Habían pasado tres semanas desde que le escribieron a Mariño, cuando un día llegó el capitán Salazar con la respuesta. No había sido una decisión fácil para el federal. El amor incondicional a la causa rosista estaba grabado a fuego en su espíritu, sin embargo, todas las humillaciones sufridas en el pasado hicieron que meditase con calma la decisión a tomar. Finalmente, decidió ayudar a quien tantas veces lo había ayudado de niño y le indicaba el día y la hora para hacerlo.
Debían esperar cuatro días y en la noche del último, el soldado Salazar les abriría una de las puertas de los fondos y habría caballos esperando. La noche de la fuga era cerrada. No había luna, y eso favoreció el plan. El único inconveniente a la vista era la amenaza de lluvia. Debilitados por los dos años de prisión estaban irreconocibles. En sus rostros, ocultos bajo una maraña de cabellos largos y barbas sucias, sus miradas brillaban de esperanza. Siguieron las instrucciones al pie de la letra. El soldado Salazar estaba esperándolos en el lugar indicado. Facundo sabía que no contaban con dinero. “¿Qué habrá sido de mi fiel Nemesio? ¿Habrá regresado a La Firmeza?”, pensaba con tristeza. Nunca más había tenido información sobre el hombre, al que extrañaba como a un padre.
Salazar les contó que no los perseguirían ya que tenía órdenes de Mariño de informar que sus cuerpos habían sido echados en la fosa común. Se guardó de decirles que el federal le había pedido que ejecutase a tres hombres para hacerlos pasar por ellos. Como era un hombre misericordioso eligió a tres moribundos que clamaban clemencia para dejar de sufrir. Al despedirse, les dio unos ahorros propios para que pudieran subsistir en la fuga:
—No es mucho, don Facundo. Pero les va a alcanzar para que puedan comprar comida y algo de tabaco.
El cura Lacho lo abrazó y le dijo:
—Ve con Dios, hijo. Eres un alma buena —y le hizo la señal de la cruz sobre la frente.
Los jóvenes estaban emocionados ante el gesto del soldado.
—Voy a estar en deuda contigo toda la vida. ¡Ojalá quiera Dios que pueda retribuirte algo de todo lo que estás haciendo por nosotros! Cuando toda esta locura termine, ven a mi estancia, allí podré agradecerte con creces todo lo que has hecho por salvar nuestras vidas.
Montaron a duras penas e iniciaron la marcha. Mariño, en un gesto generoso, les había enviado excelentes monturas. La ruta había sido trazada por Lacho: se dirigirían hacia Córdoba, a las tierras del Yucat, propiedad de los mercedarios. Allí lo ayudarían a reponerse físicamente y, sin duda alguna, ocultarían a Ernesto y a Facundo.
Con el dinero que les dio Salazar, Facundo decidió comprar un carro, para trasladar de ese modo a su tío. El sacerdote estaba muy debilitado y tenía calentura. Lo envolvieron en unas frazadas que Salazar les había dado, para protegerlo de las heladas.
Por la mañana, mientras ya los hombres cabalgaban hacia el norte, se escucharon tres disparos tras las lúgubres murallas de Santos Lugares.
Tantos años sin información habían dejado una huella profunda en la vida de Nemesio, quien trataba de soportar con valor los achaques de la vejez. El pobre hombre había vivido esos años con la profunda convicción de que algún día se reuniría con Facundo. Había mandado recado varias veces a La Firmeza pero nunca recibió respuesta. Jamás imaginó que Juan había dejado un hombre de su confianza para que interceptara cualquier misiva. Con el tiempo, dejó de enviarlas.
En el saladero había hecho amistad con el capataz, el Pardo García. El hombre era muy amigo de los soldados de Santos Lugares, por eso estaba siempre informado de la suerte corrida por los prisioneros. A veces entraba al recinto llevando bebidas de contrabando y una que otra mujer para entretenerlos. Sus atenciones eran muy bien recibidas por los soldados.
Nemesio había aprendido a confiar en el Pardo. El hombre siempre lo ayudaba con algún pedazo de carne o una caña, que se tomaban de un trago en las noches crudas del invierno.
