“Nos sentaremos en el mismo banco de las horas pasadas.
De pronto temblarás. Una profunda tristeza en tu mirada
Delatará a mis ojos el secreto de una inquietud amarga.
La inmensa sombra de la noche caerá como una mancha,
Y el otoño llorará esa tarde la piedad de sus lágrimas.”
Alberto Ureta
A pesar de que Edmundo no deseaba que Ana tuviera más contacto con Austen, la joven y Edith lo visitaron en casa de su hermana para interesarse por su salud. Cuando regresaron, Edith le aclaró que aprobaba la actitud de su pupila pues cerraba aquel episodio sin rencores ni malos entendidos.
En los días siguientes, el interés de la familia fue la fiesta de compromiso —para cuando regresara Edmundo de París— y las cosas prácticas de la boda: la principal, dónde vivirían los recién casados.
Edith y Thomas comunicaron a los jóvenes que habían decidido con Luz y Brian regalarles una propiedad; estaba en una zona recientemente urbanizada, con buenas construcciones y cerca del centro.
Cuando fueron a verla, la casa les encantó; podrían tener un jardín detrás y un discreto parque alrededor.
—A medida que vayas progresando, se mudarán a una casa más importante —dijo Thomas.
Edmundo, acostumbrado como estaban en Córdoba a vivir —durante siglos, a veces— en la casa señorial, le pareció extraña aquella costumbre, pero no hizo comentarios.
Se preguntó si, en caso de que quisiera radicarse en París, Ana aceptaría trasladarse. Como a muchos británicos, a ella no le gustaban demasiado los franceses, ni su lengua, ni su desenfado, así que prefirió no pensar en ello.
Ana y Edith, seguidas por Simón, subían y bajaban las escaleras, alabando las vistas, fijándose si las chimeneas estaban bien distribuidas, eligiendo lo que sería el estudio de Edmundo y una especie de pieza para labores de ella. Simón le dijo que se fijara que la habitación tuviera buena luz natural, ya que Ana había hablado de anotarse en alguno de los cursos que daba William Morris.
Muebles y menaje estaban a la orden del día, y Thomas anunció que les regalarían los artefactos de cocina y de sanitarios más novedosos del mercado.
Una semana después del concierto, Chopin comenzó a preparar su regreso a París, donde Edmundo se quedaría con él unos días para asegurarse de que estuviera cómodamente instalado. Ya le había llevado una canastilla con delicias de Polonia, de Fortnum&Mason, para el viaje.
Satisfecho de verlo animado ante la perspectiva de regresar a la ciudad que amaba, lo dejó en manos de su médico y convino con Daniel en que viajarían juntos a Dover, desde donde cruzarían el canal rumbo a Calais.
Al despedirse de su amigo, se dirigió hacia Doughty Street, donde vio un coche detenido ante la casa de los Harrison; un muchacho muy rubio, delgado y de facciones finas, observaba, con aspecto cansado, cómo un criado iba entrando las maletas que el chico de posta le arrojaba desde el techo del vehículo.
Comprendió que era Carlitos —por el parecido con Ana— y apresuró el paso. El joven se volvió, una sonrisa le iluminó la cara y se abrazaron no como ingleses, sino como dos cordobeses lejos de su tierra.
Adentro, estaban preparando el té y Ana envolvía un par de guantes de cabritilla que había comprado para su hermano. Mientras subían el equipaje al dormitorio, interrogaron al recién llegado sobre sus aventuras por Sheffield, le contaron del compromiso de Ana y Edmundo y cuando llegó Simón y se sentaron a la mesa, éste hizo reír a Carlitos con la historia del duelo en Hyde Park.
Al otro día llegó carta de Buenos Aires, donde Brian les anunciaba que llegarían a Londres la semana siguiente al día de Reyes y, llevando a su primo a un aparte, Carlitos le dijo que deseaba consultarle algo.
—Vamos al jardín de invierno, que tiene calefacción —murmuró en voz baja.
