“El futuro ha pasado/ el tiempo nace de alguna eternidad que se deshiela”, asegura el poeta mexicano José Emilio Pacheco, nacido en 1932, en su poema “Île Saint-Louis” de su libro –justamente– No me preguntes cómo pasa el tiempo, que obtuvo el Premio Nacional de Poesía en el año 1969.
El autor, además de anunciar las mutaciones de su tiempo, es uno de los responsables de la nueva escritura, la nueva poesía de América latina. Las diferencias de esta con otras anteriores del continente y de la lengua son apenas perceptibles todavía; señales infusas, impalpables peculiaridades.
“Nombres distintos del amor, palabras que destruyen el idioma que forman/ como una lengua en todas partes extranjera”, dice el poeta chileno Enrique Lihn (1920), en su poema “Sólo historias como estas” del libro Poesía de paso que, precisamente, Pacheco prologa:
“El nuestro ha de ser un período (crítico) de examen y aprovechamiento de la herencia poética nacional y continental incorporada a nuevas situaciones y otras necesidades”. Y aquí comienzan las dificultades para una caracterización simple o inmediata.
Se trata –aquí también– de rescatar una identidad perdida; a lo mejor, no configurada suficientemente. De la consecuencia extrema de toda colonización, como recuerda el poeta haitiano René Depestre (1926), parafraseando a Frantz Fanon. Sin embargo, algunos países desarrollados, es decir, con culturas en apogeo, han comenzado a aceptar y a entusiasmarse con alguna producción literaria latinoamericana, especialmente en el campo de la narrativa.
Para rastrear sus antecedentes no solamente habrá que remitirse a la producción literaria de Occidente –especialmente de habla inglesa– sino también a la poesía que en la misma América latina se ha venido produciendo. Los nombres de Macedonio Fernández, Oliverio Girondo, Pablo de Rokha, son sustanciales para entender el fenómeno del éxito y la aceptación de esta nueva narrativa. Habría que estudiar también movimientos poéticos como el modernismo brasileño –que nada tiene que ver con el modernismo del gran Rubén Darío, esa suerte de simbolismo tropical–, promotor de preocupaciones verbales que hoy se ven, por fortuna, actualizadas.
Pero no solamente en la poesía están los antecedentes de la nueva narrativa, sino en las novelas de Juan Carlos Onetti o Adolfo Bioy Casares o Juan Rulfo, para saltar del Río de la Plata al otro extremo del continente.
Hay otros nombres omitidos por los observadores, como el de Manuel Rojas o Augusto Roa Bastos; se musitan nuevos títulos o autores, como el chileno Carlos Droguett; y se ignora a narradores argentinos como Daniel Moyano o Rodolfo Walsh.
Se hacen llamados de atención: Cortázar habla de Lezama Lima y Vargas Llosa de su compatriota José María Arguedas, pero no es suficiente. Porque pareciera que, a veces, la crítica europea sospechara que los libros que conoce –Rayuela, La casa verde, Cien años de soledad, entre otros–, han surgido por generación espontánea.
Con fastidio se puede concluir que los europeos primero colonizaron América, después la ignoraron y ahora –desplazados por otros poderosos– han caído en una suerte de devocionalidad que no les permite ver más allá de las páginas –seguramente hermosas– del libro que tienen entre manos.
Se parece a la referencialidad que los líderes de las culturas latinoamericanas tuvieron para con ellos. Sometimiento y epigonismo que ahora se revierte sobre los europeos y que estos –por otra parte– ya conocían, alcanzando los cielos de la caricatura con el “helenismo” de Isadora Duncan, quien, como buena twenty norteamericana, era casi francesa, es decir, europea. “No hay destino fácil –señala el poeta ecuatoriano Jorge Enrique Adoum (1928)– porque el destino son los demás”.
“Comprendo que esperases de mí que yo te hablara del tamtam de mi sangre/ De la gran selva lustrosa donde cruza chillando el loro/ De la centella caída frente a mis ojos/ De Obatalá blanca como la nieve en mitad del fuego/ (Con las memorias que ciertamente tengo de azabaches en la camisa y despojos a los doce años/ Que yo podría aportarte con un pedazo de sol en una mano/ Y en la otra la maraca que sólo el amanecer lechoso logra amainar)/ Pero cómo quieres que te escriba con el aire acondicionado que no marcha bien/ En este piso de hotel, en este tremendo día de verano/ Y a los pies La Habana brillando/ como un collar, llena de autos ruidosos y polvorientos/ Con docenas de restauranes y cabarets y ninguna palmera a la vista?”.
Es justo lo que dice Roberto Fernández Retamar (1930) en su poema “Desde el Vedado un cubano le escribe a un amigo decididamente europeo”. Y también es cierto que no sólo las grandes ciudades, sino los altos cerros, la orilla de sus grandes ríos, el trópico o el Río de la Plata, cordilleras y océanos, han encuadrado, localizado problemas”.
