En cine, el cortometraje ocupa un lugar análogo al que tiene el cuento dentro de la literatura. Así, el cortometraje resulta un género noble y posibilidoso [sic] que, como el cuento, permite realizar obras de jerarquía.
Sin ir demasiado lejos en busca de ejemplos, están los cortos que vio Buenos Aires hace poco más de un año de Alain Resnais –realizador de la memorable Hiroshima mon amour–; está el más difundido film de Lamorisse, El globo rojo; están algunos valores de Su primera noche, de Franjú, película menos conocida por el público y también menos consistente que los ejemplos anteriores, pero apta, junto con ellos, para testimoniar las excelencias y las posibilidades de este género, de esta manera de relatar, o de expresarse, que el cortometraje ha inaugurado.
El muro
Pero el cortometraje contiene serios impedimentos para aquellos que intentan adoptarlo en nuestro país. El más grave, y de él derivan infinitos males, es su difícil comercialización. En efecto, es raro que un corto pueda encuadrar dentro de la programación tradicional de un cine o de un circuito de salas. No es la costumbre, o hay problemas técnicos que lo impiden; el hecho es que ningún exhibidor, salvo una excepción producida el año pasado, y otra este año con Los anclados, en el cine Premier, está dispuesto a complementar su programa con un cortometraje, y mucho menos con un cortometraje de origen nacional.
Una historia negra
Como consecuencia de la crisis que se produce entre exhibidores y la gente que conduce la industria cinematográfica argentina –por lo visto la lucha entre estos dos sectores viene de lejos–, se aprueba el 4 de enero de 1957 la ley de protección a la cinematografía, que viene a reemplazar la reglamentación dictada a partir de 1944 –año en que aparece el primer decreto por el que se obliga a los dueños de los cines a exhibir películas argentinas–. El espíritu de esa ley toma forma en 1948, cuando se comienzan a conceder los primeros préstamos de fomento. Esta legislación, dictada en su mayoría durante el peronismo, es generalmente desvirtuada por la discrecionalidad –a veces credulidad– de los funcionarios y por la falta de seriedad de la mayoría de los beneficiados con esos préstamos; se diluye con la revolución de septiembre del año 1955. Cuatro meses después de dictada la nueva ley, el 11 de abril de 1957, se crea el Instituto Nacional de Cinematografía, que reemplaza al viejo Instituto Cinematográfico del Estado y al aún más vetusto Instituto Cinematográfico Argentino. En la reglamentación que rige al flamante instituto se establecen muy pocas ventajas para el cortometraje. Fundamentalmente, el capítulo de la reglamentación que se refiere a este aspecto dispone la obligatoriedad de exhibición de noticiosos, la creación y participación del organismo en el sostenimiento de un Centro Experimental de Cinematografía y establece un premio anual para aquellos films calificados “A”; es decir, en la mejor categoría. Este premio es, en verdad, el único apoyo real que recibe el cortometraje. En agosto del año pasado se dicta la reglamentación actual, que determina la distribución del 3% de los fondos de Fomento Cinematográfico, creado según decreto n° 6948/58. El 3% establecido se distribuiría según la resolución n° 664 de 1959 del Instituto Nacional de Cinematografía, de la siguiente manera: un 70% para el cortometraje; un 30% para el cine experimental.
