Capítulo 1

 

Aaron Amos también estaba en la librería. Presley lo supo por el cosquilleo que recorrió su columna vertebral. A lo mejor había reconocido inconscientemente su voz en medio de las conversaciones de los otros, o quizá existiera de verdad algo así como un sexto sentido, porque cuando se volvió y miró a través de la abarrotada librería, pudo confirmar lo que su cuerpo ya le había dicho. Aaron estaba de pie en uno de los laterales del establecimiento, ligeramente apartado y mirándola directamente a ella.

Habían pasado dos años desde la última vez que le había visto y prácticamente el mismo tiempo desde la última vez que había compartido su cama. Pero tenía la sensación de que había sido mucho más. El embarazo y los dieciocho primeros meses de vida de su hijo habían sido duros, más duros que todo lo que había vivido hasta entonces, que era mucho en el caso de una mujer que había pasado la infancia viviendo en moteles y coches.

Aunque cuando había decidido regresar a Whiskey Creek era consciente de que podría encontrarse con Aaron y había intentado prepararse para aquel momento, sus ojos se volvieron hacia él como si Aaron poseyera un potente imán y la atrajera en contra de su voluntad. Después, tuvo que hacer un gran esfuerzo para no caer de espaldas; la visión de Aaron la golpeó con la fuerza de un puñetazo en el pecho.

¡Maldita fuera! Su reacción, la respiración atragantada en la garganta, el nudo en el estómago… ¡era ridícula! ¿Por qué no podía superar su pasado con Aaron?

Apretó los dientes, apartó la mirada y se deslizó tras la gente que hacía cola para conseguir que Ted Dixon le firmara un libro. Ella era una gran admiradora del trabajo de Ted. Cuando se había mudado a Fresno para comenzar una nueva vida, sus novelas de misterio, entre otras, la habían ayudado a mantener la mente ocupada para no recaer en su antigua vida. Y después, cuando había encontrado un trabajo en la tienda de segunda mano Helping Hands, el mejor trabajo al que podía aspirar con su escasa formación, los libros, mayoritariamente de segunda mano, le habían proporcionado la única diversión que podía permitirse. Y habían sido una auténtica bendición tras el nacimiento de Wyatt, cuando, con mucha frecuencia, pasaba la noche levantada, intentando aliviar los cólicos del bebé.

Aun así, Ted vivía en el pueblo. Tendría más oportunidades de verle. Le apetecía ir a aquel acto, pero probablemente no habría acudido si no hubiera sido por la presión de su hermana. Cheyenne había insistido en quedarse con Wyatt para que ella saliera un rato. Le había dicho que era importante que se diera un descanso. Y Presley se lo agradecía. Después del esfuerzo que había hecho para limpiar la casa que había alquilado, instalarse y encontrar un local comercial en alquiler para montar un estudio de yoga, estaba encantada de tener la oportunidad de sentirse como algo más que una madre.

Pero ella creía, al igual que Cheyenne y Dylan, el marido de su hermana, que Aaron estaba a doscientos veinticinco kilómetros al noroeste. Aaron quería montar su propia franquicia del taller Amos Auto Body, el taller de chapa y pintura del que Dylan y sus hermanos eran propietarios. Según Cheyenne, Aaron había pasado mucho tiempo en Reno, buscando un solar en el que pudiera instalar el taller.

–Perdón –Presley se pegó contra la estantería más cercana, intentando pasar por detrás de dos hombres que estaban enfrascados en una conversación.

–¡Presley!

Eran tantas las ganas que tenía de escapar, que Presley ni siquiera había alzado la mirada, pero aquella voz le llamó la atención. Los que estaban allí de pie eran Kyle y Riley, dos de los mejores amigos de su hermana. Ted Dixon, el autor, formaba parte de aquella camarilla, de modo que no era sorprendente verle allí. De hecho, si se fijara un poco, probablemente encontraría a un puñado de los que habían sido compañeros de Ted desde el jardín de infancia.

–¡Hola! –consiguió sonreír, aunque el corazón le palpitaba con fuerza.

¿Estaría Aaron en ese instante abriéndose paso entre la gente que se interponía entre ellos?

