“El corazón y el cristal perderían su mérito si perdiesen su fragilidad.”
Walter Scott, El talismán
La mañana siguiente encontró a Luz con el dormitorio sembrado de cajas revueltas, mal dormida y algo fuera de sí.
Cuando se sentó a desayunar con su hermano y Edmée comentó que, de una vez por todas, debía poner orden en lo que trajera de Buenos Aires. Edmée se ofreció a ayudarla y luego Sebastián bajó al sótano, buscando algún mueble viejo que pudiera servirles. Encontró un antiguo y hermoso armario de sacristía, con dos pares de puertas y dos cajones al medio. Adentro, estantes y compartimentos.
—Era de la capilla de Los Algarrobos, que luego se desacralizó —recordó su hermano. Y mientras enviaba por algunos peones que se ofrecían en la plaza, sugirió a Luz:
—Deberías tomar la pieza contigua y armar allí un estudio con tus bibliotecas y este mueble. Veré quién puede hacerte una mesa de dibujo.
Antes del mediodía, terminaron de organizar la nueva habitación. A Edmée le llamó la atención un reloj de bolsillo.
—¿Era de tu padre?
Luz no respondió, extendió la mano y lo colocó en uno de los cajoncitos del armario; su cuñada pasó por alto el silencio.
Al levantarse de la siesta, Luz se encontró sola con las criadas, y feliz con la quietud que la rodeaba, tomó el último libro que le llegara de España y se recostó a leer en el gran sillón de la sala con un almohadón bajo la cabeza.
Había ordenado mantener la puerta de calle cerrada, pero sonó la aldaba y al rato, adelantándose a Casildo, que pretendía detenerlo, vio a Gaspar Indarte ante la puerta de la habitación.
Se enderezó, dejando a un lado el libro, sin atinar a decir nada. Le pareció más alto de lo que recordaba, y más apuesto; la madurez le sentaba bien, aunque mostraba un gesto de fastidio. Iba vestido con ropa de viaje, pantalón de ante, un saco largo y botas de caña alta. Tenía el sombrero en la mano. No llevaba anillos.
—¿En qué te he faltado para que no quieras recibirme? —le recriminó cuando estuvo frente a ella, que se había puesto de pie.
—Soy una viuda; debo ser discreta —respondió, alisándose la falda y aparentando una seguridad que no sentía—. Es una cuestión de principios sociales, los hombres pueden prescindir de ellos, las mujeres no.
—Mi intención no era molestarte —aseguró él—; he venido porque tu marido ordenó que me entregaran una carta después de su muerte.
Y, ante el desconcierto de ella, dejó el sombrero sobre la consola y sacó unas hojas plegadas del bolsillo superior de su chaqueta.
—¿Reconoces la letra?
Pálida, Luz asintió e intentó tomarla, pero él la apartó.
—No es tuya —aclaró—, pero sé que dejó otra para ti.
Luz enrojeció; de pronto, aquella renuencia a cerrar la muerte de su esposo, negándose a aceptar sus últimas palabras, le pareció, visto con los ojos del visitante, un acto de desamor.
Sintiéndose mal, se llevó las manos a los ojos y se dejó caer de nuevo en el asiento. Un año, le había dicho Martín, ¡y ya habían pasado dos!
—No la leíste —comprendió él.
—¡No he podido hacerlo! No me siento capaz y… y… —pero recuperándose, preguntó—: ¿Y qué tenía que escribirte Harrison a ti?
Él la observó, sopesando la respuesta.
—Estos últimos años entablamos… no diré una amistad, pero sí cierta relación —y ante el estupor de ella, continuó—: Fue a partir de que le advertí que el Degollador te estaba siguiendo.
Llevó la mano al bolsillo, como si buscara un cigarrillo, y luego las bajó.
