15

Aparte del considerable aumento de sueldo, que aceptó con gusto, y del despacho más grande, que rechazó con más gusto aún, el ascenso de Lacy ofrecía pocos beneficios. Uno de ellos, sin embargo, era un vehículo propiedad del Estado, un Impala último modelo con poco kilometraje. No hacía muchos años, todos los investigadores conducían coches estatales y nunca tenían que preocuparse por sus gastos de viaje. Los recortes presupuestarios habían cambiado las cosas.

Lacy había decidido que Darren Trope se convertiría en su mano derecha y, como tal, iba a tener que conducir mucho. Pronto se enteraría de la misteriosa testigo y de sus pasmosas acusaciones, aunque no conocería su verdadera identidad, al menos no en un futuro próximo.

Darren dejó el coche en el aparcamiento medio vacío de un hotel situado junto a la Interestatal 10, unos cuantos kilómetros al oeste de Tallahassee.

—El contacto nos verá entrar en el hotel, así que sabe que estás aquí —lo informó Lacy.

—¿El contacto?

—Lo siento, pero es lo máximo que puedo decirte de momento.

—Me encanta. Cuánta intriga.

—No tienes ni idea de en qué te estás metiendo. Espérame en el vestíbulo o en la cafetería.

—¿Dónde has quedado con el contacto?

—En una habitación del tercer piso.

—¿Y te sientes segura?

—Claro. Además, te tengo abajo, listo para acudir en mi rescate. ¿Has traído la pistola?

—Se me ha olvidado.

—Pero ¿qué tipo de agente eres?

—No lo sé. Creía que no era más que un investigador de poca monta que trabaja a cambio del salario mínimo.

—Te conseguiré un aumento. Si no he vuelto dentro de una hora, da por hecho que me han secuestrado y, casi seguro, torturado.

—¿Y entonces qué hago?

—Huye.

—Hecho. Oye, Lacy, ¿cuál es el propósito exacto de este encuentro?

—Bien, te refieres a qué estamos haciendo aquí, ¿no? Espero que el contacto me entregue una denuncia formal contra un juez de distrito, y en la denuncia habrá acusaciones de que ese juez ha cometido un asesinato mientras ostentaba el cargo. Quizá varios asesinatos. He intentado derivar el caso en numerosas ocasiones, preferiblemente al FBI o a algún otro cuerpo de lucha contra el crimen, pero el contacto se muestra inflexible y tiene miedo. La investigación, sea como sea, comenzará en nuestra oficina. E ignoro por completo dónde terminará.

—¿Y conoces bien a este contacto?

—No. Nos conocimos hace dos semanas. En la cafetería de la planta baja del Siler. Le sacaste fotos.

—Ah, así que es esa mujer...

—Sí.

—¿La crees?

—Me parece que sí. Doy bandazos. Es una acusación atrevida, pero el contacto presenta varias pruebas circunstanciales bastante sólidas. No tiene ninguna prueba real, ojo, pero sí suficientes conjeturas como para que la cosa se ponga interesante.

—Esto es genial, Lacy. Tienes que dejarme participar en la investigación. Me encantan estas operaciones clandestinas.

—Ya estás participando, Darren. Sadelle y tú. Ese es el equipo. ¿Entendido? Solo nosotros tres. Y tienes que prometerme que no preguntarás la verdadera identidad del contacto.

Él selló los labios y repuso:

—Prometido.

—Vamos.

Había una cafetería en el extremo izquierdo del vestíbulo, detrás del mostrador de recepción. Darren se separó de Lacy sin decir una palabra cuando ella se encaminó hacia los ascensores. Subió sola a la tercera planta, buscó la habitación y llamó al timbre.

Jeri abrió la puerta sin sonreír, sin hablar. Señaló con un gesto de la cabeza la habitación que tenía detrás y Lacy entró despacio, mirando a su alrededor. Era una habitación pequeña con una sola cama.

—Gracias por venir —dijo Jeri—. Siéntate.

Había una silla junto al televisor.

—¿Estás bien? —preguntó Lacy.

—Estoy fatal, hecha polvo. —Atrás habían quedado la ropa elegante y las monturas de diseño falsas. Jeri iba vestida con un chándal negro y viejo y unas zapatillas de deporte rozadas. No se había maquillado y parecía años más vieja—. Siéntate, por favor.

Lacy se sentó en la silla y Jeri hizo lo propio en el borde de la cama. Indicó los papeles que había encima del escritorio.

—Ahí está la denuncia. La he hecho breve y la he firmado como Betty Roe. ¿Tengo tu palabra de que nadie más llegará a saber mi verdadero nombre?

—No puedo prometértelo, Jeri. Ya hemos hablado de esto. Te garantizo que en la CCJ nadie sabrá quién eres, pero, más allá de eso, no puedo prometerte nada.