No había ninguna razón por la que debiera resultarle incómodo acercarse a ella. A lo mejor no habían estado en contacto desde que ella se había ido, pero no había expectativas en aquel sentido por parte de ninguno de ellos. La relación que habían mantenido no implicaba ni compromisos ni obligaciones. Les gustaba salir de fiesta y con Aaron, había disfrutado del sexo más placentero que jamás había experimentado, pero, por lo que a él concernía, todo era pura diversión. Ni siquiera habían tenido una discusión cuando Presley se había marchado. La muerte de su madre y la noticia del embarazo la habían empujado a una odisea de autodestrucción que había terminado en una clínica abortiva de Arizona. Estaba convencida de que, de haberlo sabido, Aaron habría querido interrumpir el embarazo. Esa era la razón por la que, cuando había decidido tener a su hijo, Presley había sentido que no le debía nada, ni siquiera el comunicarle que Wyatt era hijo suyo.

–Cheyenne me comentó que ibas a volver –dijo Kyle–. ¿Cuánto tiempo llevas en el pueblo?

Presley miró tras ella, pero, como apenas medía un metro sesenta, no podía ver por encima de la gente que la rodeaba.

–Solo un par de semanas.

Se detuvo a hablar por educación, pero no pensaba prolongar aquella conversación durante más de unos segundos, sabiendo que Aaron estaba a solo unos metros y, probablemente, acortando la distancia que les separaba. Desgraciadamente, no podía marcharse. Ted ya le había dedicado el libro y había una cola larguísima hasta la caja registradora.

Antes de que hubiera podido pronunciar la despedida que tenía ya en la punta de la lengua, intervino Riley.

–Me alegro de que hayas vuelto a casa. Por cierto, estás increíble –silbó suavemente–. Debe de ser cosa del yoga.

Presley estaba demasiado nerviosa como para disfrutar del cumplido, o como para explicar que el yoga había hecho por ella mucho más que ayudarla a mantenerse en forma. Aquello supondría alargar en exceso la conversación.

–¿Habéis recibido alguna vez una clase de yoga? –preguntó en cambio.

Kyle y Riley intercambiaron una mirada.

–Pues no puedo decir que haya recibido ninguna –Riley sonrió de una manera que indicaba que, probablemente, tampoco iba a recibirla nunca.

–En cuanto abra el estudio, tenéis que ir a probar.

–Si vas a estar tú allí, claro que iré –se ofreció Kyle.

Presley no esperaba que ninguno de ellos coqueteara con ella. Cuando vivía en Whiskey Creek, siempre había tenido la sensación de que se consideraban demasiado buenos para ella. Siempre habían sido unos chicos populares y emocionalmente equilibrados. Ella había sido una joven perdida y marginal que había tomado muchas decisiones equivocadas. Podría haberse sentido halagada por aquel cambio de percepción, pero estaba demasiado preocupada por la posibilidad de tener que enfrentarse a Aaron. No quería hablar con él. Por muchas veces que se dijera que no era el hombre indicado para ella y que su relación había sido enfermiza y descompensada, no le servía de nada. No podía dejar de añorar su sonrisa, su risa, sus caricias.

No podía decir que el hecho de que le estuviera costando tanto superar aquel enamoramiento fuera una sorpresa. Toda su vida había sido una lucha constante.

–Genial. Me gustaría poder abrir el negocio la semana que viene –tenía que abrirlo necesariamente. No podía seguir durante más tiempo sin recibir ingresos–. Allí os veré.

Podía sentir sus ojos tras ella mientras se alejaba. Estaba segura de que les había sorprendido que les prestara tan poca atención. Pero, estando Aaron en la librería, lo único que quería era fundirse con el fondo. La mera visión de aquel rostro tan perfectamente esculpido, un rostro que resultaba casi bello en exceso a pesar de la cicatriz que le había dejado una pelea, bastaba para arrastrarla a un espacio de añoranza y debilidad.

Aaron era como la cocaína que había llegado a controlar su vida. Tenía que evitarlo con la misma avidez que evitaba otras sustancias que habían estado a punto de destrozarla.

No se relajó hasta que cruzó la cortina y entró en el almacén en el que Angelica Hansen, propietaria de Turn the Page, recibía su inventario. Por fin había encontrado un lugar en el que sentirse segura, un rincón en el que era poco probable que pudiera encontrarla. Cuando Aaron se fuera, pagaría el libro y saldría de la librería.

Pero se volvió con intención de mirar hacia la parte pública de la librería y su mirada chocó contra el duro y firme pecho de Aaron, que también estaba cruzando la cortina.

