“Antaño, la gente tenía tiempo, por la tarde, para beber una taza de té.
Hoy estamos demasiado ocupados y sólo nos damos tiempo para tomar algo rápido.
Sin duda, es momento de revivir esta costumbre y volver a disfrutar con nuestros familiares y amigos aquellos panecillos, scons y sandwichs deliciosos.”
Malcolm Hillier, El arte de agasajar a sus invitados
Recostada contra el panel de roble de la ventana de la sala, con un libro sobre la falda y el brazo sobre el lomo del diván, Ana perdía la mirada sobre los techos de Doughty Street.
La habitación era amplia y alta, con paredes artesonadas, una gran chimenea y sillones cómodos: un cálido ambiente donde se hallaba feliz y a gusto.
Thomas, abrigado con un cardigan, los ojos entrecerrados por el humo de la pipa, estaba leyendo su última adquisición: un tomo comprado en la subasta de Christie’s, de Pierre Redouté, sobre los jardines de Malmaison; estaba diseñando, en la casa de Cardiff, una rosaleda para su esposa.
Edith, en la otra ventana y con los anteojos puestos, bordaba las tarjetas de Navidad de aquel año.
En la alfombra, un par de perros —una spaniel y un viejo terrier— dormían al lado de un gato barcino.
Ana estaba a solas con sus tutores pues el hijo de aquéllos, William, y Carlitos —ahora Charlie— habían viajado a Sheffield: Brian quería ampliar el negocio de Buenos Aires con cubertería de salón y la cuchillería para el paisanaje rioplatense.
La hija de Thomas y Edith estaba viajando con su tía Margaret: tenía un pretendiente. Ana se excusó de acompañarla, pues aquél no le agradaba: se comportaba como si le diera lo mismo comprometerse con Sarah o con ella. Nadie en la familia —salvo Miss Margaret— lo apreciaba. El joven, hijo menor de un noble, buscaba una heredera para casarse.
En tardes como aquélla, desapegada del mundo, extrañaba la presencia de Valentín Sotomayor, a quien tuvieron de maestro cuando eran niños: en los meses que pasaban en Gales, solía visitarlo en su cottage, en los terrenos de la mansión. Le gustaba conversar en el idioma de ambos —a pesar del fuerte acento del granadino—, y llenar la soledad del exiliado.
Desde el encuentro con su primo, días antes, estaba impaciente por verlo de nuevo; por suerte, aquella mañana habían recibido una esquela donde les anunciaba que, de no mediar contratiempo de parte de los Harrison, iría a visitarlos. Edith contestó invitándolo a un afternoon tea —entre las tres y las cinco de la tarde— mientras Thomas comentaba la buena impresión que le había causado.
Ana se sonrió; seguramente Edmundo suponía que Thomas era un industrial adinerado que veía con malos ojos la lucha de los obreros. A pesar de lo que pudiera imaginarse, su tutor estaba comprometido con las ideas de Robert Owen, pensador e integrante del primer socialismo británico.
Owen era galés, y los Harrison, aunque ingleses, estaban relacionados comercial pero también afectivamente con Gales.
Recordó que una tarde, en Cardiff, mientras lo ayudaba en el jardín, Thomas le había dicho:
—Su mayor mérito, Anne, es que, siendo hijo de un modesto artesano, se educó a sí mismo.
Impresionado por las desigualdades sociales que había traído la Revolución Industrial, Owen propuso una mayor equidad entre el trabajo y el salario, comprometiendo a otros industriales.
—Creó una sociedad mutualista que los ayudó a tener una vivienda digna, atención sanitaria, educación para sus hijos, llevó al mínimo los accidentes de trabajo y elevó sus magros salarios… —se secó la frente con el pañuelo, y agregó—: Te comento esto porque sé cuánto te interesan las nuevas tendencias sociales, y estas ideas predominarán en los años venideros.
A Ana le encantaba conversar con él de esos temas. Con la mirada perdida en las chimeneas de Londres, se reconoció en sus palabras: la curiosidad la llevaba a conferencias de viajeras, a lecturas de escritores, a seguir a su tutor en las discusiones parlamentarias.
Aquel verano, en Cardiff, Thomas parecía contemplar una visión esperanzadora.
