“Este mundo es el camino
Para el otro, qu’ es morada sin pesar;
Mas cumple tener buen tino para andar esta jornada
Sin errar.”
Jorge Manrique, Coplas a la muerte de su padre
A pesar del pronóstico del médico, Harrison, a veces perdido, lúcido otras, sobrevivió por algunos días, y dejó su muerte en orden.
Agradeció a sus hombres los servicios prestados y les aseguró que todos tendrían la oportunidad de independizarse o regresar a su país. Nadie quedaría a su suerte; Murray y Donovan se encargarían de darles “cartas de confianza” y Olivier se comprometió a ayudar en lo que pudiera.
Como Owen y Gracia querían emprender un negocio de mensajería con una pensión para viajeros, les dejaba un terreno con una pequeña propiedad, más una cifra que les permitiría sacarlo adelante.
Con los ojos rojos de llanto y el pecho cerrado de aflicción, Martín, cada tanto, insistía en que iría a buscar a Luz.
—Moriré antes de que ella llegue, y tú aún me haces falta. Trae papel, escribirás a mis hijos, a mi hermano… —y seguía la lista, entre los que estaban sus buenos amigos cordobeses.
A Luz y sus hijos les dejó unos pequeños retratos suyos, en sepia, que le hiciera Holman Hunt la última vez que estuviera en Londres.
Cuando llegó don Ceferino Zabala, aquel rústico estanciero rosista a macha martillo, se afligió al ver a su amigo agonizando.
Harrison pidió que los dejaran solos para decirle:
—Sé que usted no será de los que renegarán de don Juan Manuel en la derrota.
El anciano se llevó la mano al pecho y asintió con la cabeza.
—El Restaurador tiene que dejar el país —le advirtió el inglés—, pero quiero encomendarle una cosa por él, si es que usted y su esposa aceptan…
Y le contó lo que había notado mientras llevaba a Eugenia Castro a lo de Ezcurra.
—… está esperando un hijo. Es posible que el gobernador no pueda ayudarla, sus enemigos le confiscarán los bienes. He pensado que ustedes podrían hacerse cargo de ese niño, para que el último vástago de este gran hombre no quede librado a los malos tiempos que vendrán…
Años después, entre los que frecuentaban Palermo, a quienes no se les había enfriado el alma pensando en el destino de los ilegítimos de su héroe, se comentaba que la Castro había entregado su último hijo “a un estanciero amigo de la familia”. Quizás, con el tiempo, se conocería su destino.
Sintiendo que llegaba el final, Harrison llamó a los más cercanos y les dijo que quería que su cuerpo fuera enterrado en el Cementerio de los Ingleses, en Buenos Aires.
—Pero mi corazón, Martín, quiero que sea preservado y lo entierren en Cardiff, donde nací, donde Luz me hizo tan feliz. Tú la acompañarás, ya que ella querrá darles personalmente la noticia a nuestros hijos.
Luego, al parecer en paz con sus urgencias, pidió que se quedaran Gracia, Owen y Martín; entre desmayado y consciente, dijo unas cuantas frases, como que le alegraba que Luz no lo viera envejecer, que ella le dijera a Severa que quedaban en paz, a sus hijos que los amaba, aunque no estaba en su carácter ser demostrativo; que Martín dijera a Luz que si no fuese por ella él habría sido un gringo presuntuoso.
—… pero ella me convirtió en una buena persona…
Con los últimos latidos, se sonrió al recordar la primera vez que la viera en el balcón de su casa, cuando trastabilló en la puerta, impactado por su belleza. Y creyó escuchar su voz, leyendo aquel verso de la muerte que llegaba “tan callando”.
Luego suspiró y dijo “That’s all” —eso es todo— y reclinó la cabeza sobre el pecho de Martín.
Fue enterrado en el Cementerio de los Ingleses, acompañado por sus compatriotas, otros extranjeros, sus amigos, representantes del nuevo gobierno, toda la gente que trabajaba para él, Gonzalo y Martín.
En la reunión que se hiciera en el Club de Residentes Extranjeros en su memoria, Gonzalo preguntó a su hermano:
—¿Quién era ese hombre que se quedó alejado, cerca de la capilla? Llevaba capote y chambergo, no pude verlo bien. No parecía inglés.
Martín dijo que no lo conocía y agregó:
—Sería un curioso…
En la mañana nublada, imprevistamente fresca y con algo de niebla, regresaron a la casa a recordarlo en intimidad y poner en orden sus vidas.
Dos días después, Lezama partió con la escolta a Córdoba, preguntándose cómo decirle a su prima que su marido había muerto —para cuando él le diera la noticia— dos semanas atrás.
