Juan L. Ortiz, el poeta que ignoraron
La Opinión literaria, 4 de julio de 1971

Desde el año 1933 en que publicó su primer libro, han salido en total diez títulos del poeta entrerriano Juan L. Ortiz. El último, hace trece años. Todos fueron editados por cuenta propia y las tiradas nunca llegaron a superar los trescientos ejemplares; eran normalmente repartidos entre amigos y eventuales suscriptores.

En la próxima semana la editorial Biblioteca, departamento de Publicaciones de la Biblioteca C. C. Vigil, de Rosario, pondrá en la calle tres volúmenes que reúnen la casi totalidad de la obra poética de Ortiz. La empresa llevó tres años y, en tanto, la producción del autor de La brisa profunda no ha cesado. Los dos poemas de Ortiz que se publican en estas páginas no estarán incluidos en la inminente publicación.15

Ortiz es, seguramente, uno de los poetas vivos más altos de la lengua; uno de los autores más sólidos de la producción poética contemporánea. Su obra, no obstante, ha permanecido hasta ahora prácticamente oculta, apenas conocida por un círculo reducido de personas. En síntesis, fue construida valientemente en la soledad menos gratificante.

Cuando se toca el tema, es imposible arrancarle una queja, una ironía, advertir resentimiento ante el olvido o el desdén de sus compatriotas. “Todo esto se debe a mi desinterés –dice–, porque me parecía que lo que yo hacía era algo que no debía trascender cierto límite. Creía, sencillamente, que no merecía más audiencia de la que se podía lograr en ciertos grupos de amigos. Creo que, en este sentido, yo soy el culpable”.No desconoce que también pudieron gravitar otros factores. Ortiz siempre ha tenido actitudes claramente revolucionarias en el campo político: “pero no me preocupa mucho este problema: estoy satisfecho con ver objetivado, realizado lo que yo debía o yo podía ser”.

También está su forma de escribir, su línea de trabajo de despojamiento y búsqueda desagradable para todo el oficialismo cultural, distinta a lo que puede ser sacralizado por las diversas gamas del liberalismo, desde Héctor P. Agosti a Victoria Ocampo. No coincide esta obra con el populismo obrerista; tampoco con el neoclasicismo epígono, agitado por los dirigentes tradicionales de la Argentina.

“Parte de lo que después ha sido el patriciado de la literatura del país, se presentó al galope, como los caballos domados –piensa Ortiz–. Cambiaron todas sus reacciones en un movimiento acompasado de galope, en lugar de corcovear como los caballos; esa es la verdad”. Recuerda que las condiciones de vida en el interior eran difíciles a principios de siglo, que estaba la tentación de “la carrera” de Buenos Aires. Ortiz tiene 74 años de edad.

Pero “tampoco se puede ser cómplice, porque las condiciones fueran difíciles; las condiciones especiales de la Argentina pueden explicar muchas cosas, blanduras. Blanduras siempre en términos de equinos; en fin, yo no puedo decir más por ser parte interesada, como se dice”.

Ortiz conversa rodeado de gatos y de perros. Las flores del pequeño jardín de su casa, en Paraná, se mezclan con “la naturaleza” del parque Urquiza. Más allá, con la naturaleza verdadera de las islas y del río, que alguna vez comparó –al regresar de su viaje a China– con el Yan-tsé; ceba un mate con la bombilla larga y fina como la boquilla con que fuma, tan delgada como su letra diminuta, sobrevolando la página.

Todo en la casa se condiciona a este módulo, a esta fragilidad fuerte que impone su persona. Y no es anecdótico recordar que su perro legendario era un galgo, que su bicicleta –la sigue usando para sus paseos– sea de carrera, absolutamente liviana.

Su lirismo pareciera alejarlo de las cosas concretas, pero su inteligencia “atenta” –como le gusta decir– no pierde detalle de lo que pasa a su alrededor, en el mundo: una radio transoceánica lo conecta noche a noche con las más remotas capitales; de todas partes recibe libros y publicaciones que lo mantienen conectado con su época. “Soy de Géminis, por eso tengo doble personalidad; y no solamente doble; no sé cuantas”, dice, y en su cara de gaucho se descubren rasgos de Gandhi y de Macedonio Fernández. Su organismo, su naturaleza, es también especialísima: él mismo la ha ido construyendo y, cuando se enferma, los médicos no se atreven demasiado a internarse en ese organismo, en el equilibrio delicado que ha conseguido. “Quien no conoce su cuerpo después de los 30 años, no merece vivir”, opina Ortiz.