García le había ofrecido un lugar en su rancho, le había ubicado un catre cerca de la cocina a leña y allí dormía. Ambos hombres trabaron una estrecha amistad y se contaron sus cuitas. Nemesio hablaba del hijo que nunca tuvo, de su “patroncito”; el Pardo recordaba la tristeza de haber perdido a sus dos hijos porque la leva se los había llevado. No sabía si estaban vivos o muertos, pero mantenía la esperanza de volverlos a ver. Nemesio había enterrado bajo el catre los lingotes que le había dado Facundo. No sabía en qué momento podría necesitarlos.
Una tarde, en la cárcel, comenzaron a hablar del Maltrecho y García prestó atención. Por la noche le contó a su amigo.
—Le digo, don Neme, que pa’ mí hablan de su muchacho.
—Pero, ¿cómo lo sabe? ¿Cómo puede estar seguro?
—Pues porque hablan de un defigurao con cejas blancas, que parece un demonio y les mete miedo, lo llaman “el Maltrecho”. ¿No es así su muchacho?
—Sí, tiene unas cicatrices en una mejilla y sus cejas son de color blanco —dijo emocionado Nemesio.
—Pues, quédese bien tranquilo, que este gaucho le va a traé noticias. Eso sí, de a poquito o me mandan la “refalosa”.
Así Nemesio supo que Facundo y Lacho estaban vivos. El hombre había permanecido todo ese tiempo en Buenos Aires para estar al tanto de la suerte de su patroncito. Nunca había mayores novedades, salvo que seguían con vida, hasta que una noche García vino con el semblante distinto. Al entrar al rancho le dijo:
—Mire, don Neme, no le via andá con rodeos, pero me dijeron que hace dos días murieron sus amigos. Parece que andaban enfermos o algo así. Los echaron en la fosa.
El espanto se vio reflejado en la cara de Nemesio. El hombre comenzó a sentir que su corazón se desbocaba y se le salía del pecho.
Al ver el estado de su amigo, el Pardo apuró el resto de la información.
—No se me muera, don Neme, que le sigo el cuento. Uno de los soldados me dijo que pa’ él habían sido puros cuentos. Que los hombres escaparon la otra noche, la de la tormenta. El milico no quiso seguir hablando por miedo, vio, pero me dio un dato. Me dijo que el que sabía más del asunto era un tal Salazar.
Nemesio permaneció en silencio. No sabía cómo reaccionar a la información que recibía. Si su muchacho estaba muerto ya nada importaba, pero, ¿y si estaba vivo? ¿Y si había escapado? Decidió hablar con el soldado Salazar de inmediato.
El soldado negó todo tipo de información. Sin embargo, al ver la expresión de desesperación del hombre empezó a hacerle preguntas. De ese modo averiguó quién era y las intenciones que tenía.
Salazar le confesó que Facundo y Lacho estaban vivos, que se habían escapado con un tal Ernesto, pero no sabía a dónde se dirigían.
La sonrisa en el rostro de Nemesio disipó cualquier duda que el soldado hubiera podido tener. Nemesio le agradeció profundamente todo lo que había hecho por “su” muchacho y decidió regresar al Pergamino. Con seguridad Facundo se dirigiría a la estancia.
Cuando Cruz partió al campo por indicación del médico, Juan no pudo oponerse. Era una figura pública y cualquier escándalo lo podría afectar. No eran tiempos para causas personales, sino para la causa federal. Personalmente no podía acompañarlos porque era miembro de la Sociedad Popular Restauradora y tenía muchos asuntos de los que ocuparse. Sin embargo, la única condición que le había impuesto a su esposa fue que dejara a la niña con él, en Buenos Aires. Cada vez se encariñaba más con Ana Inés, quien lo amaba incondicionalmente. La niña era la viva imagen de la madre y Juan no podía resistírsele. En cambio, Diego se parecía cada vez más a Facundo. Excepto por los ojos que eran tan azules como los de Cruz, el niño era el retrato del padre. Tenía la misma mirada y ese carácter bondadoso que tanto había irritado a Juan.
Cruz no tuvo más remedio que acceder, ya que temía que su hijo saliera lastimado.
Si bien el campo era un bálsamo para su alma atormentada, no se sentía plena: extrañaba muchísimo a su hijita. Le disgustaba sobremanera que estuvieran separadas, pero esta vez no había tenido alternativa. Se tranquilizaba pensando en que Graciana cuidaría a su pequeña hasta que volvieran a reunirse. Juan se ponía más violento a medida que pasaba el tiempo. En la última golpiza que le había propinado le lastimó la cara por primera vez y le dejó un corte profundo cerca de la boca. El hombre siempre se había cuidado muy bien de que los cardenales no se vieran, pero en esa oportunidad la ira había sido más fuerte que la cautela.