El jardín estaba en el patio de atrás y se llegaba por una escalera que recorría los dos pisos. La tapia de ladrillos rojos le daba privacidad, y se abría al callejón por una puerta de rejas. El espacio era pequeño y acogedor, con paredes cubiertas de enredaderas, macetones con rosas, un surtidor y un juego de bancos. A un costado estaba el pequeño invernadero.
Allí se sentaron y Carlos, echándose hacia atrás el pelo que le caía sobre la frente, le preguntó:
—¿Qué dirías si te confesara que quiero tomar los hábitos?
Edmundo, que pensaba que iba a hablarle de algún amorío o de irse a explorar el África, se quedó mudo.
—¿Tan fuera de lugar te parece? —se sonrió el joven—. ¿O eres ateo?
—No, no. Es que no imaginé…
—¿Que tuviera vocación?
—Después de todo, si bien toda madre cordobesa quiere una hija monja y un hijo sacerdote, en nuestra familia…
—Venimos dando un hombre a la Iglesia cada dos generaciones. ¿Te has olvidado?
Sí, se había olvidado.
—Pero, ¿qué dirán Thomas y Brian? Se supone que estén preparándote para que te hagas cargo de los negocios…
—Por parte de Thomas, está Williams y por parte de Brian, está Tristán. No creo que me echen de menos.
Se abrió la camisa y le mostró un viejo y humilde rosario de madera.
—Era de uno de nuestros antepasados. Abuela Adelaida me lo dio cuando nos trasladamos a Gran Bretaña. “En tierra de heréticos, no olvides la fe de tus mayores”, me hizo jurar cuando me lo puso al cuello y me dio la bendición.
—Supongo que estudiarás con los jesuitas; han tenido lazos con la familia desde que se asentaron en Córdoba. Rosas ha vuelto a echarlos, pero en España y en Francia hay noviciados.
—Quiero ser mercedario y estudiar en Córdoba, con tío Ferdinando.
—No te veo como párroco —dudó Edmundo.
—No es ésa mi vocación. Quiero ir a ayudar a la estancia de Yucat, cerca de Los Algarrobos, por las tierras del Tercero. Me enteré de que está casi en ruinas y con muchos problemas a causa de los ranqueles que cruzan la cordillera y atacan a nuestras tribus. Yucat se ha convertido en una especie de refugio. No sé si recuerdas, era de por sí una fortaleza pero hace un tiempo elevaron los muros, reforzaron los portones y los frailes albergan y asisten a criollos, indios y negros.
—No sé si los Harrison, pero nuestra familia va a saltar de alegría: regresarás a Córdoba y te convertirán en santo.
—Me conformo con no convertirme en mártir —rio Carlitos—. Pediré a Brian lo que me corresponde de la herencia; quiero destinarla a ayudar a los desvalidos.
—¿Y tu futuro?
—La orden se hará cargo de mí; o Dios proveerá, según un dicho.
—Entonces, recapitulemos: ¿cuándo piensas avisarles de esto?
—Cuando llegue Brian lo hablaremos con Thomas. Pero no deseo alargar las cosas. Me gustaría partir con ellos cuando decidan regresar.
Permanecieron en silencio contemplando el horizonte sombrío de nubarrones.
—Me interesa tu opinión —dijo de pronto Carlitos y la voz, en la penumbra, sonó adolescente y emocionada.
—Teniendo en cuenta que no serás cura de claustros o de parroquia principal, sino de campo montaraz, te pregunto si estás absolutamente seguro de que puedes mantener la castidad, vivir en la pobreza y sin la mínima comodidad. Si contestas que sí, no tengo, de mi parte, nada que oponer. Yo no podría hacerlo.
—Eres un hedonista —se burló su primo.
—Posiblemente; pero lo que más me aterra del destino que te aguarda no es la falta de sexo, ni de lujos, sino vivir sin una familia propia, lejos de la tierra heredada.
—Tendré una enorme familia: la humanidad —contestó el joven con una seriedad que impresionó a Edmundo.
