El día de la boda amaneció helado. Espesos nubarrones surcaban el cielo, amenazando con una tormenta inminente. Nemesio se había levantado al alba a preparar el carruaje. Había envuelto los cascos de los animales con paños así no hacían ruido, y llevado unos ladrillos calientes para que las mujeres no sufrieran la humedad de la madrugada. Se había acicalado convenientemente, la ocasión lo valía: llevaba su poncho negro que reservaba para acontecimientos importantes y pantalones que se ajustaban a las botas nuevas que le había regalado su patrón el día de su santo.
Facundo no había podido dormir en toda la noche. Las visiones se habían acrecentado. Vio un incendio y a su Cruz gritando. Se preguntaba una y otra vez por qué su mente unía el incendio del que había sido víctima con el rostro de su amada, ahora desencajado por la desesperación. No comprendía por qué su mente había relacionado aquel hecho del pasado con una Cruz aterrorizada. Presentía que algo iba a salir mal.
El viaje fue lento, pues el camino estaba rodeado por un manto de neblina. Había dejado de soplar el viento de la noche y los pastos se habían cubierto de una tenue capa de hielo. Todo estaba sumido en sombras, hasta los pasajeros se ocultaban bajo sus sombreros y rebozos y apenas se distinguía quién era quién. Sólo sus narices se perfilaban en la luz del alba. Cruz se aferraba a la mano de Facundo. Él se repetía que todo iba a salir bien. Graciana, ataviada con su bonito vestido de seda gris —que había tenido que arreglar la noche anterior ya que estaba estropeado por el uso—, rezaba su rosario, que tenía apretado en el puño, desgranando cada semilla con el pulgar.
Llegaron al pueblo del Pergamino cuando despuntaban los pálidos rayos del sol. Las calles estaban desiertas, salvo por algunos criados que estaban barriendo. Se dirigieron a la iglesia, donde los esperaba el padre Aparicio. El cura estaba envuelto en un viejo poncho que lo protegía del frío. Todo estaba listo. Como la iglesia estaba fría, el sacerdote había mandado traer varios braseros para colocarlos cerca del altar.
María de la Cruz estaba hermosa: bajo su capa gris perla de vicuña llevaba un hermoso vestido de pesado brocado blanco ajustado debajo del busto con una cinta bordada con perlas en forma de lágrimas. La falda caía acampanada hasta las botitas de cabritilla color natural. El tocado era una improvisación de Graciana que, hábil con las manos, le había preparado: había quitado gasa de un antiguo vestido de Consuelo, le había añadido un galón de encaje de Bruselas y lo había ajustado a la cabeza de la novia con hermosos broches de brillantes y aguamarinas que coronaban su rostro radiante. El cabello caía suelto en ondas prolijamente peinadas. Cruz no había experimentado antes semejante felicidad, por fin su destino se unía a su único amor.
Facundo no podía dar crédito a sus ojos. Cuando Graciana le quitó la hermosa capa con capucha a Cruz, la admiró por su belleza, por su elegancia, pero sobre todo por la emoción que, al igual que él, sentía. Sus ojos azules se empañaban con lágrimas de felicidad que Facundo enjugaba con su pañuelo. El padre Aparicio realizó una boda sencilla y muy cálida. Se escuchaba a Graciana sonarse y todos sonreían con ternura por la emoción de la buena nana. Pero el momento más emotivo fue cuando Facundo recibió un estuche de manos de Nemesio, lo abrió y sacó un hermoso anillo que puso en el dedo anular de la mano izquierda de Cruz. Ella sólo vio destellos pero escuchó a Graciana suspirar. La alianza había pertenecido a la abuela de Facundo, y luego a su madre. Era de oro y tenía piedras de rubí engarzadas que formaban una rosa abierta en todo su esplendor.
—Esta rosa que tiene este anillo —dijo Facundo cuando se lo colocó a su novia— simboliza el amor que no muere, ni se rompe ni se olvida. Mi fiel esposa, hoy te la entrego y así sellamos nuestro matrimonio.
Cruz no podía dejar de llorar mientras tocaba esa joya que relucía en su mano.
—Que nadie separe lo que Dios ha unido. Mis bendiciones para una vida de bienaventuranza —dijo el padre Aparicio.
Cuando concluyó la boda el cura los invitó a la sacristía ya que había hecho preparar pastelitos y un chocolate caliente y espeso.
Nemesio comía en silencio, mientras contemplaba a Graciana. Nadie ignoraba su interés por la negra, aunque ella bien sabía hacerse rogar.
Pasaron una mañana agradable y no tenían ganas de dejar la sacristía, pero no podían dilatar más la partida si no querían despertar sospechas.
Regresaron a la estancia a media mañana. Ello le dio tiempo a Cruz para cambiarse y guardar su preciado anillo. Cuando el almuerzo estuvo listo, Matilde aún dormía, pero decidieron esperarla. Finalmente despertó, y la encontraron relajada y contenta por haber tenido un sueño profundo.
Los novios apenas habían tenido tiempo para hablar después de la ceremonia. El joven había ido a dar una vuelta por los campos y controlar la llegada de los peones “golondrina” para la siembra del maíz. Éstos venían de todas partes, ya que pagaban muy bien la jornada.
Cruz se maravillaba de estar recobrando la vista poco a poco; a través de la ventana podía ver formas borrosas. Adivinaba un árbol a su derecha y la luz de la tarde serena. No se había animado a contarle “el milagro” a su esposo, y menos aún después de haber vislumbrado apenas su perfil derecho con grandes cicatrices. “¡Pobre amor mío!”, pensaba sin saber qué decisión tomar: “Si le digo que lo puedo ver se va a poner muy mal y no sé qué puede llegar a hacer. Pero si se lo oculto la culpa me va a seguir carcomiendo, porque callar es una forma de traicionarlo”.
Luego de organizar a la peonada para la siembra, Facundo ensilló su caballo y galopó hasta La Cautiva, era preciso organizar el viaje a Buenos Aires. Juan se encontraba recorriendo las tierras, por lo que decidió esperarlo tomando unos mates con Hortensia.