—¿Más allá de eso? ¿Qué hay más allá, Lacy?

—Ahora tenemos cuarenta y cinco días para investigar tu denuncia. Si encontramos pruebas que apoyen tus acusaciones, no nos quedará más remedio que acudir a la policía o al FBI. No podemos arrestar a este juez por asesinato, Jeri. Ya lo discutimos en su día. Podemos destituirlo, pero, para entonces, perder su trabajo será la menor de sus preocupaciones.

—Debes protegerme en todo momento.

—Haremos nuestro trabajo, es lo único que puedo prometerte. En la CCJ, nadie sabrá tu nombre.

—Prefiero no figurar en su lista, Lacy.

—Ya, y yo.

Jeri se metió las manos en los bolsillos y se balanceó hacia delante y luego hacia atrás, perdida en otro mundo. Tras un largo e incómodo silencio, dijo:

—Está matando otra vez, Lacy; aunque tampoco es que hubiera dejado de hacerlo.

—Me comentaste que podría haber otro.

—Y lo hay. Hace cinco meses mató a un hombre llamado Lanny Verno en Biloxi, Mississippi. El mismo método, la misma cuerda. He descubierto la razón. Yo, Lacy, no la policía, sino yo. Le he seguido el rastro a Verno hasta situarlo en Pensacola hace trece años. He buscado la intersección, el cruce de caminos, y la he encontrado, pero la policía no. No tienen ni idea.

—Tampoco tienen ni idea de lo de Bannick —señaló Lacy—. ¿Qué pasó?

—Una vieja disputa debida a una reforma en la casa de Bannick. Parece que Verno sacó un arma, tendría que haber apretado el gatillo. En aquel entonces Bannick solo era abogado, no juez, y lo llevó a juicio acusado de agresión. Perdió. Verno quedó libre y supongo que se ganó un puesto en la lista de Bannick. Esperó trece años, Lacy, es que es increíble.

—Sí.

—Ahora mata con más frecuencia, lo cual no es raro. Cada asesino en serie es distinto y, desde luego, es un juego sin normas, pero no es raro que suban el ritmo y luego lo bajen.

Seguía balanceándose despacio, hacia delante y hacia atrás, con la mirada clavada en el frente, como en trance.

—También está corriendo riesgos, cometiendo errores —prosiguió—. Casi lo pillan con Verno cuando un pobre hombre apareció en el momento y el lugar equivocados. Bannick le reventó el cráneo, lo mató, pero no usó la cuerda. Eso está reservado para los elegidos.

Lacy volvió a maravillarse de la seguridad con la que Jeri describía cosas que no había visto y que, desde luego, no podía probar. Era frustrante lo persuasiva que resultaba. Le preguntó:

—¿Y la escena del crimen?

—No sabemos mucho de ella porque es una investigación aún en curso y la policía lo mantiene todo en secreto. La segunda víctima era un constructor de la zona que tenía muchos amigos, así que le están dando caña a la policía. Pero, como siempre, parece que Bannick no dejó nada.

—Seis y dos son ocho.

—Que nosotras sepamos, Lacy. Podría haber más.

Lacy estiró una mano y cogió la denuncia, pero no la leyó.

—¿Qué hay aquí dentro?

Jeri dejó de mecerse y se frotó los ojos como si tuviera sueño.

—Solo tres asesinatos. Los tres últimos. El de Lanny Verno y Mike Dunwoody, del año pasado, y el de Perry Kronke, de hace dos. El caso de Kronke es el de los Cayos, el del abogado del gran bufete que supuestamente se negó a ofrecerle trabajo a Bannick cuando estaba terminando la carrera de Derecho.

—¿Y por qué estos casos?

—El de Verno porque es sencillo demostrar su conexión con Pensacola. Vivió allí un tiempo y yo fui capaz de localizarlo. Fácil, una vez que le digamos a la policía cómo hacerlo. Está relacionado con casos viejos enterrados en contenedores digitales y con expedientes también viejos apilados en almacenes. Cosas que yo he encontrado, Lacy. Si se lo damos todo mascado a la policía, a lo mejor consiguen reunir un caso.

—Necesitarán pruebas, Jeri, no meras coincidencias.

—Cierto. Pero nunca han oído el nombre de Ross Bannick. Una vez que se lo digas, una vez que les ates los cabos, entonces podrán entrar en tromba con sus citaciones.

—¿Y Kronke? ¿Por qué él?

—Es el único caso en Florida y lo obligó a viajar. Hay diez horas en coche desde Pensacola hasta Marathon, así que es probable que Bannick no hiciera los trayectos de ida y vuelta en un día. Hoteles, pagos de gasolina, quizá cogiera un avión. Muchas huellas en el camino. Tendríais que poder rastrear sus movimientos antes y después del asesinato. Mirar su lista de casos pendientes, ver cuándo estuvo en el estrado, ese tipo de cosas. Trabajo detectivesco básico.

