“El luto se señala también en los objetos personales: se utilizan pañuelos ribeteados de negro y un papel de cartas con un filete igual. Acabado el luto, se vuelve al papel blanco, salvo en el caso de las viudas, las cuales, a menos que se casen de nuevo, conservan durante toda su vida el papel con el filete negro.”
Dirección de Philippe Ariès y George Duby,
Historia de la vida privada, tomo IV
A Luz le había costado afrontar los últimos días en Córdoba, pero los peores aún no habían llegado: el momento en que, ya en Gran Bretaña, tuvo que contar lo sucedido a la familia, pero especialmente a sus hijos.
“La peor de las muertes de un ser querido es aquella en la que no tienes un cuerpo que velar, disposiciones que tomar; aquella en la que debes confiar en lo que te dicen, y aceptar lo que tu entendimiento no termina de percibir: la desaparición del otro, al que no lo cuidaste en su dolor, no oíste sus últimas palabras, no recibiste en tu boca, en tu mejilla, el último aliento, no sentiste las paladas de tierra cayendo sobre su ataúd.”
Y entre las lágrimas y el desconcierto, fue un alivio tener que preparar la ceremonia para llevar a destino el corazón de su esposo, elegir la ropa con que se presentarían, seguir las directivas de los Harrison sobre las costumbres anglosajonas, escribir los discursos, aceptar la presencia de todos esos industriales desconocidos para ella, de algunos argentinos a los que no tenía deseos de ver, y de mucha gente que acudiría a las exequias por el respeto y el aprecio que tenían a la familia del difunto.
Por suerte, todo pasó con relativa calma, llevaron la urna al panteón familiar, se presentaron con estoicismo a las reuniones de duelo que eran de rigor, y quedaron solos para agotar el dolor: los lazos familiares formaban una trama que los ayudó a superarlo y meses después Luz se detuvo un día y, como quien contempla un cuadro, miró a su alrededor.
Comprendió que su esposo, a través de las cartas de sus hijos y de Thomas, había captado que Tristán no tenía interés en el comercio; le atraían la ingeniería y las maquinarias. Los trenes, los ascensores, de los que había oído hablar, la luz de gas, eran para él maravillas modernas, dignas de ser estudiadas y puestas al alcance de la mayor cantidad de personas posibles. Aquello, por supuesto, coincidía con el ideario de Thomas, Owen y los socialistas, a los que el joven iba conociendo.
Amanda, por su parte, estaba, efectivamente, prendada de Simón, quien se mantenía a distancia, aunque, según le pareció a Luz, atraído por su hija. Ya hablaría con él más adelante.
Ana y Edmundo eran felices, todavía no tenían hijos, vivían en una hermosa casa que fascinaba a Tristán con sus aparatos modernos. Su primo era reconocido como periodista de política internacional y estudios sobre las clases obreras, participaban en eventos destacados del Reino Unido y viajaban mucho: ya habían estado en Nueva York y en Boston.
Su hermana asistía a Edmundo como secretaria y correctora, estudiaba pintura con Ford Madox Brown, profesor de los prerrafaelistas, a quienes frecuentaba con Simón y Edmundo. También participaba en movimientos de conciencia social junto con Miss Stirling, contra el trabajo infantil, la pena de muerte y los derechos de las mujeres.
Si alguna vez Ana tuvo la idea de regresar a su país, el asesinato de Harrison la determinó a no querer ni pensarlo, y Edmundo haría lo que su esposa quisiera. Luz sentía un poco de celos ante la nueva situación: seguía habiendo el afecto de siempre entre ella y su primo, pero ya no había complicidad.
Tampoco sus hijos, resentidos por lo sucedido, querían regresar y habían pedido a Thomas que los aconsejara sobre los estudios y las universidades a las que podían acudir.
La hija de los Harrison, Sarah, se había casado con un marino, pariente de la escritora Jane Austen, y estaba dedicada a cuidarlo pues, como Sebastián, había contraído las tercianas en una misión; la joven tenía un sentido del humor ácido y admiraba a la Marina Real. Había sido presentada a la reina Victoria, y estaba muy orgullosa de esto.
Edith era la misma que conociera en su primer viaje a Gran Bretaña: llevaba la casa sin que se notara, atendía a todos, se daba tiempo para sus clubes de lectura y de obras de caridad y no era muy comunicativa con ella, pero sí con Ana, con la que parecía entenderse mejor que con su propia hija.
El joven William iba a hacerse cargo de los negocios familiares; estaba comprometido con una Wedgwood y muy satisfecho de dirigir los telares y los obrajes que los habían enriquecido.
Con Simón, Luz tenía una relación especial; era, a pesar de su metamorfosis, quien más le recordaba el pasado familiar, a su padre, a Los Algarrobos de antes de la guerra civil, al negro Simón Viejo, a su queridísima Severa, a la inolvidable Calandria.
