“Ha transcurrido más de una centuria de la desaparición de Juan Bautista Bustos, tiempo suficiente para juzgar los hechos de su gobierno con la ecuanimidad que exige la historia, y creemos no equivocarnos cuando afirmamos que su gestión educacional fue ejemplar.”
Juan Fernández, Historia de la educación primaria de Córdoba
Mientras el comandante Eduardo Farrell atravesaba los patios del Cabildo, ordenanzas y funcionarios se acercaban a saludarlo. Respetado por todos, querido por muchos, era un hombre que siempre había luchado por la moderación política. No obstante el valor con que se desempeñara años atrás en el ejército, se inclinaba por la conciliación y por evitar el enfrentamiento.
Eduardito Páez lo vio desde su oficina y se acercó a preguntarle qué lo llevaba allí.
—Ando en busca de Ventura. Consuelo tiene un alumno nuevo y necesito que me consiga un pupitre —y mientras se dirigían a los establos preguntó a su amigo—: ¿Y cómo está tu mujer? ¿Lleva bien el embarazo?
Eduardito se había casado, pocos años antes, con la hermana menor de su gran amigo Cáceres, abogado de los Osorio.
—Con las molestias comunes —dijo Páez—. Como el primero vino sin problemas, el doctor Pizarro cree que tampoco ahora los tendrá. Y esta vez no te salvas de ser padrino. Al mayor se lo otorgamos a mi cuñado, pero éste será tu ahijado.
—Consuelo estará encantada.
Después de intercambiar noticias, Farrell siguió hacia los fondos hasta dar con el indio Ventura, quien estaba componiendo unos arneses mientras el viejo negro que sobrevivía en el Cabildo desde hacía setenta años le cebaba mate.
—¿Y qué lo trae por aquí, comandante? —preguntó Ventura sin levantar la vista.
—Si no me has mirado, ¿cómo sabés que soy yo? —se sonrió Farrell.
—Les tengo echado el ojo a esas botas. Ya le dije a doña Consuelo que en cuanto su mercé estire la pata me las regale.
—Por si ella se olvida, te las dejaré en testamento.
—Seguro que no vino a decirme eso…
—Tu perspicacia me asombra —se burló don Eduardo—. Necesito un pupitre más. ¿Podrás conseguírmelo?
Ventura indicó al negro que pasara el mate al comandante y, dejando lo que estaba haciendo, se rascó la barbilla. Al fin dijo, siempre sin mirarlo:
—Pero esta vez le va a costar algo…
Farrell, que detestaba toda forma de corruptela, se quedó tieso; el silencio hizo que el indio levantara la vista. Su mirada directa tranquilizó al comandante, que se alegró de haber callado ante la sospecha.
—¿Y qué será lo que tienes pensado? —preguntó al fin.
—Mire, porque lo aprecio, le daré dos pupitres… —y ante la mirada desconcertada del militar se puso de pie y añadió—: Quiero que doña Consuelo le enseñe a leer y a escribir a mi hijo más chico. Se me da que tiene cabeza para algo más que prender velas y cuidar animales de otros.
Emocionado ante el pedido, el comandante le puso una mano en el hombro y extendió la diestra. Se dieron un fuerte apretón, sellando el trato.
—Es la decisión más sabia que has tomado en tu vida. Llévalo mañana temprano.
—Entón, esta misma noche le alcanzo los bancos —y mientras lo veía alejarse, el indio sintió una enorme alegría: su hijo menor sería el primero de la familia que aprendería aquel misterio de interpretar esas arañas, puntos y ondas que veía en papeles que entregaba de una oficina a otra, en los libros del doctor Medina Aguirre y vislumbraba en las tablillas de las puertas de las iglesias.
“Se equivocó el hombre”, pensó Ventura. “La decisión más sabia que tomé en mi vida fue casarme con mi mujer”, una criolla sensata que llevaba la casa y la familia con brío y lo había “metido en cintura” cuando era joven y le atraían los vicios. Ahora, a ella se le había puesto que su hijo tenía que aprender a leer y escribir.
—Y números también —había agregado—. La gente que sabe de números siempre tiene plata.
Los misteriosos pupitres que le conseguía al comandante para la escuelita que había abierto en su casa provenían de una pieza del que fuera un afamado colegio cerrado —por falta de fondos para mantenerlo— a principios del mandato de López Quebracho.
En aquella propiedad, atrás del Cabildo, se instaló la gobernación; el mobiliario de las aulas quedó arrumbado en unos cuartos olvidados, y de allí, sin recibir nada a cambio, Ventura retiraba pizarrones, tizas, cosas difíciles de conseguir en el comercio por aquellos días. La idea era que, en cuanto se reabrieran los colegios, se devolverían de inmediato.
Farrell salió del Cabildo muy contento: un niño más había sido salvado de la ignorancia. Cuando abrió la puerta de su casa, sintió la voz de misia Francisquita en la sala y eso terminó de completar un día donde todo parecía ir sobre ruedas; a pesar de la diferencia de edades, la consideraba amiga y consejera: su pragmatismo ante los hechos de la vida era excepcional.
