Presley apenas vio a Aaron durante la siguiente semana. Dylan y Cheyenne estaban en Hawái, de modo que Aaron se encargaba de poner al día su propia carga de trabajo después de cerrar. Llamaba cuando se tomaba algún descanso y dormía con ella, pues se negaba a volver a su casa, donde podría encontrarse con Anya o Natasha, pero se iba antes de que Presley se levantara. Presley le echaba de menos, pero sabía que la soledad de aquellos días era solo un ejemplo de lo que la esperaba cuando Aaron ya no viviera en el pueblo.
En cuanto Dylan y Cheyenne regresaron, Aaron comenzó a hacer la mudanza. Presley le acompañaba cuando su horario se lo permitía para ayudarle a limpiar y a vaciar cajas. Él no le había pedido ayuda, pero parecía disfrutar pasando el mayor tiempo posible con ella y con Wyatt. Presley pensaba que la ayudaría a tranquilizarse el hecho de saber que Aaron estaría cómodo y satisfecho en su casa nueva.
Él hablaba como si pensara ir a Whiskey Creek a menudo, como si su mudanza no supusiera ningún cambio para ellos. Pero Presley no le creía. Un trayecto de tres horas era un obstáculo importante. En cuanto estuviera ocupado, y estaría extremadamente ocupado, iría quedándose en Reno durante períodos cada vez más largos. Y ella no tenía coche, de manera que no podría ir a verle.
Suponía que era lo mejor. De aquel modo, Aaron tendría que decidir la frecuencia de sus encuentros. Estaba cansada de quererle más de lo que él la quería y odiaba tener la sensación de que aquello nunca iba a cambiar. Si Aaron quería estar con ella y con Wyatt, ya sabía dónde encontrarlos. En primer lugar, no tenía por qué mudarse a Reno. Sus hermanos estarían encantados de que se quedara. Era él el que había decidido abrir una franquicia. Por supuesto, no le hacía ninguna gracia que Anya y Natasha hubieran irrumpido de aquella manera en sus vidas, pero sus hermanos lo aguantaban. Unas semanas atrás, podría haber elegido quedarse en Whiskey Creek, pero había firmado el contrato de los dos alquileres solo unos días después de que hubieran empezado a verse prácticamente cada día. La primera noche que habían pasado en su casa había sido tres semanas antes del cumpleaños de Presley.
–¿Qué quieres que te regale? –le preguntó Aaron.
Estaban abrazados y habían estado hablando de la fiesta que Cheyenne estaba organizándole a Presley. Había sido así como había surgido el tema.
Aquella pregunta fue una decepción para Presley. Habría preferido que eligiera algo por sorpresa. Pero a lo mejor estaba siendo demasiado susceptible. Aaron tenía muchas cosas tanto en la cabeza como en su agenda y aquella situación iba a ir a más.
–No necesito nada en particular –respondió–. A lo mejor unas colchonetas de yoga para poder prestárselas a los alumnos que no traen las suyas.
–Eso es demasiado práctico.
–Aun así, seguiría siendo un buen regalo. Quiero sacar adelante el estudio –además, normalmente solo recibía regalos prácticos, así que estaba acostumbrada a ellos.
–Lo que necesitas es un coche.
–No, en Whiskey Creek, no –dijo–. Y prefiero no tener que pagar las cuotas.
–¿Entonces cómo vas a poder ir a verme?
–No iré. Serás tú el que tenga que venir a verme.
Porque aunque Aaron hiciera nuevos amigos o comenzara a salir con otras mujeres, tendría que seguir viendo a Wyatt, ¿no? Eso le daba cierta seguridad, pero también le impedía construir una vida en la que él no estuviera incluido.
Aaron le besó el hombro desnudo.
–No te preocupes. Vendré a veros a menudo.
–¿Y vas a venir a mi fiesta?
