35. EN EL PATIO DE LOS NARANJOS

“Cuatro galerías contorneaban el patio. Al sur, la muralla conventual ofrecía reparo contra la helada, permitiendo esa atmósfera de oasis que caracterizaba al lugar, con sus helechos en maceta, cultivados por la hábil mano de las monjas. Aquí y allá trepaban por los pilares jazmines y rosales, de cuyos pétalos macerados las religiosas confeccionaban rosarios de cuentas perfumadas con la última flor, símbolo de la Madre de Dios.”

Jorge Bettolli Nores, arquitecto y museólogo

 

 

CIUDAD DE CÓRDOBA
PRIMAVERA DE 1851

La tarde de octubre era hermosa, sin los destemplados aires de agosto, y una gran nube solitaria, empujada por la brisa, marcaba sombras pasajeras sobre la tierra.

Misia Francisquita de Osorio y Luna pensó que tenía la majestad de un galeón navegando entre el cielo y la tierra; nunca había visto un galeón, salvo en las ilustraciones de los libros, pero siempre había soñado con naves y mares desconocidos.

Al bajar la vista, paseó los ojos por el Patio de los Naranjos del monasterio de Santa Teresa donde, junto a la maestra de novicias, amiga desde que eran sólo dos niñas educandas, se entretenían: Francisca, con una pieza de encaje que les donaría cuando su sobrina profesara, y la religiosa bordando el ajuar para la menor de sus hermanas.

Nunca, a través de los años, habían dejado de verse, de aconsejarse, de consolarse. Entraban a la vejez, la una soltera y guardando un terrible secreto; la otra, monja y conociendo aquel secreto.

Sentadas bajo un granado centenario y al rumor de la acequia del patio, conversaban animadamente, ya que Francisca había estado ausente por varios meses: primero en lo de su sobrina Laura y luego con los Farrell, en Ascochinga.

—¿Cómo está Inés; lleva bien su viudez? —preguntó la religiosa.

—Se está reponiendo. Después de que hirieron a Luis, ni recuerdo en qué batalla, cuidó de él con mucha dedicación; ni una vez la escuché quejarse. Por suerte, estos últimos años estuvieron bajo la tutela de Robertson; el esposo de Laura vale su peso en oro, no sabes cómo le levantaba el ánimo obligándolo a llevar los papeles de la estancia. Eso lo sostuvo con vida; murió tranquilo, viendo a sus hijos preparados para administrar sus tierras…

—¿Pero no le habían incautado la hacienda?

—Sí; se la dieron a un uruguayo, cuando nos invadió Oribe —dijo misia Francisquita con rencor—. Pero el Payo y el general Paz… ¿te acuerdas de que Luis era oficial de José María?, andan en tratos con López Quebracho y parece que se las devolverán.

—¿Y el intruso aceptó?

—Puso el grito en el cielo, pero ya no podrá decir nada. Lo mataron unos cuatreros hará dos meses —aclaró sin mirar a la monja, pues temía que se le notara la satisfacción por la ofensa saldada: sospechaba que aquellos dos guerrilleros unitarios, el Malandra y el Mulita, tan leales al marido de Inés, habían tenido algo que ver con el “percance”.

—Supongo que eso facilitará los trámites…

—Esperemos; Luis Gonzaga se hará cargo del campo y Carlos María llevará las cuentas. El más chico, José Ramón, quiere estudiar leyes.

—Inés tenía una hija, también…

—Sí, María del Carmen. ¿Te conté que está de novia?

—¿Y con quién?

—Con un sobrino del doctor Pizarro que quiere dedicarse a la medicina; el doctor Gordon lo ha tomado de aprendiz.

Por el sendero de losas se acercó una joven novicia llevando una jarra de limonada y una canastita con dos vasos; era Javiera Osorio Villalba, hermana de Laura y de Edmundo. Saludó a su tía con cariño, quien la besó y le preguntó cómo estaba.

—Ya me ve —dijo la joven con una bonita sonrisa, echándose el velo sobre el hombro y sirviéndoles la bebida—, feliz con mi vida.

—Si alguna vez dudas…

—Panchita, ¿crees que si la viera dudar la retendría con nosotras? —se impacientó la religiosa.

—No, pero siendo tan joven…

—Tu sobrina Luz se casó más joven. ¿Acaso le preguntaste si dudaba?

Francisca pensó en el casamiento de Luz; si no hubiera estado Javiera, hubiese contestado: “A ella no le quedaba otra salida que casarse con aquel gringo”.

Con una sonrisa, Javiera se acuclilló frente a su tía y le pidió la bendición. Francisca, emocionada, le tomó la cara entre las manos, le besó la frente y susurró: “Que Dios te tenga en su mano”, que completó la religiosa diciendo: “Y que Santa Teresa te dé fuerzas”.

Cuando la novicia se retiró, dejaron pasar unos segundos y retomaron la conversación pendiente.

—¿Y Laurita, cómo anda?