Cruz sabía que jamás iba a poder superar la muerte de Facundo, pero tendría que ser fuerte y escapar con sus hijos antes de que se convirtieran en víctimas de Juan.
El aire de campo le sentaba bien, no sólo a su cuerpo sino también a su espíritu. Todos los días daba largos paseos a pie o a caballo y así podía perderse en sus recuerdos sin que la censurasen.
Muchas veces llegó hasta la tranquera de La Firmeza, pero no tuvo el coraje suficiente para entrar.
Esperaba con ansias la llegada de Santiago, ya que le traería la respuesta de uncle William. La joven le había escrito durante esos años contándole sobre sus hijos. Sin embargo, a veces dejaba escapar algún comentario acerca de lo mucho que extrañaba a Facundo y lo infeliz que era en su matrimonio. A medida que el tiempo transcurría, las confidencias se hicieron más íntimas y hasta llegó a contarle la primera vez que su marido la había golpeado.
Al principio recibía respuestas de Killbury, brindándole consuelo y ofreciéndole su apoyo. Pero después de un tiempo, y en forma abrupta, dejó de recibir su correo. Pensó que algo malo le había sucedido al hombre, pero recién una mañana de verano descubrió lo que realmente estaba sucediendo. Ese día se había levantado casi al amanecer, ya que el calor la había dejado dormir poco. Se encontraba en el jardín, entre las flores y las plantas, cuando sonó la campana de la entrada principal. No bien se estaba dirigiendo al lugar, un negrito del servicio apareció de la nada y corrió a abrir la puerta.
Cruz advirtió que le entregaban la correspondencia. Apuró el paso a ver si había alguna carta de uncle William, pero el negrito se negó a entregársela.
—Dame la correspondencia, Ezequiel —le ordenó, enojada.
—No, señito Cruz. No cuedo.
—Pero ¡cómo te atreves, mocoso del diablo!
El negrito se echó a llorar con todas sus fuerzas. Cruz se sorprendió y le preguntó:
—¿Qué pasa, Ezequiel? Discúlpame si fui brusca.
—¡Ah, señito Cruz! Si sabe el patrón me mata —se lamentaba la criatura. ¡Me va a dar con el rebenque! —sollozaba. Las lágrimas se deslizaban por su carita chocolate.
—Pero, ¡qué tonterías dices! ¿Por qué te va a pegar el señor Juan?
—Porque no tengo qui darle a usté las cartas con estos colores —le dijo mientras le mostraba el sobre que venía de Inglaterra.
María de la Cruz no podía creer lo que estaba viendo. “Entonces Juan le había ocultado las cartas de uncle William. Pero, ¿por qué?”, pensaba, tratando de encontrarle algún sentido a lo que estaba sucediendo.
—No llores más, Ezequiel —le dijo al niño—. Éste será nuestro secreto. No le vamos a decir nada al señor Juan que yo tengo la carta. ¿De acuerdo? —le dijo acariciándole la cabeza.
El niño accedió y Cruz lo mandó a la cocina a buscar pasteles.
—Le dices que te den el más grande y el que tenga más azúcar —y así se dirigió a su habitación a leer la carta. Uncle William le rogaba que se marchara para Inglaterra. Si era necesario, el hombre estaba dispuesto a viajar a buscarla.
No dudó en responderle de inmediato. Iría con sus pequeños en cuanto tuviese la primera oportunidad, eso sí, le pedía dinero para costear los pasajes ya que Juan no le daba ni un centavo. Dejó a Santiago encargado de vigilar cuando llegase la respuesta. Si Juan se enteraba de sus planes, jamás podría librarse de él.
Prudencio los visitaba a diario y era consciente de que Matilde no regresaba con él para no dejar a su sobrina sola. Temía sobremanera lo que Juan pudiera hacerle.
—Menos mal que ya casi desaparecieron por completo las marcas que te dejó el muy cretino —le decía cariñosamente mientras le curaba los moretones con unas hierbas. Olían terribles, pero prácticamente las marcas se habían esfumado.
—No se preocupe, tía. Con el tiempo no van a quedar rastros.