–Por supuesto –respondió–. ¿Qué fue lo que le dijiste a Cheyenne, por cierto? Ah, sí, que iría si tengo tiempo. ¿Qué clase de tipo piensas que soy? No me perdería tu fiesta de cumpleaños por nada del mundo.
–Tendrás mucho trabajo para entonces. Eso es lo único que pienso.
–Mi trabajo no es más importante que tú.
Presley no lo discutió, pero si eso fuera verdad, no se habría ido a vivir a Reno, o le habría pedido que se fuera a vivir con ella.
Tal y como temía, Presley no vio mucho a Aaron durante los días previos al veintiséis de junio. Él llamaba a diario, pero el viaje hasta Whiskey Creek era demasiado largo como para hacerlo a diario. Ella no podía ir a Reno porque, además de no tener coche, tenía que dar las clases de yoga a primera hora de la mañana y dar los masajes. Aaron no podía moverse porque estaba pagando el alquiler del nuevo taller y necesitaba que terminaran cuanto antes las reparaciones para poder abrirlo.
A medida que iban pasando los días, ella iba echándole cada vez más de menos, pero se negaba a hundirse en aquel sentimiento, ni a expresarlo ante su hermana que, evidentemente, estaba preocupada por el daño que podía hacerle el que Aaron se hubiera marchado con tanta facilidad.
–Aaron me aseguró que vendría para tu cumpleaños –le dijo Cheyenne una tarde en la que estaban preparando las invitaciones.
–No está pudiendo venir tanto como pensaba –contestó Presley–. Pero espero que pueda venir ese día.
–Seguro que vendrá.
Presley odiaba incluso que se hubiera marchado. Hasta Wyatt parecía triste. Cuando llamaba, Aaron siempre pedía hablar con su hijo si estaba levantado, pero no era lo mismo. Sabía, además, que Riley creía que todo había terminado entre ellos, porque había ido a recibir uno de los masajes que le debía y había flirteado como si aquel desagradable encuentro en su casa nunca hubiera tenido lugar.
Para cuando llegó el día del cumpleaños, Presley echaba tanto de menos a Aaron que no le importaban ni la tarta ni los regalos, ni tan siquiera los amigos que podrían acudir a la fiesta. Solo quería verle. Así que se gastó una buena cantidad de dinero en un vestido nuevo, un vestido nuevo de verdad, no de segunda mano, se pintó las uñas de las manos y de los pies y se perfumó con la fragancia favorita de Aaron, esperando el momento en el que le viera entrar por la puerta. Se había esforzado tanto en arreglarse que cuando Aaron le escribió un mensaje de texto, diciéndole que llegaría tarde, no pudo evitar sentir una gran decepción.
Aunque sonrió, habló y fingió estar disfrutando durante la fiesta, era plenamente consciente de que Cheyenne y Dylan estaban tan enfadados como ella con Aaron. A medida que los minutos fueron transformándose en horas, comenzó a preguntarse si realmente tendría intención de aparecer.
–¡Ya es hora de que Presley abra los regalos! –anunció Cheyenne.
Habían retrasado el momento todo lo posible. Cheyenne no podía seguir postergándolo sin echar a perder la fiesta. La gente estaba empezando a marcharse. Así que Presley se sentó y dejó que Wyatt, sentado a su lado, jugara con el papel de regalo mientras ella iba abriendo cada paquete.
Cheyenne y Dylan le regalaron un cuadro de las montañas que rodeaban Whiskey Creek. Presley se había fijado en él al verlo en una galería del pueblo. Grady, Rod y Mack le regalaron un vale regalo de Amazon de una considerable cantidad de dinero. Ted Dixon y Sophia, su prometida, un libro electrónico. De Anya y Natasha recibió un certificado hecho a mano en el que le ofrecían cuidar gratuitamente a Wyatt.
Por supuesto, Presley jamás dejaría a Wyatt con Anya. No confiaba en la nueva madrastra de Aaron. Pero Natasha le gustaba.
