“La vida de paz pide una prensa de paz, y la prensa de paz pide escritores nuevos, inteligentes en los intereses de la paz, acostumbrados al tono de la paz, dotados de la vocación de sus conveniencias, enteramente opuestas a las de la guerra.”
Juan Bautista Alberdi,
Cartas quillotanas (Polémica con Domingo F. Sarmiento)
Al entrar en el Chapter Coffee-House, Edmundo vio libre la mesa que usualmente ocupaba Simón y se sentó a esperarlo. La joven que solía atenderlos se acercó a tomar su pedido: un café con ron, unas tostadas y unas tajadas de queso Cheddar, que nunca faltaba en la mesa de los Harrison.
Mientras encendía otro cigarrillo y contemplaba las tiendas grises, sintió impaciencia por recibir las cartas de Brian y Luz, y los periódicos de Uruguay, Chile y Brasil. Allí donde hubiera un exiliado argentino, éste haría suyo el tema O’Gorman; o para llevar agua al molino de los opositores o debido al genuino horror por aquel acto.
Pensó en el encuentro con Chopin; luego, la agradable tarde con Miss Stirling; después, la noticia del asesinato de la joven O’Gorman y por último la reunión con el funcionario inglés. Estos acontecimientos eran tan dispares entre sí que parecían mediar entre ellos meses y no días.
Cuanto llegó Simón, de inmediato pidió lo mismo y comenzó a probar el queso espolvoreado con pimienta sobre una de las tostadas.
—Mr. Hood ha quedado impresionado. “Es el análisis más lúcido que he oído hasta ahora de lo que sucede en el Río de la Plata”, dijo —comentó Simón.
—Todavía no consigo entender por qué Rosas ha cometido semejante atrocidad; además, es un grave error político. Quiero saber qué dicen Luz y Brian. ¡Me desespera la lentitud del correo!
—¿Deberíamos volver a las palomas mensajeras, como los romanos? —se burló Simón.
—¿Crees que podrían atravesar el Atlántico?
—No, pero si te interesan, yo tengo algunas en mi terraza.
—¿Y las usas?
—¿Crees que las crío para comérmelas?
Edmundo rio, pidió más café, pero se dio cuenta de que el joven no había contestado su pregunta. “Simón y sus secretos”, pensó.
—Olvidaba algo —dijo éste de pronto, echando mano a su abrigo; del bolsillo interior sacó un sobre gris, lacrado, y se lo entregó. Como Edmundo lo mirara, desconcertado, aclaró—: Lo que me encargaste.
Recién entonces Edmundo recordó el pedido que le había hecho y, algo incómodo, tomó la carta y le dio vueltas entre los dedos antes de guardarla. Una sensación extraña lo embargó, como si tomara conciencia de que aquél era un punto de inflexión en su vida.
Sopesándolo con la mirada, Simón preguntó inesperadamente:
—¿Te has enamorado de Ana? —y ante el silencio desconcertado de Edmundo, agregó—: Porque voy a pedirte, ya que la quiero como a la hermana que nunca tuve, que no despiertes su interés, como lo estás haciendo, no sé si intencionalmente, hasta que hayas resuelto tus problemas.
—No tengo ningún problema; lo que siento por ella… —tartamudeó, pero el otro lo interrumpió con un gesto.
—No gastes palabras; a mí me conmueven más los actos. Ana es, por un lado, una mujer de mundo, culta, dueña de sí, con intereses inusuales para esta época. Pero afectivamente es vulnerable como una adolescente. No la ilusiones si esto es un divertimento para ti. Sé que para ella no lo es.
Impulsivamente, Edmundo le apretó el brazo, obligándolo a prestarle atención.
—En Florencia me enamoré del retrato de una joven muerta hace siglos, y el mismo día que llegué a Londres la encontré: era Ana. Esto —y se tocó la chaqueta, donde guardaba el sobre— es una deuda de honor con el pasado. No importa lo que aquí esté escrito: sea lo que sea, no alterará lo que siento por Ana, ni me impedirá luchar para que me ame, como la amo yo.
Simón revolvió el café morosamente y al fijar los ojos en los de él, sonrió.
—Y entonces, ¿cuándo vas a hablarle?
—Lo único que me detiene es pensar en cómo desenvolverme en este caso. En París, en el grupo en que me muevo, este tipo de decisiones son muy sencillas: muchos forman pareja sin ser matrimonio; puedes convivir con la otra persona, o solamente compartir horas o días. A lo mejor te casas pasado un tiempo… o nunca. En Londres, y con los Harrison, me asusta equivocarme: no sé qué territorio piso. No por mí, sino por cómo podría pesar un error en mi relación con Ana. Quiero casarme con ella y que nada se interponga entre nosotros, y menos el disgusto de los mayores.