Juego cruzado o el último malón
Pero las nuevas luchas entre exhibidores –dueños de salas y de circuitos de cines– y la industria –directores, productores, actores, técnicos, etc.– impiden de hecho la aplicación de este beneficio. Los exhibidores, al parecer, siempre tuvieron una inconfesada preferencia por el cine extranjero; las razones serían de tipo comercial: el cine foráneo viene con su propaganda armada y suele ser mejor negocio que el criollo, aunque haya excepciones que puedan ir demostrando la relatividad de este criterio. Actualmente peligra en este combate no sólo el cortometraje, sino todo el cine argentino. Se pretende eliminar el impuesto que, con un 10%, grava las entradas. Con los fondos que se reúnen con este impuesto, el Instituto forma su presupuesto, puede realizar la tarea promocional para la que ha sido creado. Eliminando el impuesto, el ingreso de fondos desaparece, y con él se extingue la posibilidad de promover a nuestro cine. Los primeros pasos habrían sido dados, reduciendo el impuesto del 10%, en un 30%. Se prevén pasos paulatinos para obtener la desaparición total del impuesto. La razón que se alega para sostener esta posición es abaratar las entradas para propiciar una mayor afluencia de gente al espectáculo cinematográfico. En verdad, el público ha disminuido, pero su poca afluencia está vinculada obviamente a la aparición de la TV y otros factores ya de carácter social: dificultades del público medio para sostener su nivel de vida habitual, etc. Además, que una entrada cueste 50 pesos y su precio se reduzca a 45, no modifica el estado actual de la abstinencia cinematográfica. La lucha no está para nada decidida, pero el Instituto prefiere no otorgar créditos y mucho menos subsidios para el cortometraje, hasta que no se pueda saber a ciencia cierta si ganarán los exhibidores esta contienda y con su triunfo desaparecerá literalmente el Instituto y el cine argentino –o al menos lo más importante y promisorio de él–; o, por el contrario, si la industria derrotará a sus enemigos; las últimas interpretaciones atribuyen a las autoridades del Instituto una notoria simpatía por la posición de los exhibidores.
El cuaderno
Sumado a los problemas económicos que siempre ha padecido el realizador del cortometraje, existe otro al que podríamos asignarle carácter psicológico. Los directores y los productores con alguna trayectoria en su trabajo, como así también los dueños de la sala de exhibición, curiosamente coinciden en cierta resistencia por el cortometraje: un corto es para todos el pinino de los directores bisoños. Por otra parte, un corto no es suficiente elemento de juicio para estimar su talento: la incursión de Manuel Antín en el cortometraje hacía difícil sospechar el interés que contendría su posterior largometraje La cifra impar. A todo esto, los jóvenes realizadores se rebelan ante esta implícita resistencia, pero tal vez convengan íntimamente en que están pagando su derecho de piso. Esta certidumbre suele provocar timidez, inseguridad en ellos, y esto, en principio, no está del todo mal para gente que comienza a manejar sus herramientas de expresión; el cortometraje es habitualmente el medio de aprendizaje, y, quien aprende, es mejor que tenga miedo a que subestime su inexperiencia. El asunto es que su temor no neutralice.
Dimensión
Las probabilidades que tiene un realizador de cortometraje de seguir trabajando, son incorporarse al campo profesional del cine; incorporarse a este campo generalmente depende de cómo han sido recibidos sus primeros intentos entre la gente allegada a los resortes del cine. A pesar suyo, es posible que el director que se inicia se autolimite, aunque sea difícil precisar hasta qué punto resta libertad a su imaginación y a su lucidez cuidándose ante los ojos expertos de los hombres que pueden abrir y cerrar las puertas de su profesión. También el realizador de cortometraje puede ser sospechado de otra limitación: la que le impone referirse a un público naturalmente restringido. Esto se agrava ante el hecho que él generalmente conoce; es amigo de cada uno de los componentes de ese público, al que también está unido por una serie de inquietudes y criterios comunes. Así corre el riesgo de tentarse y hablar directamente al clan, mostrarse hábil ante sus compañeros. Ejemplos de esto podrían ser algunos chistes que hacen los personajes de Porque hoy es sábado, de Filippelli y Sáenz; hay que estar en los secretos, en las particularidades que vive la gente del cortometraje, para gozarlos. Sumadas a estas posibles limitaciones están los inevitables titubeos, o los errores que aquejan en la práctica de un oficio que se enfrenta por primera vez.
Nobleza gaucha y los pequeños seres
De estos peligros se salvan, por cierto, aquellos que verdaderamente tienen algo que decir. Así los riesgos servirían de catarsis; probarían a la gente y a su inteligencia, a su capacidad para equilibrar la inquietud por brindar una versión propia del mundo, con la necesidad de dar a esa versión forma y consistencia. Pero frente a estas pruebas y riesgos de su oficio, el director de cortometraje tiene la ventaja de ser un hombre independiente, generalmente libre de los condicionamientos –a veces el mero comercio– que la industria del cine impone. Esta situación le permite, primero, objetivar, y luego enfrentar los criterios tradicionales y nocivos, y posteriormente jugar en el terreno profesional con otro derecho, con otro futuro; tal vez renovar, imponer un lenguaje propio.