Además de aquellos regalos, recibió otros de sus clientes, como entradas de cine, una planta de interior y una bonita gargantilla.
Consiguió reprimir las lágrimas que acechaban bajo la superficie durante el tiempo suficiente como para dar las gracias a todo el mundo. Después, apenas podía esperar para escapar de su propia fiesta para no tener que seguir fingiendo, pero Cheyenne le informó de que quedaba otro regalo.
Dylan lo sacó de uno de los dormitorios y le dijo:
–Este es el regalo de Aaron.
¿Aaron le había dejado un regalo? ¿Cómo era posible, si ni siquiera había llegado?
No preguntó. Había demasiada gente mirando y lamentando su situación. Notaba su compasión y les oía susurrar: «¿Aaron ya no está con ella?… ¿Por qué no ha venido a la fiesta? Se suponía que iba a venir… Cheyenne dijo que vendría… ¿Acaso han roto?».
Tres semanas atrás, todo el pueblo la había visto con el padre de su hijo, y más feliz de lo que lo había sido jamás en su vida. Y tres semanas después, Aaron ni siquiera había aparecido en su fiesta de cumpleaños.
Presley no quería abrir el regalo de Aaron delante de nadie, y menos de Cheyenne y Dylan, que eran los más conscientes de su decepción. Pero Cheyenne y Dylan se lo llevaron y si se hubiera negado a abrirlo, su dolor habría sido mucho más evidente.
Así que tragó saliva y se dijo a sí misma que solo tenía que aguantar un poco más.
–¡Qué grande! –comentó.
–No te hagas muchas ilusiones –susurró Cheyenne.
Lo desenvolvieron y encontró cuarenta colchonetas de yoga. Aaron había comprado el regalo que ella misma había sugerido, pero por lo menos se había molestado en comprar una buena cantidad.
–Es genial –dijo–. Yo… las necesitaba –miró a Catherine, una de sus alumnas de yoga, que estaba sentada jugando con Wyatt–. Nos va a venir muy bien tener tantas colchonetas, ¿verdad?
Catherine asintió, pero incluso su sonrisa pareció forzada.
Presley se levantó entonces.
–Muchísimas gracias por haber venido –le dijo a todo el mundo–. Y por los regalos tan maravillosos que he recibido. Este ha sido el mejor cumpleaños de mi vida.
Era una mentira evidente, pero todo el mundo la abrazó y le deseó un feliz cumpleaños por última vez antes de irse a sus casas.
–¿Estás bien? –preguntó Cheyenne cuando empezaron a recoger.
–Claro que estoy bien –contestó, e intentó animarse diciéndose que pronto estaría en la cama.
Cheyenne la agarró del brazo cuando se dirigía hacia la cocina para llevar unos platos.
–Puedes irte ya si quieres. Wyatt ya debería estar acostado.
–Puede aguantar unos minutos más. No quiero dejarte la casa en este estado –contestó.
Pero deseó haber aceptado el ofrecimiento de su hermana cuando oyó a Dylan, hablando enfadado con Mack.
–¿Dónde demonios está? ¿Cree que con hacerme comprar unas colchonetas de yoga ha cumplido?
Mack vio a Presley cerca de ellos y se aclaró la garganta, lo que hizo volverse a Dylan.
–¡Mierda! Lo siento, Presley –se disculpó cuando se dio cuenta de que les había oído.
Presley tenía los ojos llenos de lágrimas, pero parpadeó para reprimirlas.
–No te preocupes. Y te agradezco que hayas comprado las colchonetas. Nos vendrán… muy bien.
–Debería habértelas comprado él mismo, pero no tuvo tiempo. Me dijo que hoy tenía un día terrible. Y, por cierto, ahora mismo está viniendo hacia aquí. Es lo último que sé de él. Llamó hace un rato.