Cuando Juan llegó, la mujer los dejó solos.
—Me imagino que te habrán tratado bien mientras me esperabas —le dijo sonriendo.
—Como siempre doña Hortensia es una excelente anfitriona.
—No le digas así, si no es más que una criada.
—Una criada que te atiende desde que eras un niño —lo sermoneó.
—Bueno, bueno, mejor cambiemos de tema. ¿A qué debo el honor de tu visita? —le preguntó mientras se acomodaban en uno de los sillones de la galería.
—Necesito tu ayuda. Para Lacho. Sé que conoces gente importante en Buenos Aires y me pueden ayudar.
—¿Ayudarte a qué?
—A rescatarlo, no sé, tal vez pueda sobornar a algún guardia. Dispongo de bastante dinero.
—Desde ya cuentas con mi apoyo para lo que sea. Voy a escribirle unas líneas a mi contacto en Buenos Aires a ver qué puede hacer por tu tío.
—Te lo agradezco profundamente, sabes lo importante que es para nuestra familia.
—¡Claro que lo sé! Ahora regresa a tu estancia, que yo escribo unas cuantas cartas y te las llevo.
—Gracias, amigo —le dijo Facundo, aliviado—. Me marcho más tranquilo.
—Despreocúpate, que esta tarde te las alcanzo.
Facundo partió a La Firmeza a ultimar los preparativos del viaje.
—Estoy muy preocupada por este viaje de Facundo a Buenos Aires —le comentaba Matilde a Prudencio mientras tomaba un chocolate caliente en la sala. Ya se sentía bastante mejor, pero sabía que la recuperación iba a ser lenta.
—El joven es prudente, Matilde, sabrá cuidarse. Además va con Nemesio y unos cuantos peones.
—No me preocupa el viaje en sí, sino lo que le pueda pasar en la ciudad. Ya sabes todo lo que está sucediendo. Ni las mujeres se salvan. Me contaron que a más de una le llenaron el cabello con brea por no usar la divisa punzó. Te imaginas, las pobres se lo tuvieron que cortar y usarlo como los hombres. ¡Qué horror! —la idea la espantaba. Siempre había estado orgullosa de su cabellera y se había negado a cortársela en más de una oportunidad.
—No te atormentes con esos pensamientos. Facundo sabrá cómo actuar llegado el momento —argumentaba pacientemente.
—No estoy tan segura. Además, el hecho de que lleve recomendaciones de Juan me da mala espina.
—¡Si habrás sido lechuza, mujer! —se mofaba. Pero en su interior compartía los miedos de Matilde. No le tenía la menor confianza a Juan.
—No sé, tal vez esté exagerando, pero tengo una opresión en el pecho muy grande —se quejaba—. De todas formas, no le voy a decir nada a mi ahijado, no quiero preocuparlo más de la cuenta.
—¡Mejor así! Tiene que tener los pensamientos claros para saber cómo sacar al cura de la cárcel.
—¡Pobre Lacho! Debe de estar sufriendo muchísimo. ¡También, ir a meterse en la boca del lobo! —un estremecimiento recorrió todo su cuerpo.
—Pues si es sacerdote no le quedaba remedio. Es su obligación asistir a los moribundos.
—¡Qué mala suerte! Si tan sólo hubieran buscado a otro cura —suspiraba, preocupada.
—Bueno, ya está hecho. Ahora hay que pensar cómo sacarlo de Santos Lugares. No va a ser fácil, no, pero tampoco imposible.
La conversación se vio interrumpida por la llegada de María de la Cruz.
—¿Cómo se siente, tía? La veo más animada. ¿Quiere que le diga a Manuela que le traiga otra taza de chocolate?
—No, gracias, querida, ésta es suficiente. Y estoy muy bien, gracias a Dios.
—Me alegro mucho, tía. Ahora que el tiempo está mejorando, ya no hace tanto frío, tal vez pueda salir a la galería. Si quiere, la acompaño.
Alcanzaba a ver a su tía perfectamente. Le sorprendió la belleza de la mujer, a pesar del color pálido de sus mejillas. Su radiante cabellera, la forma de su rostro y sus ojos, tan grandes y dulces.
—Mañana mismo salimos un ratito, te tomo la palabra. Pero, déjame verte más de cerca. ¡Qué bien que estás! —exclamó Matilde—. Se nota que el aire de campo ha obrado milagros. Si hasta te diría que te has echado unos cuantos kilos encima y te quedan muy bien.
Cruz se sonrojó.
—Sucede que me alimentan como a una reina. Jamás en mi vida he comido tantos pasteles, tortas fritas, torrejas... ¡Manuela es una cocinera excelente!
—Siempre ha sido así, mi querida. Las veces que me he ausentado de La Firmeza lo que más he extrañado ha sido su comida. Ya sabes lo golosa que soy. ¿Y dónde está mi ahijado? —preguntó presurosa—. Todavía no se ha despedido.
—Está en el despacho con Juan, creo que le trajo unas cartas de recomendación para poder sacar a Lacho de ese lugar horrible.
—Algo había escuchado. Pero apenas se desocupe le dices que quiero hablar con él.
—¡Como usted quiera, tía!
Cuando la joven abandonó el recinto acompañada de Graciana, Matilde se quedó pensativa.
—Sabes, Prudencio, hay algo en Cruz que me llama la atención, pero no alcanzo a comprender qué es. ¿No la notas distinta?
—Simplemente está feliz, ya nada queda de aquella enferma de Buenos Aires.
—Es cierto, tal vez sea eso. Tendríamos que hacer nuevamente unas consultas por lo de su vista. Es una pena que no pueda curarse.
Prudencio no le contestó, pero sospechaba que Cruz había empezado a recobrar la visión. La joven caminaba más segura y no dejaba la vista en un punto fijo, como antes, sino que sus ojos no se quedaban quietos.
El hombre también intuía que la joven estaba de encargo: tenía los pechos llenos como frutas maduras y la notaba más rellena. Pero como Matilde no se había dado cuenta hasta el momento de lo que estaba pasando, él no iba a preocuparla con sus sospechas.