Moto perpetuo
Gran parte de la gente que integra el movimiento que se ha dado en llamar Nuevo Cine Argentino ha pasado y en cierta medida se ha formado en los cineclubes. Además, casi todos comenzaron su carrera cinematográfica en el cortometraje. El ejemplo más lejano es Leopoldo Torre Nilsson; el más cercano, Rodolfo Kuhn o David José Kohon; la excepción, Lautaro Murúa. Se habla de una mentalidad cineclubista. Se trataría de la sensualidad o la exaltación ante el hallazgo, exclusivamente fílmico, de cierto esteticismo que limita expansiones y naturalidades, que entorpece o intrinca inútilmente lo que se quiere decir; que oscurece objetivos y quita sentido a la percepción de una película o su realización. Sería la contraparte del esquematismo ideológico que endurece la valoración objetiva del cine o su ductilidad expresiva. Algo de todo esto hay, pero felizmente la tendencia es ir librándose de estos sectarismos parciales, de esta especie de adolescencia artística. Pero en los cineclubes se comenzaron a ver por primera vez películas que las salas comerciales habitualmente no mostraban, porque sencillamente no eran buen negocio. Allí se recibía información, revistas, se hablaba, se cambiaban ideas o surgían los primeros proyectos. El primer cineclub comienza sus actividades en el año 1930. Se llama Cine Club Argentino, y actualmente sigue existiendo como entidad. Hasta 1957 había organizado 56 concursos de filmación y participado en la realización de 550 películas de 16 mm. En 1933, el CCA presenta Caperucita roja, film de Méndez Delfino, a un concurso internacional. En 1937, otro asociado, Carlos Douverges, obtiene un premio en un concurso también internacional, organizado en París. Se llama De un solo tiro y está realizado con marionetas. No obstante esta actividad precursora y esta especie de perpetuidad en el mundo de los cineclubes Juan Agustín Mathieu, en su libro El cortometraje argentino, señala que “en sus veintiocho años de existencia” la “característica más saliente del Cine Club Argentino es la perdurabilidad”.
Luz, cámara, acción
En 1930 aparece Cine Club Buenos Aires; entre sus animadores están el escritor Aldo Pellegrini y León Klimovsky; en 1942, Cine arte y el Primer Museo Argentino, fundado por Manuel Peña Rodríguez, realiza ciclos orgánicos bajo el nombre de Cine estudio. En ese año se funda Club Gente de Cine, que actualmente desenvuelve una intensa actividad; en 1948, la Cinemateca Argentina. Entre los años 1952 y 1954 aparecen cine clubes en La Plata, Rosario, Santa Fe, Mendoza y el Cine Club Núcleo, en Buenos Aires; en 1956 la Asociación de Cine Experimental. Por otra parte, en 1953 se funda el Seminario de Cine Argentino; sus principales animadores, Simón Feldman y Mabel Itzcovich, son gente surgida de cineclubes; también gran parte de la que en 1956 apoya a Fernando Birri en Santa Fe, para la formación del Instituto de Cine de la Universidad Nacional del Litoral. Con el organismo similar creado en La Plata seguramente debió ocurrir un proceso análogo. En una palabra, la formación de la gente tiende a sistematizarse, al entrar en acción de una manera más sólida.
Biblioteca nacional
Al parecer, y según el ya mencionado libro de Mahieu, en el año 1901 Eugenio Cardini “intenta” con sus escenas callejeras el primer esbozo de cine argumentado. En esta zona prehistórica del cine argentino lo acompaña Mario Gallo, que en 1908 hace El fusilamiento de Dorrego y Nobleza Gaucha, realizada en 1915 por Humberto Cairo, Martínez de la Pera y Ernesto Gunche. En esta época también se filma en Santa Fe El último malón, que se refiere a un presunto levantamiento de indios de la zona de San Javier. En 1930 aparecen las películas ya mencionadas, de los socios del Cine Club Argentino; a ellas debe sumarse un largometraje realizado en 16 mm. por Luis Saslavsky, Con ellos aparece un cine extraprofesional concebido en formato reducido.
