17. LOS VESTIGIOS DE LA MELANCOLÍA

“Estoy solo en mi casa,

Bien lo sabes, y triste como siempre.

Me canso de leer y de escribir,

y necesito verte…

La noche está muy fría;

corre un viento inclemente.

Sube las escaleras de mi casa

Y quédate conmigo para siempre…”

Baldomero Fernández Moreno, Invitación al hogar

 

 

PARÍS (FRANCIA)
PRIMAVERA DE 1845-1846

De los meses que siguieron a la partida de Elinor, Edmundo sólo recordaba escenas y sensaciones: los días en que permaneció delirando, los rostros que vislumbraba a su lado, como Aurore —George Sand— pintando tabaqueras de madera, o Dumas acercándole una cucharada de sopa a los labios…

Y luego las visiones: Elinor de pie en la puerta, llorando a través de un vidrio que le impedía entrar en el dormitorio; cada tanto, el Coronel y su perro, anunciándole otro amor. O una siesta en La Antigua, cuando despertó después de la fiebre del sarampión y creyó ver un ángel sentado a su lado. Sebastián, tan lejos de allí, venía en la penumbra del amanecer, y le exigía que se mejorara, pues no podía decirle a Luz que él “había partido”.

De aquella vigilia pasó a recuperar la conciencia, pero cayó en la melancolía. Si le decían que tenía que alimentarse, obedecía; no hablaba con el médico, pero dejaba que lo examinara. Tomaba los remedios si se los presentaban, y cuando sus amigos iban a visitarlo no contestaba sus preguntas, limitándose a mirarlos. A veces, oía a Chopin tocando el piano en la sala, y sus notas lo sumían en un estado de miserable tristeza. Tanto, que Aurore prohibió a su amante hacerlo. Tampoco lo dejaba permanecer en el dormitorio, por la salud de ambos, pero le leía las cartas que Fréderik le enviaba.

Edmundo había adelgazado mucho, tenía cambiadas las horas del día, deambulaba por la noche en las habitaciones silenciosas, y solía amanecer acostado en el diván del cuarto de pintura de Elinor, extrañándola. Había prohibido a las criadas hacer ningún cambio, pues lo quería tal cual ella lo dejara. A veces perdía las tardes en él, revolviendo los cajones de su escritorio o los canastos de costura.

Encontró los guantes que usara por última vez; la doncella le dijo que los había hallado bajo su almohada y comprendió que ella había subido a dejárselos antes de partir. Desde entonces, los llevaba en algún bolsillo de su ropa.

Leía con fascinación la correspondencia de los hermanos de ella, que vivían en Escocia, pues era una parte de la vida de Elinor que nunca llegaría a conocer. Su mayor descubrimiento fue hallar, en su toilette, la carta donde el apoderado de su esposo le rogaba que regresara, dado su delicado estado de salud. Nunca dudó de aquello —una vez que se avino a escuchar sus argumentos—, pero la carta lo tranquilizó.

Una tarde en que el ventanal que daba a la huerta estaba abierto, la brisa hizo sonar los caireles de la lámpara de techo. Temiendo que se volaran las cartas, se levantó a cerrar los vidrios y vio los frutales que ella pintara a la acuarela.

Hacía meses que no salía de la casa, pero el recuerdo de la pintura hizo que fuera a su pieza, mudara la robe de chambre por pantalones, camisa y chaleco y se calzara los botines.

Bajó ruidosamente la escalera y, ante la sorpresa de la servidumbre, pidió un café cargado y salió al jardín. Sintió el aire vivificante en el rostro y, antes de darse cuenta, estaba inspirando y espirando al compás de sus brazos. Le pareció que los pulmones se le llenaban con el olor a tierra húmeda, a fruta caída, a humo de hojarasca.

El suelo del jardín lucía una alfombra amarilla matizada con el púrpura de las hojas de la vid; algunas plantas, protegidas por ellas, levantaban sus tallos con las últimas flores.

Bebió el café manteniendo el tazón entre las manos; lo habían endulzado con miel, como Elinor solía preparárselo, y se sintió agradecido a aquella gente humilde que mantenía el orden de la casa mientras él yacía lamentando su pérdida. Tomó conciencia de sus vidas, y comprendió que debía mejorar la situación de aquéllos: ése era el legado moral de sus antepasados a través de siglos.

Recordó a Pierre-Henri Leroux, gran amigo de George Sand y de escritores y artistas del grupo —Liszt, Turgueniev, Flaubert—, todos comprometidos con los problemas sociales, defendiendo y apoyando a perseguidos políticos, identificándose con las protestas de los obreros.

Leroux era editor, filósofo y político; también masón, pero sus convicciones habían girado hacia una nueva doctrina: el socialismo, palabra que él mismo había creado, según se decía en los corrillos intelectuales.

Con cierta continuidad, Edmundo había colaborado en sus publicaciones, donde divulgaba El dogma socialista de Esteban Echeverría; éste y Leroux —a pesar de que no se conocían— desarrollaban el ideal de libertad e igualdad social. Compartían la creencia de que el individualismo absoluto y el socialismo absoluto eran perniciosos y abogaban por un “socialismo republicano”.