—La falta de educación es la madre de todos los vicios, la fosa donde se entierra el futuro de los jóvenes. Con la educación, Anne, debe enseñarse la solidaridad: habría menos delitos. Ni Owen ni yo —le advirtió— creemos en las revoluciones; traen el caos social, la destrucción del capital y la propiedad. La sangre que se derrama sólo sirve para imponer otro orden, al mando de un nuevo grupo que adquiere los privilegios de aquellos a los que han desplazado. Mira lo sucedido en Francia: la república saltó por la ventana cuando Napoleón entró por la puerta. Créeme, querida; la violencia impone, pero no educa.
Mientras Ana recordaba aquello, se oyó la campanilla de entrada y los pasos de una de las criadas que acudía a atender el llamador.
El corazón le saltó en el pecho cuando oyó la voz de su primo que interrogaba a la servidora mientras subían la escalera. Edmundo entró en la sala con una sonrisa que a Ana le iluminó la tarde, llevando en la mano un sombrero como el de los Prerrafaelistas, que ya se hacían notar en Londres.
Traía un ramo de flores que entregó con mucha formalidad a Edith, y unos libros. Después de saludar a los dueños de casa, se volvió hacia ella, se inclinó y la besó en la mejilla; Ana sintió el perfume del agua de Colonia y quizás del jabón de afeitar.
Una íntima emoción la envolvió por primera vez en su vida; era reacia a vincularse con los varones más allá de lo superficial, pues tenía la impresión de que en la sociedad inglesa el casamiento era menos romántico y más práctico que en su país; así lo mostraba Miss Austen en sus novelas.
Aquel pensamiento la había vuelto escéptica ante las atenciones de los ingleses, reacia a comprometerse; sociable pero distante. Tenía una clara idea de la importancia de su familia, del apellido que llevaba, de los lazos con aquellos industriales adinerados y bien considerados en la sociedad londinense: todo eso pesaba más en la mente de un británico que en la de los hombres del Río de la Plata. Y su única relación seria, con un joven marino, se debió, justamente, a que éste tenía un corazón sincero y una actitud desinteresada.
Ahora, en presencia de su primo, ante la suave aspereza de la barba incipiente, su cuerpo bien formado, su estatura, sus ojos sonrientes, se encontraba desarmada, sin fuerzas para resistir aquella seducción masculina. No estaba segura de si él la dirigía a ella o era algo innato, la seducción por la seducción.
Edmundo entregó el sombrero y el abrigo a la criada —que llevó las flores para ponerlas en agua— y el estuche con los libros a su prima.
—Seguramente los tienes; pretendo que te quedes con los míos y deseches los tuyos.
Ana admiró la funda bordada con hojas, ramas y pequeñas flores entrelazadas, desató las cintas y se encontró, emocionada, con los pequeños tomos de poesía, finamente encuadernados, de Elizabeth Barrett Browning. La dedicatoria, en la página inicial, era un verso de la autora: “Para que el día de hoy alumbre el de mañana”. Las manos le temblaron y dijo, sin mirarlo:
—Es mi autora preferida.
—Lo imaginé. Además, cuando ella y Browning llegaron a París frecuentaban el salón de George Sand, de quien Sebastián y yo somos viejos amigos. Ambos son muy apreciados, tanto en París como en Florencia, donde creo que todavía residen.
Lo invitaron a sentarse y Edith ordenó el servicio de té.
—A propósito, ¿Chopin está en Londres? —preguntó Edmundo.
—Estuvo hace unos meses, dio un magnífico concierto al que asistieron la reina Victoria y el príncipe Albert; ahora está en Escocia. ¿Es usted su admirador?
—En verdad, Fréderik es un muy querido amigo —dijo el joven llevándose la mano al corazón.
Se hizo un breve silencio que interrumpieron los tres al mismo tiempo:
—¿Usted es…?
—¿… su amigo?
Edmundo se acomodó en el sillón ajustándose la corbata Ascot, como era la moda.
—Por lo que me decía en su última carta, para estas fechas regresaba a Londres. Su secretario me avisará en cuanto llegue.
Thomas, en tanto, observaba a Edmundo, a quien encontraba cambiado después de años de ausencia. El nombre de Chopin le recordó, indefectiblemente, a George Sand y la relación de ésta con el socialismo francés.
—¿Así que admirador de Pierre Leroux? —dijo con una sonrisa.
Fue suficiente para que, con entusiasmo, el joven comenzara a hablarle de la comunidad que aquél había formado en las tierras de Boussac, que proponía otra clase de convivencia social.