Cachivache
Amanda Lucía y Héctor Bernabó filman en 1943 un convencional corto documental: Playa grande. Es posible que sea de esa fecha también En tierras del silencio, de Héctor C. Peirano (en la copia que posee la cinemateca del Instituto de Cine de la Universidad de Buenos Aires –ICUBA– no está consignada la fecha). Estas dos películas fueron realizadas en 16 mm y tienen una duración de 20 minutos. De 1947 es Tigre, de Carlos Alberto Pessano; dura 14 minutos, está hecha en 16 mm y como curiosidad podemos recordar que en ella aparece Tilda Thamar. Pessano también realiza otros cortos documentales: Vendimia, Nahuel Huapi. Tres años después, 1950, Leo Fleider hace Los pueblos dormidos, en 16 mm; la fotografía era de Hugo Chiesa, que iluminara también Tres hombres del río, de Soffici; este corto es premiado en el Primer festival de Mar del Plata, tiene buena fotografía, una filmación tradicional y un texto pobre de Francisco Madrid. Reúne las características del cortometraje filmado en esta década, que comienza después del año 1940 y que es mucho menos interesante a la precaria época que inicia el film de formato reducido por el año 1930.
Del veinte o imágenes del pasado
Aquella primera época tenía el candor frente al hallazgo de un nuevo medio expresivo, que se diluye en la década posterior, donde el convencionalismo hizo pasto de los realizadores de ese momento. En la década del treinta, lo que se filmaba, algo tenía que ver con la literatura y el teatro de la época; también con su tipo de cultura. Los documentales de la década del 40 no parecen resultado de su tiempo y es difícil vincularlos con los procesos de importante riqueza que el país vive en el terreno político y artístico: el peronismo, por un lado, por otro, la aparición de la nueva pintura y la nueva arquitectura, la renovación poética del invencionismo y del surrealismo, las luchas aisladas del dodecafonismo en el terreno musical; además, la Primera Guerra Mundial parece haber resbalado por estos desaprensivos directores. El populismo que en el largometraje producen Hugo del Carril y Mario Soffici tampoco aparece en estos films.
Erosión del suelo
Ante esta situación, un elemento renovador era casi inexorable. El director italiano Enrico Gras, conocido luego por sus largos documentales Magia verde, Imperio del sol y parte de Continente perdido, en 1948 dirige, por encargo de la Municipalidad de Buenos Aires, el film documental La ciudad frente al río; en 1950, utilizando las piezas arqueológicas del museo de Santiago del Estero, y apoyándose en la leyenda del Cacuy filma Turay; más tarde hace Don Segundo Sombra. Estos films incidirán y servirán de antecedente al movimiento que diez años después se inicia el cortometraje. También filma Gras para esa época Rogelio Yrurtia, La aventura de los siglos, en el Museo de Historia Natural de La Plata, y Biblioteca Nacional.
De un solo tiro
Pero la película que presenta su condición más absoluta de antecedente al movimiento del cortometraje argentino es, sin duda, El muro, filmada en 1947 por Leopoldo Torre Nilsson. Además de ser anterior al trabajo que hace Gras en Argentina, este cortometraje se acerca más al género cortoargumental; en las películas del realizador italiano, este aspecto generalmente se diluye, y tiende siempre, aunque trate una leyenda, Turay o una novela, Don Segundo Sombra, a documentar más que a dramatizar; por cierto, lo hace bien y testimonio de esto es la agudeza con que muestra, en su Don Segundo Sombra, la faena del tropero de la provincia de Buenos Aires. Pero El muro se acerca mucho más a lo que será el movimiento del cortometraje argentino. Hay una intención de relatar y de buscar las formas de ese relato. Torre Nilsson tenía 23 años cuando lo hizo; había trabajado en más de veinte películas como ayudante de dirección de su padre, Leopoldo Torre Ríos, y alguna incursión en el terreno de la poesía. Después de El muro, Torre Nilsson filmará El crimen de Oribe, largometraje con el que comienza una obra cinematográfica fundamental para la renovación y el destino de nuestro cine. A partir de ese momento, iniciar la carrera cinematográfica con un cortometraje se convertirá en una especie de tradición entre nosotros.
