65. SIN QUE LA MUERTE INTERRUMPA ESTA CADENCIA

“Si bien no exigimos que todo relato tenga un final feliz, cuando éste se produce y es apropiado, disfrutamos, sin duda, de la dicha de los personajes.”

C. S. LEWIS, La experiencia de leer, un ejercicio de crítica experimental

 

 

RÍO DE JANEIRO (BRASIL)
PRIMAVERA DE 1854

Aquel viaje tenía inquieta a Luz, no sólo por el tema que debía tratar con sus hijos sino porque le recordaba a Harrison, cuando partieron rumbo a Gran Bretaña por primera vez.

Pero para 1854, poco quedaba de aquella ciudad de entonces, salvo algunas construcciones históricas: Pedro II de Brasil, de la Casa de Braganza, había convertido su país en una potencia que descollaba entre las otras naciones de Sud América y se distinguía a nivel internacional por la estabilidad política y la buena gestión de su economía.

Aquello hizo que Luz no reconociera ni calles ni barrios, salvo sus tiendas —para delicia de Jeromita y Amanda—, que seguían siendo las más grandes y hermosas de los países del sur.

Edmundo había alquilado una antigua casona; el paisaje que los rodeaba y la vista del mar eran encantadores. Y mientras Ana y el resto de los invitados hacían incursiones al mar, a los mercados y a las plazas, Luz contó a Thomas y a Edmundo su relación con Indarte, sus sentimientos hacia él y los planes que tenían.

Su cuñado aceptó con agrado la situación, ya que la sociedad inglesa pensaba que un hombre solo, como una mujer sola, terminaban siendo un problema para su propio bienestar y para la comodidad de aquellos que los rodeaban; un nuevo enlace era lo correcto. Edmundo, por diferentes razones, también lo aprobó. Pero, ¿qué dirían Tristán y Amanda?

 

 

Por más que intercambiaron ideas para planteárselo a los jóvenes, no dieron con la solución. Se acercaba el día en que debía regresar a la Argentina así que, con el apoyo de Thomas y de su primo, Luz pidió a los otros que los dejaran solos para poder hablar con su hermana y sus hijos.

No fue una reunión fácil, ya que, tal cual pensara misia Francisquita, aquello tomó de sorpresa a Tristán y Amanda, que de inmediato comenzaron a indagar con preocupación y —era evidente— mal ánimo sobre el prometido de su madre.

La conversación se hizo ríspida; Thomas y Edmundo debieron interceder tratando de convencer a los jóvenes de que debían aceptar la decisión de su madre, mientras Ana permanecía en silencio. Cuando llegaron al límite, y antes de que subiera el tono de la conversación, Thomas, que hacía unos minutos reflexionaba sin decir una palabra, se puso de pie y dijo:

—Quiero leerles una carta que Brian escribió meses antes de morir; me fue entregada por Martín cuando llegó a Londres.

Y al ver el desconcierto en Ana y sus sobrinos, aclaró:

—Ignoraba lo que Luz iba a comunicarnos, así que no es por eso que la traje; sucede que tengo por costumbre llevarla conmigo a donde vaya. Esperaba no tener que usarla.

Al regresar, hizo que Luz, que ya tenía los ojos enrojecidos, se sentara a su lado y pidió al resto que lo hiciera alrededor de él. Todos se emocionaron ante aquellas frases llenas de cariño hacia Thomas, en las que, entre otras cosas, les encomendaba a su mujer y a sus hijos. Le pedía que apoyara a Luz en lo que ella necesitara, pero especialmente en los afectos —aquí Thomas puso en claro que Brian pensaba que él iba a morir primero— y deseaba de corazón que ella no quedara sola.

“Debes aconsejarla e instarla a que considere otro matrimonio. Conociéndola como la conozco, sé que elegirá bien. Y a mis hijos diles que ése es mi deseo; que ellos formarán sus vidas y quizás deban residir, por necesidad o por interés, lejos de su madre. La viudez o la soltería en la mujer, en los países de origen español, la aparta de la vida social, provocando que terminen condenadas a una especie de ostracismo. Lo he visto en Córdoba, en las señoritas Núñez del Prado, en las hermanas de doña Mercedes de Farrell. Viudas o solteras que sólo tienen cabida para dispensar cuidados a huérfanos y enfermos. Se hace de ellas niñeras, amas de llave, acompañantes. A veces, la única salida es entrar en el convento como monja o pensionista. No deseo eso para la mujer a quien amo, ni a la madre de mis hijos…”

Cuando plegó las hojas, Luz lloraba con los codos apoyados sobre las rodillas y la cabeza entre las manos. Tristán y Amanda se hincaron a su lado y la abrazaron. Thomas salió de la habitación, seguido por Edmundo y Ana, que también tenía los ojos brillantes de lágrimas pero, ante el interrogante que le planteó la mirada de su marido, murmuró:

—Brian no se hubiera casado de nuevo.

