Los años locos (los años veinte) empezaron en la Argentina con un lustro de retraso. Sin embargo se pudo contar con un elenco bastante completo de ejemplares roaring twenties; desde un playboy como Gregorio de Laferrère hasta un presidente de la República como Marcelo T. de Alvear.
La Primera Guerra había terminado y otra, soterradamente, se avecina. Hay cambios, revoluciones –la Rusa–; Europa se ha vuelto maníaca o superficial, también Estados Unidos. Se vive intensamente, a toda velocidad; las drogas, el alcohol, complementan la ansiedad de la época.
Las carnes argentinas se venden en Europa a partir del armisticio; en los círculos sofisticados del Viejo Continente aparece una nueva especie: el estanciero argentino. Y no solamente en los grandes salones de París, sino en páginas memorables como la novela de Louis Ferdinand Céline, Viaje al fin de la noche. Uno de sus personajes es despojado de una señorita precisamente por un estanciero de la cuenca del Plata.
Apollinaire también registra la presencia de este lejano país. En su poema Zona, en la gare Saint-Lazare, los futuros inmigrantes prontos a partir sueñan con “ganar dinero en la Argentina”, amén de transportar un almohadón rojo como quien traslada su corazón.
Aquí no hay guerras que olvidar. Tal vez por eso llegue tarde la euforia. Sin embargo, han pasado cosas que conviene reprimir, enterrar: los fusilamientos de la Patagonia, la Semana Trágica. Estos hechos anuncian un destino, y esos años locos, vistos en perspectiva, son –al menos para los argentinos– una impasse. Una negación de la amenaza.
Promediando la década –año 1926–, es decir, cuando comienzan aquí “los años locos”, Raúl González Tuñón publica (a los 21 años) su primer libro de poemas, El violín del diablo, y comienza a ser el trovador de estos años espléndidos y tal vez enfermos, el hombre que “sigue entendiendo –como afirmara Nicolás Olivari– el alma múltiple y feroz de la gran urbe”.
“Ya no es China. Ahora es Colette/ Se arquea, se dobla, se da/ El tango en un cabaret/ –como un arado en la ciudad...–”, dice Tuñón adolescente en su poema “Maipú Pigalle”, dedicado a Ricardo Güiraldes.
Antes, el joven poeta había consultado a Juan Pedro Calou, quien, al parecer, hizo una crítica tan demoledora de la incipiente producción, que dejó de escribir por todo un largo año. Salió del pantano tomando un café en La puñalada, un bar de cocheros de Libertad y Rivadavia; alguien se le acercó y al verle las patillas y otros síntomas inevitables, diagnosticó: “Vos escribís versos”.
Era Conrado Nalé Roxlo, que luego lo alentaría a presentarse con El violín del diablo al concurso de la editorial Gleizer. Lo gana con el voto de Evar Méndez –futuro director de la revista Martín Fierro– y de Alfonsina Storni.
Por esos días, Prestes trata de que no se disperse su columna, después de la derrota de San Borja. Trotski se ha retirado al Cáucaso, enfermo o exiliado (el doctor Semarko asegura que el estado de su salud no reviste gravedad). Rabindranath Tagore ya se ha ausentado de su estadía en San Isidro, en la quinta de Victoria Ocampo, dejando un melancólico vacío. Mary Pickford, “La novia de América”, sonríe desde innumerables fotografías al lado de su buen mozo e intrépido Douglas Fairbanks (padre), el mismo a quien el chileno Vicente Huidobro le dedicara su libro El Mio Cid Campeador.
González Tuñón se reúne con sus amigos Olivari y el Malevo Muñoz –Carlos de la Púa– en una peña del café Tortoni. Olivari lee: “Las cuatro son flacas, las cuatro son feas”; desde una mesa próxima, un señor elegante se sienta y escucha: es el presidente Alvear que “no tenía nada que hacer en la Casa Rosada –dice Tuñón–, se vino caminando por la Avenida de Mayo y entró a tomar un café”.
Años después lo reencuentra en compañía de Tamborini, en Río de Janeiro, donde Alvear y otros radicales se habían exiliado. Y el ex presidente se acordó de aquella noche: “Cómo no me voy a acordar –dijo–, me abrumaron con malevos, conventillos”. Tuñón evoca con saudade aquella época en que “los presidentes andaban por la calle”.
Fue una época excepcional, donde toda permisibilidad era posible. Además, estos poetas eran jóvenes. Irresponsables porque no había de qué responsabilizarse, ya que aparentemente no pasaba nada. El mundo, el porvenir, era de ellos y así se vivía, incautamente. González Tuñón recorre el país. En La Rioja lo han corrido –portando escopetas– los hermanos de una novia circunstancial; jadeante, Tuñón trepa al tren y se encuentra con un amigo providencial y también armado de escopeta: Carlos de la Púa, que andaba inexplicablemente de caza por esos parajes. “No te preocupes, Raúl.