Faena
Sólo después de seis años, 1953, de la filmación de El muro, surge otro síntoma de aparición de un cine que escape a la producción tradicional. En ese año, 1953, Simón Feldman –ex pintor– filma un documental en 16 mm: Un teatro independiente. En 1956, este mismo director realiza un largometraje también en 16 mm, El negoción, sobre un argumento del dibujante Oski. Dice Mahieu con respecto a este film: “A pesar de tratarse de un largometraje, esta empresa quijotesca merece inscribirse en esta pequeña historia del movimiento cortometrajista”. En efecto, pienso, con Mahieu, que esta película es una de las tantas tentativas aisladas que iban configurando un futuro positivo a nuestro cine, futuro del que no estaría excluido el cortometraje. Un tiempo después, Feldman volvería a filmar El negoción, pero esta vez con carácter profesional; la película sería premiada por el Festival de Cine Latinoamericano, que anualmente se realiza en Santa Marherita Ligure (Italia). Feldman ha hecho otros cortos: Gambartes, 400 millones, Ritmo de tango, etc. También un largometraje: Los de la mesa diez, una de las primeras víctimas del inasible ángel maligno que siempre amenaza a nuestro nuevo cine.
Biografía y el rescate
En 1955 se crea la Asociación de Realizadores de Cortometraje y comienza a precipitarse un proceso de acrecentamiento de este tipo de producción que aún no ha finalizado. De ese año es el primer corto de Osías Wilensky, Estudio; también en ese año este realizador –tal vez uno de los más consecuentes con el género del cortometraje– filma Romance sonámbulo; al año siguiente, Pavana, en 1958 Episodio, en 1959 Pequeño mundo, luego Comentario y moto perpetuo y Un día. Raúl Rosso filma en 1957 Defensa del Pucará y al año siguiente Bolivia, pero estas obras pertenecen al género documental; en cambio en 1957 filma los cortos argumentales El río burlado y en 1960 La señalada. Roberto Robertie hace en 1957 El proceso sobre la novela de Franz Kafka, que trascendiera internacionalmente; por ella recibió el primer premio del Festival de Rapallo (Italia, 1957) y Merano (Italia, 1958). Enrique Dawi ingresa al cine después de haber tenido experiencias en la música, la pintura y el teatro; en 1956 filma Llega el circo, en 1957 Cachivache, en 1958 El rescate; ese mismo año hace un corto documental, La ribera, y también Torres Agüero; recientemente ha filmado Guillespiana. Oscar Baigorria realiza en 1959, y con libro de Jorge Michel, con quien también comparte la dirección, Los pequeños seres, y luego La montaña de ladrillos. Alejandro Saderman filma en 1956 Vocación y en 1958
Hombrecitos y Carolina, sobre relatos del novelista Enrique Wernicke; luego hace Plaza de Mayo. Rodolfo Kuhn, formado en el Institut of Film Technique, de Nueva York, se presenta en el cortometraje con Sinfonía en do bemol, film casi dadaísta, premiado en el Festival de Bruselas en 1958; al año siguiente filma Contracampo y luego Luz, cámara, acción, con libro de Antín; posteriormente El amor elige. Dino Minitti, formado en el Centro Sperimentale de Roma, se incorpora a nuestro cine en 1949 como iluminador. En 1956 realiza su primer corto: El barrilete; en 1958, El cuaderno y, por último, El grito postrero, en 1961. El año anterior Jorge Macario Rodríguez realiza Spilimbergo y, recientemente, El hombre que vio al Mesías, apoyado en un cuento del escritor Gerardo Pisarello. En 1958, Aldo Persano filma Erosión del suelo y en 1960 Dimensión, atractivo film sobre esculturas móviles de Mauro Kunt y con música de Francisco Kropfl; obtuvo el Bucranio de bronce en el Festival Internacional de Bérgamo (Italia, 1961). En 1958, Luis A. Bellaba hace En tránsito, sobre un cuento de Ezequiel Martínez Estrada; se suma a este un segundo film en el que a través de objetos describe el nacimiento de la conciencia revolucionaría que desembocaría en los sucesos del mes de mayo de 1810.
