“No fue una separación sino un desgarramiento;
Quedó atónita el alma, y sin ninguna luz,
Se durmió en la oscuridad el pensamiento.”
Luis Urbina, Así fue
Cuando Harrison y Olivier llegaron a Palermo, un silencio inusual los recibió. Había pocas luces encendidas y no se veían los acostumbrados visitantes que iban a solicitar mercedes al gobernador. Las risas y voces de las jóvenes que conformaban la corte de Manuelita estaban ausentes, y hasta los grotescos bufones, que merodeaban por las galerías esperando molestar a algún descuidado, habían desaparecido. Sólo vieron al “espantador de gatos” con su larga varilla de mimbre caminando con mucho empaque entre los naranjos.
El oficial de servicio les dijo que el Señor de Palermo no estaba; cuando preguntaron dónde podrían encontrarlo negó con la cabeza, sin dar explicaciones.
—¿Y doña Manuelita? —preguntó Olivier, que siempre era saludado por “la Niña” con muchas sonrisas.
—Hoy no recibe.
—¿Podría transmitirle mi presencia? —y le alargó su tarjeta, que el otro no tomó.
—Hoy no recibe a nadie —acentuó el hombre.
Sin despedirse de él, regresaron al coche, Harrison molesto por la insolencia del oficial, Olivier sereno; estaba acostumbrado a los desaires que el gobernador permitía a los subalternos.
Cuando los caballos se pusieron en marcha, Olivier dijo:
—Debes sacar a tu familia de Buenos Aires esta misma noche.
—¿Por qué?
—¿Crees que si pensara entregar a Miss O’Gorman a la Casa de Corrección y al sacerdote al Tribunal Eclesiástico dejaría de recibirnos? Va a ejecutarlos —y levantó la mano para detener cualquier argumento—: No importa lo que digan las leyes ni los juristas. Están condenados, y creo que preparar habitaciones, a él en el Cabildo, a ella con las monjas, fue un subterfugio para que nadie lo presionara y así ordenar una sentencia fulminante.
En un silencio consternado, regresaron a lo de Harrison.
Gonzalo, pensando que podían traer malas noticias, los esperaba en el escritorio. Antes de que se pronunciase palabra, Harrison se dirigió al bargueño, sirvió brandy para todos y después del primer trago anunció:
—No pudimos hablar ni con Rosas ni con su hija…
Lezama miró a ambos:
—¿Malos presagios?
—De los peores.
—Quiero sacar a mi familia de la ciudad. ¿Podrás acompañarlos a La Severa? No quiero que vayan solos.
—Hay que avisar a Luz para que organice la partida: debemos salir antes del alba, pues si en algo conozco a Rosas, todo será muy rápido…
Cuando Harrison subió a hablar con Luz, ésta, al ver la expresión de su rostro, se echó en sus brazos.
—Querida —dijo él sosteniéndola con firmeza—, hoy no vas a discutir mis decisiones, porque sin lugar a dudas sé qué es lo mejor para ti y los niños: tienes que disponer todo y salir para la estancia al amanecer —y haciendo una pausa, agregó—: James está seguro de que va a ejecutarlos. Me duele confesar que no podemos hacer nada. Y no quiero que mi familia respire semejante atrocidad, sin contar que los Ezcurra y los Zabala vendrán a justificar el asesinato.
La besó suavemente y tomándole la mano se la llevó al corazón.
—Gonzalo te acompañará; yo los seguiré lo más pronto posible, pero debo dejar a Murray a cargo de todo —Murray, además de ser su hombre de confianza, era su administrador.
Si algo admiraba Harrison en su esposa era la disposición de avenirse a lo inevitable. En minutos despertó a Gracia y convocó a Donovan y a Alma para disponer lo necesario mientras Brian ordenaba a Owen preparar coches y caballos. Gonzalo partió para avisar a su hermano Martín que se encontrara con Harrison.
La eficiencia británica consiguió que partieran cuando la aurora se insinuaba sobre las aguas sepias del Plata.
Tristán y Amanda, acomodados en el primer coche con Miss Emily, la gobernanta, no cesaban de protestar, pero una mirada de Harrison fue suficiente para que callaran.
