“Era la clase de hombre que inspiraba afecto: grave pero benévolo, de una timidez cordial, con un leve matiz de oculta alegría en la mirada y en los labios. Y hoy estaba de un humor inmejorable.”
George Gissin, Mujeres sin hombres
Cuando Indarte despertó, se envolvió en la manta de cabrito, abrió la puerta que daba a la galería y quedó enceguecido. Tuvo que parpadear para comprender que el resplandor era una tupida nevada que había cubierto tierra, árboles y rocas.
La emoción que le produjo, unida a la belleza del paisaje, le despertó un recuerdo olvidado: la vez que, siendo niño, su madre lo levantó en brazos y le hizo mirar por la ventana de la casa de La Estancita un paisaje casi tan blanco como éste. Ante su pregunta, respondió que los ángeles estaban cambiando las plumas de sus alas.
Salió a la galería y, como todavía caían unos copos, descalzo y medio desnudo bajó el escalón y los recibió en el rostro. Tuvo que entrar a los saltos por el frío en los pies.
Despertó a su amigo con la novedad, y como oyeran a sus hombres trasteando en la cocina con cacharros y pavas, se vistieron, se lavaron y salieron a disfrutar del paisaje. El cielo, aunque nublado, lucía una claridad brillante; el frío había amainado y no se veían ni los perros.
Camargo trajo un banco del fogón y se sentó con ellos en silencio. Mientras el ayudante del coronel les cebaba mate, uno de los peones volvió de la casa del capataz con dos hogazas de pan que les enviaba Mercedes, su mujer, y el otro desenvolvió una horma de queso que habían traído con las provisiones.
Después del desayuno, acompañados de su nieto, se acercaron a presentar sus respetos al dueño de la estancia de los González.
Don Gesualdo los esperaba en la sala frente a un enorme brasero de bronce. Una de las criadas, seguida por dos o tres mujeres de la familia, apareció con otro pequeño, la pava y el mate ya preparado.
Después de las presentaciones tomaron asiento alrededor del gran sillón del dueño de casa.
—El mate les sabrá algo amargo, porque lo tomo con carqueja —dijo el anciano, y señaló a su nieto—: Eduardo, que sabe mucho de yuyos, me lo receta para el mal de piedra.
—Y para limpiar la sangre, abuelo —respondió el administrador, que tenía nociones de boticario.
Conversaron con Farrell de la casualidad de que ambos tuvieran un nombre poco común en Córdoba, y luego hablaron de la vida en las sierras.
—También tenemos algunas distracciones —les dijo el anciano—. Si quieren cuadreras, pueden ir a El Manzano, cruzando por aquí arriba. Si les gusta el azar, en la pulpería de La Herradura se juega al monte.
—¿No está prohibido? —preguntó Indarte.
—Sí, pero hasta el comisario viene. Y si no, como juegan en el sótano, hay tiempo para esconder las barajas.
—Ese sótano ha servido para fines más nobles —comentó su nieto—; cuando Quebracho perseguía a la gente del coronel Aparicio tuvieron ahí escondidos a varios de sus hombres.
En la mesa, los convidaron con un puchero suculento, un vino casero y “leche asada” de postre. Se retiraron después de unas horas de entretenida sociabilidad y, mientras se despedían, don Gesualdo sugirió a su nieto que los llevara a conocer Los Chorros, o Los Chorrillos.
—Ya no me da el cuero para hacer la excursión, pero les aseguro que vale la pena. Es una de las maravillas escondidas de Cabana.
Cuando llegaron al Puesto de las Ensenadas había comenzado el deshielo, y al levantarse de la siesta se oían cantar entre las piedras los hilillos de agua. Para entonces, habían decidido quedarse un día más y hacer la excursión a las cascadas.
Aquella tarde Moreno los invitó a su casa, un dechado de orden, con muebles rústicos pero firmes. Allí conocieron a su familia: Mercedes, su mujer, buena moza y de carácter, que llevaba la quinta y la huerta, y varios hijos, chicas y muchachos serios, con la lindura del cordobés de la sierra. Los varones pintaban para domadores y caballistas; la madre alabó las cualidades de las hijas: una sabía bordar, otra tenía mano para el arrope y el quesillo, y la tercera manejaba el telar.
—De hilado fino —señaló la jovencita mientras ponía una tabla en la mesa y traían varios fiambres caseros. Farrell envió a Camargo por una de sus botas de vino y el queso.
El coronel preguntó sobre Los Chorrillos, y Moreno comentó que eran unos saltos de agua que bajaban desde lo más alto del Rodeo de las Vacas.
—Dice don Gesualdo que esos montes tienen mil cuatrocientos metros; mucha altura, pienso yo. Por ahí, por el Corral de Felipe, brotan las vertientes que forman el arroyo de Cabana. Si mira de arriba verá cómo bordean los despeñaderos del Campo del Ciprés…
Les explicó que el camino a las cascadas era abrupto, pero parte del trayecto podía hacerse a caballo.
—Habrá que llevar comida. Me queda charqui, si se avienen…
—He estado en campamentos donde el charqui era un lujo… —aseguró Indarte.
