“La noción de la virtud, el amor del deber, privilegio de las almas elevadas, son, pues, necesarios en una compañera, y cuanta más fuerza y paciencia muestre vuestra amada, más la amaréis a pesar de vuestro sufrimiento.”
George Sand, Mauprat
Edmundo recordó cuando Elinor le dijo: “Mi marido está enfermo, debo regresar a Inglaterra”.
En un instante entendió muchas cosas a las que no había dado importancia, como la reserva de Lady Lytton cuando anunciaron que vivirían juntos; la advertencia de su amiga a Elinor; el “sí” de ella, desviando la mirada; juramentos que él hizo y que ella respondió sólo con una sonrisa. O esas veces en que, de pronto, lo abrazaba por la espalda impulsivamente, como si temiera perderlo.
A pesar de los años transcurridos, todavía recordaba la furia que despertó la confesión de la joven, que lo llevó a cruzar la habitación y a golpear los puños varias veces sobre la pared. Al volverse, le gritó:
—¿Y no te pareció que yo debía enterarme? ¿O el plan era huir sin dar explicaciones?
Frente a la ventana, las manos en la cintura, miró hacia el portón de entrada. Ella se acercó y murmuró:
—Por favor, sentémonos. Déjame explicarte.
Sin ganas, sabiendo que Elinor estaba allanando el camino a la separación, se dejó caer nuevamente sobre los almohadones, los ojos cerrados y la cabeza hacia atrás. La joven se arrodilló, le tomó las manos y se las besó. Con frases cortas, explicó, sin dar muchos detalles, que dos años antes la habían involucrado en un suceso muy grave, sin que pudiese advertirlo.
—Era tan grave que iban a encarcelarme y no tenía forma de demostrar mi inocencia. Entonces se presentó un pariente de mi madre al que poco habíamos tratado, pero que siempre cuidó de mis hermanos y de mí, sin que lo supiéramos. Es un buen hombre, de la nobleza escocesa, y tiene un gran poder político en Gran Bretaña. Me pidió secretamente en matrimonio y, desesperada por la situación, acepté. No sabía qué me esperaba, pero no podía ser peor que la cárcel. Después de un tiempo, dimos a conocer nuestro enlace en los periódicos. Para entonces, él había contratado los mejores abogados del reino, y nadie se atrevió a tocarme.
Más serena al haber confesado, se sentó en el suelo, apoyando la cabeza en su rodilla.
—Antes de la ceremonia, me aseguró que nuestro matrimonio no se consumaría: por su edad —es un anciano—, por mi juventud, porque había tenido que casarme abrumada por las circunstancias. En los meses que estuvimos juntos, pude apreciar su carácter; él tuvo la gentileza de concederme una renta con la cual puedo vivir holgadamente. Tal es su comprensión que me permitió venir a París, con Clarissa, por tiempo indeterminado. Pero ahora… —y mirándolo a los ojos, continuó— … ahora está muy enfermo, y ha pedido por mí. Siento que es mi deber prestarle el cuidado de una esposa.
Como Edmundo quisiera decir algo, puso un dedo sobre sus labios con extrema suavidad.
—¡No me pidas que falte a mi deber! Por el amor que te tengo, es posible que me quedara contigo, y sé que jamás podría perdonarme si no acudiera en su ayuda. Ése es mi voto de gratitud.
Se puso de pie y, tirando de su mano, lo obligó a levantarse del sillón. Abrazada a su cuello, lo miró a los ojos. Ya no era la misma persona: habiéndose sincerado, una fuerza interior la mantenía dueña de sí.
—Tienes que jurar que no intentarás encontrarme, que si vas a Inglaterra nunca preguntarás por mí ni pronunciarás mi nombre; y si por obra del destino nos cruzáramos en algún lugar, harás de cuenta que no sabes quién soy. Ésa es mi decisión, por nuestro bien y la honra de mi esposo, a quien tanto debo.
Después de aquellas palabras, Edmundo se desmoronó.
—¿Es que nunca volveremos a vernos?
Ella le tomó el rostro entre las manos y le dijo:
—Sólo Dios tiene el poder de decidir nuestro destino…
—¿Cómo puedes decirme eso? ¡Me estás condenando al suplicio de esperarte toda la vida!