–El viaje es muy largo –había estado repitiéndose eso mismo durante todo la noche, pero no acababa de pronunciar la frase cuando le vibró el teléfono.
Era un mensaje de texto de Aaron.
–Por fin estoy aquí, nena. Lo siento mucho. Solo necesito una ducha rápida y enseguida estaré allí.
–No te preocupes, escribió ella. Todo el mundo se ha ido.
–¿Entonces vienes hacia aquí?
–Sí.
–Muy bien. Nos vemos en tu casa.
Presley soltó el aire que había estado conteniendo mientras fijaba la mirada en el mensaje. ¿Qué le iba a decir cuando le viera? No estaba segura de que pudiera fingir que no le había dolido que la hubiera abandonado el día de su cumpleaños.
–Creo que ya ha llegado –le dijo a Dylan cuando le vio mirándola con el ceño fruncido.
–Genial, ¿y dónde está? –musitó él–. Porque tengo ganas de darle una buena patada.
–No te enfades con él. Ya me lo había advertido.
Dylan le dio un abrazo.
–Si mi hermano tuviera cerebro, sabría apreciar lo que vales.
–Nadie puede obligarse a enamorarse. Creo que es la letra de una canción, ¿no? O era algo parecido –se rio sin alegría–. Y creo que nadie puede oponerse a tanta sabiduría.
Dylan no pudo decir nada más. De hecho, no había nada más que decir.
–Nos quedaremos con Wyatt mientras tú hablas con él –le propuso Cheyenne.
Presley aceptó porque Wyatt estaba tan excitado que no sabía cuánto podría tardar en dormirle. Y tenía que decirle a Aaron que ya no tenía ninguna obligación hacia ella, que no tenía por qué regresar a Whiskey Creek, por lo menos, para verla. Le habían dado una oportunidad a su relación, pero, era evidente que Aaron no la quería mucho. Ni siquiera había puesto una excusa por haberse perdido la fiesta de cumpleaños. Aquello era lo que más le dolía. Si por lo menos le hubiera dado una buena razón para habérsela perdido, quizá le habría perdonado. Pero hasta Dylan estaba enfadado con su hermano.
Hacía calor en la calle. Era uno de aquellos raros días en los que la noche no daba tregua al calor del verano. Pero la casa de Presley estaba cerca, de modo que no tendría que estar fuera durante mucho tiempo.
Apenas había doblado la esquina cuando se detuvo bruscamente. Había dado por sentado que Aaron estaría dentro, dándose una ducha, como le había dicho en el mensaje. Tenía la llave de su casa. Pero estaba esperándola, apoyado contra el lateral de un enorme camión de mudanzas. Su camioneta iba en la parte de atrás, colgada de una grúa.
¿Qué era todo aquello?
Presley estaba tan sorprendida que se olvidó de su enfado y corrió hacia allí.
–¿Qué ha pasado?
Aaron se secó una gota de sudor de la sien.
–Lo siento. Te daría un abrazo, pero estoy asqueroso.
–Porque…
Aaron señaló el camión que tenía tras él.
–¿A ti qué te parece? Me estoy mudando.
–Pero… No lo comprendo. Acabas de alquilar una casa y un taller en Reno. ¡Hace solo tres semanas que te marchaste!
–Y también acabo de darme cuenta de que fue un error, Presley –se apartó de la camioneta, dio un paso hacia ella y apoyó las manos en sus hombros–. Estas últimas tres semanas me han demostrado que no puedo vivir sin ti.
Presley apenas podía creer lo que estaba oyendo.
–¿Qué quieres decir? ¿Piensas volver?
Aaron curvó los labios con una irónica sonrisa.
–Ya he vuelto. Todo lo que quiero está aquí.
En aquel camión. Los pensamientos de Presley corrían a toda velocidad.
–Pero ya has pagado el alquiler del negocio y la casa –repitió–. Te has comprometido para todo un año. Si ahora te vas, perderás miles de dólares.