Los días que restaron en Río de Janeiro fueron muy gratos para Luz. Sus hijos le demostraron cariño conversando con ella, preguntándole cómo era Indarte, cómo lo había conocido, conformes al saber que, en los últimos años, su padre había compartido con él una buena amistad; que Gaspar era uno de aquellos a los cuales él le había dejado una carta especial, escrita mucho antes de morir, previendo lo que pudiera suceder.

Cuando le preguntaron a Ana si conocía a Indarte, ella les dijo que sí; que desde que eran niños tanto ella como Carlitos y Simón le tenían un gran cariño. Sin ninguna duda, cuando regresaran a Londres Simón les hablaría sobre él.

 

 

BUENOS AIRES
PRIMAVERA DE 1854

Al desembarcar en Buenos Aires, Luz, Jeromita y Martín se reunieron con Gonzalo y Lucy en el hotel de siempre.

Luz visitó a sor Benita de Cabrera, y Gracia y Owen —que ya tenían dos niños— los invitaron a conocer la Mensajería y la pensión para viajeros: ayudados por la madre de Manuela, que ahora trabajaba con ellos, todo era muy digno, muy limpio y bien administrado.

 

 

De Olivier recibió una noticia que la entristeció: días antes de que desembarcaran en Buenos Aires había fallecido el general José María Paz. Junto con Jeromita, encargaron una misa por su alma y mandaron una esquela de condolencia a sus hijos. Indagaron dónde había sido enterrado, visitaron su tumba y le llevaron margaritas, en recuerdo de su amada; luego se sentaron en un banco y comentaron en voz baja cuanto recordaban de él, de aquel día en que se libró la batalla de La Tablada, y después, los festejos al vencedor.

Muchos conocidos y amigos, y sus mismas familias, lamentarían aquella pérdida. Esa noche, Luz escribió a Edmundo para darle la triste noticia; a Sebastián y a los de Córdoba se las comunicaría cuando estuvieran de regreso.

La otra deuda fue ir a la Recoleta, a dedicar unas plegarias por Camila en el panteón familiar, donde sus restos descansaban junto a los de su padre, muerto a principios de 1850: nunca se repuso del asesinato de su hija y su salud empeoró rápidamente. Pero doña Joaquina resistió —había jurado ver caer a Rosas— y falleció poco después de Caseros.

Eran recuerdos tristes, pero en el momento en que subieron al coche que habían contratado, Luz se sintió feliz al pensar que pronto estaría en brazos de Gaspar, que faltaba muy poco para la celebración del matrimonio, que tomaría posesión de la casa de la ciudad y conocería el Puesto de las Ensenadas.

Y que, como le había avisado el día en que llegarían —de no mediar inconveniente— la estaría esperando con el pan caliente amasado por él.

Acodada en la ventanilla, dejó que el aire la despeinara mientras su amiga y su primo dormitaban, abrazados.

 

 

CABANA, SIERRAS DE CÓRDOBA
VERANO DE 1855

Sentada en el mirador del Puesto de las Ensenadas, Luz trabajaba sobre un papel rugoso y opaco, pintando una rama en flor de pasionaria. A su lado, en una mesa plegable, tenía los elementos de pintura: los tubos de acuarelas y los pinceles de pelo de marta y de buey traídos de Río de Janeiro, una esponja para corregir o secar, un paño, lápices de dibujo blandos y un recipiente con agua. Sostenía el papel con chinches sobre un tablero plegable que le había hecho Gaspar.

Era la media tarde en Cabana pero, quizás por la altura —González le había dicho que estaban a setecientos metros sobre el mar—, ni el calor ni los insectos molestaban.

Viniendo desde la casa, Manuela, con una de las hijas del capataz, le preguntó si podían acompañarla. Traían sus labores, pues les encantaba conversar con Luz, que les recitaba versos de amor y les leía la Historia Sagrada.

Más tarde se acercó Mercedes, llevando un canasto de verduras recién cosechadas de la huerta y pasaron la tarde conversando bajo el contraluz de las copas de los árboles.