Yo te defiendo”, le dijo. En Salta, Tuñón se encuentra con otro amigo, un ex condiscípulo del Colegio Nacional de Buenos Aires que se ha convertido en comisario de una pequeña localidad de la provincia. Hace una fiesta para agasajarlo y Tuñón pide que participen dos presos que tocan bien la guitarra. Luego, promediando la fiesta, va más allá y solicita el indulto para ellos. Prometen concederlo.
Pero esa noche se despierta sobresaltado: ¿si fuesen asesinos? Se viste sigilosamente, sale en puntas de pie, toma el primer tren, saluda. Huye.
Para Héctor Yánover, en ese momento nació Juancito Caminador: “Traigo la palabra y el sueño, la realidad y el juego de lo inconsciente, lo cual quiere decir que yo trabajo con toda la realidad”, dice en su poema.
¿Buscando esa plenitud –“toda la realidad”– es que esos jóvenes viajan, corren de un lugar a otro, de una experiencia a otra? Esa avidez, ¿qué vacío sustituye?
Pero el miedo a lo desconocido, a la muerte, al tiempo impensado que avanza, descarta la solemnidad. Como buenos porteños convierten el patetismo en ironía, el temor en “cachada”. Incluso asoma la actitud petulante, sobradora, del muchacho de ciudad: “Yo introduje la gomina y los pantalones Oxford en La Rioja”, dice Tuñón.
Trabaja en el diario Crítica del legendario Natalio Botana. Le pagan 250 pesos por mes y el director lo manda a todas partes. Al sur, siguiendo la ruta de la Patagonia recién abierta por Mermoz. A la guerra del Chaco, como corresponsal: “Este es como los pájaros –dirá Botana–, hay que tenerlo siempre afuera”.
“Empezábamos a trabajar –recuerda Raúl González Tuñón– a las nueve de la mañana y luego nos íbamos a comer por ahí, al Puchero Misterioso, de Cangallo y Talcahuano. Vivíamos en un permanente estado de exaltación lírica y nos reuníamos en lugares de cocheros y balandras”.
“En la taberna de los Cuatro 2 y de ‘parte de Al’/ una sonrisa le regalaban en cada tiro/ y para el alba del mostrador, cerveza y éter”. Una crónica social del diario La Nación, aparecida en esa época, sería una suerte de contraparte de este poema de Tuñón (“Los Seis Hermanos Rápidos Dedos en el Gatillo”).
“Por el número y calificación de la concurrencia –decía el cronista–, el hermoso marco en que se desenvolviera y la animación que imperó en todo momento, el réveillon realizado anoche en el Tigre Hotel a beneficio del Hospital de la localidad constituyó una brillante fiesta”.
Había concurrido al réveillon, entre otros, Rufino de Elizalde, como concurrió Ruggierito –hombre de Barceló–, invitado por el Malevo Muñoz a una de las tertulias que se organizaban en la cantina de la calle San Juan: “Nos pidió que leyéramos poemas”, recuerda Tuñón.
¿Todo el país era una fiesta? Diez anarquistas, “sujetos de ideas avanzadas”, son detenidos en el café de Olavarría y Necochea de la Boca: “la procesión va por dentro”, como comenzó a decirse popularmente por ese entonces. La Argentina ha vendido en 1924 el 33% más de carne que el año anterior. Es abiertamente el granero o el saladero –con toda la incorporación de las nuevas técnicas necesarias– del mundo. Las costumbres se vuelven cada vez más británicas –o lo que en este país se ha supuesto siempre que es muy inglés–; las lecturas, más francesas.
Sólo los revoltosos, los jóvenes artistas son –o se sienten– libres. Despreocupados, no advierten las trampas, los peligros que acechan. En una cantina primero, en el Tabaris después, González Tuñón festeja su Premio Municipal –3 mil pesos– que obtiene en el año 1928; con esa plata decide irse a Europa y se le ocurre invitar –como quien paga una copa– a su amigo Sixto Pondal. Parten alegremente.
Tuñón estará diez meses –“el dinero se nos acabó enseguida”– y escribirá el libro La calle del agujero en la media: “Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad/ y la mujer que amo con una boina azul./ Yo conozco la música de un barracón de feria/ barquitos en botellas y humo en el horizonte”.
Los viajes serán muchos; cruzar el Atlántico se convierte en un peregrinaje, en una moderna procesión de Canterbury. Trepa al Conte Rosso y en Montevideo verá subir por la planchada una cara conocida: Carlos Gardel. Durante la travesía, “tomábamos copas –recuerda Tuñón– en el camarote del capitán; y Gardel cantaba en italiano, porque había estado estudiando con Tita Ruffo”.