—Son dos horas de caballo y luego otra a pie, parando a comer algo y a descansar —y con una expresión zorruna, los tanteó—: ¿Se animan?
—¿Nos ve cara de achicarnos? —lo toreó Farrell.
Esa noche, antes de apagar el candil, Indarte sacó su cuaderno de viaje y anotó cuanto recordaba de lo conversado aquel día, ayudado por Farrell, que cada tanto le apuntaba un detalle.
Apenas amaneció, bien montados y con suficientes vituallas, emprendieron el camino. Pasando al costado de los campos de González, varios kilómetros más adelante bajaron por una torrentera hasta el arroyo y continuaron a caballo mientras les fue posible. Después tuvieron que dejarlos con dos de los peones y continuar a pie, vadeando constantemente las márgenes para esquivar los meandros del riachuelo.
A mitad de camino, en una especie de socavón, se detuvieron a tomar un bocado y descansar las piernas. Uno de los peones contó historias de cuatreros, y otro, de cómo una bruja del lugar mataba “de palabra”, emplazando al condenado.
Cuando reanudaron la marcha, notaron que el cañadón iba cerrándose entre piedras enormes que entorpecían el sendero, hasta que apareció la primera cascada, un fino chorro de agua de sesenta metros de altura. De ahí en más, comenzaron a multiplicarse, ganando en alto, en ancho y en vertederos. Notaron que, en su caída, el agua socavaba las piedras hasta darles forma de batea.
Cuando el cauce dio un giro a la izquierda, trepando el roquedal, se encontraron con la “madre” de las cascadas, un generoso salto de agua que, desde las cumbres, retumbaba entre las paredes de la garganta y fluía sobre terracota, helechos y musgos verdes y marrones. El espacio, al estar resguardado, mantenía la flora colorida y moteada por el rocío del manantial. Aquel salto se dividía en otros y el ancho del torrente, en algunas partes, llegaba a desplegarse por veinte metros.
Allí, la desconcertante geografía había abierto una pequeña ensenada y el arroyo que venía del oeste formaba varios islotes con bosquecillos de sauces. Poco más arriba, los mimbres parecían centinelas amodorrados.
Mientras se acomodaban sobre las rocas más alejadas, para no mojarse con la llovizna de los saltos, cansados y sin respiración, aquellos hombres que habían recorrido mucha tierra, y algunas lejanas, guardaron un respetuoso silencio ante el paisaje. El sol apareció sobre una cabalgata de nubes, estas doradas, otras oscuras, para iluminar el campo con claros y sombras. Y por un instante se vio reverberar un arcoíris en el vientre de la catarata.
Sin poder evitarlo, Indarte se hizo la señal de la cruz y puso su mano sobre el rosario que llevaba al cuello; hacía años que no se sentía tan en paz consigo mismo. Se recostó de espalda sobre la piedra y cerró los ojos.
Aquella noche, cansados pero increíblemente animados, decidieron quedarse un día más y reponerse de la caminata. Para tranquilidad de las mujeres, enviaron a uno de sus peones con noticias.
Los acuerdos fueron rápidos y sencillos: en una semana se reunirían en Córdoba con el dueño, el administrador y don Teodomiro a firmar los documentos pertinentes.
Misia Francisquita se había enterado la tarde anterior del regreso de los viajeros. Contando con que Indarte quería comprar la casa del frente, se apostó en la sala con su labor de encaje, dispuesta a hacerse la encontradiza con el coronel.
Hacía años que no sentía el deseo de que alguien “de afuera” se asentara en la ciudad. La vez anterior había sido por Robertson, su “querido bastardo”, quien nunca la había decepcionado. Cuando tuvo que viajar a Escocia, y todos juraban que de allí no regresaba, dejando a Laura en situación de “viuda de vivo” —como llamaban a las abandonadas—, ella conservó la certeza de que él volvería.
Ahora sentía algo parecido por Indarte. Le atraía como persona, le gustaba como varón e intuía que era el hombre adecuado para Luz. Era tan bueno que ella le daría la comunión sin confesarlo. Temía que, con el tiempo, su sobrina se aviniera a un matrimonio cómodo, con algún señorito entrado en años, con un cargo en la universidad o en el gobierno: civilizado, culto y aburridísimo.
Desde que habló con Indarte en lo de Farrell y lo miró a los ojos supo lo que le interesaba saber sobre él. “Siempre he sido un poco Celestina”, se reprochó. Quizás fuera por aquel vacío que dejara en su vida el amante perdido cuando era apenas una jovencita.
La sacó de sus pensamientos el ruido de la puerta de su vecino y se disimuló para observar la calle. Vio al rosín despedirse de Indarte con una sonrisa y un apretón de manos. “Se quedará”, pensó con satisfacción y en ese momento la voz de Martina la sobresaltó:
—¿Y ahora qué anda espiando?
—Al coronel… ¡y no me des estos sustos! —la retó, la mano en el corazón, y cuando se iba a asomar para llamarlo se oyó el sonido de la aldaba en la puerta y la corrida de la criadita para atender.