—Con el tiempo y con los yuyos que te preparó Hortensia —le dijo. Tuvieron que interrumpir la conversación porque se dieron cuenta de que venía un carruaje.
—¡Seguro que allí llega el desgraciado! —le dijo Matilde, mientras trataba de aguzar la vista.
—¡Cállese, tía, no hable así que me lo hace más difícil! Piense que también viene Ana Inés.
—¡Perdóname, querida! Cada vez me cuesta más dominar este carácter que tengo —le dijo.
“Justamente eso es lo que más temo”, pensaba Cruz. “En cualquier momento le contesta de mala manera y no me quiero ni imaginar lo que le puede llegar a hacer”, se angustiaba.
Sin embargo, grande fue la sorpresa cuando no bajó Juan de la volanta, sino Nemesio. El paso del tiempo y la incertidumbre sobre Facundo habían dejado profundas huellas en el hombre. Tenía el cabello completamente blanco y su andar era más lento. Eso sí, su sonrisa y su candidez estaban intactas.
Tanto Cruz como Matilde corrieron a abrazarlo. No habían sabido nada de él en todos esos años y lo creían muerto. Las mujeres lloraban de alegría.
—Dejen tanta abrazadera que lo van a ahogar —las retaba Hortensia, feliz con la llegada del hombre. “Me parece que la que va a festejar en grande va a ser la Graciana cuando vuelva.”
Nemesio les dijo que había pasado por La Firmeza y Prudencio le había informado que ya no vivían allí.
—¿Y dónde te habías metido todos estos años? Te creíamos muerto —le decía Matilde.
—Pues, ña Matilde, estuve trabajando en un saladero y luego me enfermé de unas fiebres de lo más raras y ahí anduve boleado por mucho tiempo. Mandé recado varias veces pero nadie me contestó.
—¡Menos mal que no le pasó nada! —comentó Cruz—. Con seguridad las cartas se perdieron en estos caminos convulsionados, pero venga, acérquese que le voy a presentar a mi hijo. Se llama Diego y es el vivo retrato de su padre —le dijo Cruz con orgullo.
Al hombre se le iluminó el rostro ajado cuando vio al pequeño dormido sobre unos cojinillos en la galería.
—Y tengo una niña además... No me ponga esa cara Nemesio, que la niña también es de Facundo, fueron mellizos, pero ahora está con Graciana en Buenos Aires.
—Es una larga historia, Nemesio —le dijo Matilde—, pero ya vamos a contársela. Ahora venga a tomarse unos mates o algo fresco. Me parece prudente que se quede en La Firmeza.
—De eso ni hablar —le dijo el hombre—. Ya estuve con Prudencio y me puso al tanto de varias cuestiones.
Nemesio tenía fresca la conversación con Prudencio. Le había confesado que Facundo estaba vivo, pero no sabía cómo decírselo a las mujeres de la familia. El hombre se había llevado una gran desilusión cuando no encontró a Facundo en la estancia.
—¿Adónde se fue? Pensé que se venía directo para acá.
—¡Cómo va a venir si está todo expropiado! —le soltó Prudencio.
—¿Y quién es el dueño ahorita?
—¡Quien va a se! El señor Juan. El gobernador le debía varios favores y le pagó con tierras y propiedades. Muchos vecinos fueron denunciados y perdieron absolutamente todo. Lo increíble es que ahora el patrón se encarga de todas esas tierras expropiadas: las de José María Escobar, las de los González, los Leonety, los Quinteros, las tierras de los Blanco, los Olmos, y ¡ni siquiera perdonó a las viudas!
—¡Ahijuna de la gran siete! ¡Si había sido ladino el maula!
—Más de uno se la tiene jurada, pero la mayoría tuvo que emigrar y a otros se los llevaron para Santos Lugares. ¡Hasta las mujeres están registradas! La Dolores Cardón, la Dolores Pérez, esposa del “salvaje” Diego de la Fuente, la pobre María Rodríguez, madre de siete hijos y esposa de Ángel Fernández Blanco y muchas más.
—¡Qué hijo de la gran puta!
—¿Dónde estuviste todos estos años? —le preguntó con curiosidad.
—Trabajando en un saladero. Cerca de Santos Lugares, donde estaba mi muchacho —y así le contó el resto de la historia, sin omitir detalle alguno.
—¡Qué hijo de su mala madre! Toditos por acá piensan que está muerto —Prudencio no dejaba de sorprenderse con la noticia.