Al volverse a mirarlo, le pareció ver su frente tocada por una claridad ardiente. Se pusieron de pie y se abrazaron, Edmundo palmeándole las espaldas.
—¿Se lo has contado a Ana, a Simón?
—A Simón sí, y está de acuerdo. A Ana se lo diré cuando regreses de París.
De inmediato, Edmundo se sintió mal. No era la decisión de vivir en París o en Londres, sino cómo podría conciliar lo que él quería con lo que Ana decidiera.
Subieron al salón, tomaron una comida ligera, más té y, como el barco en que viajaría Chopin partía al mediodía siguiente, Edmundo se despidió de todos temprano. Ana quiso acompañarlo hasta la salida, pero él la detuvo.
—Despidámonos acá —susurró al abrazarla y se lanzó por las escaleras. Ya tenía la mano en el picaporte cuando la oyó decir: “Edmond…”.
Se volvió a mirarla casi con desesperación; no podía enfrentar sus ojos. Ella tenía el rostro en sombras y la luz de la sala marcaba nítidamente su silueta.
—Adiós —dijo ella y él tartamudeó algo, salió a la noche y se perdió en su propia oscuridad.
Las órdenes que precedieron la llegada de Chopin a París exigían que “estuvieran secas las frazadas y las almohadas, que se compraran piñas de pino para la chimenea, que la administradora, madame Etienne, no ahorrara en combustible y que hubiera violetas en las habitaciones”. Pleyel le mandaría un piano.
El departamento estaba ubicado en el Square d’Orléans y al descender en la puerta, apoyándose en Edmundo, Chopin se encontró en el patio central con sus amigos que lo recibieron entre aplausos y vivas.
Después de los abrazos, le pidieron que cerrara los ojos, Daniel lo alzó y subieron las escaleras hacia su piso.
Allí, nuevamente de pie, parpadeó y dio unos pasos por la habitación iluminada por el sol que atravesaba los ventanales, desde donde podía contemplar “la ciudad de la alegría” con sus avenidas y sus techos de pizarra.
El hogar encendido, la profusión de flores, el piano esperándolo, la afectuosa seriedad de madame Etienne hicieron que se largara a llorar como un niño y se echara en brazos de su gran amigo, el conde Grzymala.
Los días siguientes, conocidos y admiradores le presentaron sus respetos. Pronto llegaron las mujeres que durante toda su vida se hicieron cargo de él: desde Polonia, las duquesas Potocka y Czartoryska; de Londres, Jane Stirling con un reconocido homeópata que consiguió aliviar sus males.
También el pintor Delacroix, que se encargaba de hacerle muchos servicios y que insistía a Edmundo y a Jane en que debían sacarlo del departamento y llevarlo a pasear en coche por los Campos Elíseos o a alguna fonda para tomar un vaso de Burdeos con un queso normando oloroso y picante.
Viendo que todo estaba en orden, su amigo contento y mejor de salud, Edmundo se dirigió a su casa, donde lo esperaban los sirvientes. Por el callejón d’Enfer corría un viento helado pero adentro el ambiente era tibio y acogedor.
Le habían preparado su primer dormitorio, no el que fuera de Sebastián, y se sintió bien hablando con ellos, entregándoles los regalos que les había llevado, poniéndose su vieja robe de chambre, sus pantuflas deformes y compartiendo en la cocina una tabla de fiambres, encurtidos y quesos con un vino blanco rescatado del sótano.
Al acostarse, recordó que el día que partiera de Londres, Ana no le había enviado su habitual notita con el chico de los mandados, quizás molesta por que él no quiso que lo acompañara hasta la puerta. Mientras se desvestía, pensó enviarle una carta por el correo marítimo que salía todas las mañanas de Calais hacia Dover.
Durante el desayuno, escribió a su prima contándole del viaje, de la salud de Chopin, de cómo había encontrado París. Luego de despacharla, dedicó la mañana a cosas de interés de la propiedad, se reunió con Dumas, pasó por uno de los locales de Pierre Leroux, con quien tomó una copa en un bodegón cercano y le habló de Robert Owen.
