“De pie frente a esta puerta
Yo te habría visto, amado,
Venir hacia mis brazos.
Al recibirte entre mis brazos habría dicho
Desde hace mucho tiempo, amado,
Te esperaba.”
Rosalba Campra, De lejanías
El coche de Fernando y Nacha, seguido por algunos peones y caballos de remuda, llegó a la ciudad cerca del mediodía.
El carretón con vituallas para la reunión familiar había salido del Tercero Arriba el día anterior y los esperaba detrás de San Francisco desde media mañana; Fernando lo envió a lo de su tía y él siguió con Ignacia y los peones hacia la casa del Bajo de Galán, la que Farrell les prestaba indefinidamente.
La quinta era sencilla, casi humilde, pero cómoda y bien mantenida. Ignacia y Fernando la amaban: allí habían dormido por primera vez juntos; allí habían comenzado su vida, mantenía ella su costurero, algún libro de poesía de los que le gustaban a su esposo —Espronceda, el duque de Rivas—, romances que le recordaban la raíz española de su sangre.
Allí, él le había construido una halconera para Zegrí y juntos solían rezar un Ángelus en el banco de piedra que miraba hacia las sierras.
Y con aquella capacidad que tenía para entenderse con los humildes, el Payo había comprometido con un sueldo a sus vecinos, una familia de salteños, para que cuidaran y mantuvieran la casa.
Advertidos de su llegada, los portones estaban abiertos y ellos preparados para recibirlos; cuando uno de los chicos, desde el techo, vio a la caravana cruzar el río, avisó a su madre y la mujer comenzó a freír las empanadas norteñas, muy picantes, las preferidas de Fernando; mientras, una de las hijas retiraba del rescoldo las dulzonas cordobesas, con cebolla de verdeo y pasas de uva, para Ignacia.
Al oírlos subir la cuesta que rodeaba los Altos, el hijo menor sacó del aljibe un balde con una botella de vino fresco.
Fernando bajó del coche vestido de uniforme, que imponía respeto a los que se cruzaban en su camino; tomó a Ignacia de la cintura, la dejó en el suelo y recibió saludos y bienvenidas. En la galería de la huerta, uno de los muchachitos le alcanzó a ella un vaso de agua de cántaro y a él uno de vino.
—Salud y gracias —dijo Fernando, el vaso en alto, y después de vaciarlo de un trago se limpió la boca con el dorso de la mano y les indicó que sirvieran a sus hombres, que habían comenzado a entrar los bultos y a desensillar los animales. Alguno de ellos trajo a Zegrí y lo soltó en la alcándara; esa tarde, Casildo se haría cargo del halcón.
Sólo la yegua de Ignacia, Zeltia, la que le regalara Farrell, y el caballo preferido de Fernando, el Oscuro, quedaron al cuidado de los salteños; los demás se llevarían a un corralón, a pocas cuadras, regenteado por un indio de El Pueblito, amigo del Payo. Sus hombres generalmente se alojaban en esa comunidad de gente trabajadora y poco dada al hurto o a la bebida.
Ignacia entró a lavarse las manos, y al pasar junto a la imagen de Santa Rita se santiguó. El dormitorio estaba listo, tersa la colcha de punto, con un ramito de flores silvestres en la mesa del candil. Por la ventana vio los frutales florecidos y se le humedecieron los ojos: siempre que pensaba en el futuro se imaginaba a ambos viviendo, no en las llanuras del sur, sino en aquella casita: Los Algarrobos quedaría, seguramente, en manos de Lucián.
Cuando regresó al patio, Fernando estaba sentado a la mesa de la galería conversando con la cuidadora, que le contaba cuanta cosa notable había pasado en la ciudad, mientras uno de sus hijos le presentaba una tabla de madera con chinchulines y chorizos, seguido por su hermana con una olla de puchero de gallina y hortalizas.
Otra de las chicas puso sobre la mesa panes recién horneados, con chicharrones, que Fernando cortó con sus manos y distribuyó entre los peones y los salteños. Como una ofrenda, le entregó su parte a Ignacia, le sirvió un poco de vino, cortó el primer trozo de carne y se lo ofreció en el tenedor.
Mientras agradecía los servicios prestados, Ignacia observó sin disimulo a aquel hombre al que amaba profundamente. Las canas, en su pelo claro, le daban un toque de madurez; en el rostro, castigado por el sol, se notaban algunas arrugas para nada desdorosas. Se mantenía fuerte y corpulento andando, hachando, domando, usando el lazo y el sable, bañándose en invierno en el río y, creía ella, por hacerle el amor como la primera vez que se desearon.
Le encantaba mirar sus manos, de uñas romas, con algunas asperezas a causa del trabajo rudo, que la estremecían cuando la acariciaba bajo la ropa.
