Girondo
Leoplán nº 675, 23 de septiembre de 1962

Girondo nació en plena avenida 9 de Julio. Es decir, por donde ahora pasa esta avenida: en Lavalle 1035. Gómez de la Serna proponía que se pusiera una placa sobre el asfalto que dijese: “Aquí nació Oliverio Girondo”. El acontecimiento se produjo el mismo día en que se festejaba otro nacimiento memorable, el del general José de San Martín; era también un 17 de agosto. “Soy hijo, dice Girondo refiriéndose a su origen, de toda la literatura francesa de ese momento”; complementando este dato, hemos podido averiguar que desciende, por vía paterna de vascos del Mondragón; su madre Uriburu Arenales, también descendía de vascos, y de aquel famoso general Arenales, de quien se dice fue hallado moribundo, con una herida de metralla en el cráneo; el capellán que lo encuentra le aplica un mate en la herida y el general sobrevive y pelea durante muchos años. Su descendiente, Oliverio Girondo, recibe una herida similar, pero no en el campo de batalla, sino en la calle, atropellado por un automóvil; como su ascendiente, también supera esa contingencia y, de paso, mantiene el prestigio que los vascos han ido adquiriendo merced a la complexión de sus cabezas.

Amores de estudiante

El período escolar de Girondo está plagado de rabonas, de paseos por el puerto; participa en las primeras huelgas estudiantiles y le tira un huevo de avestruz a don Calixto Oyuela. Confiesa: “Había una maestra morrocotuda, pero no tuve ninguna relación con ella”; viaja a Europa con sus padres y estudia en el colegio Epson, de Londres, y luego en la escuela Albert le Grand, de Arqueil; cuenta Gómez de la Serna que allí fue expulsado por arrojar un tintero al profesor de geografía, que un momento antes había hablado de antropófagos que viven en Buenos Aires, capital del Brasil. Cuando está en edad de ingresar a la Universidad, hace un pacto con su padre: en vez de ir a Mar del Plata a veranear con ellos durante las vacaciones, lo mandaría a Europa; él, a su vez, se compromete a recibirse de abogado. Así conoce a fondo Francia, Italia y España, y se convierte en abogado, profesión que jamás llegaría a ejercer.

El punto sobre la i

Antes de seguir adelante, conviene aclarar que Girondo nada tiene que ver con la abogacía; tampoco es un muchacho divertido o pintoresco o raro que deslumbra con actitudes insólitas; es, simplemente, un hombre joven, siempre lo fue, nunca conoció la melancolía, siempre ejerció aquello que tanto valoraba Ibsen; aquel asunto de “la alegría de vivir”. Además, Girondo es un escritor; sin duda el más importante del grupo Florida, tal vez el más consistente de su generación; así Martín Fierro tiene el tono de su personalidad, el empuje de su entusiasmo, su temperatura. Sin embargo, hay otros escritores de aquella época que son más conocidos. “Por algo debe ser”, comentará alguien insidiosamente. Sí, por algo: Girondo es un poeta –de los pocos con que cuenta nuestra literatura–, no es un figurón; por ello siempre ha estado al margen de las combinaciones “literarias”, por eso ha mantenido siempre una conducta, una prescindencia; no le ha interesado el éxito, las alabanzas. Es algo parecido a Macedonio Fernández, que, marginado hasta hace muy poco en toda valoración, ya ha desplazado prácticamente de su sitial a Leopoldo Lugones, poeta oficial por antonomasia, el poeta de aquellos años del Centenario.

Girondo también comienza a ocupar el lugar que le corresponde, a pesar suyo, merced a la natural gravitación de su obra poética, a su presencia irreversible.