Por eso, a veces, cuando estaban en Londres, lo visitaba en su oficina, tomaban té, hablaban de política y de la vida. No se lo había dicho aún, pero si Amanda y él querían casarse, ella, como Brian, daría su bendición.
Y finalmente, Thomas. Siempre lo había apreciado, pero fue en aquel viaje que comprendió por qué Ana, Carlitos, Simón y Edmundo lo querían tanto: de buen carácter, discreto, siempre con un gesto amable, más profesor que hombre de negocios, nunca se lo oía discutir.
Era como un misionero apoyando los derechos de los trabajadores, las leyes para indigentes, invirtiendo, con un grupo de pequeños industriales, en préstamos para que sus obreros pudieran acceder a la vivienda propia. También se ocupaban, a través de algunos sindicatos, de dar becas a los jóvenes con aspiraciones de aprender un oficio.
Le resultaba increíble cómo Martín y Jeromita se habían integrado al grupo de los Harrison-Osorio. Su amiga, especialmente, estaba fascinada con las tiendas, las cafeterías y la Ópera.
—¡Mira, querida, me llevo este catálogo de Harrod’s y muy sentadita en mi casa me llegará lo que se me antoje pedir! ¡Mira estos zapatos! ¡Qué bien me hubieran venido para mi medio luto!
A Martín le gustaban las carreras de caballos, los museos de Artes e Industrias, la propiedad de Cardiff y recorrer las hilanderías con Thomas. Luz y Jeromita solían unírseles para visitar a criadores de ovejas, pues Gonzalo quería cruzar a las que ya tenían en La Severa.
A veces se quedaba encerrada en su dormitorio, leyendo, pensando, pero también contemplando el parque tras las ventanas. Según el día, podía ver cómo cada cual se entretenía a su modo: Amanda, Tristán y Simón, jugando al croquet; Ana sentada bajo un árbol con Edith, dedicada a alguna labor una, leyendo la otra en voz alta. Edmundo, a los pies de su mujer, tomaba notas; Martín y Jeromita conversando con Austen y Sarah; los hombres, de guerras y batallas —Austen parloteaba el español— y Jeromita entusiasmada con los chismes de la familia real, en los que Sarah estaba al día. El hecho de que los jóvenes Harrison hubieran aprendido español como parte de su educación contribuía al buen entendimiento.
Thomas dedicaba su tiempo libre a la jardinería. Había construido un rosedal a su mujer y una tarde se presentó ante Luz con un viejo sombrero, unos botines informes y unas herramientas.
—Ven —le dijo—; vamos a hacer un rincón en memoria de Brian.
Ella lo siguió a través de las terrazas y las escalinatas hasta una zona agreste del parque. Allí quedaba un muro de piedra, restos de una ruina anterior a la mansión; cerca, un conjunto de robles que habían sido plantados cada vez que nacía un varón en la familia. Cuando llevaron por primera vez a Tristán a Gran Bretaña, Brian le mostró el antiguo “padre” del que habían sacado un vástago para plantar en nombre de su hijo, en Buenos Aires.
—Este que ves aquí —señaló Thomas—, ya fuerte aunque no viejo, pues los robles demoran siglos en crecer, es el de Brian. Pienso hacer una pequeña fuente en el muro; plantaré crisantemos, caléndulas, jacintos, malva silvestre y una planta de romero. Pero construiré también— y su cuñado sacó un papel donde había bosquejado el conjunto— un cantero de piedra alrededor del roble y, aquí viene la sorpresa, para esta planta.
Destapó un cajón con unos cuantos esquejes y la rareza de la hoja hizo que Luz, sorprendida, exclamara:
—¡Es una pasionaria! ¿Dónde la has conseguido?
—Passiflora; me la consiguió el jardinero real, que está armando un jardín botánico con plantas de todo el mundo. Me pareció que representaría de alguna manera tu tierra. La plantaré acá para que se derrame por el muro.
Y, echándose el sombrero hacia atrás, dijo:
—Es una bella metáfora, ¿verdad? El roble inglés y una flor que te representa de pies a cabeza. He visto dibujos. Sus pétalos tienen, entre otros, el color de tus ojos. A él le gustaría…
Sin una palabra, Luz se acercó a su cuñado y apoyó la frente en su pecho, permitiéndose llorar en silencio.
Aquel proyecto dio fuerzas a Luz. Todos los días que su cuñado se dedicaba a éste, ella se calzaba unos zapatones rescatados de un arcón, un vestido de entrecasa, y lo seguía, ayudándole a correr piedras, podar ramas, ahuecar la tierra y proteger los brotes con hojarasca. Y él le explicaba por qué había elegido aquellas flores: los crisantemos representaban la eternidad, la caléndula calmaba las penas, la malva silvestre volvía apacible el lugar, los jacintos recordaban el dolor de la pérdida, y el romero mantenía vivo el recuerdo.