Elinor intentó darle fuerzas:
—¿Y crees que será fácil para mí? Es por eso que impongo tantas condiciones: para que seas libre, me olvides y vuelvas a enamorarte, porque debes comprender que regreso a cumplir mi condena en una celda de oro…Y doy gracias a Dios: sé que puedo vivir de los recuerdos.
Edmundo la abrazó; se besaron un largo rato mezclando sus lágrimas. Cuando separaron sus labios, la joven le suplicó al oído:
—Querido mío, concédeme el último sacrificio: ¿puedes ausentarte mientras espero el coche? No podré irme mientras estés presente…
Sintiendo que el corazón se le hacía trizas, limpiándose las lágrimas con los nudillos, dejó la casa y se encontró caminando en la tarde hacia no sabía dónde.
Nunca pudo recordar aquella caminata. En los años siguientes, sólo le quedó la conciencia de que, al levantar la vista al cielo, comprendió que habían pasado varias horas. Perdido, observó a su alrededor y pensó que había muerto: se encontraba en un lugar desconocido, un barrio miserable, frente a una pequeña plaza desolada. A pesar de que caían las primeras sombras, no había ningún farol encendido.
Las viviendas tenían las paredes descascaradas y las puertas cerradas. No se veía a nadie en la calle.
Desconcertado, temblando, sin saber dónde estaba, o si aquel lugar era el Purgatorio, se sentó en el borde de un banco de piedra, cruzándose la chaqueta y levantándole el cuello: no sabía si hacía frío, o si sólo su cuerpo lo sentía.
“No soporto este dolor”, pensó, apretando la mano sobre el corazón. Una idea se abrió paso en su cabeza: ¿estaría muy lejos el Sena? No era una mala muerte morir ahogado; se podía pensar que había sido un accidente, y como él no sabía nadar… los ríos de Ascochinga no tenían suficiente agua para intentarlo.
Además, pensó irónicamente, no se dejaban paredes ensangrentadas, alfombras y muebles irrecuperables, como con un pistoletazo.
“… Ni el caldo rojizo en la tina, si te cortas las venas. Tampoco quedas destrozado e irreconocible, como cuando te tiras de las alturas de Notre Dame…”
Bajó la cabeza, tratando de ordenar sus pensamientos y decidir qué hacer. En ese momento sintió una presencia a su lado y oyó una voz que le preguntaba:
—¿Tiene una moneda?
Al volverse, se encontró con un viejo que lo miraba con sus ojos glaucos, la frente despejada, la blanca barba y el bigote desaliñados. Las manos nudosas sostenían un palo como bastón. Usaba boina y vestía una desteñida chaqueta militar donde brillaban varias medallas de guerra. Sus botines estaban atados con tiras de arpillera endurecidas por el barro. Un perro viejo, gris y de pelambre hirsuta, esperaba a su lado. Edmundo no los había oído acercarse. El viejo sonreía esperanzadamente.
Rebuscó en los bolsillos, dando con varias monedas que puso en su mano. Como no deseaba hablar, le volvió la espalda y miró hacia el camino por el cual había llegado. El lugar tenía la tristeza indecible del abandono.
El viejo le preguntó:
—¿No tiene hambre?
Quedó perplejo: ¿qué hora era; a qué hora había comido por última vez? Se volvió a mirarlo:
—¿Y dónde se puede comer por acá?
El hombre señaló con el brazo a espaldas de Edmundo:
—En lo de Pierre. Hoy hace tripas a la gascona… —y como Edmundo lo mirara, alucinado por toda la situación, aquella reliquia napoleónica dijo con entusiasmo:
—Pierre es gascón; todos los sábados a la noche sirve tripa, es una costumbre de su tierra.
Los brazos cruzados sobre la cintura, lo escuchó decir:
—Es un guiso con pedacitos de riñón y carne de buey, tripa en trocitos, los cueros del jamón. Además, le echa zanahoria, puerros, perejil, hierbas de olor, mucho laurel. Sabe juntar los restos del vino blanco que dejan los clientes y se los añade, y al final lo bautiza con rodajas de tomate pasado, el que se usa para salsa…
El entusiasmo del hombre hizo aflorar en Edmundo un principio de sonrisa, y el otro, al notarlo, dijo besándose los dedos en punta:
—Pero lo que más me gusta es que le pone una cebolla hincada con clavos de olor…
Y mirando sobre los años de su vida, agregó con los ojos húmedos:
—… cuando yo era niño, mi abuela me hacía un caldo con los huesos de cordero que le daban en la mansión, y la verdura que tiraban cuando levantaban la feria. Y siempre me guardaba unos clavitos para la cebolla.