Vida y pasión

Macedonio Fernández era unos veinte años mayor que Girondo y la gente del periódico Martín Fierro; sin embargo, se integró al grupo como uno más, con tanta juventud como cualquiera. Treinta años después, en 1954, es Girondo quien se vincula a los grupos jóvenes que actúan por esos años; es más, se establece entre ellos una amistad, como la que Macedonio pudo establecer en su momento. Del primer poeta de vanguardia argentino, Girondo guarda valiosos recuerdos: las muchachas que Macedonio salía a “relojear” en la calle Lavalle, y que, pese a su cuestionada profesión, nunca llegaron a traicionarlo; su temporada vivida en un invernadero, donde la temperatura agradable lo protegía contra su incapacidad frente al frío: Macedonio usaba permanentemente muchas camisetas superpuestas. Recuerda Girondo que, con motivo de la visita del poeta español Juan Ramón Jiménez, organizó una reunión en su casa. La mucama anuncia que ha llegado el señor Macedonio Fernández; al escuchar esto, los invitados corren a recibirlo y prácticamente abandonan al invitado; Girondo salva la situación cuando logra sentar juntos a Jiménez con el recién llegado. Por ese entonces era difícil encontrar a Macedonio: dormía cuando tenía sueño y comía cuando tenía hambre; así, sus horas de encuentro eran totalmente inverosímiles; también sus horarios de comidas; pero aquí la cosa no era tan directa, era más complicada; cuando uno tiene sueño, duerme; pero cuando uno tiene hambre, hay que verificar previamente si es que a uno no le está pareciendo que tiene hambre. Macedonio odiaba la luz, y en su habitación, a oscuras, cuando era menester buscar algo en el ropero, era preciso apelar a la linterna que allí había para iluminar el interior del mueble y dar con lo buscado. Pero la figura de Macedonio Fernández ha configurado casi una leyenda que necesita consideración especial; también la riqueza de su personalidad. Además, ocuparnos de Girondo ya es suficiente tarea para un solo artículo; tal vez excesiva. Sólo quiero recordar estas palabras de Macedonio Fernández, que en alguna medida complican a Girondo: “Sólo reverencio la Pasión, y tú, joven, eres ella”.

Farándula

A los veinte años dirige un diarito; se llamaba Comoedia. “Era el niño elegante –dice Girondo–, displicente; se me había muerto un gato de angora y esto me sirvió de inspiración. Con un amigo, René Zapata Quesada, compañero también de Comoedia, junto a Raúl Monsegur, escribe una obra de teatro con evidente influencia de Maeterlinck, La madrastra. La estrena Camila Quiroga en el Apolo. La segunda obra, Lo de todos los días, es admitida por el director Joaquín de Vedia, pero se produce un serio conflicto: el actor Rosich se niega a decir un bocadillo que a su vez el director se empeña en mantener; los autores le ruegan que cambie la frase, dirigiéndose a un personaje, “ustedes son unos imbéciles”, y luego, dándose vuelta y señalando al público: “como todos ustedes”...

Felices y contentos

Ramón Gómez de la Serna cuenta en sus Retratos contemporáneos algunas andanzas: “[...] Vive en el hotel Excelsior, de Roma, con Nicodemi, rodeado de perros y de heroínas d’annunzianas, o reaparece en París en una carpa instalada en el Palais Royal, en una feria a beneficio de los huérfanos y viudas de los artistas teatrales, junto con Ricardo Güiraldes, bailando durante tres días danzas flamencas y tangos”. Al parecer, en Roma concurre al Museo del Capitolio a ver la Venus “más humana y más carnal”. No puede hacerlo porque se vive la Primera Guerra Mundial y las obras famosas están protegidas en el sótano con andamios y bolsas de arena; no obstante, el guardián le propone que vuelva al museo una vez cerrado este; al hacerlo, lo introduce subrepticiamente en el sótano, donde encuentra, “iluminada por la luz del atardecer que se infiltra por una claraboya llena de telarañas”, una mujer desnuda acostada en la paja de los establos. Es la Venus que le espera. Interesado seriamente por la paleontología y la etnografía, viaja por Egipto, primero, y luego por todas las repúblicas americanas del Pacífico; saluda al poeta Guillén, a Mariátegui, a Javier de Villaurrutia. Su amor por el dibujo subsiste, y su pasión por la pintura le hace adquirir su ya famoso Mâitre [de] Moulins, del siglo XV. Hace dos años lo hizo restaurar y he sido testigo de las angustias y la ansiedad que le suscitaba ese delicado trabajo.