—Feliz; prefiere quedarse en Ascochinga. Robertson es muy buen administrador; con La Antigua mantiene su familia, la de Inés y la mía, y en época de vacas flacas.

—¿Dónde estudian sus hijos?

—En la casa nomás. Les enseña un poco Inés y Consuelo cuando está en El Oratorio. Agustina se está convirtiendo en una señorita y el niño…

—No recuerdo su nombre…

—Felipe, por su abuelo.

—¿Y la otra hermana de Laura, Catalina?

—¡Ah, has metido el dedo en la llaga! —exclamo la señora, levantando la vista—. ¡Se ha empecinado en que quiere casarse con Ignacio de la Torre!

—Pero, ¿no es muy viejo para ella?

—Todavía está en la treintena, pues se escapó a servir en el ejército siendo muy joven. A estas alturas de la vida, te diría que eso es lo de menos. Su fama de mujeriego, jugador, díscolo…

—… pero no perverso —acotó suavemente la monja, que era amiga de la madre del militar.

—Es cierto —concedió la señora—. Catalina tiene de aliado a Francisco, su hermano menor, que lo admira mucho. Y como quiere ser militar, Farrell lo ha puesto bajo la protección de Ignacio. De todos modos, me tranquiliza saber que Robertson y el Payo lo meterán en cintura si se desbanda.

—No te preocupes, Catalina es de esas niñas que no propician peleas ni escándalos. Y Sebastián, ¿cómo está de salud?

—Si no fuera por Quebracho, que nos consigue la quinina, no sé qué sería del pobre. Como hace rato que no llegan remedios, la mitad de los enfermos de Córdoba se están haciendo “yuyeros”.

—¿No piensa casarse?

—No, por desgracia. Me esperancé porque Jeromita Carranza, a la pobre la “enviudaron” los del fraile Aldao, le había tomado cariño, pero él sigue enamorado de una francesa que ni sabe por dónde anda.

—Y… —bajando la voz, la monja preguntó—: no pensará unirse a Urquiza, espero…

Misia Francisquita le contestó en un susurro:

—Te juro que lo encadenaré a la pata de la mesa…

—¡No tomes el nombre de Dios en vano! —susurró la religiosa.

—¡No es en vano, porque no pienso perder a nadie más en esta guerra infame!

—Pero bien sabes que a los hombres les tocas “los ideales” y se vuelven locos.

—Espero que el entrerriano le dé a Rosas la paliza que se merece y acabemos de una vez. Un provinciano hará por el interior lo que el porteño nos negó por años.

—¿Será verdad que Urquiza es ateo?

—Mira, Santiaguito Derqui me escribe siempre y dice que ésa es una patraña de Rosas para asustarnos con que es “hereje”.

—Y por Los Algarrobos, ¿cómo andan las cosas?

—Justamente Carlitos iba para Yucat y se acercó a visitar a su hermano. No sabes lo feliz que está en el noviciado, ayudando a los pobres. Habla en latín como un obispo, según el padre Iñaki.

—¿Y el Payo?

—Fernando sigue como jefe de frontera y lleva el campo con la ayuda de los Videla. Oroncio está viejo, pero Ciriaco es muy confiable; una de sus hijas ayuda a Ignacia en la casa. Y tienen a esa mujerona que trajo de Buenos Aires y a su marido, aquel lancero de Quiroga, tan leal a mi sobrino. Se encargan de los caballos, los coches y la hacienda de corral. ¡No sabes la mano que tiene Monserrat para la huerta! Cuando vienen a Córdoba, me traen un canasto de frutas y verduras que son como para las patronales.

—Siempre me preocupó el hijo de Fernando…

—Pues Lucián, a pesar de que parecía rudo, se ha civilizado. Yo temía que no congeniaran con Ignacia, pero ahora andan… traste y calzón. Es ayudante de Fernando en la Guardia, y pasa el tiempo entre el ejército y la estancia. Había comenzado a aprender a leer y escribir en La Antigua, pero cuando se fueron al Tercero, Nacha se encargó de eso. Le ha enseñado a cuidar y cazar con el halcón, a usar el florete, y con un libro del padre de ella se han puesto a fabricar armas antiguas.

—¿Armas antiguas? —se sorprendió la religiosa.

—Sí, ballestas, arcos, cosas así.

—Siempre me pareció rara la hija de Leonor.

—Mira, después de… —no quiso nombrar a Calandria—, en fin, es la mujer ideal para el Payo. Y si hay una cosa que admiro de ella es que tiene el valor de un hombre, y aunque ha heredado un título de nobleza ni se acuerda de él.

—¿Nada de hijos? ¿O será ya entrada en edad?

—Muy joven no es para tener el primer hijo. Pero ya ha perdido dos embarazos. Consuelo la convenció de que se pusiera en manos de Cora, la india de Farrell, que le ha dado un tratamiento, pero aún no hay noticias.

—¿Qué hará Fernando con lo de Urquiza?

