42. EL ORDEN DE LOS CIELOS

“En las noches de invierno, fumando en mi aposento,

pienso en tu larga ausencia, mi dulce y triste amada,

y tu recuerdo llega como un ave lejana

que viniera escapando de la lluvia y del viento.”

David Perry, Los témpanos errantes

 

 

CIUDAD DE CÓRDOBA
PRIMAVERA DE 1851

Carlitos sacudió las hojas que le entregara su hermana para alinearlas y carraspeó, dispuesto a leer la carta que Edmundo enviara a Luz.

Mientras los enamorados, en una de las salas, se abrazaban entre lágrimas y frases inacabadas, el resto de los presentes se había acomodado en el patio, a cierta distancia de aquel cuarto, para darles la privacidad que se merecían después de años de separación.

La carta comenzaba con tres o cuatro líneas sobre temas generales, y continuaba:

… Además de las noticias de la familia que te he dado, estas líneas son para explicarte la ordalía de Edmée y cómo pudo escapar de la Bretagne. Fue como uno de esos horribles folletines de Xavier de Montépin que tanto nos gustan a ti y a mí y que Ana detesta: ella sigue fiel a Miss Austen.

Todo comenzó cuando su hermana me escribió diciéndome que necesitaba verme con urgencia, y como yo tenía que ir a ver a Dumas, a quien tramito una edición en Londres, decidimos con Ana viajar a París.

Lady Lytton, en cuya casa íbamos a reunirnos, nos aconsejó que no comentáramos la cita, lo cual me encantó, porque pensé, no del todo equivocado, que esta vez raptaríamos a la doncella prisionera del dragón y la pondríamos a salvo muy lejos del Castillo de Otranto.

Nos encontramos con la heroína en persona, hermosa como siempre, aunque muy angustiada. Su esposo estaba agonizando y se esperaba el desen­lace en pocos días, por eso lo habían trasladado a París, donde los mejores médicos lo estaban asistiendo.

Nos contó que una tarde en que velaba al lado del enfermo, rendida por una mala noche, cerró los ojos y los hermanos y sobrinos de su marido, que estaban en la antecámara, la creyeron dormida y comenzaron a hablar de lo que harían una vez muerto el vejestorio.

Y para su enorme desconcierto escuchó que la idea era retenerla en Quimperlé como en los últimos años. Todo para que las propiedades y caudales que le correspondieran como su heredera no se dispersaran y terminaran en manos de alguien que no fuera de la familia: Sebastián, específicamente.

Pero ahí no terminaban sus previsiones: para mejor anudar el proyecto, ya le tenían elegido a uno de los sobrinos para casarla a su debido tiempo, persuadiéndola, no puedo imaginar con qué argumentos, a aceptar la unión.

Edmée, debido a lo sufrido estos años, ha desarrollado la cautela y la agudeza de las víctimas, así que sin dar muestras de haberse enterado de nada escribió de inmediato al facultativo de Napoleón III para que los esperaran en su residencia de París con enfermeras y un boticario.

Al día siguiente les comunicó que había decidido trasladar al enfermo a París, que ya había escrito al médico del presidente de la República y que criados y asistentes los esperaban.

No pudieron objetar nada, pues si su pariente salía de aquel estado de agonía —como había sucedido otras veces— podía molestarse con ellos. O, en caso de que muriera, ella podía acusarlos ante la ley de que se habían negado a aceptar su decisión.

Una vez que estuvo en París, consiguió hablar con el procurador de los Simeuse —quien es pariente de ella— y le dijo sin ambages lo que sucedía. Este hombre, muy sensatamente, había conseguido que el noble consorte, al firmar los papeles del patrimonio vincular, tuviera la delicadeza de devolver a Edmée, en caso de morir él, la dote. La dote no existía, pues era él quien había pagado, y mucho, por desposarla; pero para la posteridad quedaba muy bien en los papeles ese acto de generosidad con su mujer, y así se hizo… sin que ningún pariente de él lo supiera.

Con el tiempo, este buen hombre consiguió que algunas propiedades menores, que no estaban en el conocimiento de los deudos, fueran pasando a manos de Edmée, que ignoraba esto. Así que al plantearle ella su desesperación de escapar de la familia, se enteró de esta situación y, muy noblemente, renunció ante el notario a todos los bienes de la familia de su marido que pudieran corresponderle, quedándose sólo con los que él le traspasara a voluntad.

Aquello solucionaba la parte económica, y la estrategia del procurador, que nos esperaba en lo de Lady Lytton, era discutir conmigo cómo podíamos transferir esos bienes a Inglaterra y (aquí entra Simón) ver de qué manera podíamos sacar de Francia a Edmée en cuanto su marido fuera enterrado.

Estos planes me llenaron de alegría, pues ella podía huir ya libre del ogro y casarse en cuanto quisiera.

Volvimos a Londres, hablamos con Simón y conseguimos pasaportes y documentos para la fugitiva con otra identidad. Los bienes se traspasaron a Thomas en un fideicomiso o algo así hasta que ella estuviera a salvo en Gran Bretaña. Gracias al telégrafo, recibimos en su oficina la noticia de que el enfermo estaba en las últimas instancias, así que viajé a Francia con un pasaje que renovaba diariamente.

Ya en París, sin dejarme ver, esperé el desenlace. La ceremonia del adiós, entre el velatorio y el entierro, duró varios días.

Lo sepultaron en el Cementerio de Passy, cerca de su gran amigo, el conde de Las Cases, que escribió sobre Napoleón en Santa Helena. Luego de las exequias, las dos hermanas Simeuse, de luto riguroso y con velo negro, subieron a su coche y al llegar a la casa de la reciente viuda, una de ellas quedó allí y la otra se dirigió a su chatelet.