—Después de aquella vez en que Harrison me encontró en tu casa, cada vez que estaba en Buenos Aires me interesaba por tu vida. Estuve presente cuando bautizaron a tus hijos, cuando los llevabas en coche al colegio inglés, cuando ibas al teatro, a misa, a verte con tus primos y a las librerías. Te he visto con la joven O’Gorman; sabía que estabas por detrás de las visas, aunque también tu esposo lo sabía.
Impaciente, maldijo a media voz:
—No puedo hablar de pie, como un escolar —y de una zancada se sentó en la otra punta del sillón—. Has sido la mujer más protegida…
—Espiada, dirás —respondió ella con desdén.
—No, porque ni él ni yo intervinimos, salvo cuando estuvo en juego tu vida. Yo hubiera podido acabar con aquel asesino, pero comprendí que eso correspondía a tu marido. Por eso se lo advertí.
Y echándose hacia atrás, la mirada en el techo, eligió las palabras.
—Días después me envió un recado invitándome a que nos reuniéramos en el club; fui y conversamos. A partir de entonces, cada vez que mi regimiento regresaba a Buenos Aires, yo me alojaba allí y nos encontrábamos. Hablamos de muchas cosas, llegamos a conocernos bastante. Y cuando me enteré de que había fallecido supuse que lo enterrarían en el Cementerio de los Ingleses y, aunque no me sentí capaz de unirme a sus amigos, me quedé hasta que todos se retiraron. Varios días después se presentó un primo tuyo y me entregó la carta. No me extrañó que me escribiese, pero no esperaba que muriera. Era un hombre fuerte y sano. La barbarie del momento decidió su destino.
Su voz revelaba pesar y Luz, volviéndole la espalda, hizo un esfuerzo por contener las lágrimas.
—Porque él me lo pidió, he venido a verte. Quería que me asegurara de que estabas bien. Pensaba que ibas a regresar a Córdoba y me dijo que, si yo venía a ver a mi familia, hablara contigo. Temía que te retrajeras o que te tomaras en serio la viudez.
—No tienes derecho a juzgar por lo que crees ver —se exasperó, molesta al comprender que aquel hombre, al parecer tan ausente de sus vidas, pero tan ligado a ellas, aún la perturbaba.
—Te has vuelto presuntuosa —replicó Indarte, extendiendo el brazo sobre el respaldo del sillón, a unos centímetros de ella—. No solías ser así.
—¿De veras? ¿Y cuántas veces nos hemos visto en estos últimos años?
—No me habrás visto, pero yo no te he perdido el rastro, aunque siempre respetando tu condición de casada. Y no olvides los meses que pasamos en Los Algarrobos. No creo que en toda tu vida hayas sido tan sincera con los otros y contigo misma como en esa época. Era tu manera de sobrevivir.
Esta vez sus miradas se encontraron, la de Luz mortificada, la de él expectante, pues ella seguía atrayéndole con su naturalidad, su indefinible distinción, su forma de ser tan poco corriente. “En cualquier momento me manda al diablo”, pensó, deseando que lo hiciera. “Una buena discusión”, se dijo, “como un buen viento, despeja las nubes”.
Pero un silencio incómodo pesó entre ellos y, como no quería alargar la escena, dio una palmada sobre el asiento y se puso de pie, extendiendo el brazo para ayudarla a incorporarse. Luz se vio obligada a aceptar la mano que le tendía; él retuvo la suya unos segundos de más y le sorprendió la calidez de su piel unida a una rudeza controlada.
—En fin, he cumplido con lo que se me pidió —dijo Indarte, tomando el sombrero de donde lo había dejado—. Me alegra verte bien. Tu marido estaría orgulloso de ti.
—No estoy bien —reconoció ella—; debí leer su carta hace un año, pero aún temo hacerlo.
La expresión de Indarte se suavizó.
—Cuando la leas te sentirás mejor. Él no te hubiera dejado una carta póstuma sino no fuera para tranquilizarte.
Y como ella permaneciera con el rostro vuelto sobre su hombro, levantó la mano, le sostuvo la barbilla y murmuró en su oído:
—Puedes darte el lujo de llorar; cuando lo haces, tus ojos parecen violetas en la lluvia.