En 1959, Juan Barend filma Estadio y al año siguiente Mario; esta película, a la que se le atribuye excelente factura, merece el Oso de Plata al mejor cortometraje en el Festival de Berlín de 1960. Martín Schor filma La carrera, en 1960, Rómulo Blaghetti, Capacidad 20 pasajeros, también en 1960. José Arcuri, Continuidad plástica, en 1957; Manuel Antín, Biografía, en 1960, Aníbal Di Salvo –el más prestigioso cameraman de nuestro medio–, Trayectoria, en el mismo año y con ponderable nivel de realización, Jorge Tabachnick Del veinte, en 1959, y recientemente El crimen perfecto; Fernando Oliva, alumno del Instituto de Cinematografía de la Universidad del Litoral, López Claro, 1960, y César Caprio, también alumno de ese instituto, Retablillo de Perico, en el mismo año. El pintor Nicolás Rubió filma en 1960 La creación y Julio César Baudoin El hacedor de máscaras, en 1959, y Pequeña tarde, 1960. En ese año, Leonardo Favio hace El amigo, y en el interior Mauricio Berú La puerta; entre la producción reciente está Un drama breve, de Jorge Presas, apoyado en un cuento de Alvaro Yunque. Walmo filma Capital y Metrópoli; Rafael A. Filipelli y Luis A. Sáenz, Porque hoy es sábado.
Piripipí y la aventura de los siglos
En esta enumeración hay que detenerse en un tipo especial de realización. Es difícil omitir las experiencias hechas por Héctor Franzi, en la que usa un tratamiento directo sobre la película similar al utilizado por Norman McLaren: los intentos de concebir objetos plásticos, cuadros para filmar, que en Rosario realizara Jorge Vila Ortiz. La ternura de Víctor Iturralde, en sus dibujos animados –Ideíta, 1952; Hic, 1953, Piripipí, 1954; Puna y Baladita; y especialmente su último film, Petrolita, 1958, con excelente música de Roberto Ruiz–. En este género el dibujo animado, Jorge Alventosa realiza, en 1960, Una historia negra, film de humor bueno y sentido crítico donde se encara con un compartido criterio el problema del petróleo en nuestro país; su segundo film, Sin memoria, malogra una idea de contraposición de realidades, tradicional, pero todavía apta para cuestionar.
De vuelta a casa
Fernando Birri merece consideración. Poeta, titiritero, hombre de teatro, formado posteriormente en Italia como hombre de cine, fundador del Instituto de Cienmatografía de la Universidad del Litoral. Realizó, sumado a su reciente largometraje, Los inundados, tres películas en cortometraje: Tire dié, en 1956, encuesta social filmada con alumnos del citado Instituto Cinematográfico; en 1959 filma Primera fundación de Buenos Aires, sobre un cuadro de Oski, utilizando los textos del libro Derrotero del viaje a España y las Indias, de Ulrico (Utz) Schmidl, curioso personaje que acompañó a Pedro de Mendoza en aquella desafortunada expedición. El texto era leído por el actor Raúl de Lange y la música pertenece a Virtú Maragno. En 1959 realiza Buenos días, Buenos Aires, con fotografía de Adelqui Camusso y música del Quinteto Real.
