“—Me duele, Mr. Ware, encontrar en vos esta desconfianza tan inmerecida.
Si fuerais un hombre de más edad, me sentiría tentado a invitaros que nombrarais vuestros padrinos. Tal y como son las cosas, me contentaré con presentaros la irrefutable prueba de la honestidad de mis acciones.”
Georgette Heyer, Su gracia, el duque
Arrodillada en el asiento del bow-window de la sala de recibo, Ana, con la caja apretada en una mano, el pañuelo asomando por el escote del vestido —donde Edmundo había besado el nacimiento de sus senos—, contempló en su mano aquel obsequio inesperado: un anillo de compromiso.
“No cualquier anillo”, pensó; había pertenecido a su familia, a una tía que siempre tenía tiempo para contarles historias de santos, de milagros y sucedidos de su tierra donde, decían, las piedras preciosas asomaban a ras del suelo.
Edith, recién llegada del club de lectura, dejó bolso y libros en la mesa de apoyo y se desató la capota.
—¿Sucede algo, Annie? —preguntó, al verla ensimismada.
La joven, luego de un instante de duda, confesó:
—Sospecho que Edmundo tiene algún problema.
Le mostró el anillo, le contó la insistencia de él en que no lo quitara de su mano porque ése era el compromiso secreto entre ellos; ya le daría, el día que se comprometieran públicamente, el anillo oficial.
No comentó esa especie de fiebre que notó en él, sus distracciones, cómo se había quedado mirándola: como si nunca más fueran a verse.
Edith se sentó a su lado.
—¿Has hablado con Simón?
—Le envié una nota esta mañana, por lo de Miss Austen, pero no me contestó.
Thomas las interrumpió en aquel momento, y les dijo que no se preocuparan, que si algo estuviera mal Simón se hubiera encargado de decírselos. Práctico como siempre, agregó:
—Ojalá la hermana de Francis se sincere. Mientras no aparezca esa carta no podremos continuar con nuestras vidas.
A la hora de acostarse, Ana deshizo su peinado y, mientras se trenzaba el pelo, una especie de premonición le inquietó el ánimo. Sabiendo que no podría dormir, se metió en la cama con los poemas de Elizabeth Barrett, el primer regalo que le hiciera Edmundo.
El libro se abrió en un poema titulado “¿En verdad crees que, de estar yo muerta…?”. Con un estremecimiento, leyó a media voz:
¿En verdad crees que, de estar yo muerta,
Tú sentirías malograda tu vida sin la mía?
¿Que, sabiéndome en la oscuridad de una tumba,
No brillaría para ti el sol como antaño lo hiciera?
Dejó el libro abierto sobre su corazón y se largó a llorar: algo malo iba a suceder, y ella no podría impedirlo.
Se durmió con el rosario en la mano, la pieza levemente iluminada por la luz de gas de la calle: había descorrido las cortinas para no permanecer en la absoluta oscuridad.
Al regresar de ver a Ana —aún le parecía sentir en los labios la tibieza y la suavidad de la piel de su pecho— Edmundo se puso a escribir las cartas necesarias por si moría en el duelo: a Chopin pidiéndole disculpas por no acompañarlo a París; a Ana, despidiéndose de ella, y a sus abogados, legando a su prometida sus bienes y fortuna en calidad de esposa; indicándoles compensaciones para los criados del barrio d’Enfer y determinando que debían quedar en la casa, recibiendo su sueldo hasta que Sebastián decidiera qué hacer con la propiedad.
También a Laura y a sus hermanos menores, dejándole a ella cuanto podría corresponderle de los bienes familiares, y a Robertson encargándole velar por ellos. A Sebastián explicándole la situación, y a tía Francisquita, al padre Ferdinando y a Farrell, dejando en sus manos qué le dirían al resto de la familia.
Finalmente, a Luz unas pocas frases en broma; a Simón, a Thomas y a Edith agradeciéndoles cuanto habían hecho por él, y a Carlitos lamentando que no se hubieran encontrado.