Irían en dos coches, por cualquier inconveniente que pudiera sucederles: la gobernanta y los niños en el primero, los mayores en el segundo. Owen y Duncan, expertos en aquellos viajes, los escoltarían hasta la estancia, en Lobos.
Luz y Brian se habían despedido en la salita de recibo, pensando reunirse en pocos días. La tragedia que amenazaba a los desdichados amantes les hizo comprender la felicidad que los unía y cuánto se extrañarían estando lejos uno del otro.
—En cuanto llegues, avisen a los Casey, que ya estarán en El Durazno. Lawrence y Mary son buena compañía, y no olvides enviar las cartas…
Eran para otros terratenientes ingleses, amigos desde hacía años.
Harrison se despidió cariñosamente de sus hijos, recomendándoles que obedecieran a los mayores; dio algunas instrucciones a la gobernanta y luego se dirigió al último coche. Tomó la mano de Luz para ayudarla a subir mientras le preguntaba:
—¿Y tu rosario? —pues en los momentos de aflicción solía ponérselo al cuello, bajo la ropa.
Ella se palpó el pecho, constatando que no lo había olvidado; luego, echándose el sombrero sobre la nuca, se inclinó hacia él y lo besó en los labios, diciéndole en voz baja:
—Te amo por haberlo recordado.
Turbado por la demostración de cariño, Harrison le acomodó la falda del vestido dentro del coche y con gesto adusto dijo a Gonzalo:
—Te confío la vida de los míos.
—… con la mía los defenderé —respondió Lezama, poniéndole una mano en el hombro.
Owen dio la orden de marchar y salieron estrepitosamente por el empedrado de las caballerizas. Con las manos en la espalda, Harrison los vio perderse en el Bajo. No quería pensar en el día que tenía que afrontar y en el futuro de su relación con don Juan Manuel de Rosas: esa mañana, Olivier entregaría al gobierno una petición firmada por los integrantes de la Sala de Residentes Extranjeros para interceder a favor de aquellos —como luego expresaran— “a los que nadie juzgaba culpables”. Allí estaban las firmas de altos funcionarios de la Corona, de otros representantes extranjeros y varios comerciantes británicos para detener el fusilamiento y discutir la legalidad de matar a una joven a punto de alumbrar.
Casi a la misma hora, Antonino Reyes, jefe de Santos Lugares, despertó sobresaltado por un tumulto de caballos y voces en la plaza de la prisión. Cubriéndose con un poncho, salió a ver qué sucedía: era un piquete de Palermo que traía la orden de fusilamiento. Anonadado, la leyó varias veces. ¿Cómo podía Su Excelencia sentenciarlos si las declaraciones de éstos, tomadas por el secretario Mariano Beascoechea, aún no habían sido remitidas a Palermo?
Aquello significaba que no habría juicio; nadie los interrogaría, nadie consultaría textos y leyes, no tendrían derecho a una voz, aunque débil, que abogara por ellos: morirían sin ser juzgados, apenas con tiempo de poner sus almas en manos del Creador.
Era una decisión inoportuna ante una sociedad que, luego de años de terror, respiraba, aliviada ante la moderación que había tomado el régimen rosista.
La tarde anterior, luego de escuchar la suave y educada voz de la joven reconociendo su culpa y su amor por Gutiérrez, le había aconsejado escribir una carta a don Juan Manuel reconociendo sus yerros y suplicando clemencia.
Camila lo había contemplado con los ojos ardientes; cuando le ofreció papel y pluma, lo miró como si supiera algo que él ignoraba —o pretendía ignorar—, pero siguió su consejo: pidió perdón por sus faltas y misericordia por su destino. No era una carta convincente, pero Antonino, esperanzado, la envió a Palermo.
Ahora, con la sentencia ante sí, escribió febrilmente a Manuelita, a quien lo unía más que una amistad —al notarla algo enamorada de él, el Restaurador lo había alejado de su entorno—, pidiéndole que intercediera por su amiga.
Luego aplazó la hora de ejecución y envió un parte al Restaurador explicándole que la joven estaba encinta —constatado por el médico de la prisión— y por lo tanto no podían ejecutarla.