Últimamente se había cortado el pelo, que se le ondulaba a la altura del mentón, y también la barba y el bigote. Cada vez que lo miraba, sentía tal emoción que sólo ella, capaz de criar halcones y domesticar mastines, podía darse el placer de contener.
Era el legado de su estirpe gallega —o quizás astur—, de alguna reina guerrera muerta mil años atrás: eso la convertía en la única mujer a la que Fernando llevaría al combate y le confiaría sus espaldas.
Sabía que la relación que había entre Lucián y ella se originaba en esa predisposición natural de ambos a la barbarie, en la ausencia de temores, en la capacidad de mimetizarse con el paisaje, amar las tormentas, desafiar al viento, enmudecer ante la luna, recibir la lluvia sobre el rostro.
Nunca pretendió ocupar el lugar de su madre, y el ahora joven oficial se lo agradecía, porque era para él una especie de tía, de prima mayor a quien podía admirar como a un compañero.
La mulata Calandria seguía siendo su adorada madre aunque yaciera a doscientos metros de la casa, entre verbenas azules y bajo la cruz de hierro con un corazón de latón donde su padre había escrito el nombre con que fuera bautizada: Rosalinda.
Como un señor feudal, o como solía hacer don Carlos en los inviernos de Los Algarrobos, cuando sólo la peonada quedaba en la estancia, Fernando se sentó a la mesa y comió rodeado por su gente.
A veces, cuando pensaba en su padre sin el dolor de la culpa, lo recordaba así, en la enorme cocina, con Oroncio Videla a su izquierda y él, como su hijo preferido, a su derecha.
Estaban rebañando los restos de la comida cuando apareció una de las jovencitas con una enorme fuente donde nadaban cascos de zapallo en almíbar, uno de sus postres preferidos. Él juntó las manos como en oración, se santiguó y bendijo a la niña, que se rio nerviosamente. Con una enorme cuchara, sirvió a Ignacia, a la casera y a sí mismo, para luego pasar la fuente a “propios y entenados”.
Era tarde para dormir la siesta, pero estaban muy cansados así que, ya en el dormitorio, arrimaron los postigos, se asearon, se quitaron la ropa y con un enorme suspiro se reclinaron en la cama. Él le dijo, soñoliento:
—Te va a molestar mi barba, pero no tengo fuerzas para afeitarme ahora…
—Me gusta tu barba —murmuró ella, cruzando una pierna sobre la cadera de él. Fernando, los ojos cerrados, un brazo sobre la frente, la obligó a descansar la cabeza sobre su pecho acariciándole el hombro.
Felices, como si hubieran regresado al hogar, se durmieron. Esa tarde irían a visitar a su tía y a Sebastián; si tenían suerte, quizás estuviera Carlitos.
La mañana de Sebastián y misia Francisquita había transcurrido en la casa solariega, la de don Carlos, preparándola para la llegada de Luz y el gran encuentro familiar. Su tía y Martina se encargaban de controlar, día por medio, que se airearan las habitaciones, se repasaran los muebles y se mantuvieran limpias las acequias.
De británico a británico, Robertson, como hiciera en aquella casita que rentara cuando llegó a Córdoba, construyó hogares a leña en las salas principales de Luz y Brian.
No pudo hacer lo mismo con la habitación a la izquierda del zaguán, que fuera la biblioteca de don Carlos, pues misia Francisquita temía a los incendios.
—Con semejante cantidad de papel y lienzos ardería la casa como un hereje en el quemadero —sentenció—. Y después dirán que lo hice adrede, para acabar con el protestante.
—Pero, Francisca, ¿acaso Brian no se convirtió? Ese cura matamoros de los dominicos vive jactándose de que él hizo el milagro —se burlaba Robertson.
—No se convirtió; sólo se dejó bautizar por el padre Iñaki para poder casarse con Luz. ¿Crees que soy sonsa?
—¿Y yo, entonces? —se burló el escocés.
—Si no me has mentido —y sé que no lo has hecho—, te convertiste en trance de muerte. La Muerte es una gran hacedora de creyentes; es mejor que San Pablo para convertir ateos y herejes.
De las pocas salidas para las cuales Sebastián no tenía que pedir permiso al jefe de policía era para la misa del domingo, y cuando iban a abrir la casa de su padre Sebastián se sentaba bajo el jacarandá mientras las mujeres se afanaban en los cuartos.
Descansar bajo aquel árbol, especialmente si estaba florecido, era recibir, según creencia familiar, la protección de la difunta Severa. Y tanto es así que algunos días en que la malaria no le daba respiro solía pedir que lo llevaran y le pusieran el catre al amparo de sus ramas. Misia Francisquita lo acompañaba con su labor de encaje y se le hacía un nudo en la garganta al ver cómo las flores lilas lo iban cubriendo. Leyéndole el pensamiento, las manos cruzadas sobre la cintura, los ojos cerrados, él le decía:
—No se preocupe, tía. Son bendiciones de Severa.