—No somos detectives, Jeri.

—Pero sois investigadores, ¿no?

—Más o menos.

Jeri se puso de pie, se estiró y se acercó a la ventana. Mientras miraba por ella, preguntó:

—¿Quién es el chico que te has traído?

—Darren, un compañero del trabajo.

—¿Por qué lo has traído?

—Porque así es como quiero trabajar, Jeri. Ahora soy la jefa y pondré las reglas.

—Sí, pero ¿puedo confiar en ti?

—Si no confías en mí, entonces llévate la denuncia a la policía. Es donde debería estar, en realidad. Nunca te he pedido este caso.

De repente, Jeri se tapó los ojos con las manos y se echó a llorar. La súbita emoción dejó atónita a Lacy, que se sintió culpable por no haberse mostrado más compasiva. Estaba tratando con una mujer frágil.

Lacy le ofreció los pañuelos del baño y esperó a que pasara el momento. Cuando Jeri terminó de enjugarse la cara, dijo:

—Lo siento, Lacy. Estoy muy mal y no sé cuánto tiempo más podré seguir. Jamás pensé que llegaría a este punto.

—No pasa nada, Jeri. Prometo que haré todo lo que pueda y prometo proteger tu nombre.

—Gracias.

Lacy le echó un vistazo a su reloj de pulsera y se dio cuenta de que solo llevaba dieciocho minutos allí. Jeri había hecho un viaje de cuatro horas desde Mobile. No había rastros de café ni de agua ni de bollería, de nada relacionado con el desayuno.

—Necesito un café. ¿Tú quieres? —preguntó.

—Sí, gracias.

Lacy le envió un mensaje a Darren. Le dijo que pidiera dos tazas grandes para llevar y que lo vería en el vestíbulo, junto a los ascensores, al cabo de diez minutos. Mientras guardaba el teléfono, observó:

—Un momento. Has incluido a Verno porque vivió un tiempo en Pensacola y fue allí donde se cruzó con Bannick, ¿no?

—Sí.

—Pero no es el único de Pensacola. El primero, el jefe de scouts, Thad Leawood, se crio en la ciudad, no muy lejos de Bannick. Lo asesinaron en 1991, ¿verdad?

—Sí, el año es correcto.

—¿Y crees que fue el primero?

—Eso espero, pero en realidad no lo sé. No lo sabe nadie salvo Bannick.

—Y el periodista, Danny Cleveland, trabajó para el Pensacola Ledger y vivió allí hace unos quince años. Lo encontraron muerto en su apartamento de Little Rock en 2009.

—Has hecho los deberes.

Lacy salió de la habitación negando con la cabeza. Recogió los cafés que les había comprado Darren y volvió a la habitación en cuestión de minutos. Jeri dejó su café en el aparador, intacto. Tras beber un largo trago, Lacy caminó hasta la puerta, volvió y dijo:

—En la primera ronda de expedientes, en el material que me entregaste al principio, hay dos mujeres entre sus víctimas. Pero no hablas mucho de ellas. ¿Puedes contarme algo más?

—Claro. Cuando estudiaba en Florida, Bannick conoció a una chica llamada Eileen Nickleberry. Él pertenecía a una fraternidad, ella estaba en una sororidad y se movían en los mismos círculos cuando salían por ahí. Una noche hicieron una fiesta en el campus, en la casa de la fraternidad de Bannick, y todo el mundo bebió más de la cuenta. Hubo mucho alcohol, mucha hierba, mucho sexo. Bannick se llevó a Eileen a su habitación, pero, como era de esperar, no fue capaz de mantener relaciones con ella. Eileen se rio de él, fue una bocazas, se lo contó a otra gente y Bannick se sintió humillado. Se convirtió en el blanco de muchas bromas en la fraternidad. Eso fue alrededor de 1985. Unos trece años después, Eileen fue asesinada cerca de Wilmington, Carolina del Norte.

Lacy la escuchó con incredulidad.

—La otra chica se llamaba Ashley Barasso —continuó Jeri—. Estudiaron juntos en la facultad de Derecho de Miami, de eso no cabe duda. La asesinaron estrangulándola, con la misma cuerda, seis años después de que ambos se graduaran. Es de la víctima que menos sé.

—¿Dónde la mataron?

—En Columbus, Georgia. Casada con dos hijos pequeños.

—Eso es horrible.

—Todos son horribles, Lacy.

—Sí, tienes tazón.