Y con una inclinación de cabeza se dirigió a la puerta, dejándola desconcertada, incapaz de ordenar sus sentimientos, deseando retenerlo sin que le quedara en claro el porqué. Se dejó caer en una silla, tratando de decidir qué haría a continuación, y el pensamiento de la carta la hizo reaccionar.
La había puesto entre las páginas de Jorge Manrique, pero varias veces había permanecido acostada, con el sobre en su cintura, sin decidirse a abrirlo. Ahora no recordaba en qué libro la había guardado la última vez. Se dirigió a la biblioteca y, desesperada, comenzó a sacar uno por uno, tirándolos al suelo a medida que los desechaba.
Oyó en el patio las voces de Martín y Jeromita, que pasaban a conversar un rato. Cuando entraron a la habitación, la miraron desconcertados.
—La carta —dijo ella—, la carta de Brian. La metí en un libro y ahora no la encuentro.
Compartiendo sus sentimientos, intentaron ayudarla. De pronto, su primo le dijo:
—¿Y en el libro de las Coplas de Manrique?
—No está, ya la busqué…
Pero Martín había abierto el tomo y se la entregó.
—Pero… recién he mirado y no estaba…
Jeromita, santiguándose, murmuró:
—Él quería que hoy la encontraras. Tienes que leerla.
—¿Por qué pensaste que estaba aquí? —preguntó Luz a Martín.
—Sus últimos días, cuando deliraba, repetía aquello de “Nuestras vidas son los ríos…”.
Habían herido a Harrison a principios de febrero. Fue cuando a ella se le dio por recordar una y otra vez aquel poema y la tarde de tanto tiempo atrás, cuando leyera ante él aquellas coplas. Y comprendió que, sin saberlo ni sospecharlo, ambos habían estado recordando las mismas cosas al mismo tiempo. De alguna manera, Severa se lo había hecho saber. Ella la había interrogado, y su “madre de leche” le había respondido.
Pasó a su dormitorio, besó la carta y la puso bajo la almohada. La leería más tarde, cuando se hubiera serenado.
Ya en la sala, tomó la mano de su primo y de su amiga y las apretó afectuosamente.
—Sentémonos. Quiero contarles lo que me ha pasado.
Les dijo que había conocido a Indarte en Los Algarrobos, que luego había dejado de verlo, que éste era amigo de Fernando y que él y Brian solían encontrarse de vez en cuando en Buenos Aires.
—Dice que tú le llevaste la carta de Brian al club.
—Entregué varias en el club. No recuerdo a nadie especialmente. Estaba conmocionado y me urgía venir a Córdoba. ¿Y qué quería?
—Darme el pésame —mintió.
Hablaron luego de la familia: Martín acababa de llegar de la estancia del Río Quinto, donde se había reunido con Lucián y Fernando.
A Lucián lo habían ascendido; los militares del sur seguían siendo leales a don Quebracho y tenían en cuenta a quienes habían permanecido de su lado en la derrota.
Fernando e Ignacia estaban felices con su hija, que ya caminaba; Lucián malcriaba sobremanera a la criatura.
—Ha sido una suerte que fuera una niña; siempre temí que él se sintiera desplazado por un varoncito, especialmente con tanta diferencia de edad —confesó Luz.
Sebastián y Edmée llegaron en aquel momento y los invitaron a rezar juntos el rosario y compartir luego una sopa y un guisado.
Cuando las campanas llamaron a oración, las mujeres buscaron sus velos y sus rosarios y, seguidas por los criados, entraron al oratorio donde Manuela ya había encendido todos los cirios.
Cuando se retiró a su cuarto, Luz se arrodilló en el reclinatorio ante la imagen de la Virgen que trajera de Asturias.
Rezó un Padre Nuestro, un Ave María y un Gloria, tomando fuerzas para leer lo que tenía que decirle un hombre cuyo corazón estaba enterrado a miles y miles de leguas de aquella pequeña ciudad de templos y torres.