Las barbas del profeta

Los frecuentes viajes de Oliverio Girondo producen entre los amigos coplas como estas:

A veces rotundo,

a veces muy hondo,

se va por el mundo,

girando, Girondo.

Cuando la revista Martín Fierro le da un banquete de despedida con motivo de su viaje a Europa, en 1926, dice Leopoldo Marechal, refiriéndose a él:

Ha galopado por la tierra

en un parejero de locura.

Por esos años se produce un nuevo viaje a Europa, del que vuelve Oliverio con una imponente barba de gaucho; lo espera una mujer: Norah Lange. Al parecer, la barba era tan oscura que Gómez de la Serna aseguraba que le había salido una barba teñida. En París, en la terraza del Napolitano un caballero lo observa, hasta que se acerca, presentándose como director artístico de la Paramount; le ofrece un papel principal de una película a rodarse en Sierra Morena, donde debía encarnar a un “contrabandista violinista”; rechaza el ofrecimiento con una sonrisa. “La misma –asegura su biógrafo– con que ha rechazado la secretaría de la embajada en Washington, o el nombramiento de académico”; la misma con que vence a doscientas mil voces que en una cancha de futbol le gritan “chivo”. Un día decide afeitarse la barba, pero el peluquero se resiste: en verdad, nunca llegaría a separarse de ella. Por esos años Norah Lange también ha regresado de Noruega y publica su libro 45 días y 30 marineros; ambos organizan una fiesta en la que Oliverio le hace un traje de sirena, pero con las escamas al revés. Asisten, entre otros amigos, dos extranjeros: Federico García Lorca y Pablo Neruda. A partir de ese momento, Norah Lange y la barba serán incesantes compañeros del poeta.

Tranvías y espantapájaros

En 1923 aparece el primer libro de Oliverio Girondo, Veinte poemas para ser leídos en un tranvía. Cuando lo recibe Ramón Gómez de la Serna, toma el tranvía 8 de Madrid, que iba del Hipódromo a la Bombilla; comienza a leerlo, pero el vehículo termina su recorrido y aún no ha concluido, saca nuevamente boleto y pide “hasta el último poema”. En París Supervielle se encuentra en la calle con Pablo Picasso; este le pregunta qué está leyendo, Supervielle le dice y le muestra; Picasso ve los dibujos de Girondo que ilustran el libro y lo entusiasman. Luego ya en Buenos Aires, Girondo participa activamente de la revista Martín Fierro. En el año 1925 publica Calcomanías, y en 1932 Espantapájaros; para promover su venta alquila una carroza, de aquellas que en el cortejo fúnebre estaban destinadas a transportar las coronas de flores; en este caso lleva un gran espantapájaros con chistera, monóculo y pipa; actualmente, el enorme muñeco está colocado en la entrada de la casa del poeta, como previniendo sobre cualquier tipo de solemnidad, como apañando todo juego de la imaginación. Luego vendrán los libros más cercanos: Interludio, Diario de un salvaje americano, Persuasión de los días, En la masmédula, y los más recientes.

Natural por la izquierda

“Lugones comía en casa todos los sábados; era amigo de mi hermano Eduardo, que fue mi único maestro. Hay quien nos atribuye al señor Lugones como maestro. Yo no creo que debamos nada a Lugones; ninguno viene ni directa ni indirectamente de él.

“Podrá haber alguna coincidencia de época, pero nada más. Lugones ha sido principalmente un orador; desgraciadamente, nunca tuvo posibilidades de expresarse; cuando lo hizo, para la época de la guerra, dijo disparates. Indiscutiblemente, Lugones era personalmente una figura verdadera; de poder verbal e intelectual. Yo no he sido nunca lugoniano”.