Aaron esbozó una mueca y se rascó la cabeza.
–Sí, no es el movimiento más inteligente que he hecho en mi vida. Haré todo lo que pueda para no perderlos. A lo mejor contrato a alguien para que dirija el taller y a algunos mecánicos. Si eso no funciona, me tendré bien merecida la pérdida por haber tardado tanto en darme cuenta. No sé por qué, pero pensé que podríamos seguir como hasta ahora, que podría huir de mi pasado y empezar de nuevo sin necesidad de perderte. Incluso llegué a pensar que estarías dispuesta a mudarte tú también en algún momento –sonrió con pesar–. Pero después me di cuenta de que no te imaginaba dejando todo lo que tienes aquí. Y eso significaba que era a mí a quien le tocaba hacer el sacrificio.
–Pero… ¡Es una decisión muy cara!
–Te lo mereces. Estas tres semanas han sido las más tristes de mi vida, Presley. Iba a trabajar, volvía a casa, y sin Wyatt y sin ti, nada parecía tener sentido.
Presley estaba tan impactada que ni siquiera podía hablar. Permanecía allí, mirando con la boca abierta a Aaron y al camión que tenía tras él.
–Dime que te alegras de que haya vuelto a casa –le pidió Aaron–. Porque ha sido un día muy duro y muy largo, y lo único que me ha mantenido en pie ha sido saber que iba a llegar este momento.
Presley por fin recuperó el habla.
–¡Claro que me alegro! Pero… yo podría haberte ayudado. No tenías por qué haberlo hecho todo tú solo.
–Creí que iba a ser más rápido –le explicó–. Quería darte la sorpresa en la fiesta, pero –se pasó la mano por la cara–, ha sido más fácil pensarlo que hacerlo.
–¿Y qué piensas hacer con el taller?
–Si al final decido no contratar a nadie para que lo dirija en mi lugar, lo subarrendaré. Eso es lo único que puedo hacer.
–¿Y a tus hermanos les parecerá bien?
–Las pérdidas las asumiré yo. Al fin y al cabo, he sido el que ha corrido el riesgo. Lo único que puedo hacer ahora es alegrarme de haber negociado un buen precio y el derecho a arrendar el local. Así resultará más fácil alquilarlo.
–Pero… acabo de ver a tus hermanos. Y, a no ser que sean los mejores actores del mundo, ellos no saben que has cambiado de opinión.
–Nadie lo sabe. Tenía miedo de estropear la sorpresa si todo el mundo empezaba a sonreír y a susurrar cuando te viera.
Las lágrimas que Presley había estado conteniendo durante la mayor parte del día comenzaron a correr por sus mejillas, pero, en aquella ocasión, fueron lágrimas de alegría.
–¿Así que es verdad que vuelves? ¿Y para siempre?
Aaron se inclinó para besarla.
–Exacto. Y no volveré a dejarte nunca más.
Cuando Presley le rodeó el cuello con los brazos, Aaron volvió a advertirla de lo sucio que estaba, pero a ella no le importó. Le habría abrazado aunque hubiera estado cubierto de barro. Jamás había sido tan feliz. «No volveré a dejarte nunca más», había dicho Aaron. Y él no era un hombre que prometiera nada a la ligera.
–Me he enfadado mucho al no verte en la fiesta –susurró Presley.
–Lo siento mucho, nena. Si hubiera sabido que iba a ser tan complicado, no se me habría ocurrido darte la sorpresa. Pero una vez había decidido volver, ya no podía dejar mis cosas allí. Quería empaquetarlo todo y salir de allí lo antes posible.
–No pasa nada. Ahora mismo, lo único que me importa es saber que te tengo aquí, entre mis brazos. ¿Pero estarás bien con Anya y con Natasha… y con tu padre cuando vuelva?
–Tendré que estarlo. ¿Te han gustado las colchonetas que te compré?