Siempre hay en nuestras vidas un antes y un después; en la de Luz, fue primero la muerte de Enmanuel y luego la de Brian.
Durante unos días se esforzó en organizar el viaje a Buenos Aires, luego a Inglaterra, repitiéndose todas las noches: “Si tanto lo amo, ¿por qué ese día no tuve una premonición, por qué Severa no me lo advirtió?”. Le costaba hablar con su familia, con los amigos íntimos y quienes pasaban a darle el pésame.
Su primo la ayudaba informándoles sobre los pormenores del suceso, hablaba con Sebastián, se reunía, a su pesar, con los amigos de la política y les contaba de Caseros, del día de furia, de las consecuencias del cambio de poderes, de cómo los más conspicuos federales, sin abochornarse, vivaban a Urquiza y denostaban a Rosas.
Jeromita se ocupó de encargarle la ropa de luto y de hacer las maletas. Muchas veces se quedaba a dormir con ella, y reanudó la amistad con Martín, a quien no veía desde hacía muchos años.
Carlitos llegaba al atardecer y arrastraba a su hermana al oratorio: él no recordaba muy bien la muerte de su padre, pero Brian había sido, junto con Thomas, la figura regente: un profundo sentimiento religioso lo consolaba de la pérdida.
Se dieron misas por el difunto en La Merced y en Santo Domingo. Las monjas carmelitas, donde estaba de novicia una de las hermanas de Laura, enviaron a Luz la toca de viuda, bordada en seda negra. Las catalinas, por no ser menos, las medias de luto y los guantes, hermosamente trabajados.
De la tienda de Calleja salieron los zapatos de satén negro, los lazos de luto para los hombres, las cintas y los velos para las mujeres de la familia.
Edmée le hizo un libro encuadernado en moaré negro, con las hojas en blanco, los cantos plateados y señalador de terciopelo gris para que llevara un diario de su viudez. Luz lo recibió sin ganas, pero días después sintió que aliviaba su alma escribir en él cartas a su esposo, recuerdos de viajes, libros que leyeron juntos, frases que se dijeron…
Farrell llegó una tarde y sin palabras le puso un anillo de azabache en el dedo: era el anillo de duelo de su madre, una costumbre escocesa.
—Me lo devolverás el día que te quites el luto.
Misia Francisquita no se separaba de ella; no nombraba al muerto, salvo elípticamente, pero la sostenía con regaños cuando la veía decaer; en el fondo, Luz agradecía aquella actitud.
—Gracias a Dios —le confió a Martín— los cordobeses nos parecemos a los ingleses en esto de no exponer los sentimientos.
Entre tantos preparativos, Martín le planteó a Jeromita:
—¿Te atreverías a acompañarnos a Inglaterra? No creo que sea conveniente que Luz vaya sola conmigo, aunque seamos primos hermanos.
Jeromita dijo que sí de inmediato y partió a preparar el equipaje; ir a Buenos Aires, cruzar el mar, conocer Gran Bretaña era lo mejor que le había tocado en su viudez. Pero, sobre todo, le preocupaba su amiga, quien había escrito a sus hijos dándoles la noticia de la muerte del padre, y aún le tocaba conversar con ellos en persona.
Luz se sentía reconfortada con la presencia de ella, pero agradecía contar con su primo, cuyo carácter oscilaba entre el reflexivo de Sebastián y el enérgico de Fernando.
Su encuentro con Fernando, que llegó apenas un día después de enterarse de la desgracia, había sido tormentoso.
Se encerraron en la biblioteca y ella le echó en cara que nunca había aceptado a su marido, que siempre se había burlado de él; el Payo le contestó que qué esperaba, que ya sabía ella que los gringos no le gustaban, y menos éste, tan solapado y soberbio…
—¿Él, soberbio? ¿Por qué mejor no te miras al espejo? ¿Por qué mejor no te vuelves al Tercero y me dejas en paz con mi dolor, con…?
Los que estaban afuera sin saber si intervenir o no oyeron el puñetazo que dio Fernando sobre la mesa mientras vociferaba:
—¡Y qué quieres, siempre temí que te encontraras encerrada en una jaula y que sólo él tuviera la llave! ¡Quizás nunca comprendí cuánto lo querías! Pero, ¿sabes?, hay algo que sí entendí: que era un tipo de ley, un hombre para respetar…
La voz se le quebró y después de un largo silencio se oyó a Luz decir: “¡Perdóname, perdóname, es que estoy tan… todo ha sido tan absurdo…!