—Me tranquiliza lo que dices. Indudablemente, en el círculo de los Harrison y, por ende, de Ana, hay más formalidad. Puedes tener una amante pero nunca te presentarás con ella ante la sociedad ni donde trabajas o con cierta clase de amistades.
—Entonces, ¿qué me aconsejas?
—Primero, decidir dónde vas a vivir: en Londres, en París o en la Argentina, si cae Rosas. Segundo, tienes que averiguar si Ana te quiere y, además, si está dispuesta a acompañarte. Tercero, ¿aprobarán tu compromiso los Harrison de acá y de allá?
—Dios Santo —dijo Edmundo, anonadado—, ¡qué difícil es vivir como ustedes!
—Piénsalo antes de hablar con ella: Ana no es Luz.
Y terminando su café, le propuso que fueran a ver si conseguían la traducción de El manifiesto comunista, de Marx y Engels, que anunciaban las librerías.
Edmundo decidió acompañarlo.
De regreso en su departamento, pidió a la criada que le preparara una comida frugal y subió a la terraza. Era principios de noviembre; pronto comenzarían las primeras neviscas y los vientos que cortaban el rostro “como una fusta de hielo”, le había dicho el cochero. Aquel clima, pensó con tristeza, era la sentencia de muerte para Chopin. ¡Ojalá regresara pronto a Francia, como tenía pensado!
Se recostó contra la chimenea y contempló el sol del mediodía sobre las cúpulas de Londres. Sacó el sobre del bolsillo y lo mantuvo unos segundos en las manos, luego hizo saltar el lacre y desplegó las hojas.
En español, en letra clara y con frases concisas, Simón le informaba que Elinor Douglas-Murray vivía con su marido desde hacía varios años en las Highlands de Escocia; él era noble —uno de los Innes de Learney—, tenía bajo su protección a los hermanos de su esposa y había iniciado juicio por malversación de herencia a la madrastra de los jóvenes.
Al parecer, el matrimonio era bien avenido; ella lo acompañaba a todas partes, él en silla de ruedas que un soldado retirado empujaba. Lady Elinor tenía actitudes afectuosas con su esposo y habían adoptado un niño que parecía hacerla feliz.
La vida social que llevaban era discreta, pero no faltaban a los oficios religiosos ni acontecimientos de celebración o duelo del reino. A él le gustaban la pintura y la música. Estaba escribiendo un libro sobre los clanes del Norte y ella pintaba las ilustraciones. “Todo lo que hemos observado es favorable”, concluía Simón.
Apretando la nota en el puño, sintió un gran sosiego en el alma. Con un hondo suspiro, tomó las hojas y las rasgó en pedacitos. Sosteniéndolos entre los dedos, los ofreció al viento.
Luego encendió un cigarrillo resguardando los fósforos con la mano, se apoyó en la piedra tibia de la chimenea y pensó en su prima y en el futuro.
Simón lo había obligado a considerar si estaba preparado para regresar a la patria; si aceptaría renunciar a todas las cosas que le gustaban: la diversidad de libros, la ópera, el teatro, los viajes en tren; a que sólo la moda dictara el largo de su melena, el uso de la barba, el color de su ropa, sin que un tirano se lo impusiera. Y el más importante de los derechos ciudadanos: la libertad de pensar, opinar y escribir.
Este hecho lo inquietaba. ¿A dónde pertenecía? Sabía, por experiencia y confidencias de exiliados —de países del Este y del Oeste—, que ése era el purgatorio de los que vivían entre dos mundos.
“Si no regresas en los primeros tres años, nunca sabrás dónde quieres realmente vivir, y estés donde estés añorarás el otro suelo, aquel donde naciste, o este que te acogió”, le había confesado Chopin uno de aquellos anocheceres de fiebre en que él iba a acompañarlo.
Y Ana, ¿qué quería hacer de su vida? ¿Estaba preparada, si regresaban a Córdoba, para ser sólo una mujer de familia, dedicada a las obras de caridad? ¿Renunciaría a sus conferencias de viajeras, de las mujeres que se hacían oír de ambos lados del océano reclamando el cese de la esclavitud, el cambio de las leyes laborales, el voto femenino, el fin del trabajo infantil?