Tenía esperanza de que Simón apareciera con la famosa carta que evitaría el lance, aunque estaba tan furioso con Radcliff que deseaba dispararle aunque fuera a quemarropa; los padrinos habían decidido que el duelo debía ser a primera sangre.
Al anochecer, siguiendo el consejo de Simón cuando le entregó la caja de pistolas, pasó por la casa de Fréderik para enterarse de su salud —por suerte, estabilizada— y se reunió con Rossetti y sus amigos en un club de tiro, donde estuvo practicando al blanco hasta que se acostumbró al peso de las armas y al ejercicio de apuntar rápidamente.
Antes de acostarse, tomó dos medidas de coñac y consiguió dormir unas horas.
Aun no clareaba cuando apareció Hunt con un médico amigo y su maletín de primeros auxilios. Al rato, llegó aquel joven pariente de Miss Stirling que haría de segundo padrino.
Todos quedaron impresionados por la tranquilidad de Edmundo, que lucía muy bien vestido, rasurado y dueño de sí.
El encuentro sería en Hyde Park, cuyas antiguas arboledas y viejos robles, plantados en la época de los Tudor, tenían memoria de otros lances parecidos. Mientras ambos coches se aproximaban al lugar, apenas se vislumbraba en el horizonte una línea de luz y las aguas del estanque del Serpentine brillaban como un caldero de oro en la penumbra.
El capitán Radcliff aún no había llegado y el joven Stirling indicó que, desde el punto de vista de las apariencias, era bueno para Edmundo, pues demostraba que no temía al encuentro.
Los coches quedaron al amparo del bosque y ellos descendieron hacia la hondonada que evitaría que algún desvelado los observara.
El médico aconsejó estudiar el terreno y les advirtió:
—Elijan un claro de tierra. El césped húmedo es resbaladizo.
Al tiempo que innumerables pájaros comenzaban a cantar, el coche del capitán apareció por un recodo del Serpentine. Edmundo se llevó la mano al pecho, donde guardaba una ajada estampita de San Judas Tadeo, al que él y Sebastián debían muchos favores. “No dejes que muera hoy; dame la gracia de unos años más”, rogó, cual hiciera tanto tiempo atrás en aquella cabalgata infernal huyendo de los hombres de Estanislao López, por entonces, la mano derecha de Rosas en las provincias. No confiaba en que Radcliff cumpliera con aquello de “a primera sangre”: el marino, pensó, estaba perdido por Ana.
Unos golpes discretos pero insistentes sobre su puerta despertaron a Ana que, con el corazón latiéndole con fuerza, oyó a Simón murmurar:
—Anne, déjame pasar.
—Está abierto —dijo mientras se incorporaba y se ponía el deshabillé.
El joven entró y le ordenó:
—Vístete, tenemos que ir a Hyde Park. La hermana de Francis me acaba de entregar la famosa carta que dejaste en sus manos.
—¿Qué tiene que ver Hyde Park…? —se desconcertó ella.
—Hay que impedir que Edmundo se bata a duelo con Radcliff; sospecho que éste no se atreverá a batirse si estás presente. Anteanoche nos siguió y provocó una situación estúpida de la cual no pudimos salir.
Aún atontada por el sueño, la joven estalló en maldiciones.
—¡Ya sabía yo que Edmundo me escondía algo! ¡Voy a matarlo, voy a…!
—Desahógate cuanto quieras, pero comienza a vestirte —ordenó Simón, abriendo el ropero y comenzando a buscarle ropa—. Iremos a caballo; si acortamos camino a través de los parques llegaremos antes.
—¿Por qué es el duelo? —preguntó ella tras el biombo mientras él le arrojaba una falda de montar, la chaquetilla, las botas y le preguntaba dónde guardaba sus medias.
—Por ti. Por el beso que Edmundo te dio cuando sacamos a Chopin en angarillas.
—¿Estaba Radcliff allí?
—Sí; Miss Stirling lo hizo a un lado para que pudiéramos entrar. Dime, ¿está enamorado de ti?
Después de unos segundos, ella preguntó:
—¿Nunca lo investigaste?
—No pensé que fuera necesario.