Paseó por la ciudad que aún mostraba los destrozos de la revolución de principios de aquel año, visitó a Balzac, a Lady Lytton y al regresar a su casa se encontró con una esquela de George Sand que le advertía que estaba en su antiguo departamento, en la Nueva Atenas, y que deseaba verlo.
En la bandeja de la correspondencia había otra carta: de Solange, la hija de Sand, que le preguntaba por Chopin y si éste querría recibirla. Sin hacerse esperar, pasó a buscarla y la llevó al Square d’Orléans.
Fréderik se emocionó al verla, se abrazaron y se pusieron a conversar en voz baja. Edmundo, satisfecho por el encuentro, decidió visitar a Amandine. La encontró sentada en su escritorio, con una pila de hojas borroneadas y fumando.
—¿Qué escribes? —le preguntó, luego de besarla.
—La pequeña Fadette —respondió ella, y él recordó a la chiquilla de la fonda que el coronel Chabert le había presentado mientras hacía para él de arcángel Gabriel. Se sonrió, y una punzada de inquietud le atravesó la cintura, pues recordó que aquél le había anunciado que un gran amor lo esperaba en alguna parte: por entonces, acababa de perder a Elinor y todavía no se había encontrado con Ana.
Encontró a Sand avejentada, la cara congestionada, con estrías en el generoso escote y con una mirada de a ratos dominante, de a ratos persuasiva. Sólo sus ojos oscuros, insondables —aunque algo protuberantes— mantenían el encanto de su rostro.
Recordó la fina belleza de la Stirling, su largo cuello, su delgadez, la elegancia de su ropa, sus discretas maneras, y le sorprendió comprobar que era tal la seducción que Sand ejercía sobre todos que nunca habían notado su edad, su mal carácter, su soberbia apenas contenida, la ropa que no le sentaba.
Queriendo ser justo, recordó su generosidad —cuando le placía—, su genio literario y sus ideas socialistas, que la redimían en parte.
Ella quería saber si había conocido a la Stirling, que le dijera que era una bobalicona empeñada en casarse con Chopin por su fama, que lo mantenía con esa intención, que lo atosigaba con sus imposiciones.
De buena manera, Edmundo consiguió contestar sin enfurecerla pero sin darle la razón, y cuando se despedía, ella le dijo que sabía que Fréderik se moría y quería hablar con él.
—No quiere verte —le dijo con firmeza. Y al notar que no le creía, insistió—: Lo siento, pero mejor no te aparezcas por su casa. Ha dado orden de que no debes pasar del patio de abajo.
Salió a la calle preguntándose cómo podía haber sido tan amigo de aquella mujer. Con una puntada de inquietud, recordó los veranos en Nohant, las noches en que Liszt tocaba en el piano Orage —Tormenta— y Chopin componía por horas con Solange a sus pies.
Se dirigió al hotel de los Scheffer, al pie de Montmartre, donde solía acudir a veladas culturales: allí había oído por primera vez recitar a Elizabeth Barrett sus poemas en inglés. Lo encontró cerrado, aunque le aseguraron que estaban refaccionándolo por los daños sufridos durante los disturbios.
Dio vueltas por París, y se encontró en una ciudad donde ya nada tenía mucho sentido para él.
Y mientras se asomaba hacia las oscuras aguas de Sena, comprendió que sólo podría recuperarla si la veía a través de los ojos de Ana, mientras revivía para ella parte de su vida, de la de Sebastián.
Regresó a la calle d’Enfer, escribió febrilmente una carta para que fuera despachada muy temprano, avisando a su prima que en dos días estaría en Londres.
Y mientras le armaban las maletas, tomaba un calvados y fumaba un cigarrillo turco, se preguntó por qué alguna vez había dudado de necesitarla. Sin ella, él era la sombra de un fantasma.