Pero aclara: “Le mostré el manifiesto de Martín Fierro; me dijo que no corrigiera una coma y que él lo firmaba. No era una momia, no. No era Capdevila, era un hombre viviente y simpático”. Sin embargo agrega: “No tengo buena opinión de Lugones poeta; siempre me parece influenciado: el mejor poema de Lunario, es un mal Laforgue; Las montañas de oro, un mal Hugo. Yo me inclino a creer que Herrera y Reissig es anterior a Crepúsculos en el jardín aunque el asunto esté en discusión y algunos crean que es un libro que está bien hecho.”

Como hombre de coraje enfrenta los problemas que naturalmente otros tratan de soslayar: “En mi generación, desgraciadamente, es indiscutible que había hombres de talento, pero se apartaron de las corrientes vitales del pensamiento. La literatura tiene un cauce profundo; quien se aparte de él no sirve para nada. Desde Rimbaud, hay que ser un poco Rimbaud; uno puede no tener nada que ver con Joyce, pero Joyce está dentro de la literatura viviente, como está Beckett. Pero no está Mauriac. Y esto no quiere decir que haya que pertenecer a escuelas; yo nunca he pertenecido a escuelas,pero he tratado de beber en lo vivo, no en lo muerto. Jarry es un hombre viviente. Aquí los vivientes son los muchachos, por eso soy más amigo de ellos que de la gente de mi generación: me siento más cerca de ellos”. Con respecto a la poesía argentina anterior a su época, Girondo afirma que le gusta Carriego “en un tono menor; es casi materia prima y no arte elaborado. Sobre Hernández tengo una opinión rara: Martín Fierro no es una verdadera obra de arte, porque está demasiado cerca de la naturaleza; es casi arte popular; me gusta mucho y creo que es el gran libro nuestro. Dudo, sin embargo, que sea una obra de arte verdadera, como dudo de la Chanson de Roland y del Mío Cid. La obra de arte requiere más elaboración, más filtros. También me gusta Estanislao del Campo; claro que hay una gran diferencia con Hernández. Macedonio me gusta mucho; tiene varios poemas de primera línea; sin embargo, creo que el valor de Macedonio es su estilo como prosista: las cosas humorísticas, los discursos; y en este país, donde lo gracioso se considera mal...; de allí Macedonio extrae una línea de estilo y pensamiento: Es el primer gran literato verdadero que hemos tenido; más que Sarmiento”. Girondo se ríe, cortando su exposición: “Ya me ha hecho macanear bastante”, comenta.

Natural por la derecha

Hace años, creo que ya van para diez, cuando conocí a Girondo me impresionó su espíritu conversador, su imaginación para hablar, su simpatía y su presencia. En el teatro “Florencio Sánchez”, la revista Poesía Buenos Aires había presentado a unos 40 poetas jóvenes; Girondo comentaba a la salida de la presentación, refiriéndose a Raúl Gustavo Aguirre, director de la revista: “Este Aguirre es milagroso, ¿cómo habrá hecho para encontrar 40 poetas en Buenos Aires?”. Después contó que había visto bailar a Isadora Duncan desnuda, pero que no le había gustado mucho; entonces un poeta joven, uno de los cuarenta, le dijo “que con esa barba parecía Rasputín”, Oliverio lo miró, y sin decirle una palabra, sosteniendo simplemente la mirada, terminó por echarlo; al rato, alguien le ofrece vino: “¿Usted bebe, Girondo?”, y el poeta lo mira reflexivamente: “Sí, mi amigo, y a veces demasiado”. Un joven profesor, que había sido hasta hace poco ayudante de Alfonso Reyes, le comenta enfáticamente la literatura española; Oliverio muy suelto de cuerpo y para fastidiarlo, le dice que la literatura española no vale nada; el profesor, desesperado, da nombres, y a cada uno responde: “Es una porquería, es un epígono, no sabe escribir”; el profesor desespera y calla. Entonces Oliverio, muy contento, cuenta anécdotas de Lugones. Un matrimonio parisiense que vivía frente al Arco del Triunfo, al salir un domingo de paseo, observa que el embajador de Japón está pronunciando un discurso, cosa habitual en ese lugar; cuando regresan del paseo, muchas horas después, el que está hablando es Lugones; al verlo, el marido comenta a su mujer: “Exagera el japonés”; creía que era el mismo de esa mañana; Girondo aseguraba esa noche que Lugones era uno de esos tantos argentinos que nacen con una levita de bronce, que son próceres de nacimiento.