La joven apareció espléndidamente vestida con el traje castaño de montar y él le arrojó una capa marrón oscura y un pañuelo para el cuello. Sin perder tiempo en peinarse, Ana se sujetó el cabello con una prensa de carey y comenzó a abrir y cerrar cajones desordenadamente.
—¿Qué buscas? —se impacientó Simón.
—Esto —y sacó una caja de madera con filigrana de plata. Al abrirla, tomó una pequeña pistola de oro y una caja de balas.
—¿Para qué? Él ya tiene…
Mientras colgaba la bolsa de municiones del cinturón y acomodaba la pistola en el bolsillo interior de la capa, Ana murmuró calzándose los guantes de cabritilla:
—Si le ha hecho daño a Edmundo, mataré a ese imbécil.
—No lo dirás en serio…
—Espera y verás —contestó, bajando de a dos los escalones, ya sin cuidarse de que sus tutores la oyeran.
Afuera, el groom de los Harrison sostenía las riendas de sus caballos. Simón alzó a Ana por la cintura y la sentó a mujeriegas en la montura. La curiosidad por la relación entre Radcliff y Ana, que jamás había notado, quedó en suspenso pues debieron salir al galope hacia Hyde Park.
Aquella mañana fue la primera vez que vio a la joven usar la fusta a discreción, sobrepasando a veces a algún carruaje y saltando los setos a campo traviesa.
No hubo saludos entre los contendientes, pero uno de los marinos abrió un cofre, sacó dos vasos pequeños y sirvió una bebida fuerte, ofreciéndola primero al capitán —que la despachó de un trago— y luego a Edmundo, que desdeñó recibirla.
—… no necesito un trago para envalentonarme —contestó, y Radcliff, enrojeciendo, arrojó el vaso al suelo.
El joven Stirling, admirado de las palabras de Edmundo, murmuró: “¡Excelente!”, y mientras los padrinos revisaban las armas el capitán se quitó la chaqueta, la entregó a uno de sus acompañantes y recibió la pistola.
Edmundo, desprendiéndose de su saco con un movimiento despreocupado, lo arrojó hacia Hunt, que lo atrapó al vuelo. Stirling le alcanzó la caja con sus pistolas mientras Hunt y uno de los marinos los instruían con respecto a las zancadas que debían dar, de espaldas uno con otro, el brazo armado flexionado desde la cintura y apuntando al cielo. Se hizo un silencio y los duelistas se saludaron con un movimiento de cabeza.
“Llegó la hora de la verdad”, pensó Edmundo, iniciando los pasos. “O me hiere, como debe ser, o me mata a sangre fría y aduce luego que fue un error”.
Al mirar el suelo, se dio cuenta, con preocupación, de que el último tranco debía darlo sobre el pasto húmedo. No permitió que eso lo distrajera y cuando oyó la voz de los jueces anunciando que estaban a la distancia requerida se volvió y disparó. Oyó el otro disparo rozándole el rostro, pero el suyo se elevó ante las exclamaciones de los presentes: había patinado en el maldito rocío.
Sin embargo, entre las voces que se alzaron mientras alguien lo ayudaba a ponerse de pie, el galope de varios caballos avanzando hacia ellos sorprendió a todos.
Edmundo se volvió y distinguió a Ana, que haciendo gala de su experiencia como jinete saltaba unas matas sin moverse de la montura, y un poco más atrás —su caballo no había querido saltar y cabeceaba—, a Simón y al groom.
—¿Quiénes son? —preguntaron los padrinos, desconcertados.
Ana llegó primero. Sin dirigir una mirada a Edmundo, saltó del caballo y, envuelta en su capa, que la brisa revoleaba sobre sus hombros y su cabeza, se dirigió en derechura a Radcliff, a quien la sorpresa había paralizado.
—Radcliff —y Ana señaló hacia Edmundo mientras se quitaba los guantes—, quiero a ese tonto más que a mi vida y estoy dispuesta a hacer cualquier cosa si le pasa algo.
Al verla caminar tan decididamente hacia él, el capitán comenzó a retroceder, que era lo que ella quería: apartarlo para que su conversación no fuera oída por los otros.