—¡Qué pena que con esta partida se va a atrasar la boda! —suspiraba—. Tenía tantas ilusiones de verlos casados.
—No creo que el joven Facundo se demore mucho, no hay motivo alguno para retrasar el casorio —acotó. Se guardó para sí lo que pensó después: “Más vale que la boda se realice antes del nacimiento”.
Al cabo de unos momentos apareció Facundo, con una ancha sonrisa.
—¿Me estaba buscando, madrina?
—¿Es que te pensabas marchar sin despedirte?
—¡Cómo cree! Jamás se me hubiera ocurrido —le contestó jocosamente—. Estaba con Juan en el despacho ultimando los detalles del viaje.
—¿Te dio algunas cartas de recomendación?
—Sí, madrina, usted bien sabe que tiene poderosas conexiones con el gobierno de Rosas.
—Eso es precisamente lo que me preocupa, esas conexiones…
—Madrina, por favor, déjese de burradas. Juan es mi amigo y nos va a ayudar. Ya le dije que se diera una vuelta todos los días por la estancia y esté al pendiente de cualquier necesidad suya o de Cruz.
—Yo no estaría tan tranquilo dejándole a mi novia —comentó Matilde, y se arrepintió en el acto de sus palabras—. Perdona, hijo, por favor, en vez de darte tranquilidad te estoy diciendo tonterías. Disculpa a esta vieja —le dijo, afligida.
—¿Y dónde está la vieja que no la veo? Se ve que la enfermedad le ha quitado varios años de encima.
—¡Pero qué cosas dices! Qué buen talante tienes últimamente, el amor te sienta de maravillas, pero quiero que me tengas informada de tus pasos, querido —luego se dirigió a Prudencio—: alcánzame el cofre que está sobre el tocador de mi dormitorio, por favor.
El hombre salió presuroso a cumplir con su pedido.
Cuando se quedaron a solas, le confesó:
—Quiero que sepas, Facundo, que tu madrina te ama con todo su corazón y que va a rezar todos los días a La Dolorosa para que regreses sano y salvo.
Él se emocionó. Matilde era como su madre y se lamentaba por tener que dejarla cuando aún no estaba completamente recuperada. Cuando Prudencio regresó con el cofre, los encontró conmovidos. Entonces, Matilde hizo como que nada estaba pasando, lo abrió con manos firmes y extrajo del fondo dos lingotes de oro. El asombro de Facundo fue genuino. Jamás supuso que su madrina tuviese semejante fortuna.
—Esto es para que puedas sobornar a cuanto alcahuete se te cruce por el camino —le dijo, resuelta.
—No es necesario, madrina, tengo suficiente efectivo.
—Nunca se sabe, querido, mejor lleva el oro que te puede sacar de más de un apuro. Cualquier esfuerzo es válido para liberar a Lacho —comentó lagrimeando—. Escóndelo muy bien y no le cuentes ni a Nemesio que lo tienes.
—Quédese tranquila, así se hará —la besó en la frente y abandonó la sala para ir en busca de Santiago. Como no lo encontró en las inmediaciones de la casa, mandó a Nemesio a buscarlo al monturero. Últimamente se pasaba gran parte del tiempo entre los caballos. Estaba muy ofendido porque Facundo no lo llevaba a Buenos Aires.
—Mande.
—¿Dónde te habías metido, desalmado?
—Le estaba pasando un poco de grasa a los aperos del bayo.
—Escúchame lo que tengo que pedirte: por nada del mundo te alejes de la casa. ¿Entendiste? Te voy a nombrar en mi ausencia capataz principal de la hacienda y todos te van a tener que respetar.
El joven lo miraba asombrado.
—¿Quiere decir que todos me harán caso? ¿También Prudencio?
—Todos, menos Prudencio, por supuesto. Él recibe órdenes sólo de mi madrina. Escúchame con cuidado: lo más importante es que cuides de la casa. No quiero que dejes a María de la Cruz ni a mi madrina sin vigilancia. Juan se va a dar una vuelta.
—Pero si ése no me quiere. No pierde oportunidad de darme uno que otro puntapié cuando le ando cerca —se quejó el mozo.
—Pues te aguantas sin chistar, que el asunto lo arreglo cuando vuelvo.
—Amalaya, con ése por acá la cosa se va a poner difícil. Al Prudencio lo anda chumbeando todo el tiempo. Una vez le dijo que era un mestizo repugnante.
—¿Qué dices?
—Sí, es la toditita verdad, está bien que fue hace mucho, pero el Prudencio se la aguantó como un macho, aunque yo que le andaba por atrás vi cómo acariciaba la punta de su cuchillo, despacito, despacito. Para mí que se la tiene jurada.
—Cuando vuelva hablaremos. Te quedan claras tus obligaciones. ¿Cierto?
—Sí, patrón —le dijo, sacando pecho—. Acá tiene a su comandante listo para cuidar el fuerte.
—Escucha bien, si notas algo extraño te vas para la estancia de los Marqués y buscas a don José. En el peor de los casos, te vas para el pueblo y buscas a don Pío Cueto. Él ya está al tanto de mi viaje.
—Oiga, patrón, que me está julepeando.
—No seas flojo y pon atención a lo que te estoy diciendo.
—¿Y para cuándo se pega la vuelta?
—No tengo ni idea, pero espero que sea pronto.
—Bueno, primero Dios, patrón.
—Te he escuchado muchas veces decir eso, ¿qué significa?
—En Veracruz, allá en México, se dice “primero Dios” cuando no se sabe cuándo se volverán a ver...
Facundo sonrió y, extendiéndole la mano al joven mexicano, le dijo.
—Entonces, primero Dios, Santiago.
Esa noche fue al cuarto de su esposa e hicieron el amor con desesperación. Eran conscientes de que tal vez las cosas podrían complicarse.
—Prométeme que te vas a cuidar y también a nuestro hijo —le decía mientras le acariciaba suavemente el vientre.
—Sí, mi amor, pero tú también te cuidas mucho, que acá te estaremos esperando —había resuelto contarle, cuando volviese, que había recuperado la vista por completo.