Tocado por la historia, Edmundo comprendió que podía olvidar por un momento su dolor y su desconcierto; se puso de pie, palmeándole el hombro y dijo: “Vamos”.
El lugar era un tugurio mal iluminado, olía a vino barato y ajo, pero se veía aseado.
Había unos vecinos jugando a las cartas en el recodo del mostrador y el dueño, como enojado con el mundo, secaba unos vasos.
El viejo, seguido por el perrazo, lo guió hasta una mesa pegada a la ventana que daba hacia la plazoleta.
Una joven de delantal y cofia dejó frente a ellos una vela encendida y un pan cortado con la mano sobre una madera. Saludó al viejo llamándolo “Coronel”, al tiempo que se entendían en un dialecto incomprensible.
—Ya verá qué manjar nos sirve Fadette —dijo el hombre, pellizcando un pedazo de pan y ofreciéndoselo al perro, que se había acomodado a sus pies.
Tripas, había dicho; tripas llamaban comúnmente los franceses al mondongo criollo, el que usaba Martina para hacer el locro del 9 de Julio. Los cordobeses no festejaban el 25 de Mayo, que les traía el recuerdo del asesinato de hombres respetados en la ciudad; entre otros, Liniers, cuyo apellido proveía la “L” de aquel ominoso “Clamor” que el tiempo no había podido apagar.
Pediría el guiso y haría de cuenta que estaba en La Antigua, donde se reunían criados y peones, vecinos y parientes para festejar entre jineteadas, juegos de taba, asado con cuero y cabritos a la estaca. Si decidía acercarse hasta el Sena, no era mala idea morir con aquel remedo de sabor a su tierra.
Casi toda la conversación —que no fue agobiante— estuvo a cargo del Coronel, como llamaba la criada al mendigo. Edmundo lo miraba entre cucharada y cucharada, tratando de no pensar en los restos de vino recogidos de las mesas. Tras dos bocados, el calor le templó el cuerpo, despertando en él un cierto equilibro interior.
En cuanto el viejo pasó a la cocina a pedir las sobras, preguntó a Fadette si de verdad era un oficial napoleónico, y ella le dijo que sí, que era un héroe; que había estado perdido por años, que regresó y, como lo daban por muerto, nadie lo recibía en su casa, ni siquiera su mujer.
—Hay un gran escritor que viene a verlo y comen juntos. Dice que escribe su vida.
—¿Cómo se llama ese escritor?
—Honoré…
Indudablemente, se refería a Balzac, y recordó que estaba escribiendo una novela titulada El coronel Chabert. ¿Era posible que éste fuera el personaje?
Mientras pensaba en aquello, Fadette volvió a sorprenderlo al agregar:
—Suele venir con una señora que tiene nombre de varón…
Aquella no podía ser otra que George Sand. Lo que no supo entonces fue que, años después, su amiga convertiría a aquella joven campesina en un personaje de novela que llevaría su nombre.
En la plaza comenzaron a encenderse unas pocas luces. Mientras el viejo se despedía de Pierre y la mesera, Edmundo, apremiado por regresar, pagó y dejó una buena propina. Al salir, descubrió que estaba perdido.
El Coronel se dio cuenta y con un ademán le indicó que lo siguiera. La noche parecía postrada, aún sin estrellas, las ventanas apenas iluminadas y las calles sin farolas que indicaran el camino. Su guía no parecía necesitarlas y la ausencia de Elinor había sumido a Edmundo en una oscuridad más temible.
Cuando el camino tomó un aire urbano, aparecieron las primeras luces, algunos viandantes, y él advirtió una hornacina con la estatua de Santa Genoveva, que sostenía en la mano una vela que un demonio intentaba apagar. La reconoció pues allí compraban con Sebastián su provisión de cirios: la santa no sólo era la patrona de París, sino también la protectora del gremio de los veleros.
Se detuvo y, antes de que pronunciara palabra, el viejo levantó los ojos hacia él.
—No haga nada irreparable —le dijo—. La vida le depara un gran amor, lo sé. Como que mi segundo nombre es Gabriel, el Arcángel de las buenas noticias.
Y llevándose la mano a la boina, desapareció en silencio seguido por el perro. La noche se los tragó.