Aaron la agarró antes de que tropezara con una pila de libros que tenía a sus pies y la arrastró hacia él.

–¿Qué estás haciendo aquí?

Presley rompió aquel contacto antes de que su olor o el tacto de su piel pudieran minar su resolución. Se apartó tambaleante, tirando los libros. Tuvo suerte de no ser ella la que terminara en el suelo, como había estado a punto de ocurrirle antes.

–Necesitaba espacio para respirar. Hay demasiada gente en la librería. Se me ha ocurrido esperar un rato aquí, hasta que se acorte la cola.

Aaron entrecerró ligeramente los ojos al verla alejarse tan precipitadamente de su alcance. O quizá fueran sus sospechas sobre las razones por las que estaba en el almacén las que provocaron su silencio. ¿Pensaría que estaba intentando robar el libro de Ted?

¿O habría adivinado la verdad? Aaron siempre había sido muy perspicaz. Demasiado inteligente incluso. Era el más sensible de los hermanos Amos, el que peor se había tomado la pérdida de su madre y todo lo ocurrido después de su suicidio. Pero no hizo ningún comentario sobre el hecho de que se estuviera alejando de él.

–He oído decir que te has mudado a la casa de los Mullins hace un par de semanas.

Presley tenía que inclinar la cabeza para poder mirarle a la cara.

–Es cierto.

–Y hasta ahora… ¿dónde has estado?

¿Le estaba preguntando que por qué no se había puesto en contacto con él desde su llegada?

–He estado ocupada.

–¿Eso significa que no has estado en tu casa?

Presley volvió a sentir que se le tensaban los músculos del estómago.

–¿Tú te has pasado por allí?

–No me molesté en llamar. No vi ningún coche en el garaje.

–Ya no tengo coche.

Había vendido su nuevo Hyundai varios meses atrás para así poder librarse de las cuotas mensuales y ahorrar lo suficiente para alquilar un estudio. Si se hubiera quedado en Fresno y hubiera continuado ahorrando para tener un mayor colchón económico, podría haber abierto allí el estudio, pero al descubrir unas marcas extrañas en la piel de Wyatt, había tenido miedo de que la persona que lo cuidaba estuviera maltratándole y había decidido regresar a Whiskey Creek. Su hermana se había ofrecido a ayudarla con el cuidado del niño y, sabiendo que Aaron les había dicho a Cheyenne y a Dylan que se iba a vivir a otro lugar, regresar a su pueblo se había convertido por fin en una posibilidad.

Aaron vaciló.

–¿Cómo te las arreglas sin coche?

–Voy andando a casi todas partes.

La casa de Cheyenne estaba al final de la calle y muy cerca de la suya. El estudio de yoga a dos manzanas en la otra dirección, en la misma que el centro del pueblo, haciendo que le resultara fácil ir siempre que lo necesitaba.

–Es evidente que te está sentando bien el ejercicio.

Presley deseó que aquel cumplido no le produjera tanto placer. Pero durante los últimos dos años, había juzgado su vida pensando en lo mucho que le gustaría a Aaron todo lo que estaba haciendo, lo mucho que había cambiado. Suponía que el placer de ser por fin admirada por él era demasiado potente como para vencerlo.

–El propietario de la tienda de segunda mano en la que trabajé me introdujo en el mundo del yoga. Sobre todo es eso lo que ha marcado la diferencia.

–Un cuerpo flexible y tonificado –sonrió con admiración–. Estás mejor que nunca.

–Gracias.

Había otras cosas que explicaban aquella mejora física, como sus estrictos hábitos alimenticios, pero no quería prolongar la conversación. A Aaron le importaría muy poco lo que estaba haciendo con su vida en cuanto se diera cuenta de que no pensaba retomar la relación donde la habían dejado. No tenía ninguna intención de volver a acostarse con él.

–¿Qué tal te ha ido? –le preguntó–. Hace mucho tiempo que no nos vemos.

Y ella había sido plenamente consciente de cada minuto. No podía contar la cantidad de veces que había estado a punto de quebrarse y llamarle. Pero el riesgo de que pudiera averiguar que él era el padre de Wyatt la había detenido.

–Muy bien –se secó el sudor de las palmas de las manos en los pantalones–. ¿Y a ti?

–Voy tirando.