Aparecidos y desapariciones

Hace algunos años me encontré con Girondo en el Museo Histórico de Rosario: le habían robado el coche unos meses atrás y ahora lo habían encontrado en esa ciudad; comenzó a contar, mientras recorríamos el museo desierto, historias desopilantes de los incas, ilustrándolas con los huacos que en aquel lugar se exhibían: era la sorpresa y la alegría de esos objetos, de la gente que los usó, de sus costumbres. Un tiempo después, en su casa de la calle Suipacha, me mostraba un “cotorro flotante”, miniatura china de un barco plagado de geishas solícitas con su dueño; también esas ranas embalsamadas, que se pelean furiosamente, en un lugar de juego –escenario en miniatura empotrado en la pared– con sus mesas y sus billares. Hace pocas noches me ha contado que recorrió España en diligencia y en burro; que la primera diligencia en que viajó llevaba una muerta sentada; que le llamó la atención que la diligencia estuviera llena de paja, y como no sabía para qué había tanta le preguntó al cochero; era por el frío; claro, que la paja protege contra el frío, además está llena de piojos que obligan a rascarse y a entrar en calor. También viajó en el “tren botijo”, especie de tren carreta que, según Girondo, para en los lugares que el pasajero quiere. Yendo de Valencia a Sevilla, paró en Guadix, Granada, donde los gitanos hacen cuevas en las montañas para vivir; allí encontró un Valdepeñas que lo hizo quedar en la juerga gitana durante tres días. Cuando tomó el tren para seguir viaje, un suicida puso la cabeza y Girondo vio un humo rojizo que salía de las vías: era la sangre del desdichado, evaporada por el frío.

Latinos y mundanos

Jules Supervielle, pese a su equilibrio, lo acompañaba a las manifestaciones surrealistas y dadaístas, donde sistemáticamente se insultaba al público. León-Paul Fargue “era un hombre interesante y entretenido: inventaba palabras, era un macaneador tremendo; lo invitaban para oírlo”. Asegura Girondo que “los franceses son muy difíciles. Su conversación es muy distinta de la nuestra: no hay francés que no sepa lo que va a decir en una reunión, que no lleve un tema preparado”. En cambio, “los gallegos o los italianos son como nosotros”. Ungaretti, “un gran tipo”. Macedonio Fernández “nunca hablaba de más; era capaz de quedarse horas sin hablar, pero cuando hablaba era para decir algo interesante”. De todas formas, toda región tiene sus limitaciones, o sus equívocos: en Venecia paseando en una góndola, gozando de la serenidad, sujeto a las fantasías, al prestigio galante de la ciudad, con un brazo estirado sobre la borda; se acerca otra góndola y en ella dos mujeres y en el medio un hombre; cuando las embarcaciones se juntan, Oliverio de espaldas siente una delicada mano que toma la suya y deja hacer, hasta que advierte que no era una mano de mujer la que aferraba la suya, sino la cariñosa del aparente caballero.

Brindis

Ramón Gómez de la Serna ha dicho: “A Oliverio hay que darle en vida la respuesta a su exuberancia, a su fidelidad literaria, a su clarividencia fulminante”. Este trabajo no puede dar semejante respuesta, pero ha querido saludar a este joven poeta. Sé que la mejor gente de las últimas promociones literarias participa de este saludo.