Recordando a ambos amigos, se propuso acentuar la práctica de estas doctrinas. Terminó el café en la glorieta y, como estaba refrescando, entró a la casa.

En la sala, la chimenea estaba encendida y cerca de ella lo esperaba una mesita con fiambre, pan del día y una copa de jerez. Se dejó caer en el sillón, comió con apetito y pidió que le prepararan el baño.

Se quedó en la bañadera pensando en el milagro de sobrevivir al dolor, se secó junto a la salamandra del dormitorio, se puso ropa limpia y ordenó que quemaran las prendas que usara en sus días de cama.

—¿Quemar? —se escandalizó la cocinera.

—¿Puede encontrarles un mejor destino? —le preguntó, encendiendo un cigarrillo turco.

—¡Ya lo creo!

—Son suyas, entonces. ¿Está segura de que…?

—La tristeza no es contagiosa, monsieur —dijo la mujer, apretándolas entre sus brazos, y lo dejó pasmado con su filosofía de la necesidad.

Sonriendo, volvió a la lectura; estaba rodeado de libros de poesía donde esperaba encontrar un paliativo a su soledad.

 

 

Aquel año escribió poco y se dedicó a salir con amigos, acompañar a Chopin cuando Aurore lo dejaba librado a sus fuerzas, escoltar a Dumas mientras lidiaba con los editores o salvar a Balzac de los constantes embargos que sufría.

Poniendo en práctica su propósito, comenzó a dar clases, en una biblioteca popular, a los hijos de los trabajadores del barrio. Sus maneras espontáneas hicieron que los padres también acudieran y pronto abrió un curso para adultos, donde les enseñaba algo de historia y los incitaba a leer los folletines de Eugène Sue.

A veces, frente a la impaciencia de ellos por saber en qué terminaban Los misterios de París, se los leía en voz alta. Y era ponderable la atención que prestaban a sus palabras aquellos hombres y mujeres cansados, de manos curtidas, algo hambreados, que recién salían de cumplir jornadas abusivas.

Al notar ese interés, dedicó un día de la semana sólo a lectura, donde solían ayudarlo George Sand y algunos de los discípulos de Leroux. Se leía poesía, pasajes de la Biblia o noticias de interés.

Dedicarse a hacer algo por los necesitados le permitió remontar la melancolía.

 

 

Lady Clarissa le enviaba cartas —que él no respondía— intentando averiguar su estado de ánimo. Pero una tarde, mientras paseaba a caballo por el Bois de Boulogne, la vio asomada a la ventana de su coche, como esperándolo. No se sintió capaz de evitar su mirada, se detuvo junto al landó y luego de meses de ausencia regresó a la mansión de los Lytton.

En el saloncito privado de la inglesa, conversaron largamente sobre Elinor, ella deseando saber si él había entendido las circunstancias de su partida.

—¿Tenía yo otra opción? —preguntó Edmundo, levantando una ceja inquisitiva.

—Sí, mon ami. Usted podría haberle insistido y ella se hubiera quedado en París. ¡Lo ama a usted sobremanera…!

—¿Y hubiéramos sido felices? —volvió a preguntar, haciendo girar el calvados en su copa—. ¿Me hubiera perdonado, al pasar el tiempo, aquella demanda? ¿Se hubiera perdonado a sí misma su flaqueza?

Bajando la cabeza, Lady Lytton murmuró:

—¡Cuánta sabiduría en lances de amor, a pesar de su juventud! —y con aquellas confidencias recuperaron la amistad.

En el camino de regreso, el recuerdo de Elinor aleteó sobre él como una mariposa nocturna.

 

 

Las estaciones pasaban y el dolor de su ausencia apenas si amainaba. Entonces, le escribía cartas de una frase que nunca enviaba:

“Me despierto sintiendo tus pasos en la escalera…”

“Todo parece una espera sin sentido… ¡necesito verte!”

El día que escribió:

“¡Regresa, y quédate conmigo para siempre!”

cerró el cuaderno, lo ató con una cinta de Elinor y no volvió a abrirlo.

 

 

La primavera siguiente lo encontró en Italia, acompañando a Dumas: el editor de Alexander quería reimprimir una nueva versión de su novela de viajes Un año en Florencia, escrita en 1841.

En Roma los esperaba Hippolyte Flandrin, un eminente fresquista de capillas e iglesias y un buen pintor: algunas de sus obras se exponían en la galería de los Uffizi, en Florencia, donde ahora estaba trabajando. Éste decidió guiarlos por la llamada Cuna del Renacimiento, donde naciera, les contó, “la más bella mujer de todos los tiempos”.

La frase recordó a Edmundo lo que le dijera el coronel Chabert: “La vida le depara un gran amor”. ¿Cuánto de verdad podría haber en aquel presagio?

El viaje a través de Italia fue un bálsamo para el ánimo de Edmundo, debido al colorido de la campiña, a las ciudades renacentistas y al sabor de sus platos, unidos a la textura de los vinos y a la dulzura de la música.

Todo aquello hizo que ningún dolor, ninguna tristeza pudiera imponerse a su espíritu. Como expresó Flandrin a Dumas, cuando éste comentó que su amigo tenía roto el corazón: “Florencia es como una marea de delicias que barre con los vestigios de la melancolía”.