—Santiago y Prudencio van a estar al pendiente. Si te sientes descompuesta, no dudes en llamar al doctor Dávila, no importa lo que piense, lo importante es la salud de nuestro hijo.
—O hija —sonrió la joven. No sé por qué estás convencido de que es un varón. Yo, en cambio, presiento que es una niña.
—Que sea lo que sea, pero que herede tu belleza —le dijo mientras le acariciaba el rostro.
—Ahora a descansar, que mañana no te vas a poder levantar al alba.
Se durmieron abrazados. Cada cual sumido en sus propias cavilaciones.
Cuando comenzó a clarear, Nemesio golpeó la puerta del dormitorio suavemente, suficiente para que Facundo se levantara. La decisión que había tomado debería llenarlo de alegría, sin embargo, un oscuro presentimiento no dejaba de acosarlo. Besó a su esposa con cariño y se dirigió a la cocina a desayunar. Manuela ya estaba con el mate listo y unos buñuelos a punto.
—Patrón, acá le preparé alguito para el viaje. Cuide que el Nemesio no se atragante con los pasteles —le dijo, lagrimeando. ¡Es muy goloso el hombre!
—No le haga caso a esta negra haragana —contestó el aludido mientras llevaba los bultos afuera y los cargaba en las alforjas de los caballos.
—Tendré cuidado, Manuela, no te preocupes. Quiero que sepas que dejé a Santiago con instrucciones para actuar en caso de emergencia. Estate siempre en guardia y cuida mucho de Cruz y de mi madrina.
—Así lo haré, patroncito, despreocúpese. Cuídese y traiga con usted al padrecito Lacho.
—Así será. Primero Dios, Manuela —le dijo mientras montaba su bayo
—Ah, pero se está contagiando del Santiago, adiós patroncito.
—Bueno, Nemesio, vamos apurando el paso, que antes tengo que pasar por La Cautiva.
Cuando estaban subiendo a los caballos, apareció corriendo Graciana con una cadenita con la imagen de San Nicolás.
—Pa’ que lo proteja, patroncito. Me la dio hace mucho tiempo ña Sofía. Ahora lo va a cuidá a usté.
Facundo agradeció emocionado el gesto de la negra y se despidió de ella después de pedirle que velara por Cruz y por su hijo. Inmediatamente los hombres montaron y partieron rumbo a la estancia de Juan.
En La Cautiva ya reinaba la actividad. Sin embargo, Juan todavía estaba durmiendo. Hortensia lo fue a despertar para avisarle que su amigo lo aguardaba.
Facundo lo esperaba en la cocina con Hortensia. La mujer le había convidado con una torta de manzanas que estaba riquísima y tenía café recién hecho.
—¡Esto está para chuparse los dedos, Hortensia! —le comentó Facundo, mientras se servía una porción abundante.
—Espere que se la envuelvo para el viaje, después hago otra —le dijo afectuosamente.
Estaba comiendo el último bocado cuando apareció Juan:
—Vamos a la biblioteca.
Apenas se sentaron, Facundo comenzó a hablar:
—Antes de partir quería que supieras ciertos hechos muy importantes que pasaron en mi vida. Tal vez no me comprendas ahora, pero con el tiempo entenderás mis razones.
—¡Qué discurso! En realidad, me dejas sumamente intrigado.
—Es importante lo que te voy a contar para que las cosas sean claras desde el principio.
—¡Habla! Soy todo oídos —le dijo.
—De más está decir que esto es sumamente confidencial: hace un tiempo que María de la Cruz es mi esposa y está esperando un hijo mío.
Juan permaneció en silencio unos momentos, para luego decirle con el tono más controlado que podía fingir:
—Me dejas perplejo. ¿Acaso no se iban a casar para fin de año?
—Sí, pero por diversos motivos decidí oficializar el matrimonio para mi tranquilidad y la de Cruz. Muy pocas personas lo saben y quiero que siga así. ¿Me entiendes?
—Descuida, soy sepulcro. ¿Y quién los casó, si puede saberse? —una sensación de repugnancia había empezado a extenderse por todo su cuerpo, descomponiéndolo.
—El cura Aparicio, el de la parroquia del Pergamino.
—Me parece muy bien, aunque extraño. Amigo, yo no soy nadie para juzgarte y tus razones habrás tenido. Viaja tranquilo que yo cuidaré de tu madrina y de tu esposa —le dijo con una sonrisa estudiada.
—Bueno, lamento que te hayas enterado de esta manera, sin mayores explicaciones, sin embargo era necesario que aclarásemos la situación de María de la Cruz.
—¿Por qué dices eso?
—Tal vez por nada importante, pero en más de una ocasión me pareció que te gustaba.
—Tienes toda la razón. En realidad hacía mucho tiempo que no me fijaba en una joven con buenas intenciones, pero ahora que sé que es tuya, tema olvidado.
—Me alegro de que todo quede claro —le contestó Facundo, sintiendo una opresión en el pecho. Entonces era cierto lo que él pensaba, el interés de Juan por Cruz era más serio que una simple conquista.
—Te los recomiendo, tanto a mi esposa como a mi hijo.
—Faltaba más, van a contar con mi entera protección hasta que regreses —le prometió.
Se despidieron y Facundo siguió con su viaje. Ya salía demorado, pero creía que la conversación había valido la pena y que, de este modo, Juan no podría molestar a María de la Cruz con sus galanteos.
Juan se debatía entre la furia y el gozo. El hecho de que Cruz se hubiese entregado al desfigurado lo enloquecía de rabia. Por otra parte, se iba a poder librar de Facundo de una vez por todas. Se dijo a sí mismo que tendría que terminar con Juana María de inmediato, hacía dos meses que se veían en secreto y el asunto lo estaba cansando. Debía hacerlo con calma, no le convenía enemistarse con don José ya que el proyecto del saladero había empezado a hacerse realidad. Esa misma tarde mandó llamar a Felicitas.
La mulata inventó que la llamaba su madre y, en vez de dirigir el sulky hacia La Firmeza, fue hacia La Cautiva.