—¿Quién les dijo eso?
—Pues quién va a se, el mismo diablo.
—¡La pucha si habrá sido cagador! ¿Y ahora qué hago? ¿Le digo a la Crucita toda la verdad?
—No sé, mejor esperemos un poco, a ver si el Facundo se aparece y le arruinamos la sorpresa...
El calor era insoportable y la sequedad del ambiente parecía perforar los pulmones de los hombres.
Apenas llegados a la estancia de Yucat, fueron recibidos por fray Benito, el mercedario a cargo.
El sacerdote escuchó toda la historia sin interrumpirlos e inmediatamente llamó a fray Baltasar, quien comenzó a curar a Lacho. El padre Baltasar tenía conocimientos médicos y pronto le preparó una infusión con cardo santo, una planta que obraba milagros y que Lacho debía beber varias veces al día.
Uno de los frailes más jóvenes les afeitó las barbas enmarañadas y les cortó los cabellos y las uñas mugrientas; finalmente, luego de un buen baño, se sentaron a comer la primera comida decente en años. A pesar de que los religiosos eran pobres, se las ingeniaron para preparar un sustancioso guiso de lentejas, que junto con las hogazas de pan caliente les supieron a manjar de reyes.
Fray Benito les informó que por allí pasaba el río Tercero, a pesar de que el escaso caudal de aguas le impedía considerarlo un río.
—Cruzando las aguas se encuentran los indios —les informó—. Cada año vienen a ayudar con las cosechas e intercambiamos objetos: ellos nos dan mantas tejidas, ponchos, botas para pasar el crudo invierno y, a cambio de eso, les damos yerba, azúcar, un poco de miel y semillas de maíz. Están tratando de cultivar las tierras ellos mismos, pero no sé, se les pone difícil… —dijo el fray mesándosela corta barba.
—¿No son peligrosos? —preguntó Ernesto. Se había quedado muy impresionado con el malón que se había llevado a Juana María.
—Hay de todo —contestó Fray Benito—. Estos de aquí son tranquilos, pero nosotros no nos metemos en sus vidas tampoco.
—¿Hay alguna cautiva entre ellos? —volvió a preguntar Ernesto.
—Sí, hay lo que se dicen “indias blancas”.
—¿Indias blancas? —inquirió con curiosidad Facundo.
—Son aquellas cautivas que han formado familia con los indios. Algunas tienen varios hijos con ellos.
—¿Y por qué no las rescatan?
—Porque ninguna ha querido regresar. Cada tanto vamos y conversamos con ellas, las confesamos, bautizamos a sus hijos y hasta he casado a una joven muy linda.
—¿Podemos ir a conocerlos? —preguntó inquieto Ernesto.
—Cuando llegue la ocasión propicia yo mismo los acompañaré —les prometió Benito.
Cuando llegó el mes de febrero, el fraile decidió ir a las tolderías. Cargó una carreta llena de comestibles y viajó acompañado por Facundo y Ernesto. Lacho, que estaba más repuesto, prefirió quedarse en el monasterio.
Tardaron dos días en llegar al lugar, y fueron bien recibidos por los indios.
Al principio miraban con desconfianza a los huincas, y sólo el hecho de que estuvieran acompañados por el fraile impidió que los atacaran.
Inmediatamente los llevaron en presencia del cacique, que se encontraba sentado bajo un árbol, tratando de enseñar a un niño de corta edad a usar las boleadoras, que estaban hechas de marlo para evitar que se hiciese daño. Lo que llamó poderosamente la atención de Ernesto y Facundo fue el color de los cabellos del indiecito: eran rubios, casi blancos, y los llevaba sueltos sobre los hombros. El cacique dejó al pequeño en manos de una india vieja y se acercó a los hombres.
Cuando fray Benito hizo las presentaciones, el cacique se quedó inmóvil. Fray Benito tuvo miedo por primera vez. En todos esos años, jamás el indio había demostrado frialdad o recelo con las personas que lo acompañaban. Sin embargo, esta vez era diferente. El indio clavó su mirada penetrante en Facundo. Lo miró fijamente, observando con detenimiento las cicatrices de su rostro.
—Te estaba esperando —le dijo quedamente.
—¿A mí? Eso no es posible. Estarás confundido. No te conozco.
—No estoy confundido, y nos conocemos —le dijo mientras levantaba la mano sin los tres dedos.
