataque —no al menos en Buenos Aires— para llevar a cabo estas acciones. Si por casualidad no me hubiera enterado al último minuto, si no hubiéramos tomado con Olivier las disposiciones que tomamos, posiblemente ustedes estarían muertos, pues Macías ya tenía planeado el ataque y ustedes, ni enterados.

Y, extremadamente nervioso, dijo:

—Y en este momento Luz estaría siendo ultrajada en Los Rosales —tomando aire, continuó—: Eso nos llevó a usarlos de señuelo, y no me arrepiento de haberlo hecho.

Gonzalo echó la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados; Martín, pálido, no tenía palabras.

—Ah, carajo… —dijo Harrison, sorprendiéndolos con la palabrota. Dándose una palmada en las rodillas, se levantó y recogió capa, sombrero y bastón.

Martín y Gonzalo se habían puesto de pie y él les dijo desde la puerta:

—El coche que fue a buscarlos espera en la calle. Yo regreso a mi casa, a enterar a Luz de todo esto, pues estará muriendo de inquietud por ustedes, ya que no por mí.

Y sin dejar que el silencio pesara, reconoció con más calma:

—Luz los quiere como sólo ella sabe querer a los de su sangre. Y todos actuamos pensando en su bien. Espero que esto no nos separe; por ella, y también por mí. No estoy seguro de que ustedes me aprecien, pero yo los valoro realmente. Espero verlos en casa cuando lo consideren oportuno.

Y, poniéndose el sombrero, los saludó con la cabeza y fue por su coche.

 

 

Las noticias de lo sucedido en el campo de las ruinas tomó estado público: ninguno de los matarifes conservó la vida, y a todos se les cortó la mano derecha. Sin quitarles la ropa, habían echado los cuerpos al río: querían que se supiera que eran mazorqueros y contaban con que alguno de ellos recalara cerca de Palermo, ya que no eran pocas las familias que, colindando con la ribera, habían sido apercibidas dejándoles el cuerpo de un unitario degollado en sus terrenos.

Los caballos, con sus arreos, fueron soltados y volvieron, como era costumbre en el caballo criollo, a la casa de sus dueños.

Pero lo que más impresionó al pueblo fueron los perros montaraces que se vieron deambulando por las calles, los huecos o los mercados, llevando entre sus fauces las manos abandonadas en el lugar.

Se calló el hecho, pues el gobierno no quería que se extendiera el ejemplo. Nadie vinculó la matanza con los británicos; antes bien, se creyó que un grupo de unitarios había cruzado el río para vengar la muerte del joven de la librería y su prometida. Ya se murmuraba que él era el autor de los pasaportes falsos.

Cuando los padres de la joven secuestrada quisieron recorrer la quinta para buscar su cuerpo, se les negó el permiso.

Gonzalo fue una vez más a Los Rosales, sobre la que pesaba la quietud del abandono; la jauría, refugiada entre los matorrales, le gruñó desde lejos. Ni la negra ni su hijo estaban por allí, pero flameaba en la torre —sucio de tierra— el trapo indicando que “el Degollador” no estaba en casa.

Con el paso del tiempo, la gente que se extraviaba de noche en el monte de la quinta contaba, aterrada, que una cabeza rubia, luminosa, los había ayudado a encontrar el camino al poblado.

Después de la batalla de Caseros, los padres de la jovencita fueron a buscar sus restos; el esqueleto, decapitado, se encontró en el limo gris de la laguna cuyo caudal había decrecido con la sequía. Lo reconocieron por las cintas de su vestido.

Lo extraño fue que la gente no relacionaba una figura femenina con la aparición, sino sólo con la cabeza, que jamás fue encontrada. Hasta principios del siglo XX, cuando se demolió la casa, la historia fue parte de una leyenda que persistió más allá de su época.

Poco después del hallazgo de los cuerpos de los mazorqueros, ante el cese de los pasaportes fraguados, la gente relacionó aquel hecho —para tranquilidad de Harrison— con la muerte del dependiente de la librería cuyo nombre, mientras don Juan Manuel envejecía en Southampton, era recordado por muchos emigrados que creían que gracias a él habían salvado sus vidas.