Aquí se han hundido civilizaciones enteras; han llegado invasiones y catástrofes de la naturaleza. Existe, en suma, un pasado disperso, pero también una memoria común, que puede ir encontrando sus nombres.
En la medida en que se vaya divisando esta constelación de realidades –en que se haga memoria–, también podrá volcarse –de la manera más diversa– en las escrituras, en la narrativa y en la poesía. Se experimentará aquello de “tener algo que decir”, que quiere decir “tener algo que conocer”. Dicho de otra manera, para hacer memoria, para hacerse cargo de un pasado, no sólo hay que tener un presente, sino por lo menos un derecho a la esperanza, una mediatez.
Con la inseguridad de los debutantes, se producen reconocimientos, se pierde timidez. Se rastrean facciones, rostros. Comienza la búsqueda de una identidad que llega después de la colonización de los pueblos y de la gente:
“Recibe a esta muchacha conocida en toda la tierra con el nombre de Marilyn Monroe, aunque ese no sea su verdadero nombre”, dice el poeta –también sacerdote– nicaragüense Ernesto Cardenal (1925) en su Oración por Marilyn Monroe.
“Nos dijeron:/ Esta es la belleza para que no pudiéramos/ verla con nuestros ojos/ ni hacerla con nuestro/ propio esfuerzo”, dice en el poema “La simiente” del libro Haber vivido, el cubano (1936) Luis Suardíaz.
Un compatriota suyo, Fayad Jamís (1930) también menciona el problema en “Vagabundo del alba: París empieza a despertar/ ya no soy Robinson,/ más bien un extranjero, más bien un fantasma”.
El enrarecimiento cultural –y existencial– tuvo su correlato político. Cuando comienza a despejarse en este terreno la situación y el destino de América latina también la producción poética converge hacia sus problemas sustanciales. La lucha y la escritura se reinician juntas.
Por esto no es casual que en Cuba comiencen a verse las caras, a reconocerse escritores remotos: la isla ha sido bloqueada y la respuesta fue, entre otras cosas, la reunión de intelectuales y artistas de todas partes del mundo. Allí comienzan a verificar –por ejemplo– que los libros publicados en un país no llegan a otros; que están encapsulados en sus respectivos medios nacionales, sufriendo también un bloqueo, menos explícito, pero que tiende a producir el mismo aislamiento.
Uruguayos y salvadoreños –Ángel Rama, Roque Dalton, por ejemplo– toman contacto con norteamericanas como Susan Sontag o Margaret Randall. Eliseo Diego y Jack Gelber; Aimé Césaire y Nancy Morejón. El paraguayo Rubén Bareiro (1929) escucha las opiniones del poeta alemán Hans Magnus Enzensberger (1929) sobre una película argentina.
En esta turbulencia obviamente desordenada (“No regocijes la ceremonia”, dice el poeta venezolano Edmundo Aray), se mueve la nueva escritura que han emprendido en poesía, entre otros, los poetas mencionados. Un tono común los identifica, una sintaxis generalmente coloquial que procura no caer en el discurso lógico.
En la Argentina la frecuentan César Fernández Moreno –Argentino hasta la muerte–, Noé Jitrik –Addio a la mama–; Edgar Bayley le imprimió un criterio de síntesis. También el peruano Sebastián Salazar Bondy (1924-1965) aunque incorporándose tarde, con su último hermoso poema, “Testamento ológrafo” (“Dejo mis dedos/ que recorrieron teclas, vientres, aguas, párpados de miel/ y por los que descendió la escritura/ como una virgen de alma marchita). O el argentino Mario Trejo, batiéndose como un cruzado distraído y curioso por estos nuevos testimonios: “Ninguna ley tengo para ofrecer/ ninguna profecía salvo la muerte y las revoluciones victoriosas”.
El humor ácido del peruano Carlos Germán Belli (1927) desarmando maníacamente sus mecanos verbales o su compatriota, Gonzalo Rose, llevando hasta el paroxismo su emotivitad, explicarán algunos afanes de la nueva poesía que se escribe en América latina. Pero la raíz visible se encontrará en Neruda o en González Tuñón, saturando el romanticismo hasta la derrota, o derrotándolo merced al rigor casi estoico con que lo trata Octavio Paz.
Quien hace la síntesis en los albores de este proceso, sin deponer la incandescencia de César Vallejo, es Carlos Drummond de Andrade. Con él, las influencias reaparecen transfiguradas, su respiración es fluida, sin jadeos; su tiempo es suyo.
Se despejan, en consecuencia, las marañas verbales, y emergen aquellas palabras que pueden servir para el entendimiento diario, sin ampulosidades. No hay un vocabulario “poético”, esos prejuicios constitucionales, casi endémicos.