—Lo que nuestro gobernador ordene, salvo salir de la provincia.

La monja cortó el hilo al terminar una flor y, mientras observaba el dibujo del bordado, recordó a la hermana de su amiga.

—¿Cuándo regresa Leonor de España?

—No creo que sea este año. Tienen que poner en orden la herencia del Pazo de Zeltia —y agregó con tristeza—: Temo que quiera quedarse en Vigo; ama Galicia y su marido, con el descalabro que le hicieron aquí, llevándole los caballos de raza para el matadero del ejército, no creo que tenga ganas de seguir invirtiendo en un país que no garantiza nada. Te juro que lo vi llorar, no sólo por la pérdida económica: él amaba a esos caballos.

—¿Es verdad que el zíngaro que lo acompañaba se casó con tu Canela?

—Se casaron y partieron con mi hermana y Monforte. Y no era un zíngaro; era berebere o algo así —y después de un suspiro, reconoció—: Extraño a Canela; la chinita era respondona, pero tenía mucho ánimo y siempre me han gustado las mujeres de carácter. Lloró a mares, igual que yo, cuando nos despedimos.

—¿Y qué van a hacer con la casa de Carlos?

—Las criadas están conmigo. Y parece que Harrison, con esto del avance de Urquiza, quiere enviar a Luz a Córdoba. Por lo pronto, han dejado a Tristán y a Amanda en Inglaterra.

—¿Y si el ejército de Rosas nos invade? —se preocupó la monja.

Misia Francisquita bajó la voz:

—Según Harrison, Urquiza no dejará que el gobernador de Buenos Aires traspase los límites de su provincia. Pero esto —le aclaró— no debes decirlo a nadie.

La maestra de novicias le aseguró su silencio y viendo en el reloj de sol que se acercaba la hora de las plegarias, le preguntó:

—Panchita, ¿quieres ver a Isabel?

Isabel, hija de su hermano Carlos, hacía años que había profesado en las Carmelitas, pero con el tiempo había desarrollado una rara enfermedad, entre mística y destructiva. Por entonces, estaba confinada en una celda, atendida constantemente por alguna novicia que le impedía flagelarse o arrancarse el pelo.

Francisca no le tenía afecto, así que enrolló su labor, la guardó en el costurero y puso la mano sobre la rodilla de su amiga.

—Gracias por recordarme mis obligaciones, ya que cariño no le tengo.

—No es necesario el cariño, sólo debes cumplir con tu deber de cristiana lo mejor que puedas —contestó la otra palmeándole la mano.

 

 

Guiaron a misia Francisquita al locutorio interno, separado por una reja doble y cruzada. Isabel parecía inquieta: no tenía dominio sobre la expresión de su rostro y constantemente se restregaba los brazos.

—Isabel, ¿cómo estás? —dijo su tía suavemente; verla en aquel estado la había impresionado, alejando de ella el desamor. Isabel reconoció su voz, se acercó a la reja y se sentó frente a ella.

—¡Tía Francisca!

—Quería saber cómo estás…

—¿Y tía Mercedes? La semana pasada no vino a verme…

La señora dudó en recordarle que había muerto hacía años, y prefirió mentir.

—Ya sabes que a ella, por primavera, le dan los cólicos. Pero te manda un abrazo, te extraña y dice que pronto vendrá a visitarte.

La expresión de la loca se dulcificó en una sonrisa. Luego de un instante, dijo, preocupada:

—¿No habrá venido usted a decirme que Luz está en Córdoba? —ya que, por un incidente entre ellas, temía irracionalmente a su hermana.

—¡No, querida, no te preocupes! Está en Inglaterra, con su marido…

—… el gringo hereje…

—… y sus hijos.

—¿Cómo es el diminutivo de hereje? —preguntó Isabel.

Misia Francisquita sintió que sus buenas intenciones desaparecían.

—Recuerda que Brian se convirtió al catolicismo para casarse con tu hermana.

—Nacido hereje, hereje hasta la muerte —sentenció su sobrina.

—¿Y cómo estás de salud? —la interrumpió.

Durante unos momentos hablaron de cosas del monasterio, pero pronto Isabel comenzó a tironearse la toca, como queriendo arrancársela. Con un gesto, la novicia que la cuidaba indicó a la visita que debía retirarse.

Misia Francisquita se puso de pie y al despedirse tocó la mano de su sobrina; tuvo que hacer un esfuerzo para no retirarla: su frialdad le recordó la de un sapo que, siendo niña, por una apuesta, levantó del suelo.

Una vez que salió a la calle, respiró profundamente. La criada que la acompañaba le entregó el bastón con puño de plata y propuso a la señora:

—Y ya que salimos de la cueva, ¿qué le parece si vamos a visitar a la niña Consuelo?

—Te has ganado una propina, Fe —le contestó misia Francisquita, animada con la idea. Y apoyándose en el brazo de la morena se encaminaron a la casa de los Farrell.