El asombro se reflejó en el rostro de Facundo. Comenzó a temblar por dentro.
—Los círculos comienzan a cerrarse —anunció Guaiqueguir—. Así lo profetizó la hechicera.
Los temblores de Facundo se convirtieron en convulsiones. Benito decidió regresar porque Facundo parecía no tener voluntad sobre su cuerpo. Cuando lo montaron sobre el caballo de Ernesto, éste pudo divisar, a lo lejos, una joven rubia acercándose al toldo principal.
—¿Quién es esa mujer? —le preguntó a fray Benito.
—Es la joven que casé no hace mucho. Es la esposa del cacique Guaiqueguir.
—Pero es una cautiva, sin dudas.
—Sí, lo es. Pero está enamorada del indio, su esposo, tienen dos criaturas y me parece que espera otra.
Ernesto tenía un oscuro presentimiento.
—¿Cómo se llama la joven?
—Ayelén, pero su nombre cristiano es Juana María.
Ernesto no pudo seguir hablando.
A medida que pasaban los días, la fiebre de Facundo no cedía y las convulsiones, que comenzaron a darse esporádicamente, lo sacudían de tal forma que lo dejaban sin resuello. Fray Baltasar había intentado darle todo tipo de infusiones, sin éxito alguno. El sacerdote estaba muy preocupado.
—Fray Benito, tenemos que hablar —le dijo.
—Dime, hijo.
—No puedo hacer nada más por este hombre. Me parece oportuno que llamemos a la hechicera —era un pedido inusual, pero fray Baltasar no dudó en hacerlo. Fray Benito permaneció en silencio. En contadas ocasiones, y muy a su pesar, se había visto en la necesidad de recurrir a la magia de los indios. Era un asunto del que no le gustaba hablar.
—Déjame pensarlo. Además me veo en la necesidad de consultar a Lacho. El sacerdote es el tío de Facundo.
Cuando Fray Benito le expuso el problema, Lacho no dudó en que se llamara a la india.
—Nunca se sabe cuáles son los caminos de Dios —dijo—. Si mi sobrino tiene la oportunidad de curarse de ese modo, yo no se lo voy a impedir.
Entonces, fray Benito autorizó a Baltasar para que trajera a la hechicera. Sabía que primero era preciso pedir permiso al cacique, pero cuando Guaiqueguir lo vio llegar se incorporó y fue en busca de la mujer sin preguntar nada.
La machi era descomunal. Más alta y robusta que el resto de los indios. Su porte era digno como el de una reina, pero a la vez modesto. Sus caderas anchas lucían un cinturón ricamente bordado con piedras de colores y plumas blancas que se zarandeaban al compás de su andar. Sus ojos achinados parecía que sonreían, aunque su muda boca no se abría. Se dejó conducir por el fraile. No llevaba mucho consigo más que una pequeña bolsita que pendía de su cinturón y un abanico de plumas de avestruz que mecía sin cesar.
Llegaron al monasterio a las nueve de la mañana del día siguiente. No hicieron ningún alto en el camino, comieron algunas viandas que llevaba el fraile consigo y semillas que compartió la mujer. Una vez en el monasterio, la condujeron a la habitación donde yacía Facundo. Miró al fraile, y el religioso entendió que debía retirarse. Se quedó parada al lado del lecho y comenzó a cantar en su lengua. Su voz era cristalina como la de una niña, pero potente. Se escuchaba desde el refectorio donde Baltasar fue a orar por la salud de Facundo. Si él no la hubiera visto, jamás hubiera imaginado que de semejante mujer pudiera salir una voz tan dulce. Su canto era tranquilizador como un arrullo. Mientras cantaba, la india sacó de su bolsita unas hierbas, fue a la cocina y buscó un mortero y una jarra con agua. Con todo ello y ya en la habitación comenzó a molerlas, luego agregó un poco de agua y le dio de beber al enfermo.
Facundo rechazaba la infusión, que al parecer era repugnante, pero ante la insistencia de la hechicera la bebió toda. La india volvió a salir y buscó un cubo vacío. Lo encontró detrás de la cocina. También tomó algunos trapos que los frailes utilizaban para la limpieza. Sin dejar de cantar volvió al lado de Facundo, que ya comenzaba a sentir náuseas. Su estómago se contraía en sucesivas arcadas. A partir de ese momento, se hizo el silencio. La india le acercó el cubo donde Facundo vomitó. Vomitó cerca de seis horas seguidas. Sólo se escuchaban las arcadas de Facundo y el llanto.