Mientras hacía traer el caballo más veloz del corralón, con la orden de entregar a Manuelita, en mano propia, su carta, y la otra, a don Juan Manuel, oyó a los serenos anunciando la salida del sol.
El escribiente de turno en Palermo entregó ambos pliegos a Rosas. Pasados los sucesos, alguien justificaría aquello diciendo que Manuelita había emprendido un viaje y por eso no se enteró del ruego de Reyes.
Don Juan Manuel devolvió los sobres sin abrirlos, acompañados por una amonestación a éste por su desobediencia, ordenando incomunicar el cuartel y fusilar a los reos “sin dilación”.
Antonino, ya sin excusas, hizo llamar a los curas de la capilla de Santos Lugares, que los prepararían a bien morir, y envió al mayor Vicente Torcida, famoso por su crueldad, a que comunicara a los presos su destino.
Este oficial había tenido un gesto ponderable con Camila: cuando, por orden de Rosas, debió ponerle los grillos, sugirió a Reyes que los hiciera forrar con tela de zaraza para que no le lastimaran los tobillos. Raro acto de piedad el de aquellos hombres, siendo que sospechaban la sentencia inclemente que ahora leían sobre papel.
La liberta Felipa Larrea, que ya acompañaba a Camila, se ofreció a hacerlo.
Los religiosos llegaron a las ocho de la mañana del 18 de agosto, consternados y nerviosos. El que debía asistir a Camila —anciano, probablemente elegido por su edad— era el padre Castellanos; el padre Rivas, más joven, se encargaría de Gutiérrez.
Uladislao estaba en un calabozo común, mientras que la joven fue ubicada en un cuartito cercano a la capilla; en aquella pieza despojada de comodidades, Reyes había ordenado llevar dos sillas, una mesa y un catre; no se parecía en nada a las habitaciones que le prepararan las beatas, pero era soleada y un pequeño crucifijo daba cierta paz al lugar.
El cuartel, prisión y centro de tortura de presos políticos había sido denunciado por los vecinos a causa de los malos olores, las moscas y alimañas “que propagaban miasmas que contagiaban peste a la población”. El doctor Mariano Martínez, que supervisaba las cárceles, había notificado, años atrás, que en las “crujías existían tres inmundos pozos llenos de orines e inmundicias donde hacían sus necesidades los presos y que toda la cárcel estaba llena de basuras, carnes fétidas y en completo estado de desaseo”.
Durante el corto tiempo que los amantes estuvieron confinados, no se llevaron a cabo ni azotainas ni ajusticiamientos, y se sacó de la vista a los hombres que padecían en el cepo.
Un silencio ominoso flotaba sobre el lugar. Los presos intuían que algo había quebrado la rutina diaria, pero no sabían de qué se trataba. Muchos sospecharon que algún jefe unitario —quizás el Manco Paz— había sido detenido y trasladado con reserva a aquel infierno.
Pero uno de esos prisioneros que sobrevivían haciendo favores a los carceleros alcanzó a ver a Camila, a quien recordaba de la iglesia del Socorro, y el rumor se extendió rápidamente entre los mil quinientos reclusos del lugar.
Los más advertidos comprendieron que la vida de los amantes estaba amenazada: no se llevaba a “hijos de familia”, y encima federales, a semejante lugar, salvo que su suerte estuviera echada. Y atentos a los sonidos y las voces que circulaban por patios y pasadizos querían creer que Rosas no se cebaría en una joven mujer que, además, esperaba un hijo.
La mulata que solía vender pasteles a los guardias dijo, muy segura de sí, que Tata Rosas quería darles un susto; que a Camila muy luego la llevarían con las monjas, a preparar hostias y limpiar sacristías, y al curita, dijo, el “bispo” lo mandaría a algún fortín, en castigo.
Sin embargo, cuando algunos mirones vieron que la doble fila de soldados que incomunicaba el cuartel abría paso a los dos religiosos, cuyos rostros evidenciaban malestar, la sospecha de la tragedia se acentuó. Alguien comentó que el padre y el curita hermano de Camila habían intentado pasar el cerco para hablar con Reyes, pero se les respondió que por órdenes superiores estaba prohibida la entrada a Santos Lugares.