Se hacen amigos y Gardel le contará el impacto que le produjo el éxito internacional, codearse con la Mistinguett, con Maurice Chevalier. Entonces –le confesó a Tuñón– pensó: “Si me vieran los muchachos de la barra del café de la calle Deán Funes”. Para González Tuñón, Gardel era “un porteño triste y cordial, como un legítimo argentino”.
En esos años aparece la revista Martín Fierro, y Raúl González Tuñón, junto con su hermano Enrique, se pliega a la farándula. Es una generación que pudo divertirse, que tuvo ese margen, la posibilidad de conectarse con un público –la revista tiraba 25 mil ejemplares–, de sentirse partícipe de la historia del país. Serían los últimos: sus colegas sucesores vivirían en el país como extranjeros, sin cabida en el proceso nacional, a veces por rechazo de la clase de origen e incapacidad de inserción en otra. En ciertas oportunidades, sencillamente porque se les impedía participar y no encontraban la forma de forzar esa incorporación.
Los martinfierristas, Tuñón entre ellos, tienen una casa, una nacionalidad, una clase que incluso les permite la observación de las otras clases y la preocupación política, que nace en muchos de ellos –Tuñón, Marechal– en los años posteriores.
Por ahora es la jarana. En una exposición de Quinquela Martín –a quien llaman “el pintor chino Kin-ke-la”– cuelgan carteles que rezan: “Cuidado con la pintura”. Se organizan fiestas, bromas, burlas.
Los epitafios, famosos por sus descaros, hacen culminar este espíritu de gratuita rebeldía, de algarabía más que de enfrentamiento. Arturo Capdevila es una de las víctimas, un “candidato”: “Aquí yace, bien sepulto,/ Capdevila en este osario:/ fue niño, joven y adulto/ pero nunca necesario./ Sus restos deben quemarse/ para evitar desaciertos:/ murió para presentarse/ en un concurso de muertos”.
Evita Franco, en el teatro Sarmiento, presenta los días sábados en los horarios de las 13, 15 y de las 22 horas la obra Las mujeres del señor conde; el mismo día pero a las 21, Pizpireta, y a las 23, La llegada de las primas. El dúo Magaldi-Noda canta para la broadcasting LOZ, Jackie Coogan, El Pibe, es el ídolo de los niños y “Mussolini asume toda la responsabilidad de la situación”.
Leopoldo Lugones publica su “Testamento filosófico: Amé y un día el espejo/ me reveló la verdad:/ blanca estaba mi cabeza./ Ya no era el tiempo de amar”. González Tuñón –sin proponérselo– responde con otro poema, habiendo aclarado debidamente que “con la filosofía poco se goza”: “La lluvia es bella y triste y acaso nuestro amor sea bello y triste/ y acaso esa tristeza sea una manera sutil de la tristeza,/ sea una manera sutil de la alegría. Oh íntima, recóndita alegría./ Estoy tocado de tu destino./ Oh lluvia Oh generosa”.
Los roaring twenties durarán apenas cinco años en la Argentina. El mundo de Ascari –que corre a 98 millas por hora batiendo todos los récords de “velocidad sostenida”– será rápidamente superado. Sobre el rostro impoluto de Rodolfo Valentino caerán las sombras del suicidio. Comienza el año 30. Las guerras –y los golpes de estado– esperan su oportunidad.
“Los gobiernos aliados tienen la evidencia de que Alemania no ha cumplido las cláusulas militares dictadas por el tratado de Versailles”, dice la prensa. Dempsey se retira del box y se casa; comienzan a admitirse las teorías de Einstein; Primo de Rivera elogia a la oficialidad española y Sanjurjo promete hacer obras civiles en el Marruecos que acaba de sojuzgar.
González Tuñón será corresponsal en la Guerra Civil española. Cae García Lorca, y con él se derrumban tantos buenos momentos pasados en el departamento de la Casa de las Flores, en Madrid, donde vivía Neruda: “Te acuerdas Rafael, te acuerdas Raúl, te acuerdas Federico debajo de la tierra”.
“No creo que todo tiempo pasado sea mejor. Pero lo que sí fue mejor es la camaradería, la amistad de esos años. La gente se encontraba, pero ahora la ciudad creció y devora a sus hijos”, piensa hoy Tuñón.
“Con los años 30 comienzan las aberraciones, se terminan los años locos”, agrega. Aparecen las primeras villas miseria, el golpe de estado. Se inicia una nueva década, la infame.
González Tuñón no se ha diluido en los años fáciles –“había que pasar por el fuego sin quemarse”– y luego resiste a pie firme, con la inmunidad de los inocentes, los años duros que dan por tierra con la fantasía, con la idealización de la vida o de la historia. La revuelta martinfierrista ha sido derrotada y quedan pocos sobrevivientes de la catástrofe.
“El sosiego, la paz absoluta nunca la tuve”, dice Tuñón. Y no miente...