—No puedo más, no soporto, no soporto —se lo escuchaba decir en medio de quejidos, arcadas y gritos de desesperación. Al cabo de las seis horas, la india habló en español.
—Es voluntario, puedes dejar de vomitar cuando te plazca.
—No puedo, no puedo.
—Es que tú has decidido limpiar tu alma completamente. Déjalo ya.
Y al instante una calma inundó a Facundo. Durmió plácidamente por espacio de cinco horas. La india permaneció allí inmóvil, sentada en el piso. Cuando anocheció, la machi se incorporó y salió del cuarto hacia la herboristería del monasterio. Allí estaba Baltasar. La india inclinó su cabeza en señal de saludo.
—Necesitaré algunas cosas de aquí.
—¿Cuáles?
—Algunas hierbas, déjame ver qué tienes —y sin más comenzó a oler, triturar, tocar y chupar algunas de ellas.
—¿Qué buscas? Yo te puedo ayudar —le dijo Benito.
—No puedes ayudarme, ustedes llaman a las cosas por otros nombres. Yo elijo, tú miras.
—¿Qué tiene Facundo? ¿Qué buscas sanar?
—Yo hago, tú miras. Las hierbas y las plantas —decía mientras seguía hurgando, chupando, mirando cada una de ellas— están ofrecidas para sanarnos... —dijo mientras observaba al fraile que anotaba cada una de las hierbas que ella elegía—. Mira, no anotes, observa. Sólo observa.
—¿Puedo asistir a la sanación?
—Sólo si miras y no hablas.
—¿Dónde aprendió el español?
—Yo hablo en lenguas... Me fue dado.
Y sin más se dirigió al cuarto donde yacía Facundo seguida por el fraile. Al entrar, Facundo abrió los ojos y le sonrió.
—No ha terminado —le dijo la india. De su bolsa sacó un collar de pezuñas de jabalí y comenzó a cantar mientras movía el collar. Encendió una pequeña madera de un aroma almizclado, luego preparó una pócima que dio de beber a Facundo.
—¡Qué inmundicia! Ésta es peor que la anterior —decía Facundo a medida que tragaba el líquido espeso.
—Bebe. Bébelo todo —ordenó mientras volvía a poner un cubo vacío al lado de Facundo.
—No otra vez, no quiero volver a vomitar —se quejó al ver a la india colocar otra vez el cubo.
—No lo harás, sólo un poquito al principio.
Cuando la india acabó de decir estas palabras, Facundo se abalanzó sobre el cubo y vomitó. La india apagó de un soplido las velas que iluminaban la estancia. Todo era silencio y oscuridad. No para Facundo, que comenzó a ver imágenes muy vívidas de su pasado. Se vio nacer, vio la última mirada que su madre le dedicó, llena de amor, vio el alma de su madre, tierna y de una dulzura indecible. Vio el alma de su padre, bondadosa y firme. Vio su infancia, vio su propia alma. Facundo lloraba a gritos. Se vio a sí mismo como un viajero entre dos mundos, y se reconoció. Vio a Juan y también pudo ver de quién era hijo, de una hermosa india, inocente y modesta. Vio el alma de Juan, negra como la noche. Sus gritos de terror atravesaron el recinto. El fraile se alarmó y fue hasta donde estaba Facundo, pero una mano fuerte lo detuvo y lo sentó justo a su lado. En susurros la india le dijo: “Ahora hace él, tú miras y yo miro”. Facundo vio a Matilde, a Nemesio. Lo vio todo. Lloró, rió, se enterneció, se asustó y comprendió. Al amanecer se despertó de su trance, y al ver a la india la abrazó conmovido.
—Ahora sabes quién eres y por qué llegaste aquí —le dijo.
—Sí.
—¿Comprendes tu bautismo de fuego? Alguien pagó con su ceguera tu ceguera... te salvó los ojos.
—Sí, Cruz, ella...
—Destinos cruzados. Falta algo pero ya lo descubrirás en su momento.
—¿Qué es?
—Lo sabrás.
Y sin más se retiró. El fraile Baltasar corrió detrás de ella.
—¿Cómo lo has hecho?