Cuando se sintió dispuesta, se santiguó, puso el candil mayor sobre el arcón, se sirvió un vaso de calvados y buscó la carta. Tiró un almohadón al suelo, en la esquina entre su cama y el cofre. Le temblaban las manos y sentía una profunda emoción. Quiso creer en las palabras de Indarte, en los dichos de Jeromita: que, pasado el primer dolor, iba a recibir algún consuelo.
La carta comenzaba en español, llamándola “Mi buena y tan amada amiga”, pero seguía en inglés porque, expresaba “como dijo un filósofo, otro idioma no significa sólo una forma distinta de llamar a las cosas. Significa también códigos distintos para ordenar los pensamientos y un esquema distinto para vivir los sentimientos. Y de eso quiero hablarte…”.
El texto era largo y trataba de muchas cosas sucedidas entre ellos, con tal sentido del humor que consiguió hacerla reír en medio de las lágrimas. Sobre todo —le decía— quería que fuera feliz, que recordara que a sus hijos, aun guiándolos, tenían que permitirles desarrollar sus capacidades “para este mundo que está cambiando tan rápidamente”.
La desligaba de toda obligación de mantener los negocios, pues quedaría, de por vida, protegida por la herencia que Thomas administraba, quien le daría consejos y opciones.
Era una carta cariñosa, práctica y liberadora, diciéndole que esperaba que no hiciera el papel de viuda muy convincentemente, “tú misma podrías quedarte en ese personaje, ya que el negro te sienta espléndidamente”.
Casi al final, sin hacer mucho hincapié en ello ni dar explicaciones, le contaba de “una cómoda relación iniciada con Indarte”, aunque no aclaraba cómo habían llegado a tratarse:
Tenías razón, es una persona de bien. Me ha contado que, cuando se retire del ejército, se irá a Córdoba. Hace tiempo que tiene en vista un lugarcito en medio de las sierras. Quiere dedicarse a la cría, al cultivo y a leer. Me contó que tiene un Quijote que le regaló Fernando.
Como seguramente Tristán y Amanda estudiarán en Inglaterra, te imagino visitándolos, pero no mudándote allí. Y Buenos Aires nunca te atrajo. Creo que te irás a Córdoba, a la casa del jacarandá, donde están tus raíces.
Así que le he pedido al coronel Indarte que, si coinciden en el tiempo, vaya a verte y te cuente de nuestras charlas. De ninguna manera quiero que te aísles entre los viejos de la familia, ni entre los muy jóvenes. Dios cuide a Sebastián muchos años, que siempre te aconsejará prudentemente, y si necesitas hablar con alguien fuera de tu familia, no dudes de acudir a Farrell…
Cuando terminó de leer, lloró un buen rato, pero de alguna manera sintió que eran las últimas lágrimas. Indarte y su amiga no se habían equivocado: era una carta de amor sin frases de amor, divertida, llena de recuerdos gratos y de ese pragmatismo que lo definía, que a veces la sacaba de quicio, pero que siempre admiró en él.
—Fernando tenía razón, eras un gringo retorcido —rio, besando la última frase de la carta: “No temas olvidarme, pero no me olvides del todo. Recuerda lo que escribió Sir Walter Scott: ‘El corazón, como el cristal, perderían su encanto si perdiesen su fragilidad’”.
Se quitó el vestido frente al espejo de pie y contempló su cuerpo. Ya tenía cuarenta y dos años, pero se mantenía firme y sano debido a que nunca dejó de cabalgar ni de trepar la sierra en Ascochinga ni de caminar junto a Consuelo por las orillas del Suquía, buscando niños que no iban al colegio.
Inesperadamente, volvió a sentir esa mezcla de orgullo y de autocrítica de las mujeres hermosas. Soltándose el pelo pensó que, de estar ahí aquella noche, Brian le hubiera hecho el amor.