 

 

Una semana después del encuentro con Macías, Gonzalo fue a ver a su prima y mientras los chicos hacían los deberes, ellos, sentados en el suelo, bajo un sauce, armaron finalmente el rompecabezas de lo sucedido. Luz movía la cabeza de vez en cuando, riéndose de los dichos de su primo y murmurando mientras mordía un tallo de hierba:

—Te lo dije, es un gringo muy avisado. Siempre espero engañarlo, y siempre me gana la partida —y en su tono había un dejo de admiración, de amor y de respeto.

—¿Y ahora, qué hago? ¿Me voy antes de que regrese?

—No. Mandemos a buscar a Martín…

—Martín debe estar con él, en su negocio. Le ha hecho hacer unos botines de chancho del monte por el italiano que alquila nuestro rancho. Gracia nos buscó un par de los que usa cuando va a La Severa. Descontamos que lo invitaría a venir.

—Ni lo dudes. Los extraña casi tanto como yo y usará cualquier oportunidad para que se reconcilien con él.

Luego reconoció:

—Sabiendo que venías, hice traer del mercado varios corderos y un chivito, de los de Córdoba, para nosotros; Brian prefiere el cordero, así que le harás uno para él. Owen y sus hombres cocinarán los de ellos. Yo prepararé legumbres y ensaladas, que a Brian le encantan, y pediré a Alma que haga su famosa isla flotante; delira por ese flan. Cada vez que vamos a Devon lo presentan en la mesa con mucha alharaca.

—¿No le gusta la ambrosía? —se extrañó Gonzalo.

—Sí; cuando vamos a Córdoba, tía Francisquita se la prepara con sus propias manos, aunque cueste creerlo. Pero en Gales, tiene que ser la isla.

Antes de organizar la cena, Gonzalo le dijo, taciturno:

—Algo me impresionó de los ingleses… —y como ella lo mirara con atención, agregó—: Nosotros, cuando atacamos, gritamos, insultamos, amenazamos. Ellos… matan en silencio. Lo único que se oyó fueron las órdenes: claras y precisas.

Luz no pudo decidir cuál de ambos pueblos era el más bárbaro.

 

 

Tal cual lo habían previsto, Harrison y Martín llegaron de buen humor y encantados al encontrar a Gonzalo preparando el asado, plato que sólo comían cuando iban a la estancia.

En un momento, mientras Martín servía el vino, Luz le preguntó en voz baja:

—¿Hablaste con Brian?

—Sí; de los artesanos italianos, del precio del trigo… o sea, de bueyes perdidos: no me permitió meter una baza. Pero se lo agradezco; siento que no hay nada que decir, porque todo está salvado.

Le entregó la copa de vino tinto, y reconoció:

—Tenía razón en varias cosas y, al decir de Shakespeare: “Todo está bien, si bien acaba”.

—Amén —reconoció su prima, chocando la copa con él.

De la pérgola y desde algunas ramas colgaban los farolitos chinos. Abajo se oía el rumor del agua golpeando contra las piedras de la ribera alta. Tristán y Amanda, cada uno a un lado de Gonzalo, escuchaban, mudos, la historia de un tigre que salía de sus sueños para perseguirlo por los campos de Las Corzas.

—¿Y… nunca te alcanza?

—Nunca.

—¿Y… ahora que te falta una pierna?

—Tampoco, porque en el sueño tengo las dos.

—¡Qué suerte! —aplaudía la niña.

Tristán, de más edad, era crítico:

—Aquí no hay tigres; los tigres están en la India, me lo dijo mi maestro.

—¿Y nadie te ha hablado de un gran caudillo riojano al que le decían “el Tigre de los Llanos”, porque era feroz y valiente como pocos?

—¿Qué quiere decir riojano?

—¿Qué es caudillo?

—¿Qué son los llanos?

—Tengo que cuidar el cabrito… —quiso escapar Gonzalo.