Reyes tenía muy arraigada la consigna de la debida obediencia que exigía Rosas de los suyos, pues no se planteó hacer más por Camila. Comunicó a los sacerdotes las órdenes recibidas, y envió al mayor Torcida, acompañado por otro oficial, Rubio —quien estaría al mando del pelotón de fusilamiento— a transmitirle la funesta noticia. Cuando la joven los vio entrar en la celda, demudados y pálidos, intuyó su destino. El mayor Rubio intentó esconder las lágrimas, pues nunca pensó tener que llevar a cabo semejante misión.
Al escuchar las palabras de Torcida, Camila, en un acto reflejo, se cubrió el vientre con las manos. Cuando pudo contener los temblores, elevó los ojos y preguntó:
—¿No habrá clemencia para el inocente que llevo en mis entrañas? ¿Por qué tiene que compartir mi culpa y sufrir un castigo tan despiadado?
—Señorita O’Gorman —balbuceó el interpelado—, no puedo cambiar las órdenes. Sólo sé que dentro de dos horas ustedes deben morir.
Ella se secó los ojos con un gesto infantil que hizo que Rubio, agobiado por las circunstancias, se volviera de espaldas.
—Suplico a usted me conceda ver a mis padres —rogó ella.
Incapaz de sostener aquel diálogo, Torcida se retiró seguido de Rubio, que maldecía por lo bajo.
Cuando el padre Castellanos entró en la celda, encontró a la negra Felipa arreglando el cabello de Camila con una cinta. La joven lo recibió con una pregunta:
—¿No ha venido mi madre? Doña Luz prometió…
El sacerdote se acomodó la estola y negó con un movimiento de cabeza, pues le costaba hablar. Ella, esperanzada en que él hiciera algo más que darle consuelo espiritual, insistió:
—¡Por piedad! —y se arrodilló con esfuerzo, sosteniéndose el vientre—. Tengo que ver a mis padres, necesito pedirles perdón…
Castellanos, quien ignoraba su estado, comprendió que la joven estaba en “meses mayores” y, angustiado, indicó a la negra que saliera.
Tomando a Camila de los brazos, la ayudó a levantarse y, mientras la guiaba hasta una de las sillas, le dijo que perdiera toda esperanza de verlos.
—… el gobernador ha incomunicado el cuartel, no los dejarán entrar. Hablemos de su hijo y de su alma…
Entornó la puerta y, abriendo los postigos para que entrara el sol, le aclaró que la Iglesia prohibía que los bautismos se llevaran a cabo en la oscuridad. Con aquellas palabras intentaba confortar no ya a la joven enamorada, sino a la madre.
Sin saber cómo atenuar el asesinato de la criatura, él, que era doctor en Teología, recordó una centenaria disposición del papa Benedicto XIV, In Favorem Fidei —En Favor de la Fe—, sobre las virtudes del agua bendita para que los niños no nacidos pudieran ser bautizados.
Al tiempo que se lo explicaba, recogió en la palma de la mano un poco de ceniza del brasero apagado, con la que ungió la cabeza de la joven; luego, tomando la jarra, llenó el vaso y lo bendijo. Con aquella agua santa roció su vientre y le se la dio a beber; era una aproximación al primer sacramento.
Cuando se disponía a confesarla, ella le pidió que rezara por Uladislao y le encomendó:
—Quiero comprometer a usted que diga a mis padres cuánto lamento haberlos afligido y que mis últimos pensamientos han sido para ellos.
Cumplido el acto de contrición, el religioso intentó consolarla “con palabras enternecidas”. Muy pálida, la joven se secó las lágrimas y, en contraste con la aflicción del sacerdote, recuperó la entereza; poniendo la mano sobre el brazo de él, lo consoló: “Dios no me condena, padre; me condenan los hombres”.
Afuera, la negra Felipa sollozaba cubriéndose la boca con las manos: tenía una hijita de tres meses a la que aún amamantaba; la situación de Camila le tocaba el alma.