Presley asintió. Podría haberle regalado un cubo de agua y no le habría importado tras saber que iba a tenerle a su lado para siempre.
–Me alegro. Y espero que esto te guste todavía más.
Se apartó lo suficiente como para sacar del bolsillo una cajita envuelta en papel de regalo. Cuando alzó la mirada para mirarle a los ojos, vio una media sonrisa en el rostro de Aaron.
–Esta es otra de las razones por las que he llegado tarde. Lo tenía todo perfectamente planeado, y esto formaba parte del plan.
A Presley le latía violentamente el corazón mientras aceptada el regalo. Se decía a sí misma que no debía emocionarse, que aquello no podía ser una sortija. Pero, desde luego, tenía la sensación de que lo era.
Tomó aire intentando tranquilizarse, intentando prepararse por si era una gargantilla o unos pendientes.
–¿No piensas abrirlo?
A Presley volvieron a llenársele los ojos de lágrimas. No quería llorar, pero se sentía intensamente esperanzada, vulnerable y enamorada. Rezó para que Aaron no se diera cuenta de que le temblaban las manos mientras rompía el papel y abría la cajita de terciopelo.
Se le paralizó la respiración en la garganta. Era un diamante, sí. Un enorme solitario, más grande que cualquiera que hubiera soñado con llegar a tener.
–¿Te gusta?
–¡Es precioso! Es la sortija más bonita que he visto en mi vida. Tiene que haberte costado una fortuna. Pero con todo lo que te has gastado en la mudanza y lo que vas a tener que pagar hasta que encuentres a alguien que pueda hacerse cargo del taller, me temo que deberías devolverla.
Presley le oyó reír.
–De ningún modo. Por una vez en tu vida, te mereces ser lo más importante. Quería que la sortija te pareciera la mejor que habías visto en tu vida. Por eso me costó tanto decidirme. Para un hombre no es fácil. Había cientos de sortijas entre las que elegir –se quejó, como si el proceso hubiera sido terrible.
Presley se echó a reír.
–Pues has elegido muy bien. Me encanta.
–¿Te casarás conmigo, Presley?
La atravesó una oleada de pura emoción. Había pasado de unas colchonetas de yoga a una sortija de compromiso completada con una propuesta de matrimonio. Mientras estaba lamentándose en la fiesta, pensaba que aquella era una de las peores noches de su vida. En aquel momento, supo que era la mejor.
–¿Estás seguro de que quieres casarte conmigo?
Sabía que no era la pregunta que se esperaba que le hiciera una prometida a su novio. Pero Aaron había sido un hombre reacio a los compromisos.
Aaron curvó los labios en una confiada sonrisa.
–¿Te lo habría pedido si no quisiera?
Presley volvió a reír a través de las lágrimas que escapaban de sus ojos.
–No.
–Pues ahí lo tienes. Quería estar seguro de que lo estaba haciendo por los motivos adecuados, no por un sentimiento de culpabilidad o por obligación, sino porque estamos bien juntos. He tenido que arruinarme para darme cuenta, pero… aquí estoy ahora. Y con el tiempo, nos recuperaremos.
«Nos recuperaremos». Sonaba bien.
Presley bajó la mirada mientras Aaron le deslizaba el anillo en el dedo.
–¡Vaya! ¡Mira cómo queda! Es tan grande que me da miedo que me atraquen.
–A nadie se le ocurrirá hacerte ningún daño, o tendrá que vérselas conmigo –respondió Aaron. Después, le enmarcó el rostro con las manos y le secó las lágrimas con los pulgares–. ¿Presley?
Por un momento, fue como si la niña sucia y abandonada que tenía que buscar comida en los contenedores para sobrevivir estuviera contemplando a la adulta en la que se había convertido a punto de entrar en un cuento de hadas.
–¿Qué?
Aaron la besó con ternura.
–Te quiero.