Aquellas jornadas al aire libre, el suave tono de la voz de Thomas, el ensuciarse las manos con la tierra y luego sentarse en paz mirando hacia la lejanía del parque, fueron sanando su alma.
Cuando regresaron a Londres, fue con Ana y Edith a comprar libros y regresó con unos magníficos tomos de reproducciones de flores, de su significado y su lenguaje. A veces se sentaba durante horas a contemplar las hermosas ilustraciones y aquello le equilibraba el ánimo.
Los meses pasaban y Luz no sentía deseos de regresar, así que cuando recibió carta de tía Francisquita preguntándole si no contemplaría la posibilidad de viajar a España, a ver a Leonor y a don Blas, Luz lo consultó con sus primos, con sus hijos, con los Harrison, y decidieron hacer un viaje a través de las tierras de su tía y de los Monforte de Lemos, pero sobre todo de los orígenes españoles de sus ancestros.
Fue un recorrido memorable por las raíces de los Osorio, descubriendo sus blasones, las ruinas de los que fueron sus dominios, y el reencuentro con algunos de ellos, los menos huraños.
Leonor estaba emocionadísima, don Blas cayó bien a los hombres y las mujeres pensaban que era muy atractivo. El Pazo de Zeltia les pareció increíblemente hermoso y Canela, casada con Fares —aquel joven de aspecto arábigo que era algo así como el escudero del señor—, lloraba de emoción recordando Córdoba, a Martina, a misia Francisquita y a media ciudad.
Cuando se disponían a regresar, leyeron en uno de los periódicos que en París harían un homenaje a Chopin. Edmundo los convenció de que viajaran a Francia, lo que llenó de entusiasmo a Jeromita, que había leído el libro que Luz prestara a Ignacia, el del viaje de aquella porteña que en 1851 paseara con su marido y describiera la Ópera de París, los campos Elíseos, el Bois de Boulogne.
Conocieron la casa de Sebastián y Edmundo, y al ver algunos cuadros de su primo Martín comentó que Brian había dicho que el retrato que aquél hiciera de cuerpo entero de Luz, salvo oposición de sus hijos, fuera donado a la National Gallery.
Meses después, cansados, cargados de compras y con el ánimo renovado, regresaron a Londres para la temporada de invierno, pero antes pasaron por Cardiff para hacer una visita al panteón familiar, pues se cumplía el año de la muerte de Harrison.
Llegado el otoño, los viajeros decidieron regresar al Río de la Plata. Luz y Martín tenían que afrontar aún las cosas prácticas de la casa de Buenos Aires, de la estancia y los demás negocios de Brian. Jeromita deseaba llegar a Córdoba y contar cuántas maravillas había visto, mostrar sus compras, sus vestidos, sus perfumes.
Luz había notado que la relación de su amiga con su primo era más cercana así que, ya embarcados, cuando se encontró a solas con Martín, le preguntó:
—¿Te estás comprometiendo con Jeromita?
—Casi —dijo él con displicencia, pero se apresuró a aclarar—: No quiero que tome ninguna decisión hasta que pase un mes en Córdoba y se le refresque la cabeza. Quizás allá no le parezca yo tan buen partido.
—No seas tonto; está prendada de ti. Pero, ¿querrá vivir en Buenos Aires?
—Cuando me encontré con mi padre, en Córdoba, nos pusimos en paz y me ha pedido que lleve la estancia. Mamá está enferma, mi hermana aún no se ha casado y creo que debo hacerme cargo de la familia.
—Estoy de acuerdo, pero no creo que a Jeromita le guste el campo…
—Viviríamos en la ciudad, ya tienen una casa en vista, según me dijo. Haríamos la misma vida que hacía tío Carlos: meses en la estancia, meses en Córdoba. ¿Estás tranquila, ángel de la guarda?
—Sí, ¡sí! Siempre quise que ella se casara con alguien de mi familia. Pero, ¿estás seguro de que su carácter…?
—Parece frívola, pero es leal y encantadora. Siempre está alegre, piensa que soy un hombre inigualable y, además, es una mujer de afectos. Créeme, primita: es la primera vez que pienso en compartir mi vida. Demasiada soledad y silencio he tenido alrededor mío. De sólo escuchar la gracia con que dice las cosas, me sonrío. Pero no le digas nada. Quiero que ella decida por sí misma.
Cuando esa noche, al acostarse en su camarote, Luz apagó la candela, su amiga murmuró:
—¿Crees que soy vieja para casarme, Lucita?
Con un nudo en la garganta, ella respondió:
—Siempre he pensado que el amor no tiene edad. Mira, si no, a tía Leonor.
Oyó el suspiro de su amiga y quedaron en silencio, pensando una en su pérdida, la otra en su esperanza.