A veces, al levantar la vista guardaban silencio y oían el correr del arroyo entre las piedras. Por suerte, le había dicho Manuel Moreno, aquel año era lluvioso pero no de crecidas.

Sus acompañantes se fueron cuando comenzaba a bajar el sol y Luz quedó perdida en un ensueño; pronto estaría de vuelta Gaspar con algunos peones, que andaban campeando unos caballos que habían escapado hacia los bajos del Mogote.

Se echó atrás en la silla, cerró los ojos y dejó fluir la felicidad no sólo en su ánimo, también en su cuerpo.

Después del casamiento —en cuya ceremonia consiguieron equilibrar sus deseos con los consejos de misia Francisquita—, pasaron veinte días en Cabana. El lugar era tan hermoso como Gaspar le había contado, y el paisaje le impactó, con sus desniveles, las enormes rocas, las arboledas increíbles y esa luz especial del aire azul tan famosa de las sierras de Córdoba.

Antes de casarse había conocido a Eduardo González, que, cuando estaba en Cabana, era un visitante infaltable. Y no bien llegar a Las Ensenadas Luz había congeniado con la familia de los Moreno. Un día, Mercedes se presentó en su galería preguntándole si quería acompañarla a sembrar la huerta. A partir de entonces, encontraban tiempo para juntarse varias veces a la semana a tomar mate, conversar de los hijos, de la vida, a intercambiar recetas.

Gaspar se había esmerado en arreglar la casa; los muebles rústicos estaban lustrados y Luz volvió más cómodos sillas y sillones haciéndoles almohadones. El dormitorio tenía detalles hermosos, como un crucifijo y un reclinatorio antiguos, de sus antepasados, traídos de La Estancita.

En la pequeña sala de estar, la biblioteca contenía libros de ambos, un escritorio en esquina, bajo una ventana, para que ella dibujara, y otro para que él trabajara. Sebastián, que había pasado unos días con ellos, había pintado un hermoso cuadro de la casa y los alrededores, y Edmée les había dorado un retablo de San Jerónimo.

Luz nunca había vivido en una casa pequeña; siempre, desde niña, estuvo rodeada de criadas y cocineras, pero en Las Ensenadas había aprendido a preparar los platos que a Gaspar le gustaban y Manuela o la hija de un peón la ayudaban con la limpieza. Llevaban una vida tranquila, pastoral, casi evangélica, a diferencia de la de la ciudad, más trajinada y llena de compromisos.

Además del amor que se tenían, la emocionaba ese afecto de amigos, de iguales, que definía la relación con Gaspar. La pasión desaparecería con la edad, pero aquel entendimiento, aquel querer sereno y más profundo que la piel, la sangre y los sentidos, no desaparecería nunca.

En aquella casita apartada, tan al reparo de visitantes y extraños, él buscaba el acercamiento físico con frecuencia, no sólo en el dormitorio, sino también en el roce diario. Si estaba cocinando, solía abrazarla por la espalda y sostenerla, sin palabras, contra su cuerpo. O, si regaba las plantas o tendía la cama, le besaba la nuca o el cuello, y si pasaba cerca de él, que parecía embebido en la lectura, extendía un brazo sin mirarla y la arrastraba por el cinto hasta echarla sobre sus piernas.

A veces ella no podía contener su mal genio; Gaspar la miraba tranquilamente, buscaba su sombrero, se lo ponía al desgaire y se iba a caminar. Cuando regresaba, ella lo veía aparecer en el vano de la puerta y su desparpajo de hombre seguro de sí mismo terminaba haciéndola reír.

Y esas noches de luna llena que a ella la desvelaban se quedaba muy quieta en la cama, a su lado, sintiendo su respiración tranquila, su sueño profundo de hombre de trabajo y sin culpas que perdonarse, y las lágrimas le corrían por las mejillas.

Era hermoso madurar, incluso envejecer, con tantas cosas gratas que le había brindado la vida. Y procurando no despertarlo se acercaba a él, que la abrazaba inconscientemente y, la boca sobre su piel, sentía el sabor terso, fresco y algo salado de su cuerpo.

Entonces recordaba el poema que había copiado para ella Edmundo, de su amigo, pintor y poeta Dante Gabriel Rossetti, que decía: “¿Será que volveremos a yacer como ahora, durmiendo y despertando, de nuevo lado a lado, sin que la muerte interrumpa esta cadencia?”.