Al entrar, se inclinó, reclamó su mano y se la besó cumplidamente. Junto a ella, en el gran sofá de caoba tapizado en pana, Consuelo sonreía; también ella debía a aquella mujer de carácter que su destino hubiera cambiado: sentenciada por avatares familiares a un destino opaco, después de haber perdido al amor de su vida en la última ofensiva de Lavalle, se encontraba ahora felizmente casada con un hombre atractivo y de gran consideración social.
Después de haber vivido “de prestado” entre familias ajenas, ayudando en lo que podía, se hallaba dueña y señora de una casa, propiedad que Farrell había restaurado para ella.
A la muerte de doña Mercedes, el comandante había dejado los bienes de la difunta en manos de sus hermanas, Sagrario y Adoración; la primera se había casado al fin con Dominguito Saravia, sacristán de la Merced, después de esperar años, debido a su pobreza; la mayor, como soltera, quedó bajo el cuidado de ellos.
Don Eduardo había tenido la delicadeza de vestir la nueva casa, desde las alfombras a los doseles, desde las sábanas a la mantelería, desde la porcelana a la loza, todo elegido por Consuelo en catálogos pedidos a Buenos Aires.
Mientras él, sentado en un sillón, conversaba con la visita, ella se dejó llevar por un sentimiento de felicidad al pensar en el aula que había abierto en un cuarto del primer patio, espacioso y bien iluminado, donde enseñaba a niños de pocos recursos.
Siempre le había gustado cuidar niños; lo había hecho junto a doña Mercedes con huérfanos y abandonados; había ayudado a su amiga Laura a criar a sus hijos, y ahora recibía a sus alumnos con un desayuno en la cocina antes de pasar a clase, y los despedía con una comida sustanciosa cuando se retiraban.
Cada vez que Camargo llegaba de El Oratorio de Ascochinga con la carreta cargada de productos de la tierra, mucho se repartía entre las familias de sus alumnos.
Mientras hacía girar en el anular la alianza de matrimonio, pensó: “Nunca podré tener hijos” y el desasosiego la turbó, recordando el ataque que sufriera hacía tiempo, a manos de aquel francés que intentó asesinarla. “Pero sobreviví y la Virgen de la Merced puso a mi cuidado estas criaturas”, se recuperó.
Aquello era reconfortante, aunque en lo más hondo de su corazón lamentaba no poder dar un descendiente a su esposo, pues intuía que Farrell no olvidaba al pequeño que muriera de cólera junto a la morena que era su amante, siendo él muy joven.
Cuando prestó atención, misia Francisquita y su marido estaban hablando del indio Ventura.
—Seguro que la idea de que el chico estudie es de su mujer, siempre ha sido muy aspirante —decía Farrell.
—¡Pensar que nos quejábamos del gobernador Bustos! No teníamos ni idea del deterioro que sufriría la educación apenas unos años después de su muerte. ¿Sabes qué me da ánimos? El ver que, en medio de tanta pobreza, casi sin escuelas, hay gente que sigue luchando para que sus hijos estudien. Tendrían que hacerle un reconocimiento al Maestro Vidal por su aporte a la enseñanza.
El Maestro Vidal era un soldado de Belgrano; olvidado su nombre, la palabra Maestro lo suplía, escrita con mayúscula, como si fuera un título nobiliario.
—Me han dicho que recorre el rancherío buscando chicos y convenciendo a los padres, que a veces no quieren enviarlos a la escuela porque trabajan y aportan dinero a la casa.
—Es persistente y termina saliéndose con la suya. ¿Sabes cómo comenzó a enseñar?
—Era oficial de Belgrano…
—Sí, y un día el general lo encontró dando clases, sin que nadie se lo pidiera, a unos cuantos reclutas. Le agradó el gesto, lo sacó de la línea de batalla y le mandó a todos los analfabetos de la tropa. También le envió a ciertos oficiales que ascendían por su heroísmo pero que carecían de instrucción, a los que también les enseñó latín. Quedó en Córdoba herido o enfermo, pero el general lo liberó del ejército. Acá se casó y su mujer y sus hijas le ayudan con la escuela —y, dando un suspiro, puso la mano sobre el brazo de Consuelo—: Es un ejemplo de vida, como tu esposa.
La joven enrojeció y se levantó a pedir a Clotilde que les preparara chocolate con algún pastelito.
Clotilde era una antigua mayordoma de la familia Villalba que había trabajado para Robertson, después con doña Leonor y, cuando ésta y su marido partieron para España había pasado a dirigir la casa del comandante.
La encontró en la cocina, zurciendo unos delantales mientras Fe ayudaba a doblar la ropa y Juanchita, la mujer de Serafín, cebaba mate. El moreno, risueño y pícaro, había nacido liberto en la casa del comandante donde se había criado, y su mujer era una criolla de Ascochinga, criada en La Antigua.