—Leroux abrió una imprenta en la aldea y la comunidad se dedicó a sembrar y cosechar, bajo la idea del “círculus…”.
—¿Qué es el “círculus”? —se interesó Ana.
—Me pones en aprietos; es algo así como que todos los seres vivientes tenemos que alimentarnos de los residuos de los otros: las sobras del pan se les dan a las gallinas; comemos los huevos y enterramos las cáscaras, los restos del té van a las macetas, etc., etc. —y, mirándolos con vivacidad, se burló de sí mismo—: … o así lo interpreté en mi ignorancia.
Edith los invitó a pasar al saloncito de té, donde la mesa estaba dispuesta con un mantel de lino; el juego era de porcelana de Chelsea —las tazas con su ramillete de rosas sobre blanco, la banda superior granate con virola dorada— y en una bandeja, un delicioso pastel de Gales.
El aroma del té Earl Grey, con su dejo a bergamota, invadía la habitación; escoltaban la tetera una jarrita de leche y una de crema.
En una fuente de plata esperaban pequeños sandwichs —de pepino, salmón, queso y tomate— que gustaban tanto a Edith y que tentaron a Edmundo. Junto a la mermelada de grosellas, los scons mantenían el calor cubiertos por un paño.
Edmundo expresó su admiración —en París, dijo, servir el té no era un arte— y confesó ser goloso.
Pasaron una hermosa tarde, más parecida a un encuentro familiar que a una visita social. Ana se preguntó por qué su hermano Sebastián nunca había logrado aquel entendimiento con sus tutores, y lo atribuyó a su carácter taciturno. Mientras hablaban de los Harrison del Río de la Plata, de los Osorio en Córdoba, de Carlitos y William y de las nuevas ideas para las exportaciones, Edmundo posaba su mano de vez en cuando en la muñeca de su prima.
Cuando mencionaron a Simón Chico, preguntó:
—¿Y qué es de la vida del sinvergüenza? Luz decía que era muy inteligente y lamentaba que no pudiera seguir estudiando…
—Pues aquí lo ha hecho —y Thomas le aseguró—: No va a reconocerlo.
—¿Ha acompañado a Carlos a Sheffield?
—Oh, no —intervino Ana—. Él ha elegido otros caminos. Trabaja en el Foreign Office.
Mientras Edmundo se preguntaba cuál sería el nivel en que el moreno se desempeñaba, Edith dijo que se había independizado, que tenía un pequeño y confortable departamento, que los visitaba seguido y viajaba con ellos a Cardiff cada vez que podía. También él extrañaba a Valentín Sotomayor.
Atento a los consejos de sus amigos residentes en Londres, Edmundo se despidió en tiempo prudente, y al dejarles su tarjeta recibió de sus anfitriones una invitación para visitar la Torre de Londres y asistir a un concierto en la Catedral de Saint Paul.
Ana decidió acompañar a su primo hasta la puerta. En lo alto de la escalera, Edmundo se adelantó, diciendo que temía que ella sufriera un traspié…
—… y así podré sostenerte en mis brazos sin que toques el suelo.
A la titilante luz de los candelabros, Ana sintió que le ardía la cara. Cuando llegaron al hall de entrada, él se volvió de pronto y ella se encontró casi tropezando con su pecho. Edmundo se sostuvo de la pared con el brazo en alto, el sombrero en la mano, y le dijo:
—¿Estás contenta de verme?
—¿Debería estarlo? —replicó ella.
Él guardó silencio unos segundos y agregó:
—¿A dónde iremos primero? ¿A la iglesia o la Torre?
—¿Qué prefieres?
—El horror antes que la devoción —reconoció él.
—Será la Torre, entonces. ¿Me llevarás a conocer a Chopin?
—Lo pensaré. En cuanto lo escuches tocar uno de sus Nocturnos perderé toda oportunidad de seducirte; morirás de amor por él.
Se inclinó rápidamente y le rozó la mejilla con la suya. Luego le tomó la mano y se la besó en silencio, mirándola a los ojos, como si le indagara el alma.
Cuando la puerta se cerró, Ana, sintiéndose desfallecer, se apoyó en la pared y se llevó la mano a los labios.
Edith, desde la sala, ordenaba que retiraran el servicio de té. Ana sólo pensaba en cuándo volvería a ver a su primo.