Arguedas: la muerte de un escritor
El Diario, Mendoza, 14 de diciembre de 1969

“En la obra de Arguedas se opera la fusión de dos realidades: la social y la literaria. Es una prueba del rigor con que Arguedas ha asumido su vocación”; con estas palabras concluye el escritor peruano Mario Vargas Llosa un prólogo –fechado en París, 1963– al libro Los ríos profundos de su compatriota José María Arguedas.

Arguedas se suicidó en Lima el viernes 28 de noviembre de un disparo de revólver calibre 22; tenía 58 años y era uno de los escritores más sólidos de su generación; hombre taciturno, solía a veces esgrimir un gusto delicado e inocente que es común encontrar en la gente de su tierra. Hace un año había intentado suicidarse infructuosamente con barbitúricos; conversando con él, era imposible imaginar que se empecinara tanto en terminar con su vida.

Arguedas sigue un signo trágico que pareciera encuadrar a muchos escritores peruanos: Sebastián Salazar Bondy, muerto prematuramente hace pocos años, Javier Heraud, acribillado a los veintidós años por las tropas regulares de su país mientras participaba en la guerrilla. Arguedas padecía las condiciones de injusticia de su país y sus novelas son buen testimonio de ese dolor. Por otra parte, tuvo una infancia traumática: su madre murió cuando él tenía tres años y su padre, un abogado cuzqueño, juez de Paz en Puquio, no atendía mucho las necesidades del niño, delegando esta responsabilidad en servidumbre y madrastra que lo desdeñaban. Tal vez desde entonces nunca se sintió querido, quizá por eso siempre se lo veía como arrinconado, tratando de pasar inadvertido como un niño que no quiere molestar o decepcionarse por un afecto que necesita y que le niegan.

Hasta los nueve años sólo hablaba el quechua. Por eso fue uno de los que con más ternura y lucidez se acercó a los indios de su patria. “Los escritores peruanos descubrieron al indio cuatro siglos después fue menos criminal que el de Pizarro”, dice Mario Vargas Llosa.

Había nacido en Andahuaylas, población serrana al sudoeste de Lima y cuando llegó a esta ciudad con la intención de ingresar a la universidad, su español era todavía defectuoso. En 1935 publica Arguedas un volumen de cuentos y cinco años después aparece su novela Yawar Fiesta; le sigue Diamantes y pedernales y en 1959 se conoce en Buenos Aires su Los ríos profundos. “Con este libro –dice Vargas– el indio ingresa de verdad en la literatura peruana y también la belleza y la violencia sombría de los Andes, sus contradicciones cruciales, su poesía tierna y sus mitos”.

Sólo su novela El sexto –1961– transcurre en Lima y allí se da testimonio de la prisión que Arguedas sufriera en 1937 en épocas de la dictadura de Sánchez Cerro.

En su obra literaria no se puede omitir el trabajo de recopilación y traducción al español del folklore indígena: Canto quechua, Canciones y cuentos del pueblo quechua, Cuentos mágico-realistas y canciones de fiestas tradicionales en el valle del Mantero. “Lo que más debemos agradecerle es seguramente que haya sabido expresar al indio como es en realidad: un ser múltiple”.

“El testimonio de Arguedas es definitivo –sigue diciendo Vargas Llosa–: el indio no es obsecuente, ni hipócrita, pero su conducta lo es en determinadas circunstancias y por necesidad. Esas máscaras son en realidad escudos que le evitan nuevas agresiones, nuevos atropellos. El indio se muestra así a sabiendas ante el hombre que le roba sus tierras y sus animales, que lo encarcela y viola a su mujer y a sus hijas. Pero en la vida interna de su comunidad el indio no se humilla jamás, abomina de la mentira y tiene la religión del respeto a las normas morales que se ha dado. Arguedas, al mostrar al indio en sus diferentes situaciones, al descubrir el verdadero sentido de su actitud frente al blanco, al revelar el mundo de sueño y ambiciones que esconde el alma del indio, nos da todos los elementos de juicio necesarios para comprenderlo y llegar hasta él. Esa visión totalizadora de un mundo es el verdadero realismo”.

Alentado por esa dignidad, sin encontrar salidas para esos sufrimientos y contradicciones propias y de sus hermanos, seguramente empuñó su revólver calibre 22. La última vez que lo vi fue en un aeropuerto; me saludó con la mano cuando me alejaba para subir a mi avión, y sonrió.