Un drama breve
En Tire dié, película por momentos excelente y de innegable impacto testimonial, se expresa con nitidez la voluntad de creación de Birri; en su largometraje Los inundados se puede rematar la apreciación de esta voluntad. Su director afirma: “Utilizar el cine al servicio de la Universidad y la Universidad al servicio de la educación popular. En su acepción más urgente esta educación popular va entendida como toma de conciencia cada vez más responsable frente a los grandes temas y problemas nacionales, hoy y aquí”. Sin embargo, Birri ha elegido temas inadecuados para favorecer esa conciencia sobre los grandes temas y problemas que nos conciernen. En efecto, en Tire dié, y también en Los inundados, ha elegido la vida de gente que, por cierto, constituye un doloroso problema social, pero merced a su injusta marginación no pueden representar o reflejar los problemas sociales y políticos básicos que vive el país; entiendo que a ellos se refiere Birri cuando habla de “grandes temas y problemas nacionales”. A mi juicio, tampoco representan ni constituyen paradigmas adecuados a los problemas que, por ejemplo, vive y representa entre nosotros un obrero metalúrgico o ferroviario, con la pequeña clase media ocurre algo parecido y ambas extracciones sociales evidentemente son la sustancia más tangible del país, desde un punto de vista humano. La elección de este tema, por cierto preferible a los tradicionales de elusión, puede descubrir un criterio poco riguroso. Olvidar que este tipo de gente marginada requiere incluso en un régimen social apto y preocupado por ellos, un período de readaptación que pueda durar más de una generación, levanta estas suspicacias. Hace suponer que se trata de una confusión, que no lleva a otro lado que a la confusión y no a la claridad y la conciencia como se pretendía. Además, diferenciar entre proletario y lumpen proletariado, es considerado tarea elemental. Mahieu seguramente no comparte este criterio, y a mi entender también se confunde en la interpretación del problema: “Al señalar un camino, Tire dié pone de manifiesto, entre otras cosas, que existía en muchos de nuestros realizadores una completa comprensión del hecho vivo que se halla en las bases de nuestra estructura social y cultural”. Ese sector marginado de la sociedad, sin duda, no sirve de base a ninguna estructura; por el contrario, suele ser su víctima. Este tipo de incomprensión al parecer también complica a Birri y lo muestra desconcertado frente a un compromiso que propone; las razones pueden residir en una falta de claridad o madurez conceptual, o en el temor que siempre acomete frente al ejercicio de una toma de posición y de sus implicaciones. “Hay muchas formas de emprender el conocimiento y la expresión, agrega Mahieu, de nuestras problemáticas nacionales. Pero un presupuesto es indispensable: la autenticidad”. A mi juicio no es suficiente, y previamente hay que ver si la problemática es realmente la que se ha elegido, y de no ser así, por qué razón no se la encontró o fue sustituida. Birri pone sobre el tapete el tema de la conciencia del creador sobre la circunstancia que vive y comparte. Esta necesidad de problematizar la lucidez y la opción frente al mundo del hombre de cine, y del creador en general, deberá ser todavía perfeccionada o adquirida por la totalidad de nuestros realizadores.
La puerta
Seis realizadores presentan, a mi juicio, el mejor interés dentro del movimiento del cortometraje argentino; esto me permite observar con ellos mayor exigencia y me exime de soslayar posibles limitaciones. David José Kohon, cuentista, crítico de cine y periodista, director de los largos Prisionero de la noche y Tres veces Ana –recientemente estrenada en salas comerciales–, realiza en cortometraje La flecha y el compás, en 1951, y en 1959, Buenos Aires; este último film significa para nosotros la primera expresión madura que se realiza en este género; la objeción que se puede jugar en cierta simetría que, sin llegar a endurecer el ritmo cinematográfico, reaparece insistentemente en la contraposición de los mundos de la abundancia y de la indigencia y confiere cierta elementalidad entre ambos mundos oscila permanentemente [en] esta película. Faena, realizada por Humberto Ríos, en 1960, presenta también riqueza de filmación y de intenciones; pese a su calidad literaria, el texto de Rodolfo Alonso no mantiene, a mi juicio, una relación muy íntima con el material que se maneja en el film: la faena en el matadero. Con este material se ha intentado plantear el problema de la muerte y, además, el de