Parecía estar bien. Había ganado algunos kilos, que se repartían equilibradamente por su alta anatomía, algo que necesitaba. Era un hombre musculoso, pero demasiado delgado cuando se habían visto por última vez. Según Cheyenne y Dylan, también él había dejado las drogas. Y, después de haberle visto, Presley lo creía.

–Estupendo, me alegro de oírlo.

Deseó que Aaron lo dejara allí, pero él no se apartó de la puerta y ella no podía ir a ninguna parte mientras le estuviera bloqueando el paso.

–Me sorprendió enterarme de que habías alquilado la casa de los Mullins. Esa casa era una cloaca cuando ellos vivían allí –esbozó una mueca–. Eran gente muy tirada.

–Ha hecho falta mucho trabajo para dejar la casa en condiciones.

Había alquilado aquella casa de dos habitaciones porque era barata y estaba muy céntrica. Afortunadamente, dedicándole una buena cantidad de trabajo había conseguido hacer milagros.

–Ahora está limpia. Me quedan muy pocas cosas por hacer.

–¿Como cuáles?

–Pintar el porche, arreglar la cerca y plantar algunas flores.

Aaron hundió los pulgares en los bolsillos.

–¿Flores?

–¿Tienen algo de malo las flores?

–Parece que estás pensando en quedarte durante una buena temporada.

–Y es así.

–No eras tan hogareña cuando te fuiste.

Entonces no tenía un hijo, pero no quería hacer ningún comentario al respecto, puesto que Aaron no sabía que había sido él el que la había convertido en madre.

–Es difícil estar pendiente de las preocupaciones de cada día cuando lo único que te importa es estar colocado.

–Sí, supongo que tienes razón –se frotó la barbilla–. Asumo que has cambiado.

–Completamente.

–Sí, ya lo veo.

No, no lo veía. Todavía no. Él pensaba que los cambios eran superficiales, que a la larga caería rendida a sus pies, como había hecho en el pasado.

–Podría haberte ayudado a limpiar la casa. Deberías haberme llamado.

Presley se aclaró la garganta.

–No hacía falta. Me las he arreglado bien.

La mirada de Aaron se tornó vigilante e inescrutable. Estaba comenzando a darse cuenta de que los cambios incluían la decisión de no tener nada que ver con él.

–No creo que haya sido fácil hacer todo eso sola y con un niño.

Los tentáculos del miedo rodearon el corazón de Presley. Era la primera vez que mencionaba a Wyatt. Debía tener cuidado. Tenía que manejar las percepciones de Aaron con mucha precaución desde el principio. Cualquier sospecha por su parte podría dinamitar su felicidad.

–No, pero, si hubiera necesitado ayuda, podría habérsela pedido al padre de Wyatt.

–¿No vive en Arizona?

Cheyenne le había dado a todo el mundo esa información, incluso a Dylan.

–Sí, pero podría haber venido. Tiene dinero y se preocupa por Wyatt.

–¿Entonces tienes contacto con él? ¿Es un tipo formal?

El tono era esperanzado, como si fuera eso lo que deseara para ella. No había ningún motivo para que no fuera así. Por lo que Presley sabía, Aaron nunca le había deseado ningún mal, jamás había hecho nada intencionadamente para herirla. Estaba demasiado pendiente de sí mismo. Pero eso era, sencillamente, porque nunca la había querido, por lo menos, no tanto como ella le había querido a él.

–No tenemos ninguna relación más allá de Wyatt –contestó–, pero es un buen padre.

–Eso ya es mucho.

Si el padre de Wyatt realmente les hubiera proporcionado alguna ayuda, no habría tenido que limpiar la peor casa del pueblo para tener un lugar en el que vivir, pero, afortunadamente, Aaron no pareció asociar ambas cosas.

–Sí, lo es. Y muy pronto estaré ganando mi propio dinero.

–Como profesora de yoga, ¿verdad?

–Y como masajista –añadió.

Así nadie se sorprendería cuando ofreciera sus servicios. Quería que todo el mundo comprendiera desde el primer momento que estaba haciendo ambas cosas. Necesitaba toda la legitimidad que pudiera conseguir.

–¿Cómo te has metido en ese mundo?

–Conocí en yoga a un chico con el que terminé compartiendo piso. Era masajista.