Luego, los pasos de él, que decía, conciliador: “Chinita, chinita, si sabés que todos te queremos… Nunca te dejaremos sola…”.
De ahí en más, los oyeron conversar quedamente y en paz. Misia Francisquita, aliviada, hizo un gesto al resto para que desaparecieran y encargó a Fe que preparara una bandeja con bebidas fuertes y jugos de frutas. Por las dudas, puso a las criadas a hacer empanadas y carne al asador: esperan a Inés y a los Robertson.
Aquella tarde se enteraron de que doña Santos, la mujer del gobernador, estaba muy enferma; Sebastián y Edmée fueron a verla.
Y después de repetir el calvario de explicaciones con Robertson y Laura, Luz terminó en su pieza, abrazada a Inés quien, milagrosamente, encontró palabras para consolarla.
Esa noche cenaron en el patio, Luz ya de luto; fue una reunión llena de buenos recuerdos, de voces bajas, casi en penumbras, donde se organizó el viaje.
—Nosotros iremos el año que viene, si todo sale bien —dijo Robertson, y cuando les preguntaron por qué no aprovechar este viaje, Laura enrojeció y su marido, pasándole el brazo por los hombros, anunció la llegada de un nuevo niño a la familia, lo que ameritó algunos brindis. En ellos se incluyó a Fernando, que estaba muy silencioso, y sin Ignacia: su mujer se había quedado en Los Algarrobos—… no sea que en uno de estos viajes pierda “la prenda” —aclaró, aludiendo a que también ella estaba encinta.
—Ya sabes lo de Ruderiquiz, que regresó el día de la Paradura del Niño, como anunció… —dijo el comandante.
—Y muy orondo, con todos sus pronósticos cumplidos… —agregó Sebastián.
Aquello dio motivo para bromear y discutir lo que pudo haber pasado al pie de la horca, y pronto se retiraron a dormir. El anuncio de los niños que vendrían había dado un final esperanzador al encuentro.
Esa noche, en su dormitorio con la carta de Harrison en la mano, Luz decidió, por respeto al último pedido de su marido, guardarla por un año. Temiendo que se le extraviara, la puso dentro del libro de poemas de Jorge Manrique —sus famosas coplas— que Brian solía pedirle que leyera para él en voz alta.
Cuando lo colocó entre los demás tomos de su biblioteca, le acarició el lomo con el dedo: no sabía por qué, desde que se enterara de la muerte de su esposo no hacía más que recordar las estrofas que memorizó siendo muy joven.
Ya en Buenos Aires, Luz se negó a ir a la casa y se hospedaron en el antiguo hotel de los Faunch, donde tenían un esmerado servicio.
Allí fue Gracia a atenderlas, ya que quedarían todos a cargo de la casa hasta que regresara Luz de Gran Bretaña. Juntas lloraron recordando a aquel hombre excepcional y por ella Luz se enteró de muchas cosas que Martín no le había contado, pero a través de esos recuerdos se fueron mitigando la rabia y el desconcierto, dejándole sólo “las yerbas secretas del dolor”, como solía llamarlas misia Francisquita.
Una tarde, acompañadas por Owen, fueron al Cementerio de los Ingleses y sentadas es la tumba lo recordaron en frases breves y en voz baja; el galés, apartado, sintió remordimientos al ver el auténtico dolor de su patrona.
Luz no quiso que ninguno de sus conocidos se enterara de su permanencia en la ciudad, y sólo se encontró con los empleados de Harrison y de la casa, Olivier, Gonzalo y su mujer, la joven Lucy Casey, quienes fueron a darle el pésame. Hizo de la salita privada un lugar de recibo y consiguió mantener las lágrimas a raya.
Martín y Olivier estaban agilizando los trámites —iniciados por el funcionario el día siguiente de la muerte de Harrison— para conseguir los pasajes en el mejor de los barcos que partiría esa semana desde el Río de la Plata.
Luz dejó a cargo de Gonzalo y su esposa que llevaran a Jeromita a conocer los paseos y las zonas más lindas de la ciudad, entre ellos el Café Suizo; ella sólo fue a ver a la monja cordobesa que tanto quería, Benita Arias de Cabrera, a la Casa de Ejercicios, de donde regresó con mejor ánimo.
La despedida en el puerto fue triste, pero una vez embarcada, de espaldas a la ciudad, mirando la inmensidad del Atlántico que se extendía ante ella, se levantó el velo del rostro, pensó en sus hijos y dejó que el viento le secara el llanto: era la primera vez que emprendía aquel viaje sin Harrison.