El daño se advirtió con claridad en la Argentina, donde además de abundar en las formas vocativas los escritores que hablaban de “vos” escribían de “tú”, dejando con esto una segregación agria, un sonido falso, que es el precio con que se paga la indecisión para apropiarse de un lenguaje, reconocer como propio un elenco amplio o reducido, prestigioso o humilde de palabras.
Y este podría ser un rasgo de los nuevos poetas que escriben como hablan, apelando a las mismas palabras. Parafraseando al argentino Francisco Madariaga (1927), se ha dejado de llorar entre estos hombres los desacuerdos con el lenguaje; la desconexión entre sentimientos, inteligencia, cultura y palabra.
“Los dualistas con gente muy curiosa:/ Quieren hacer de aceite y de vinagre/ un vino dulce y suave. De la mañana/ y la noche un mediodía espectral” (Cuadernos de clase, Luis Suardíaz).
Apropiarse de un lenguaje es quitarle terreno a la despersonalización; comenzar a ver y sentir por cuenta propia, conformar una identidad, demanda también una lucha de liberación.
Un primer paso es desembarazarse de toda retórica ornamental, exterior, convencional: “Yo no canto la defensa de Stalingrando ni la campaña de Egipto/ ni el desembarco de Sicilia/ ni la cruzada del Rhin del general Eisenhower: / yo sólo canto la conquista de una muchacha” (“Imitación a Propercio”, Ernesto Cardenal).
Se tuvo que aprender que, para hacer lirismo, era innecesario copiar a los grandes líricos, porque eso ya estaba hecho por ellos: emular a Éluard es menos inteligente que leerlo. Y no remitirse a sentimientos propios, a un lirismo personal, es suicida en estos casos: “Desde la torre de vidrio/ veo las colinas blandas, y oscuras como animales muertos/ El aire es negro, susceptible de pesarse y ser tropezado,/ y usted no podría creer que alguna vez/ sobre este corazón ha estado el sol (“En la Universidad de Southampton”, Antonio Cisneros).
Son pocos los temas básicos, pero se tornan infinitos en la medida en que también son infinitas las versiones que cada hombre puede brindar de cada uno de ellos; de no ser así, sería imposible referirse al amor o a la muerte, por citar dos ejemplos fundamentales de la preocupación humana.
Apelar a otras experiencias, a las versiones que otros han dado sobre los temas básicos es manejar ya una retórica vacía, hablar por boca de ganso, mientras sus verdades –sus versiones– quedarán irremediablemente postergadas. Interrumpido el acto de amor que toda escritura supone.
Es preciso revalidar cada palabra, cada sentimiento. Por ejemplo, los poemas de amor de esta magnífica poeta uruguaya que es Idea Vilariño (1920) trascienden el amor a un hombre. Son los poemas de alguien que está enamorada de muchas cosas, dispuesta a la gran aventura que el amor requiere, en cuanto a riesgos, en cuanto a generosidad.
El otro, los otros. Cuando el sujeto se multiplica, la retórica inevitable es el populismo, es decir la exaltación idealizada del desposeído; una nueva variante del sometimiento, en este caso al que sufre. Un nuevo paso hacia la autocompasión y la parálisis. La indiscriminación y el conformismo se agazapan siempre detrás de estas formas de decir las cosas; el regodeo, la autocomplacencia es tal que el pasaje a otra situación se pierde de vista.
Ya el poeta argentino Leónidas Lamborghini (1929) lo había hecho estallar con sus propias armas, pero siempre reaparece. El populismo es recurrente en la misma medida en que la despersonalización cicatriza con dificultad y el epigonismo se disfraza de vanguardismo, de libertad.
En un relato, “Barranquera”, el escritor ecuatoriano José de la Cuadra (1905-1941) cuenta cómo cuatro mineros quedan enterrados a consecuencia de un derrumbe. Dos mueren aplastados, uno se asfixia y el cuarto es encontrado con vida, pero loco.
Una vez rescatado, lo trasladan a otra localidad con el propósito de internarlo en un manicomio. Toman un tren que en su recorrido trepará por montañas, atravesará puentes que surcan los precipicios.
Varias veces el loco intenta tirarse a esos abismos, pero sus custodias se lo impiden. Finalmente, logra su propósito, salta al vacío y muere. Había rogado antes que le permitieran lanzarse ya que nada le ocurriría: “él, mientras estuvo en la entrada del socavón, había aprendido a volar”.
Tal vez la poesía de América latina, después de tanto tiempo de encierro, de aplastamiento, haya ganado o esté aprendiendo a ganar una autonomía de vuelo que no desestimarán –seguramente– las diversas formas del relato. Tal vez esto que ocurre en la poesía sea síntoma de un pasaje más generalizado, de un vuelo más amplio de todo un continente.