–Un chico…

–No estuvimos nunca juntos, si es eso lo que estás preguntando. Roger es gay. Pagaba la mitad del alquiler y me enseñó a hacer masajes.

–Ya entiendo. ¿Y tienes una licencia, o lo que quiera que se necesite para ser masajista?

–Hice un curso de instructora de yoga. Y tengo un título de masajista.

Afortunadamente para ella, la beca del gobierno le había cubierto los gastos de la matrícula y los del cuidado de Wyatt mientras ella estaba en clase.

–Veo que tienes grandes planes. ¿Cuándo piensas abrir el negocio?

–Si todo va bien, dentro de una semana.

En cuanto terminara de pintar el interior del estudio e hiciera algunas mejoras que corrían a su cargo, como el mostrador de recepción. No sabía mucho sobre bricolaje, pero con el precio que tenían los materiales, no podía permitirse el lujo de contratar a nadie, así que tendría que aprender. Dylan ayudaría en todo lo que pudiera, y también Cheyenne cuando no estuviera en Little Mary, pero su hermana y su cuñado tenían sus propias vidas y ella tenía prisa por terminar.

–Genial –Aaron le guiñó el ojo–. Seré tu primer cliente.

Presley sabía que Aaron pensaba que estaba siendo encantador, pero se tensó de todas formas.

–¿Perdón?

Aaron se la quedó mirando fijamente.

–He dicho que seré tu primer cliente.

–Pero… no es eso lo que piensas hacer.

La sonrisa de Aaron desapareció al advertir su tono de agravio.

–¿Y qué es lo que pienso hacer?

–Voy a dirigir dos negocios legales, Aaron. Yo ya no… no quiero estar todo el día de fiesta. Ni hacer nada de lo que a ti podría interesarte.

Aaron frunció el ceño.

–Porque, por supuesto, a pesar de haber pasado dos años fuera, tienes muy claro que es lo único que me interesa.

–Sé lo único que te interesa de mí. Siempre lo he sabido. Y no estoy dispuesta a… a ser una más de tus muchas compañeras de cama. No es esa la vida que he elegido para mí.

–¿Mis muchas compañeras de cama? ¿Quieres que las contemos?

Presley negó con la cabeza.

–No te estoy juzgando.

–¡Qué generosa!

Aquello no estaba saliendo bien. Ella no era quién para criticar a nadie y lo sabía.

–No soy la misma persona que era, eso es todo.

Se tensó un músculo en la mejilla de Aaron.

–¿Estás insinuando que antes me aproveché de ti?

Aaron había tenido algunos enfrentamientos con la ley, de modo que su reputación no era más brillante que la suya. A los Temidos Cinco, que era como se llamaba a los hermanos Amos, se les culpaba de todo, incluso de muchas cosas que no habían hecho ellos. Aunque, seguramente, la situación había cambiado. El último jefe de policía había sido destituido por mala conducta y el nuevo no parecía tan ebrio de poder como el anterior.

–No –negó con la cabeza para dar más énfasis a sus palabras–. Lo que ocurrió entonces fue culpa mía. Tú nunca me pediste que te siguiera como un cachorro, ni que me arrastrara a tu cama cada vez que tenía oportunidad –se echó a reír y elevó los ojos al cielo–. Supongo que acabaste harto de tenerme todo el día pendiente de cada una de tus palabras, de cada uno de tus movimientos. Siento haber sido tan pesada.

Pero Aaron no rio con ella.

–Sí, era bastante lamentable.

Presley percibió el sarcasmo que había tras sus palabras. Probablemente ya había olvidado lo mucho que le irritaba, pero ella sí lo recordaba. El día de la muerte de su madre, había ido a buscarle en busca de consuelo, pero él la había rechazado con unas duras palabras por haberle despertado en medio de la noche.

Y, aun así, Presley no tenía nada contra él. Nada, de verdad. Lo único que quería era que el siguiente hombre que hubiera en su vida la quisiera un poco más.

–Estoy segura –respondió, tomándose sus palabras como si fuera eso lo que había pretendido decir–. Pero esta vez no te molestaré. Ahora busco… otras cosas.

–Sí, ya me lo has dicho.