—Que no te vea esa sonrisa de zorro con las plumas en el hocico o se dará cuenta de lo que planeamos —retó a la morena, alisándole la pechera del delantal.
—Creo que le gusta el chocolate; dile a Tola que prepare uno.
Martina se retiraba cuando Indarte, con el sombrero en la mano y una sonrisa en la cara, entró al salón.
—¿Y? —dijo la señora antes de saludarlo—. ¿Seremos vecinos?
Él se puso galantemente el brazo izquierdo sobre la cintura e hizo una inclinación. Se lo veía discretamente elegante con traje de ciudad, unos buenos botines de cabritilla y una bufanda de seda cruda al cuello.
—Por la gracia de Dios. Firmaremos el contrato en cuanto el doctor De la Mota confirme que todo está en orden.
Y, adelantándose, le tomó la mano y se la besó. Ella, sintiendo una extraña emoción, le indicó con un ademán que dejara la capa y el sombrero en una silla.
Una vez sentados, él le confió:
—Pase por alto mi impertinencia, pero tengo que contárselo a alguien, y tiene que ser una mujer, los hombres no entienden de esto: hace años que no me sentía tan feliz. No sabe usted lo que fue el viaje a Cabana…
Le describió la montaña, los valles, la casa, las cascadas ocultas, el arcoíris imprevisto, las mantas de cuero de cabrito, el gato y su amiga, la paloma, de la jovencita que quería casarse bajo el árbol del hogar. Sin darse cuenta, le contó que le gustaba la carpintería, hacer dulce y amasar pan…
Calló cuando entró Tola con una taza de chocolate humeante, que recibió con satisfacción.
—¿Y la casa de nuestro vecino del frente se adapta a su gusto?
—Sí; la construcción es buena y está bien mantenida. Hemos hecho un trato: él me deja los muebles hasta que lleguen los míos, y yo me encargo de vendérselos y remitirle el dinero.
—Vaya; nunca supe que ese hombre tuviera consideraciones con nadie…
—Debido a su mote, lo primero que le dije, al presentarme, es que me gané los galones peleando al lado de don Juan Manuel, en Caseros.
“Cordobés había que ser”, pensó misia Francisquita ante su astucia; “no hay mejor forma de mentir que diciendo la verdad”, pues sabía por Fernando que el coronel se había distanciado de Rosas después de los desmanes perpetrados por Oribe en el interior.
Luego, cambiando de tema:
—¿Conoce usted a mi sobrino Sebastián? —le preguntó.
—No, aunque tengo las mejores referencias de él; Mr. Harrison lo estimaba mucho.
—Sí, es inteligente, culto y la sensatez en persona. Pendiente de todos, como buen hermano mayor. Pero además de sentirme contenta de verlo a él tan feliz con su mujer, me alegra porque siempre temí que fuera arrastrado a esta bolsa de gatos que es la política de Córdoba. Ahora está dedicado a sus cosas; de vez en cuando lo consultan ambos bandos y se lleva bien con todos. Pero no iba a eso; quería proponerle, si está desocupado mañana a la tarde, que me acompañara a su casa, quiero presentarlos.
—Nada me complacería más.
—Podríamos decirles a Eduardo y a Consuelo que se unan a la visita. Pero me gustaría ser yo quien lo acerque a Sebastián. Consultaré con mi sobrino si está libre y luego mandaré recado a usted. Y como me ha hecho algunas confidencias, le advierto que se están preparando reuniones y bailes para la primavera, ya que es obligación de toda mujer procurar casar a las de su familia. Sólo le ruego que no se apresure y que ponga todos sus sentidos al elegir —y, echándose hacia atrás en el sillón, le sonrió—: Eso, si usted confía en el criterio de esta anciana “métome en todo”.
Dejó que él aceptara con humor su consejo, y continuó: —Tan malo como una elección equivocada de prometida, y más peligrosa, es nuestra política. No se deje arrastrar bajo ninguna promesa de cargos o…
—Señora, al retirarme del ejército he querido cambiar de vida. Espero la agradable sociabilidad de las familias y los amigos. El resto no me interesa.
—Sus palabras me tranquilizan. Eso sí, permita que entre Sebastián, el doctor De la Mota y el comandante Farrell dispongan ciertas reuniones para contactarlo con algunos ciudadanos, de esos respetables de verdad.
El coronel la observaba con esa expresión algo hermética que le iba conociendo y ella le cedió la última palabra; finalmente, Indarte se puso de pie y le tendió la mano.
—Acaba de venderme un caballo y no le miraré los dientes —dijo con una sonrisa cómplice.
Ella movió la cabeza, él le besó los dedos y se despidieron hasta el día siguiente.
Ya en la calle, lleno de esperanzas, Indarte se sonrió mientras se encasquetaba el sombrero. No podía creer en su suerte: ¿una reunión en casa de Luz sin que tuviera que buscar una excusa para encontrarse con ella? Si eso no era suerte, misia Francisquita, como dijera Farrell, le había dado su bendición.