Juan la estaba esperando impaciente.
—¿Por qué te demoraste tanto, infeliz? —le espetó, altanero.
—Tuve que terminar de…
—¡Cállate, que tus explicaciones no me interesan! —la interrumpió impaciente—. De ahora en adelante, cada llamado mío es una orden. ¿Me entendiste, estúpida? —mientras le hablaba, le apretaba el brazo con fuerza, causándole mucho dolor.
—Sí, patrón, no se me enoje —lloriqueaba—. Suelte que me está lastimando —le suplicó.
—Escúchame con atención: tengo que terminar con Juana María y me vas a ayudar.
—¿Y qué tengo que hacé? —preguntó, temerosa de la respuesta.
—Por ahora, nada. Ya se me va a ocurrir algo para librarme de esa estúpida.
—Pero está muy enamorada —se aventuró a decir.
—Pues que se le vaya pasando el enamoramiento de una vez por todas.
—¿Y cómo lo va a hacé?
—Ése no es tu problema, al menos por ahora. Le vas a decir que tengo que viajar a Buenos Aires con Facundo a liberar a su tío, el cura, y no se sabe cuándo pego la vuelta.
—Ta’ bien.
Ahora te vas y no le digas nada que me viste, más bien le dices que te enteraste del viaje por tu madre.
Felicitas regresó a la estancia de los Marqués y se encerró en su cuarto. ¡Qué mala suerte la suya! Facundo se iba y ella ni lo podía ver. Le rezó a San Cristóbal para que lo protegiera durante el viaje y, si se podía llevar al diablo de Juan, mejor.
Juana María la encontró desanimada:
—¿Qué te pasa que estás tan triste, Felicitas?
—Me contó mi madre que el Facundo se va pa’ Buenos Aires.
—¿A Buenos Aires? ¿Pasó algo?
—Apresaron a un tío suyo que es curita.
—¡Qué horror! No sabía nada. Pero… tal vez regrese pronto —la consolaba.
—Usté mejor que empiece a rezar porque el Juan se va con él.
—¿Y por qué no me avisó? ¡Qué extraño! —comentó preocupada. Se le empañaron los ojos de lágrimas mientras le decía—: a mí me parece que Juan no me ama, tan sólo se aprovechó de mi inocencia.
—Yo se lo dije. Tarde pa’ lamentos.
—Es algo que me dice mi corazón, y bien sabes que el corazón no engaña. Además… —se interrumpió.
—¿Además qué? —la mulata se sorprendió al ver cómo temblaba su patroncita.
—Hace bastante que no tengo la regla —y se puso a llorar con todas sus fuerzas.
—¿Está preñada? —le preguntó, asombrada.
—No sé, creo que sí, pero por favor no digas nada que mi padre me mata y mi madre moriría del disgusto.
—¿Y qué va a hacé? —pensamientos negros invadieron a la mulata. Presentía la reacción de Juan.
—Hablar con Juan y pedirle que nos casemos…
—¡Ja, Ja! —soltó la carcajada—. Usté está loca si cree que el Juan se va a casorear. Ése no se casa, ni con usté ni con otra, a menos que sea…
—¿Por qué eres tan cruel y me dices esas cosas? —la acusó Juana María, mortificada por lo que escuchaba.
—Porque es purita la verdá. El Juan sólo quiere a la seño Cruz y ella no le hace caso, la muy desgraciá anda atrás de mi Facundo.
—De manera que es por eso que no la quieres... ya entiendo.
—No hay mucho pa’ entendé, el Juan ese no quiere ni a su sombra...
—Eso que dices no es cierto —Juana María creía que el mundo se le terminaba. No podía dejarse llevar por los comentarios maliciosos de Felicitas, pero en el fondo de su corazón sabía que sus palabras eran ciertas.
—Mire, el Juan es hombre de muchas hembras y no va a ser el suyo el primer bastardo que camine por ahí. Si no, pregunte en la estancia, y va a ve la de mocosos que andan sueltos igualitos al desgraciao.
—¿Y por qué no me avisaste antes, si sabías cuáles eran sus intenciones? —le recriminó con enojo.
—Sí que le avisé, lo que pasa es que andaba en celo y cuando pasa eso no hay quien escuche...
—¡Ay, Virgen Santa, ayúdame, por favor! Ahora no sé qué hacer. No puedo decirle a mi familia lo que me está pasando porque mi padre lo mata. Y no quiero que muera —sollozaba, apabullada por la situación.
Felicitas sintió pena y remordimientos por lo que le estaba sucediendo a la joven.
—Bueno, no llore más, mañana mesmo me voy a hablar con mi madre pa’ ver qué anda pasando. Ahorita se seca esas lágrimas o se van a dar cuenta.
—Diles que me quedo en cama, que comí muchos pasteles y me duele el estómago. Mamá sabe que soy muy golosa y no va a sospechar nada.
—Está bien, enfile pa’ su habitación que ahorita la alcanzo.
Juana María estaba sumida en el espanto. Su vida iba a cambiar drásticamente. No se animaba a confiar en sus padres, pero sabía que a pesar de las palabras de Felicitas tenía que hablar con Juan.
Sin medir las consecuencias, ensilló un caballo ella misma y se fue al galope a La Cautiva.
Oscurecía y había refrescado. No estaba acostumbrada a montar, pero era tal la desesperación que sentía que se fue de cualquier manera.
Juan estaba en el despacho y se asombró mucho cuando la anunciaron. La hizo pasar a la biblioteca.
—¿Qué te trae por aquí a estas horas y sola, Juana María? ¿Ocurrió algo? —le preguntó, preocupado, mientras cerraba la puerta. El semblante de ella tenía una palidez enfermiza.
—Me enteré por Felicitas de que viajas a Buenos Aires…
—Sí, ¿y qué?
—¿No pensabas decírmelo? ¿Acaso no te ibas a despedir?
—En realidad, no se me había ocurrido. De todas formas, no entiendo tu llegada, sola, a estas horas —le dijo, impaciente. ¿No sabes el peligro que corren las jovencitas sin escolta?