Con la mandíbula en tensión y los labios apretados, apoyó el hombro contra el marco de la puerta. Evidentemente, no estaba satisfecho con el curso que estaba tomando la situación. Presley lo sabía por la actitud chulesca que había adoptado. Podría haberle incomodado aquella mirada cortante que ponía a casi todo el mundo nervioso, pero no podía entender que se hubiera enfadado por el hecho de que prefiriera guardar las distancias. Para empezar, él nunca la había querido. De modo que, ¿por qué iba a importarle que se negara a seguir en contacto con él? Podía tener a todas las mujeres que quisiera. Incluso muchas que pretendían ser demasiado buenas para él, a veces le miraban con evidente anhelo.

–¿Y qué otras cosas estás buscando exactamente?

–Un marido para mí y un buen… padrastro para mi hijo. Un compromiso –algo que le dejaba a él al margen–. Así que, si me perdonas…

Aaron no reaccionó. Estaba demasiado ocupado escrutando el rostro de Presley con aquellos ojos castaños. A lo mejor estaba buscando a la antigua Presley, pero ella no había mentido al decir que había desaparecido.

Cuando se acercó un paso, mostrando así que esperaba que se apartara de su camino, Aaron se apartó de la pared e hizo un gesto exageradamente teatral para invitarla a pasar.

Había desaparecido ya el brillo de excitación que Presley había visto en sus ojos cuando se había dirigido por primera vez a ella. Su expresión se había vuelto implacable, pétrea. Pero Presley no tenía ningún motivo para arrepentirse de sus palabras. Había hecho lo que tenía que hacer. Y había asumido la responsabilidad sobre su pasado, no le había reprochado nada a Aaron.

–Gracias –dijo suavemente.

Salió a la parte delantera de la tienda, aunque se sentía como si estuviera arrastrando su corazón por el suelo tras ella.

Ya no tendría que preocuparse por rehuirle en el futuro, se dijo a sí misma. Podrían intentar evitarse el uno al otro, cruzar a la otra acera, si fuera necesario. Aquello haría más fáciles las próximas semanas, o meses, o el tiempo que le llevara a Aaron trasladarse a Reno.

Pero entonces, ¿por qué tenía los ojos anegado en lágrimas y sentía la garganta como si acabara de tragar un pomelo?

Estaba de pie, haciendo cola con el rostro ardiendo y el pulso acelerado, cuando Kyle y Riley detuvieron a Aaron en el momento en el que este avanzaba hacia la parte pública de la librería. Le saludaron y él respondió. Parecía estar perfectamente. Su rechazo no le había afectado en absoluto, lo cual demostraba que, en realidad, nunca le había importado. La había utilizado. En cualquier caso, ella era igualmente culpable por haberse entregado sin reservas a él.

–¡Eh, Aaron! Presley está aquí –dijo Kyle–, ¿la has visto?

Presley se clavó las uñas en la palma de la mano, rezando para no tener que oír la respuesta de Aaron. Pero no pudo perdérsela. No hubiera dejado de oírla aunque hubiera tenido la posibilidad de hacerlo.

–De lejos –contestó él.

Habían estado muy cerca cuando Aaron había evitado que se cayera encima de los libros, pero no iba a reprocharle una mentira como aquella. Lo único que quería era que la cola avanzara más rápido para poder salir cuanto antes de la librería.

–Va a abrir un estudio de yoga en el local que hay al final de la calle en la que Callie tiene el estudio de fotografía –informó Riley–. Y también dará masajes.

Había un evidente doble sentido en aquella frase, como si todos lo consideraran muy divertido. Sin duda alguna, se preguntaban si ofrecería un servicio adicional que no podía anunciar. Pero la culpa también era suya. Le llevaría tiempo superar la imagen que se tenía de ella en Whiskey Creek.

–Un negocio con múltiples servicios.

Presley se encogió por dentro, asumiendo que Aaron estaba participando de aquellas sospechas.

–Teniendo en cuenta lo guapa que está, no creo que tenga problemas para conseguir clientes.

–A mí me parece que está igual que siempre –replicó Aaron, y se alejó.

Se estaba yendo. El radar interno de Presley supo que se dirigía hacia la puerta. Después, y a pesar de sus esfuerzos por fijar la mirada en la persona que tenía delante de ella, miró hacia él por última vez, y descubrió que también Aaron la estaba mirando. Aquella vez, su expresión, más que inescrutable, era de desconcierto.

Pero aquella expresión de niño herido desapareció tras una máscara de indiferencia en cuanto se dio cuenta de que le estaba observando. Y salió del establecimiento.