Clotilde se acomodó el pelo y fue a saludar a misia Francisquita; ambas habían tenido, en su juventud, algún encontronazo, pues la criada era independentista y la señora, monárquica. Las había unido, veinte años después, el desagrado por el rosismo y la simpatía hacia el gobernador López Quebracho, a quien ambas apreciaban: Clotilde, porque el pueblo llano lo respetaba como hombre fuerte; misia Francisquita, por la infancia compartida y la lealtad que se dispensaban los habitantes de las llanuras del sureste, tan diferente a los de las sierras del noroeste.
Mientras ellas cambiaban unas frases, Juanchita extendió el mantel sobre la mesa y comenzó a colocar la vajilla.
—¿Y dónde anda el Serafín? —preguntó Farrell.
—Lo mandé al estudio de Medina Aguirre y Manuel Cáceres —dijo Consuelo—. Misia Francisquita trajo una carta de Luz para ellos.
—Seguro que se ha quedado mirando a las chinitas que van a la fuente —dijo el comandante, guiñando un ojo a su mujer, pues Juanchita se había puesto nerviosa.
—No le creas, lo dice en broma —susurró la joven a la muchacha—. Tu marido no tiene ojos más que para ti. Anda y busca de la alacena el dulce de zapallo con naranja, que es el que le gusta a la señora.
Y cuando la chica se fue, con la cabeza baja como si quisiera embestir a alguien, le advirtió a Farrell que no provocara sus celos.
—Por eso lo hago —respondió él—; para ver si consigue que el sinvergüenza pase dos horas seguidas en la casa, es muy callejero —y volviéndose a misia Francisquita preguntó por Luz y Harrison.
—Llegarán a fin de mes. No sabes lo contentas que andan las Núñez del Prado de tenerla cancel de por medio. Estas sonsas me tienen preocupada; a pesar de que son menores que yo se han declarado viejas y no quieren salir a ningún lado.
—Pero reciben muchas visitas —terció Consuelo—. Saturnina Rodríguez y sus tías no se hacen desear; y Elvira —se refería a la hermana de Medina Aguirre, ahora casada con Manuel Cáceres— las visita tarde de por medio.
—Gracias a Dios, si no cualquier día se nos mueren y ni nos enteramos.
—Francisca, no sea alarmista; alguna de las criadas vendría a advertirnos —dijo Farrell. Y volvió al tema—: Y Brian, ¿se quedará por acá?
—Apenas una quincena. La campaña de Buenos Aires ha quedado sin tropas, las han trasladado para proteger la ciudad y hay bandas de gauchones por todas partes. Además, ¿alguien puede predecir las suertes de la guerra? ¿Qué medidas tomará Urquiza? ¿Y si le da un berrinche de patriotismo y decide echar a todos los gringos?
—Eso no sucederá —la tranquilizó Farrell—. Por lo que sé, don Justo es hombre de conciliar y no de avasallar.
—Sí; Brian y Luz parecen creer que es la respuesta a nuestras plegarias para constituir el país.
—¿Usted no lo cree?
—Permíteme dudar. ¿Cuántos salvadores de la patria nos han vendido desde 1810?
—Entonces, ¿no apuesta por el Jaguar de las Cuchillas? —se sonrió Farrell.
—Si tuviéramos voz y voto levantaría mi mano por él, pero sólo porque creo que cualquier otro será mejor que lo que tenemos ahora gobernándonos, debería decir desgobernándonos, desde Palermo. Sin entrar a profundizar en ideas, Rosas ha sido excelente para Buenos Aires y los rosistas, pero nefasto económica y políticamente para el resto de las provincias. Así que me tragaré mis dudas y rezaré para que don Justo José, el Señor de las Cuchillas entrerrianas, le gane la pulseada al Gaucho de los Cerrillos.
En aquel momento regresó Consuelo de la cocina seguida por Clotilde y Juanchita, llevando las grandes jarras de chocolate humeando, varios dulces, pan cortado en finas rebanadas y una fuente de alfajores de arrope de piquillín.
Disfrutaron de la amistad y el cariño que se tenían —los criados en la cocina, los señores en la sala—, y cuando sonó la primera campanada del Ángelus, mientras la visita se apresuraba a partir llegada la hora del rosario, Clotilde apareció en la sala.
—Disculpe, doña Consuelo, hay una mujer con dos chicos en el portón del fondo que quiere hablar con usted.
—Dos alumnos más —dijo Farrell, ufano.
—No me parece —dijo Clotilde con el rostro serio.
Misia Francisquita sintió curiosidad, pero era tarde, así que se despidió. En la calzada, Fe le entregó el bastón y dijo:
—Pobrecitos; los cría la abuela y la tuvieron que internar en el hospital de mujeres. Para colmo, la vecina que los cuida, con seis hijos y sin padre, no tiene ni para comer.
El silencio de los pájaros sobre los techos de la ciudad se anticipó al sonar de todas las campanas, cada una con su matiz. El sol, en su descenso, ardía en la cúpula de la Catedral dándole un aire de tiempos más antiguos.