En realidad, la que había quedado en casa de Edmée era su hermana, y, como en los mejores relatos de Paul Féval, con la ayuda de los servidores de aquélla, esperé al amor de Sebastián en un recodo del camino en un coche de seis caballos y partimos raudamente a embarcarnos, temiendo oír a los parientes del conde persiguiéndonos.

Discretamente, los cofres de nuestra amiga habían sido enviados días antes a Quimperlé… pero en el camino se desviaron hacia el puerto a nombre de una pareja de ingleses que retornaba a Londres.

En fin, ya ves las aventuras que hemos corrido y cuántas leyes nos hemos salteado para que estos enamorados se reúnan finalmente en Córdoba.

Pero hay algo que me preocupa, y es la salud de Bastián. Sé cuán escrupuloso y detallista es con su persona, y temo que se encuentre en uno de sus ataques de tercianas y no deseo de ninguna manera que Edmée lo vea desmejorado después de casi once años de separación: él es un poco mayor que ella y la tristeza se cobra su diezmo en ojeras y arrugas.

Así que se me ocurrió que averigües durante el viaje cómo se halla tu hermano de salud, y en caso de estar en uno de sus períodos febriles, te dirijas primero a casa de las Núñez del Prado, dejes a Edmée con tía Julita, te cerciores del buen ánimo de nuestro Romeo, y recién entonces los pongas a uno en brazos del otro. Sé que mi primo sufriría horrores si ella lo encontrara postrado y… de paso, dile a Sebastián que pasé por el barrio d’Enfer, que la casa está muy bien cuidada por el secretario del consulado de Polonia, que la ha rentado, y los servidores contentos y con buenos sueldos…

En el silencio que se hizo, alterado por los ladridos del cachorro que jugaba torpemente a cazar al gato de la casa, Farrell dijo con admiración:

—Creí que esas cosas sólo sucedían en las novelas de Dumas…

—De una forma u otra —dijo misia Francisquita— nuestra familia termina dando la nota y bordeando lo ilegal.

—Un hecho extraño, lo concedo, pero no ilegal —puntualizó Harrison—. Mademoiselle Simeuse no ha robado nada; es más, ha renunciado a favor de esa desagradable familia a bienes a los que, según la ley de su país, tenía derecho. Lo demás fue necesario para ponerla a salvo de una conspiración.

—Es verdad —sentenció Carlitos—. Que ha sido una forma bizarra, en el sentido que le dan los franceses al término, de escapar a la amenaza, es real; pero hasta Santo Tomás defendería lo que se ha hecho. Ella ha sido una dedicada esposa que cumplió con los deberes de su estado más allá de las exigencias sociales.

—Ahora tendremos que separarlos y ver que se casen cuanto antes —sentenció misia Francisquita—. Creo que ella debería quedar contigo, Luz, y Sebastián continuar en mi casa como hasta ahora, donde está todo preparado para su bienestar.

—Me gustaría ser yo quien los casara —terció Carlitos.

—Seguramente no habrá impedimento para ello —intervino Farrell, mientras oían a los criados acomodando las cosas llegadas en el carretón, y a las criadas atenidas a orear la ropa de los baúles sobre jazmines y limoneros.

Farrell partió a buscar a Consuelo; se envió a Casildo a avisar a Fernando y a Ignacia, y los recién llegados se cambiaron de ropa y se prepararon para el ambigú —una comida temprana— en la tardía luz de noviembre.

Y mientras se extendían manteles bajo el emparrado del segundo patio, se traían copas, platos y cubiertos, servilletas almidonadas y jarras de agua, Fe presenció un hecho esperado y otro sorprendente: mientras misia Francisquita conversaba con Sebastián y su amada, Luz, creyéndose sola, se acercó al jacarandá, cruzó las manos sobre el tronco áspero, apoyó la frente en ellas y quedó como en oración. Luego se enderezó y, con un gesto de congoja, se secó los ojos y regresó a la sala.

La criada no se sorprendió, pues sabía del cariño que Severa y Luz se tenían; lo sorprendente para Fe fue ver al rato aparecer a Mr. Harrison, muy serio y silencioso, quien, luego de dar unos pasos por el patio, se detuvo ante el jacarandá aún lleno de flores y levantó la vista hasta el tope de su copa. Algo pasó por sus facciones que hizo que la criada prestara atención: el gringo movió la cabeza, como si conversara con alguien, y antes de dirigirse a la sala se hizo la señal de la cruz.

Edmée se disculpó de compartir la mesa: estaba muy cansada, física y emocionalmente; prefería darse un baño y acostarse. Todos estuvieron de acuerdo y tanto ella como Sebastián aprobaron las disposiciones de misia Francisquita sobre dónde debía vivir cada uno hasta los esponsales.

Mientras esperaban al resto de los invitados —las Núñez del Prado, los Farrell, Fernando e Ignacia— se acomodaron en el primer patio, hablando animadamente, pero en tono bajo, mientras el crepúsculo se recostaba sobre la ciudad de los campanarios. No encendieron los faroles, porque aquella tenue luz de noviembre, que moría lentamente, los envolvía en la felicidad del encuentro.

Por el cielo límpido de la ciudad colonial, el aire se llenó de trinos y aleteos de los pájaros que regresaban a sus refugios, de alguna campanada atenuada que instaba a volver al hogar.

Sebastián regresó después de haber cruzado las últimas confidencias con Edmée, convertido en otro hombre para sí y para los demás.

Al sentarse entre ellos, con una copa de jerez en la mano, suspiró hondo y, echándose hacia atrás en el sillón de mimbre, pensó en el poema de su amiga: inesperadamente, los vientos de noviembre habían ordenado su destino.