A veces, ayudado por sus sobrinos y Casildo, Sebastián desenrollaba el gran lienzo que pintara de la Batalla de la Tablada y contaba a los jóvenes de la familia aquella gesta heroica donde hasta las mujeres habían intervenido: señalaba a Fernando en su Moro, lanza en mano, seguido de los ranqueles y de su rastreador; a Saint Jacques, desenfundada la pistola. La terrible estampa de Facundo Quiroga con el caballo encabritado dominaba la derecha, y casi en primera fila estaba el Chacho Peñaloza, tratando de quitarle a lazo los cañones al general José María Paz, que resaltaba a la izquierda del cuadro como el vencedor de aquel día.
A los hijos de Inés les emocionaba ver a su padre, Luis Allende Pazo, dirigiendo la carga: joven, apuesto y valeroso, ya para siempre vivo en la memoria del lienzo.
Y tanto a los Allende como a los hijos de Laura les encantaba descubrir entre la tropa al Malandra y al Mulita, aquerenciados en La Antigua como baqueanos del Manco Paz, al que admiraban por su vida novelesca: la prisión, el casamiento con Margarita, su lucha constante por la Constitución, la pérdida de sus hijos pequeños, y hacía pocos años la muerte de aquel “Ángel de luz”, como solía nombrar a su esposa.
Con el tiempo agregó en las esquinas del cuadro los rostros de Luz, de misia Francisquita, de Severa y de Calandria, que habían tenido un papel preponderante en el hecho. Ahora trabajaba en Edmundo y Eduardito Páez, que con otros estudiantes del Colegio Monserrat patrullaron las calles de la plaza-fuerte.
Carlitos había reavivado en él una vieja idea: pintar cuadros históricos, como los expuestos en la National Gallery, pero con temas argentinos.
Sebastián, animado por el proyecto, esperaba terminar los retratos de las hijas de López Quebracho —Ambrosia y Manuela— para comenzar a pintar, no escenas de combate, sino episodios: Severa “enterrando” a Quiroga la noche anterior a la batalla; tía Francisca y otras damas abandonando la plaza ante los crenchudos riojanos; el fusilamiento del joven edecán del general Paz, que llevaba la bandera de tregua…
Y, sobre todo, la muerte de Camila O’Gorman como se la relatara Luz con lágrimas en los ojos. Había un cuadro de Paul Delaroche que se había expuesto en Londres en 1833: La ejecución de Lady Jane Grey. Jamás pensó que, años después, se pudiera imponer en el Río de la Plata la pena de muerte a una mujer, y mucho menos estando embarazada.
Aquellos recuerdos habían surgido mientras esperaba encontrarse con Alejo Carmen Guzmán. Él, su tía, Casildo y Fe llegaron a la casa como lo hacían habitualmente, abrieron ventanas y postigos para que se viera que no escondían nada y él se dirigió a la pieza de los arreos.
Casildo estaba atento al portón de mulas, por donde entraría el joven, disimulado en la casucha de un talabartero emancipado por su familia. Guzmán era pariente, por parte de madre, de los Carranza, tenía títulos y una trayectoria destacada en la universidad; era federalista, ocultaba su disgusto por Rosas y respetaba a López Quebracho, aunque no le “doraba la hoja”.
Sebastián pensaba tantearlo con cautela; en la incipiente rebeldía del país, no quería exponer a su familia: misia Francisquita y Fernando respondían por él ante la ley.
Una vez en el cuartito del fondo —con dos buenos sillones y una mesita— Sebastián se acomodó con un libro en la mano.
Estaba leyendo una novela que le habían recomendado en Montevideo, obra de un norteamericano —Fenimore Cooper— titulada The Last of the Mohicans. Decían que a Sarmiento le había gustado tanto que cuando estuvo en Estados Unidos había hecho un viaje por los bosques donde se desarrollaba la aventura. Luz se lo había conseguido y ahora lo releía pensando en traducirla para sus sobrinos.
Mientras Tola le servía un café, oyeron a Casildo llegar con el visitante que, tendiendo la mano a Sebastián, le dijo:
—Vi abierto el portón y pensé que quizás lo encontrara. ¡Qué buen aroma tiene ese café!
—¿Quiere uno? Está preparado con hojas de cedrón y endulzado con miel de San Esteban —aquellas colmenas, desde la época de la fundación de Córdoba, eran muy preciadas.
El joven aceptó y, después de comprobar que el lugar, aunque rústico, estaba aseado, se sentó del otro lado de la mesa y entregó bastón y sombrero al moreno, que se retiró luego de acomodarlos sobre un viejo baúl.
Guzmán se interesó por la novela que estaba leyendo y le dijo que le agradecería si, una vez traducida, le pasaba una copia.
Y ya con la taza de café en la mano, y a solas, miró a Sebastián a los ojos durante unos segundos y preguntó:
—¿Qué piensa usted de Urquiza?