la muerte impuesta e injusta, y esto me parece en alguna medida forzado. Recientemente ha terminado su segundo corto, Juego cruzado. Ramiro Tamayo, también en 1960 hace un excelente film: Bazán, sobre libro de Tomás Eloy Martínez; sólo puede ser objetable –y en este caso la objeción se agudiza en lo meramente subjetivo– la elección del tema y el reparo puede admitirse si se comparte la suposición de que nuestra actualidad tiene otras preferencias, está urgida por referirse a otro tipo de problemas o a plantearlos de una manera distinta, aunque esta no le parezca deleznable. Se trata de una leyenda y tengo el prejuicio de que las leyendas, los cuentos fantásticos, corresponden a una realidad que no nos pertenece, o que vivimos de una manera diferente. Fuad Quintar, formado en los Estados Unidos, Argentina, Siria y París, realiza Los anclados; su primer film fue producido en París. Esta segunda película se desenvuelve en el remanido barrio de la Boca y esto ya supone un riesgo; la primera parte de la película es así expositiva, y en ella la intención se diluye o aparece de manera confusa, la última parte del film tiene un sentido dramático y alcanza un vuelo que no era previsible en los primeros tramos de esta realización; la fotografía en colores de Ricardo Aronovich tiene un nivel desconocido entre nosotros. De vuelta a casa, de Ricardo Becher, realizada a fines del año pasado, presenta los elementos de un conflicto íntimo: rompimiento con lazos familiares y con todo el mundo convencional y escasamente válido que esto supone; es la “casa” a la que no se quiere regresar; se trata de liberarse de los sentimientos, de decidirse por la madurez, de tender hacia la independencia. En síntesis, se pone en juego la posibilidad y por tanto la capacidad de elección. Desde el punto de vista fílmico, la película está perfectamente realizada y no se descubre el oficio con que ha sido resuelta; dicho de otra manera, no hay amaneramientos innecesarios. El pintor Paul Gauguin señalaba, precisamente, que oficio en el arte consistía en que nadie llegara a advertirlo. Desde el punto de vista dramático, presenta la película un final y un comienzo de gran calidad; sin embargo, en el desarrollo de ese planteo dramático aparecen algunos defectos que tampoco fueron resueltos suficientemente en el libro de Rodolfo Alonso: saturación de elementos de ciertas escenas (secuencias), superposición crispada de situaciones; estos errores, por momentos, se acentúan con una actuación endeble. Sin embargo, esta película y Feria, de Ricardo Luna –filmada también para esta época– suponen los mejores cortos argumentales presentados últimamente.
Feria tal vez sea la realización más completa y homogénea; sus debilidades corresponden al libro, escrito por el director del film; en él aparecen momentos desaprovechados, sin un remate necesario o excesivamente verbales, especialmente en la primera parte, donde con un parlamento se intenta mostrar la situación que será desarrollada posteriormente; la actuación es despareja: María Esther Buschiazzo –la eterna madre de Luis Sandrini–, cuando hace vivir al personaje desamparado, muestra una capacidad de expresión –salvada tal vez milagrosamente en tantos años de teatro y cine convencional e inconsistente– que lamentablemente desmorona cuando intenta hacerlo hablar o conectarlo con la gente. El sonido y la música de esta película han sido colocados con un buen sentido de equilibrio.
En trámite
Estos seis films tienen, a mi juicio, significación, porque no sólo suscitan interés en estos realizadores de cortometraje sino que también advierten sobre las posibilidades del género. Casi todos fueron hechos en los últimos dos años y la fotografía fue habitualmente resuelta por un indudable creador: Ricardo Aronovich. Muestran todos, de una manera o de otra, la ciudad, y esta localización resulta positiva; indicar un lugar es el primer paso que permite admitir la presencia de una realidad, tomar conciencia sobre ella, tratar de manejarla y, posiblemente, también de cuestionarla. Ya el lenguaje que en estos films se utiliza es propio y olvida la inconsistencia y convencionalidad del diálogo a que nos tenía acostumbrados nuestro cine. Tal vez sea todavía un poco duro ese lenguaje; tal vez no se haya obtenido la suficiente conciencia que él requiere; por lo visto no es suficiente el manejo óptimo de una cámara; es probable que quede mucho por hacer, pero indudablemente se está en eso y, lo que es mejor, se quiere estar en eso. El trabajo, el rigor y las exigencias pueden brindarle un crecimiento satisfactorio.