—¿Cree usted que su primo es tan cobarde que le agradecerá haber intervenido? —preguntó el marino con una sonrisa atravesada.
—Sucede —repuso ella— que, al decir de mi hermana, las mujeres preferimos los amantes vivos a los héroes muertos.
—Al parecer, ustedes, las españolas, son diferentes. Nuestras mujeres tienen más temple.
—Bravo —dijo Ana, echándose la capa sobre el hombro—. Creo que deberíamos batirnos por esa ofensa. ¿Llamo a los padrinos?
—En primer lugar, no creo que usted sepa disparar —dijo Radcliff con suficiencia—. Además, no está armada.
—En primer lugar —lo remedó ella—, mi tutor decidió que las mujeres de esta época tenemos que saber disparar, así que a los catorce años me llevó a la Escuela de Tiro. En segundo lugar —y dejó ver la pistola que había tomado al acomodarse la capa, ahora apuntándole al pecho—: sí tengo un arma.
Radcliff retrocedió otro paso.
—No dispararé contra usted.
—Pues yo sí le dispararé. Y le aseguro que puedo darle a un conejo corriendo a cien yardas. A esta distancia, aunque el arma es de poco calibre, le daré en medio del corazón. No hay corazón que sobreviva a eso.
—En ese caso, tendrá que dar muchas explicaciones…
—Diré que fue por mi honor. Perdón, los caballeros tienen honor; las damas tenemos virtud. Por suerte, los jueces se indignan con los hombres que atentan contra nuestra inocencia.
Radcliff movió la cabeza, riéndose.
—¿Cree que estoy enamorado de usted, que éste es un duelo de pretendiente despechado?
Ana sonrió abiertamente.
—Radcliff, desde que lo conozco, sé que usted ama a Francis. Esto no es por mi primo ni por mí, es por él.
Y bajando el brazo, considerando que todo estaba aclarado, le advirtió:
—Ustedes, los ingleses, no tienen problema con eso, ¿verdad?, siempre que sea discreto y no empañe el honor y el valor que deben mostrar los hombres de armas… especialmente los de la Marina.
Pálido, sin expresión en el rostro, Radcliff se quedó mirándola.
Simón se había mantenido apartado por temor a que la joven disparara, pues bajo esa pátina suave, discreta y contenida, era capaz de tomar decisiones rápidas y no siempre aceptables, aunque sí prácticas. Comprendiendo que todo estaba dicho entre Ana y el capitán, habló con los padrinos y se dirigió a Radcliff levantando el brazo y mostrando la carta.
—Aseguré a usted que estaba equivocado con respecto al motivo que lo llevó a retar a duelo a Edmond. Aquí tiene la prueba —y, acercándose, le entregó el sobre de papel de hilo, ya amarillento—. Mi prima dejó esta carta, en la cual rechazaba el pedido de compromiso de Francis, para que Miss Austen se la remitiera a él; ella creyó conveniente no hacerlo. He conseguido que me la restituya esta mañana, cuando pude hacerle entender que alguno de ustedes podía morir a causa de su decisión.
Y, mirando a los presentes, declaró con firmeza:
—Ha sido un malentendido; he entregado la prueba al capitán Radcliff. Todo ha acabado, por suerte, sin sangre. Dense la mano y terminemos con esto.
Aunque sin ganas, Edmundo y Radcliff murmuraron algo ininteligible y se estrecharon las manos.
El sol iluminaba soberbiamente los prados de Hyde Park cuando el coche de los marinos se perdió por donde había llegado.
Simón invitó a todos a desayunar en el Chapter Coffee-House y, dejando al groom a cargo de los caballos, hacia allí partieron; inesperadamente, Edmundo y Ana se encontraron solos en el otro coche.
Como si nada hubiera pasado, ella recogió la falda para hacerle sitio a su lado, pero él decidió acomodarse en el asiento de enfrente; pálido, los ojos oscurecidos de enojo, le clavó la mirada en el más absoluto silencio.
Con gesto displicente, la joven se acodó en la ventanilla y contempló los prados que atravesaban mientras se repetía un viejo dicho de su abuela: “Con tu pan te lo comes”.