La india lo miró a los ojos y una amplia sonrisa de niña se dibujó en su rostro. La sonrisa se convirtió en carcajada y le dijo señalando al cielo “Él hace, yo miro”, y así se alejó por el camino mientras otro fraile la ayudaba a subir a un sulky para conducirla a las tolderías.
Al cabo de unos días, Facundo sentía que había vuelto a nacer, pleno, fuerte como nunca, sano. Sin meditarlo mucho decidió ir al encuentro de Guaiqueguir. Sabía lo que tenía que hacer. Las visiones habían sido muy claras.
Nemesio decidió contarle la verdad a Matilde sobre Facundo. El hombre se sentía en falta al no haber revelado ese secreto.
—Tengo que hablar con usted, doña —le dijo una tarde mientras Cruz había llevado a su hijo a dar una vuelta a caballo.
—¿Qué pasa, Nemesio? —le preguntó, preocupada. La expresión en el rostro del hombre la había inquietado.
—Tengo el oro que usted le dio a Facundo. Él me pidió que se lo guardara y así lo hice.
—Me parece muy bien. Veo que le has sido fiel a mi ahijado todos estos años y nunca voy a poder terminar de agradecértelo, pero no es sólo eso lo que me quieres decir, ¿me equivoco?
—No, ña Matilde. Tengo que contarle algo. Es sobre el Facundo.
—La verdad es que no tengo muchos ánimos de hablar del tema. Me entristece y lo echo de menos —le dijo, mientras sus ojos se humedecían.
—Mire, doña, no sé por dónde empezar…
—Pues siempre es bueno por el principio —le sonrió Matilde.
—Lo que pasa es que al Facundo no lo asesinó La Mazorca.
—¿Acaso importa eso? No está, es lo único que importa.
—Importa, doña, porque el Facundo no está muerto.
Matilde lo miró fijamente.
—¿Tomaste mucha caña, Nemesio? Porque no creo que quieras herir mis sentimientos.
—No, doña Matilde —le dijo nervioso—. ¡Cómo va a pensar eso!
—Entonces qué quieres decir con eso de que no está muerto.
—El Facundo estuvo preso todos estos años, en Santos Lugares. Y ahorita me vengo a enterar de que se escapó.
—¡Dios mío! ¡Mi ahijado está vivo! ¿Y dónde está? ¡Dímelo! —el rostro de Matilde se iluminó, parecía que la noticia le había quitado la vejez de encima.
—No sé dónde está. Lo único que sé es que se escapó de Santos Lugares con su tío, el cura, y el Ernesto Salvadores.
—¡Dios me libre y me guarde! ¡Virgencita Santa, me hiciste el milagro! —lloraba de alegría mientras abrazaba al hombre.
—¿Quién se escapó, tía? —preguntó Cruz, que había alcanzado a escuchar la última parte de la conversación.
—¡Facundo está vivo, Crucita, Facundo está vivo!
—¡No puede ser! Es… —y no pudo continuar porque abrazando a Matilde comenzó a llorar de felicidad.
—Facundo no murió... Juan nos engañó —decía Matilde mientras lloraba—. Se fugaron de Santos Lugares... Con Lacho y Ernesto... Se fugaron.
—¿Qué dice, tía? ¿Qué está diciendo? —Una mezcla de alegría y de horror se pintó en el rostro de Cruz. Se había cumplido su deseo más profundo. Facundo no estaba muerto.
—¡No es posible, Nemesio! ¡Juan nos dijo que estaba muerto!
Después de saltar de alegría y de abrazarse, Cruz se detuvo y, con el rostro compungido, dijo:
—¡Dios mío, tía! Estoy perdida. Viví todos estos años con un hombre que ni siquiera es mi esposo —el estupor se reflejaba en su mirada.
—¡Dios nos libre y nos guarde! —exclamó Matilde—. Juan Arizmendi es un monstruo ¡Haber hecho pasar por muerto al verdadero esposo para ocupar su lugar! ¡Está loco! ¡Está loco!
—Pero a mí lo que me importa es hablar con Facundo, explicarle… ¿Se imagina lo que pensará, tía? ¿Se imagina? — lloraba, angustiada, aunque también lloraba de gozo—. ¡Pero está vivo! ¡Qué alegría!
—Algo aquí dentro me dice que va a regresar... pronto —les dijo Nemesio mientras ponía su mano sobre el corazón.