—Sí, lo sé, pero es urgente que hable contigo antes de que te vayas —al apremiarlo de ese modo se le habían encendido las mejillas.
Ahora estaba intrigado:
—¿Y qué es eso tan urgente que tienes que decirme?
La joven estaba muy turbada, se daba cuenta de que él no le facilitaba las cosas y que su actitud había cambiado. Ya no era aquel seductor que la envolvía con palabras cariñosas, con caricias… Sintió un vacío por dentro. Se armó de coraje y le manifestó:
—Es muy importante lo que vengo a contarte, por eso no puedo esperar a que regreses.
—¿Y qué es lo “tan importante”?
—Estoy esperando un hijo —le contestó, con la voz temblorosa.
—¿Y qué tengo que ver en eso? ¿Acaso voy a ser el padrino?
Juana María no podía creer lo que estaba escuchando. Tal vez era la conmoción.
—Pero… eres el padre… —le explicó, avergonzada.
—¿Yo? ¿Y quién me asegura eso? —le preguntó con desparpajo.
—Sabes muy bien que fuiste el único hombre en mi vida —se sentía descompuesta, su cuerpo estaba flojo y transpiraba frío.
—No, no lo sé.
—Era doncella cuando me tomaste —su rostro ahora estaba rojo de la vergüenza.
—Hay muchas formas de engañar a un hombre y yo no voy a caer en esa trampa —respondió fríamente.
—No puedo creer lo que estoy escuchando. Me dijiste que me amabas, que era la mujer de tu vida —se aferró a las palabras cada vez con mayor desesperación.
—Te dije lo que querías escuchar, nada más —le contestó cínicamente.
—Está bien, me veré obligada a contarles a mis padres —amenazó como un último recurso.
—Hazlo, niña tonta, y firmas su sentencia de muerte. Aún no ha nacido aquel o aquella que me obligue al matrimonio.
—Eres un ser vil, despreciable, no sé cómo pude enamorarme de ti —comenzó a gritarle y trató de pegarle.
—Cuidado, mucho cuidado conmigo, tontita —la tomó de los brazos y la zamarreó enérgicamente—. No me conoces, y créeme cuando te digo que es mejor no hacerlo. ¡Escúchame bien! —le ordenó—. Ahora te vuelves por donde viniste y, antes de irme, te mando a decir con Felicitas adónde vas a sacarte el engendro.
—¿Qué me quieres decir?, ¿que me deshaga del niño?
—Puedes hacer lo que te plazca, pero en lo que a mí concierne, te consigo una curandera y que te lo saque.
—Eres mucho peor de lo que pensé, eres repugnante. ¡Te odio! ¡Te odio! —le gritó desaforada hasta que Juan le dio una cachetada.
—¡Vete ya mismo, puta! Porque eso eres, una puta como todas las otras.
La joven, desesperada, escapó corriendo del lugar, cegada por la rabia y el dolor. Se subió al caballo como pudo y salió a todo galope.
Estaba llegando a la tranquera cuando se topó con Ernesto Salvadores.
—Juana María, ¿qué hace tan tarde y sola? —después de formular la pregunta se dio cuenta del estado en que se encontraba—. ¿Qué le pasa? ¿Acaso se enfermó alguien de su familia?
Ella no contestaba, solamente se limitaba a llorar desconsoladamente.
—Déjeme adivinar, ¿tiene algo que ver mi primo en esto?
La joven seguía sin contestar.
—Vamos, a mí me lo puede decir, sabe cuánto la aprecio y cómo estimo a su familia.
Ante las palabras de Ernesto, soltó otra catarata de llanto.
—Si no quiere hablar, al menos deje que la escolte hasta la estancia de sus padres. Es muy tarde y peligroso.
Juana asintió con la cabeza, las palabras no le salían, estaba en un estado de conmoción.
—Bueno, quédese tranquila, yo la acompaño de todos modos.
La joven lloraba quedamente y Ernesto respetó su silencio durante todo el trayecto.
Al llegar a la tranquera de Los Ángeles la ayudó a desmontar y la acompañó por el camino de tierra, se aseguró de que entrara por el patio de los criados.
—Voy a venir mañana, y cuando esté más calmada hablaremos —le dijo, apenado, mirándola a los ojos—. Todo tiene solución, no hay que desesperarse.
Apenas dio la vuelta, le pareció escuchar un débil “gracias”, pero la joven ya no se hallaba en el lugar; como una sombra, había entrado a la casa.
Cuando Juana María llegó a su dormitorio Felicitas la estaba esperando. Adivinó de inmediato lo que había sucedido.
—¿Dónde ha estado, niña? Sus padres preguntaron por usté... les dije que había ido a dar un paseo pero no sé si me creyeron... por la cara que trae parece que vio al demonio en persona —le dijo mientras la ayudaba a quitarse la capa.
—Lo he visto, Felicitas, lo he visto. Déjame sola, por favor.
Cuando doña Ventura fue a ver a su hija la encontró acostada, con la mirada perdida, ausente. Así pasaron los días y Juana María no probaba alimento ni pronunciaba palabra. Felicitas se sentía responsable por su estado y rezaba en su cuarto día y noche para que la joven mejorara.
Al ver que el tratamiento que les había aconsejado el médico no provocaba ninguna mejoría, llamaron a la curandera del pueblo. Ña Simona pensó que estaba ojeada, por lo tanto puso en un plato sopero cabellos de la enferma. La mujer observó el movimiento y las figuras que se iban creando. Pero no se formó la flor que le hubiera indicado que había sido víctima del mal del ojo. Entonces le hizo atar una cinta colorada en la muñeca e hizo colocar una planta de ruda en la entrada.
—Me temo que no hay remedio pa’ su hija —les dijo la mujer.
—¿Por qué dice eso? —le preguntó angustiada doña Ventura.
—Pa’ mí que la niña vio la flor de la higuera —les dijo desesperanzada—. Y ahicito que no le puedo hacer nada.
Se creía que si alguien veía la flor de la higuera había peligro de que el diablo quisiera poseerlo.