Nació en Puerto Ruiz, provincia de Entre Ríos, en 1897; allí vivió hasta los tres años: “Pues los primeros tres años, fueron de Puerto Ruiz.../ En lo profundo del terror infantil/ la pitada del vapor hacia Baradero para la gracia del agua cristalina...”, diría luego en un poema. De allí la familia se trasladó a Mojones Norte, al campo del general Racedo, que contrató a su padre como mayordomo.

“Mi padre trajo a Leandro Alem a Entre Ríos”. Había nacido en San Antonio de Areco, “la zona más criolla del país, como La Paz y Salta”. El hijo hizo la escuela primaria en Villaguay y “la normal” en Gualeguay. De esa época recuerda al doctor Yarcho, que “era un individuo magnífico que me hablaba de la revolución rusa, la de 1905; y de Dostoievski, Tolstoi, Gogol, Gorki; Yarcho era un gurú, se le veía el halo de santo”. Por ese entonces, Ortiz conversaba con los sobrevivientes de Caseros o de la Guerra del Paraguay; las negras que trabajaban en la residencia de un hijo de Urquiza le enseñaron a remedar la manera con que, al parecer, el general hablaba. Y lo imita todavía, con un dejo de burla, el que le nace de sus convicciones “jordanistas”.

A los diecisiete años viaja a Buenos Aires; ya había pronunciado discursos encendidos y escrito en diarios radicales por el año 1912. En Buenos Aires vive en Sarandí y en Villa Crespo, en conventillos donde habitaban sus tías. Tres años después decide volver a Gualeguay. De tanto en tanto bajará a Buenos Aires, a visitar amigos, como su comprovinciano Mastronardi.

En 1942 se traslada a la ciudad de Paraná; trabaja allí hasta jubilarse, en el Registro Civil: “he enterrado, he visto nacer, he casado, a media ciudad”. También él se casará allí con Gerarda Silvana Irazusta; nacerá su hijo, su nieta, a quien le dedica algunos poemas últimos: “perdón por la beatería”.

En 1957, después de estar varias semanas preso –en esa oportunidad se acordaron de su existencia–, visita China y luego presencia el desfile del 7 de noviembre en la Plaza Roja de Moscú, con 17 grados bajo cero. A su regreso dirá, parafraseando al Che Guevara –“lo conocí cuando recién se había puesto los pantalones largos: este chico miraba, miraba, calladito, calladito, con una atención...”– y recordando la frase de Mao Tsé-tung “en la revolución no hay detenciones”: “Lo sabíamos, pero lo habíamos olvidado”.

Una enfermedad reciente lo relaciona otra vez con el sufrimiento, con un dolor que reaparece a todo lo largo de su obra: “una puntada en los ojos como si me clavaran estiletes, y después los oídos, y luego la mandíbula y, por último, las encías. Ahí conocí el dolor; como dice Arguedas, seguí el hilo del dolor con la mayor conciencia”. Por eso, cuando siente “los gemidos que se levantan de la tierra”, piensa que “nada se pierde en la atmósfera: algo que la ha conmovido va corriendo, a veces, entre la masa de aire o del éter, y pareciera que ha desaparecido por siglos, hasta que llega un momento en que, de repente, reaparece ese ruido que pude ser una vibración, puede ser hasta un canto que emerge y se siente en el aire”.

Es decir, que “la atmósfera de la tierra va como el agua llevándose todo y según los giros y los movimientos de la masa, las presiones, ciertos ruidos van aflorando; puede ser a los cincuenta años, al milenio, también”.

En ese dolor inmortal parece sustentarse no solamente su esperanza, sino también su sabiduría, una “sabiduría de intemperie”, que Ortiz contrapone al conocimiento cartesiano; por eso, luz es una palabra clave en su escritura: “Las sombras, la luz, el yan, el yin”. Dos aspectos de la misma cosa que pueden parecer inciertos al suponerlos desvinculados: “nacen y renacen células; en un milésimo de segundo, se realiza este proceso en el que los términos vida y muerte son indiscernibles”.