Haciéndose estas preguntas, apagó el cigarrillo, descendió a su departamento, se sentó a tomar una taza de caldo, luego se recostó vestido y se durmió profundamente.
Ana simulaba estar serena mientras pintaba las tarjetas de Navidad, pero desesperaba por recibir una nota de Edmundo por medio del footboy —el recadero de la manzana— anunciando que iría a visitarlos.
Era consciente de la atracción que su primo ejercía sobre ella, pero no estaba segura de los sentimientos de él: siempre se mostraba amable y seductor con Edith, con sus amigas, y con cuanta mujer —hasta las criadas— se cruzara en su camino.
Quizás fuera su forma de ser, quizás era la moda francesa, más laxa que la anglosajona; quizás se estuviera engañando a sí misma…
Pero de pronto, su primo hacía un pequeño gesto, como cuando le puso inadvertidamente la mano sobre el hombro y él, con un movimiento natural, había vuelto el rostro y le había besado los dedos. Sus labios eran cálidos; su voz se enronquecía un tanto después de esos episodios, lo que la atraía mucho, pues indicaba emoción.
Recordó un diálogo de Orgullo y prejuicio donde Elizabeth le advierte a su hermana Jane que quizás Mr. Bingley se haya alejado de ella pues nunca le dio a entender que lo apreciaba más allá de la simple amistad. ¿Y si ella estaba haciendo lo mismo con Edmundo?
Odiaba no tener con quien compartir sus dudas. Sarah, por quien sentía afecto, estaba ausente, pero le había perdido aprecio al verla sucumbir al encanto de un cazafortunas descarado. Con sus amigas del colegio guardaba distancia en cuanto a confidencias: bien conocía el mundillo de Londres en el que se movían.
Sopló la última guarda dorada de la tarjeta y de pronto pensó: “¡Simón! Él me entenderá” y, aliviada, sonrió.
Al despertarse, Edmundo, desdeñando el compromiso de reunirse a tomar alguna copa con sus amigos de Banda Oriental, se cambió de ropa y partió a casa de los Harrison.
La sala familiar, el olor de la pipa de Thomas y la presencia áurea de su prima no calmarían aquella tarde su desazón, pues aún no sabía qué haría de su vida: antes tenía que averiguar si Ana lo amaba y si estaba dispuesta a seguirlo a donde fuera.
En el momento en que salía, la criada le entregó una esquela que acababa de llegar: era del dependiente que atendía la librería donde comprara los poemas de Elizabeth Barrett, avisándole que habían llegado las novelas de Acton, Currer y Ellis Bell. Decidió ir a verlo.
El joven salió a recibirlo con varios libros en la mano.
—Habrá leído usted que se develó el misterio de estos autores, y en vez de tres caballeros resultaron tres señoritas de provincia, apellidadas Brontë —le dijo en cuanto se saludaron—. Como puede notar, cada una de ellas ha elegido un seudónimo manteniendo la primera letra de su nombre. Miss Emily es Ellis; Miss Charlotte, es Currer, y Miss Anne es Acton.
—Supongo que ahora, aclarado el misterio, editarán con sus verdaderos nombres.
Después de revolver los cajones con las novedades, Edmundo compró dos ejemplares de cada una de las obras de las Brontë —Cumbres borrascosas, Jane Eyre y Agnes Grey—, pensando en quedarse con un juego y regalarle a Ana el otro. También compró el librito de un autor que Simón había alabado: El libro de los snobs, de William M. Thackeray. Le atrajeron el título y las viñetas y, después de ojearlo, decidió que podía aprender, a través de la ironía, algo sobre los ingleses.
Al salir, compró un ramito de rosas blancas para Edith —le habían dicho que significaban amistad— y se encaminó hacia Doughty Street, feliz porque el informe de Simón había sellado una deuda de amor.
También era grato haberse enterado de que su trabajo, aunque no muy difundido, era apreciado en Inglaterra. Y pensando en los cambios que en algún momento llegarían a la Argentina —y al mundo— le alegró haber decidido ser un observador político más que el detractor de un régimen.
Fue Juan Bautista Alberdi, amigo de Sebastián, al cual conoció brevemente en 1843, en París, quien le hizo ver que, caído el régimen y recuperada la libertad de expresión, se necesitaría otro tipo de prensa que la meramente combativa.
Vio en la esquina un coche de punto y lo tomó. A pesar del frío, sentía como si un sol interior le entibiara la sangre. Decidió de pronto que debía idear una estrategia para descubrir si Ana lo amaba como él a ella. Y le encantó descubrir que la vida en Londres podía ser tan interesante como en París.