Como don José era un hombre que se consideraba razonable y de ciencia, pudo tranquilizar a su mujer y, además, tomó la decisión de viajar a Buenos Aires para consultar con algún especialista.
Unos días más tarde, un criado de la estancia de los Marqués llegó a La Firmeza.
—Me manda la doña Ventura pa’ buscar a la niña Cruz —le informó a Santiago, quien en ausencia de Facundo se comportaba como el dueño y señor del lugar.
—¿Para qué la busca? —preguntó insolente.
—Y ande via sabé —le contestó el mozo.
—Me lo voy a pensar. Para que te lo sepas, aurita soy el encargado.
—Mejor avisá o yo mesmo se lo digo.
—Ta’ bien, ya voy. ¿Y por qué tanta urgencia?
—Pero si será preguntón el mocito, a usté no le importa, la doña Ventura mandó por ella y sanseacabó.
Santiago fue por Cruz a regañadientes. Si bien la joven se hallaba más tranquila, no quería molestarla.
—La anda buscando un criado de los Marqués —le dijo, cuando la encontró en la cocina.
—Enseguida voy. Ayúdame, Santiago, por favor —le pidió al joven.
—Tómese de mi brazo —le ofreció solícito, y por lo bajo agregó—: conmigo no disimule, niña, que ya me di cuenta de que ve como un lince.
Cruz lo miró asombrada.
—Y va para un tiempito largo que lo descubrí.
Se sonrió. Era imposible mentirle a su amigo de la infancia:
—Tienes toda la razón, Santiago, pero te pido que me guardes el secreto.
—¿Acaso tiene miedo de que el Facundo la deje?
—¿Por qué piensas eso?
—Pues si sabe que lo puede ver todito feo como es no va a querer seguir a su lado.
—Pero qué tonterías dices. Facundo me ama. Y ahora que regrese le cuento.
—Por eso se lo digo, por eso. ¿Cree usté que va a permitir que le vea la cara de monstruo y se julepee? Si lo conozco alguito, cuando se entere de que lo puede ver se las toma.
—No digas eso —le suplicó angustiada—. No tiene por qué enterarse. Además, cuando el amor es verdadero, el aspecto físico no importa.
—Eso lo dice usté que es bien chula, pero no creo que piense eso mismo el patrón, que es feo como el diablo.
—¡Cállate de una buena vez, que sólo dices tonterías! —le contestó enojada.
—No se me ponga así, que da pena. El Facundo no tiene por qué enterarse y felices todos.
María de la Cruz se quedó en silencio. Las palabras de Santiago le hicieron daño. Tal vez el joven estuviera en lo cierto y ella, equivocada.
—¿Ha sucedido algo grave? —le preguntó al criado de los Marqués.
—La seño Ventura le pide que en cuanto pueda vaya pa’ la estancia, si no tiene con quién ir, ella manda por usté.
—Dile que no hay problema. Santiago o algún peón me pueden acompañar. Mañana a primera hora estoy por allá.
—Gracias, seño —y se fue haciéndole muecas a Santiago.
A la mañana siguiente, Cruz se levantó bien temprano. Cuando le informó a su tía de la ida a Los Ángeles, la mujer puso todo tipo de objeciones. Cruz hizo oídos sordos y decidió ir de todas maneras.
—Es muy peligroso. ¿No te ha dicho Juan que andan indios maloqueando por la zona?
—Ya lo sé, tía. Pero si doña Ventura me llama, algo grave debe de estar pasando. Voy a ir y Santas Pascuas —le dijo decidida. Poder ver nuevamente con claridad le daba la independencia que tanto había añorado.
—Está bien. Voy contigo —anunció a regañadientes.
Cruz se sonrió.
El viaje fue muy rápido. La distancia entre ambas estancias era corta. Cuando llegaron, doña Ventura estaba sentada en la galería. La expresión de la mujer era de profunda preocupación.
—¡Qué bueno que viniste, mi querida! ¡Gracias por traerla, Matilde! —les dijo mientras las saludaba afectuosamente. Tenía toda la tristeza del mundo en los ojos.
El interior de la casa estaba oscuro y silencioso. Un aire a desgracia se respiraba. Los cortinados estaban corridos y el silencio era pesado. No se parecía en nada a la casa que ella había visitado varios meses antes, tan llena de gente, de risas.
—Quiero que me acompañes a la recámara de mi hija, querida. Es muy triste para una madre ver que su pequeña se la pasa tirada en la cama. No habla y apenas si prueba bocado. Parece un ánima con el color que tiene.
—¿Pero qué le sucedió para encontrarse en ese estado? —preguntó Matilde mientras se sentaba en uno de los sillones de la sala.
—Lo ignoramos por completo, ni siquiera habla con Felicitas, con quien estaba muy unida. Estoy sumamente preocupada, temo por la cordura de mi niña. De noche tiene pesadillas y nos despertamos con sus gritos y posteriores crisis de llanto.
—¿No han llamado al médico? —volvió a preguntar la tía.
—Apenas vino el doctor Dávila se puso como loca y hubo que darle una tisana de tilo con unas gotas de láudano para calmarla —mientras la mujer le iba contando, unas lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
—¡Qué pena para usted, doña Ventura! Haré lo que esté a mi alcance para poder llegar a su corazón —le prometió Cruz.
En la habitación de Juana, Cruz trató de que la joven le hablara. La situación de ella le hacía acordar a su angustia en Buenos Aires. “Algo le ha pasado, siento el miedo que tiene, debe ser algo doloroso”, pensaba.
—Juana María, vino María de la Cruz de visita —le dijo doña Ventura—. ¿Acaso no quieres levantarte y saludarla?
La joven no contestaba, estaba acurrucada bajo los cobertores, inmóvil.
—Por favor, doña Ventura, no lo tome a mal, pero me gustaría hablar con su hija a solas.
—¡Faltaba más! Las dejo para que charlen a gusto —respondió la mujer, desesperanzadamente, mientras cerraba la puerta de la habitación y se dirigía a hablar con Matilde.
—No sé qué está pasando con mi hija, querida amiga —le decía, angustiada—, apenas si prueba bocado. Es como si la vida se le fuera escapando…
—Me acuerdo cuando mi sobrina estuvo igual, querida, y la comprendo.