—Cordero —corrigió Tristán.

—… el cabrito y el cordero —remarcó— para que no se arrebaten. Vayan y pregunten a su madre…

—¿Qué es “arrebaten”?

Gonzalo instó a Luz a educar a sus hijos en la historia del país mientras cortaba la primera tira y la ponía sobre el plato del inglés. Él prefería, como en la cocina de Las Corzas, la estancia de sus padres, comer el asado sobre madera.

Harrison se puso de pie y, carraspeando, brindó:

—Por la familia; por los afectos…

Luz bebió y dejó la copa a un lado; emocionada, lo abrazó por la cintura.

El sueño de Gonzalo sobre el tigre había sido su pesadilla durante años y, con la presencia amenazante de Macías, creyó que la fiera por fin lo había alcanzado. Por primera vez en décadas se sintió a salvo.

 

 

AÑO 1848

Para 1848, habían pasado tres años de aquellos acontecimientos. Rosas había disuelto la Mazorca a mediados del año 46, lo cual no significaba que ésta hubiera desaparecido del todo, pues seguía actuando “de oficio”, como se vio en el caso de Camila O’Gorman.

La situación de calma y confianza se tambaleó con la muerte de la joven, y muchos temieron que, aunque adormecido en el actuar, el gobernador de Buenos Aires ejerciera a voluntad sus métodos de siempre.

La trama familiar que unía a los Harrison y los Lezama se había restaurado como si nunca hubiese habido un desacuerdo. Ahora trabajaban juntos, los hombres confiaban entre ellos, y la prosperidad ayudaba.

Al levantarse de la siesta aquella tarde de septiembre de 1848, en La Severa, pocos después del asesinato de Camila, llegó una invitación de los Casey para que fueran a pasar el día siguiente con ellos, pues los niños de ambas familias no querían separarse.

Aceptaron la invitación y en cuanto traspasaron los portones de hierro entre las dos sólidas columnas que marcaban la entrada vieron venir a su encuentro a los niños, montados en sus ponies y acompañados por Miss Emily.

Luego de las expresiones de cariño con sus hijos, que instaron a Martín y a Gonzalo —quienes iban montados— a correr una carrera, Luz, que iba en la volanta con Harrison, los oyó gritarse unos a otros: “¡tero-tero!”, “¡quintové!”, “¡picaflor!”, “¡hornero!”, “¡garza!”, “¡lechuzón…!”.

Era un viejo juego que solía jugar con sus hermanos, de niña. Con un nudo en la garganta, tomó la mano de Harrison y la apretó entre las suyas. Él no supo a qué venía aquello, sólo que, por esos misterios de su mujer, ella necesitaba su apoyo. Alzó su mano, se la besó, y la mantuvo firmemente en la suya.

Luego de haberse reunido con los dueños de casa, le preguntó en voz baja:

—¿Estás bien?

Sin mirarlo, ella respondió:

—Recordé la última vez que estuve en Los Algarrobos; regresábamos a Córdoba y Ana y Carlitos…

Fue cuando Brian los había rescatado de la estancia, donde ella y la familia se habían refugiado después del asesinato de su padre. El encuentro con él había sido borrascoso; camino a Córdoba, sus hermanos menores y el negrito Simón —quienes hacía años vivían en Inglaterra, con los Harrison— jugaban a recordar nombres de pájaros.

Y mientras Harrison se integraba al círculo de ingleses, ella recordó, de los libros de su abuelo, uno de Juan Meléndez Valdés, que hablaba de una joven a quien le gustaban los pájaros:

Desde niña gustó siempre de avecitas, y en sus juegos

Aún casada se entretiene…

El poema terminaba con la historia de Filis, de dieciséis años, a quien la familia había obligado a casarse con un hombre al que no amaba.

Abandoné mi albedrío a gusto de mis parientes.

Cúpome un amable dueño, que galán me favorece,

Cual amigo me respeta y como hermano me quiere…

Ella —sonrió para sí misma— había tenido más suerte que Filis: se había enamorado profundamente de su esposo.