Sostiene Ortiz que no hay desesperación frente a la muerte: “Está tan bien hecho todo el tránsito que, al contrario, lo único que uno quiere es bajar el declive, la colina. Y no queda nostalgia del estado anterior”.

Cuando uno sale del sueño “pareciera que viniese del otro mundo”. Pero hay una diferencia: “El sueño tiene orillas, el sueño es un pedazo de muerte”.

“En una siesta en que yo estaba por dormirme, vi algo blanco, como una sugerencia; era más que un resplandor. Hay muchas cosas, y a mí se me va complicando un poquito más porque voy viendo y se me va atomizando, no digo la realidad, sino que voy sintiendo, intuyendo, me siento por momentos en otras dimensiones. A veces me parece que estoy del otro lado.

“Ahora mismo, cuando estuve enfermo, con ese estado de excitación, veía los árboles venir hacia mí, como Rilke en Muzot, cuando le parecía que cada árbol respiraba con los pulmones de él”. “Quizás no encontremos otro caso semejante en toda la literatura argentina –dice Hugo Gola en el prólogo de las obras completas de Ortiz–: más de cincuenta años de trabajo para construir pacientemente un orden homogéneo y real viviente y articulado; un mundo complejo, tejido con la precaria circunstancia de todos los días, con la alta vibración de la historia, con la angustia secreta de la pobreza y el desamparo y la repetida plenitud de la gracia”.

“Presiento que una obra de esta dimensión –sigue diciendo Gola– sólo se puede realizar con una entrega sin reservas y confiada, persistiendo heroicamente en el registro cotidiano de estados de iluminaciones, descensos, buceos, titubeos o certezas, pero con la humildad de una hierba que florece para cumplir sus ciclos, y no por el orgullo de la flor”.

Gola conoce muy bien a Ortiz; es seguramente el amigo más cercano y a su vez más lejano –veinte años de relación– y el que mejor puede entenderlo por la disposición inteligente de su sensibilidad.

“La materia donde Ortiz imprime sus gestos –dice Gola– es el lenguaje, el campo donde desliza la palabra, la memoria. La estructura de sus poemas nace de un silencio anterior a la palabra, crece apoyado sobre él y su desarrollo origina lo que, en definitiva, será su forma. Cada verso es un avance hacia lo desconocido, y en esta marcha surgen palabras y recuerdos, situaciones e ideas imprevisibles en el comienzo. Quiero decir que es nadando en el líquido maleable e indefinido del lenguaje donde Ortiz descubre la modalidad de sus estructuras poéticas. En aquel silencio anterior tiene su origen y luego, cuando las palabras ya son el poema, este nos vuelve a alojar en el silencio, en el encantamiento que sólo la poesía es capaz de engendrar”.

“Yo creo –dice Ortiz– que cada poeta que nace en el mundo crea, si es fiel a sí mismo, una forma nueva de poesía, o una visión, aunque sean matices. Yo quería servir, tenía un sentimiento de servicio. Pero servir a qué; a algo que siempre ha sido a través de toda mi vida muy operante: la piedad, en el mejor sentido de la palabra”. “Piedad hacia el hombre, hacia los animales. En este sentido, mi vida me llevó a buscar todo lo que podía encontrar que me iluminara. Así, el servicio era la necesidad de denunciar la injusticia, y denunciarla como yo lo podía hacer; y eso también era piedad. Hay una manera de actuar que está incluida, inserta en lo que uno cree que es su evolución personal”.

Sirve otro mate y espera; se ha negado sistemáticamente a responsabilizar a otros de su destino.

–Después de la marginación, puede venir ahora, con la salida de sus libros, la contraparte. Un revuelo convencional que de alguna manera lo oficialice.

–Esto sería muy grave. De ningún modo, de ningún modo: llegar a lo que han llegado amigos que aprecio mucho. Sería echar a perder todo.

–No digo que se oficialice usted, sino que lo oficialicen a pesar suyo.

–Sería muy grave, todavía, muy grave. No quiero decirle como cuestión mía, ha habido ejemplos.

–Se supone que todos los hombres tienen algo de vanidad, en el mejor de los casos un poco de orgullo. Me gustaría saber cómo ha manejado usted esa vanidad o ese orgullo. Qué ha hecho con todo eso.

–Lo tengo, lo tengo. Mi vanidad, quizás, consistiría en la paradoja de creer que no tenía vanidad. Y el orgullo, en haber sido fiel a mí mismo.