—¿Y cómo fue que se recuperó? —preguntó ansiosamente.
—En realidad, le voy a decir la pura verdad, y conste que muy pocas personas la saben.
Doña Ventura la miró expectante.
—Cuando mi sobrina se puso tan mal, y después de haber consultado con cuanto especialista nos había sido recomendado, nos dimos cuenta de que no se recuperaba. Entonces Graciana me propuso ir a buscar a la bruja y yo no le dije ni que sí ni que no, pero la pobre negra no pudo con su genio y mandó por ella. Y créase o no, la salud de mi sobrina comenzó a mejorar.
—¿Y cómo puedo hacer para ponerme en contacto con la mujer? Ya vino la curandera del pueblo pero fue en vano.
—Pues mire, yo voy a hablar con Graciana para que me informe cómo localizarla, y cuando usted viaje a Buenos Aires la busca.
—¿Estará todavía en la ciudad?
—Eso lo ignoro, pero tenga fe, querida.
—Ya lo sé, pero cada día que pasa se hace más difícil. ¡Si tan sólo me hubiera dado cuenta antes…! —suspiraba doña Ventura—. Me hago cruces de pensar que pudo haberle pasado algo que ignoramos.
—No se torture tanto con pensamientos agoreros. Pero, ¿darse cuenta de qué, mujer?
—En realidad lo que le voy a contar son presunciones mías, pero creo que mi Juana está enamorada del joven Arizmendi y…
—¿De Juan? —interrumpió Matilde.
—Sí, del mismo, o al menos eso creo. En fin, el joven se fue a Buenos Aires y no sabemos nada de él.
—¿A Buenos Aires? ¿Está usted segura?
—Sí, me dijo Felicitas que viajó para interceder por el sacerdote. ¡Qué desconsideración de mi parte no haberle preguntado antes! ¿Hay alguna novedad sobre él?
—Ninguna —Matilde prefería no hablar sobre ese tema—. Me gustaría conversar con Felicitas. Cuando esté más desocupada me la manda a la estancia —“¿A santo de qué habrá mentido esta mandinga?”
Cruz miró con detenimiento a Juana María. Tenía la cabellera revuelta y sus mejillas estaban muy pálidas. Su piel era tan blanca que se podían observar las finas venas que la recorrían como una telaraña. Le acarició suavemente la cabeza, mientras le hablaba en susurros. Ante el gesto de Cruz, Juana se estremeció.
—Escúchame bien, Juana María —le decía Cruz—. Hace un largo tiempo estuve en tu misma situación. Mis padres murieron en circunstancias horrorosas y eso me dejó en un estado de agonía. No quería comer, ni levantarme de la cama y, menos aún, hablar. Solamente el cuidado de mi nana y de mi tía hizo posible que me pudiera recuperar. Por eso es preciso que abras tu corazón, que cuentes qué te está pasando, porque tengo muy en claro, amiga, que algo malo te sucedió. Trata de hacer un esfuerzo, así te puedo ayudar.
Juana María lloraba en silencio, pero Cruz sintió que le apretaba la mano.
—A ver, cuéntame qué sucedió, por favor, ¡hazlo!
La joven empezó a murmurar.
—¡No puedo, no puedo, los va a matar, los va a matar!
—¿A quiénes?, por Dios, dilo.
—A mis padres —mientras le hablaba su cuerpo había empezado a temblar, sacudido por espasmos de llanto.
—¿Pero quién va a matar a tus padres? Cuéntamelo —“Esto es más serio de lo que había pensado”, se dijo Cruz.
—Nadie puede hacer nada. Todo es mi culpa —alcanzó a balbucear Juana María antes de que se abriera la puerta.
Felicitas asomó la cabeza y preguntó:
—¿Quiere un té o una limonada fresca?
Cruz se molestó con Felicitas. La tenue comunicación que se había establecido entre las jóvenes se vio interrumpida por la llegada de la mulata y no se pudo retomar.
María de la Cruz se sentía muy contrariada porque presentía que Juana María había estado a punto de hacerle una confidencia. “¡Qué inoportuna!”, pensaba sumamente molesta. Al cabo de un buen rato, apareció doña Ventura. La decepción se notaba en su rostro. Había albergado la esperanza de que su hija le confesara sus penas a Cruz.
—Estuvo a punto de hacerlo, doña Ventura —le contó la joven—, si no hubiera sido por la interrupción tal vez lo hubiera hecho.
—¡Qué pena!, si tan sólo me hubiera quedado cerca para impedir que algo así sucediera.
—No se preocupe, que va a haber más oportunidades. Sólo le faltó un empujoncito —la reconfortaba.
—Dios te escuche, mi niña, pues el padre y yo no sabemos qué más hacer. ¡Lástima que mis otros hijos están en el extranjero! Las cosas serían muy distintas, pero no los puedo hacer regresar de ningún modo. La situación del país está sumamente peligrosa. Se cuidó de no preguntar por Facundo. Hasta el momento se ignoraba su suerte.
—Confíe en Dios, que todo se va a solucionar pronto.
En el camino de regreso, Cruz estaba silenciosa.
—¿Y cómo está Juana María? —preguntó Matilde. ¿Te pudo decir lo que le está sucediendo?
—Hay algo que la atormenta. Estuvo a un tris de confesármelo, pero llegó Felicitas y se calló.
—¡Qué mala suerte! Le dije a doña Ventura que la mandara para acá. Parece que anduvo con el cuento de que Juan se fue a Buenos Aires y…
—¿Y eso qué tiene que ver? —la interrumpió Cruz.
—No lo sé con certeza, pero la madre sospecha que está enamorada de Juan.
—¿De Juan Arizmendi? —preguntó, sorprendida, Cruz.
—No sé de qué te sorprendes. Te dije que Juan era un mujeriego. Seguro que ilusionó a la muchacha.
—Tiene razón, tía —dijo tristemente—, tengo un mal presentimiento.
—Por favor, ni lo menciones, me hago cruces de sólo pensarlo.