—Verás, mi teoría es que Bannick tiene un problema serio con el sexo. Estoy casi segura de que se remonta al abuso que sufrió a manos de Thad Leawood cuando tenía once o doce años. Es probable que no recibiera la ayuda y el apoyo que necesitaba. No es nada raro en los casos de niños. Como sea, nunca se ha recuperado por completo. Asesinó a Eileen porque se rio de él. No sé qué pasó entre Ashley Barasso y Bannick y es posible que nunca llegue a saberlo. Pero fueron juntos a la facultad de Derecho, a la misma clase, así que debemos suponer que se conocían.

—Cuando las asesinaron, ¿sufrieron abusos sexuales?

—No, es demasiado listo para hacer algo así. En una escena del crimen, la prueba más importante es el cadáver. Puede revelar muchas cosas, y suele hacerlo. Bannick, sin embargo, es cuidadoso y lo único que deja en ella es la cuerda y el golpe en la cabeza. Su móvil siempre es la venganza, excepto en el caso de Mike Dunwoody. El pobre hombre solo calculó mal el momento.

—Vale, vale. Por favor, deja que te diga una cosa que es bastante obvia. Eres una mujer afroamericana.

—Cierto.

—Y supongo que, alrededor de 1985, la vida en las fraternidades de la Universidad de Florida era básicamente para los blancos.

—En efecto.

—¿Y tú nunca has estudiado allí?

—Nunca.

—Entonces ¿cómo has conseguido enterarte de la historia de Bannick y Eileen? No son más que habladurías, rumores y leyendas urbanas, y todo recordado y contado por un montón de críos ricos borrachos. ¿No?

—En su mayor parte, sí.

—¿Y?

Jeri cogió un maletín grande y bastante desgastado, abrió los cierres y sacó un libro. Se lo pasó a Lacy, que lo cogió y lo miró sin entender nada.

—¿Quién es Jill Monroe?

—Yo. Es un libro autopublicado, uno de varios, todos con diferentes seudónimos, todos escritos por mí. El editor es una imprenta no muy buena pero discreta del oeste del país. Es, básicamente, ilegible y en realidad no está pensado para que lo lea nadie. Es parte del disfraz, Lacy, parte de la ficción que es mi vida.

—¿De qué va el libro?

—Son crímenes reales, cosas sacadas de internet, todo robado pero sin derechos de autor.

—Te escucho.

—Los utilizo para atraer la atención y establecer una apariencia de credibilidad. Me presento como una veterana autora de crímenes reales e historias policiales. Freelance, claro, siempre freelance. Digo que estoy trabajando en un libro sobre casos aún sin resolver de jóvenes estranguladas. Para este repasé los listados de fraternidades y sororidades de la Universidad de Florida y terminé por juntar todas las piezas del puzle. Ninguno de los antiguos amigos de Eileen quiso hablar. Tardé meses, puede que años, pero al final di con un hermano de la fraternidad que era un bocazas. Quedé con él en un bar de St. Pete y me aseguró que había conocido a Eileen, que muchos chicos la habían conocido. Me dijo que llevaba años sin hablar con Bannick, pero, unas cuantas copas más tarde, me contó la historia de la mala noche con Eileen. Me dijo que la humillación de Bannick fue absoluta.

Lacy se paseó un poco mientras trataba de asimilarlo.

—Vale, pero ¿cómo te enteraste de la muerte de Eileen, para empezar?

—Tengo una fuente. Un científico loco. Un expolicía que recoge y estudia más estadísticas de crímenes que cualquier otra persona del planeta. Solo hay unos trescientos asesinatos por estrangulamiento al año. Todos se comunican de varias formas al centro para el análisis de crímenes violentos del FBI. Mi fuente estudia los casos sin resolver, busca patrones y similitudes. Encontró a Eileen Nickleberry hace diez años y me informó. Encontró el caso de Lanny Verno y me informó. No sabe nada de Bannick y no tiene ni idea de lo que hago con la información. Cree que soy una especie de escritora de novela policiaca.

—¿Está de acuerdo con tu teoría, la de que es un asesino en serie?

—No le pago para que esté de acuerdo conmigo, así que nunca lo comentamos. Le pago para que hurgue entre los escombros y me alerte si aparece algo sospechoso.

—Solo por curiosidad. ¿Dónde vive ese tipo?

—No lo sé. Utiliza nombres y direcciones distintos, como yo. No nos hemos visto nunca, nunca hemos hablado por teléfono y nunca lo haremos. Se compromete al más absoluto anonimato.

—Y, si no te importa que te lo pregunte, ¿cómo le pagas?

—Le mando el dinero en efectivo a un apartado de correos de Maine.

Lacy se sentía abrumada, así que se sentó. Bebió un sorbo de café y respiró hondo. Se dio cuenta de lo mucho que Jeri había descubierto y recopilado a lo largo de los últimos veintitantos años.

Como si le hubiera leído la mente, Jeri dijo:

—Sé que es muy fuerte. —Se sacó una memoria USB de un bolsillo y se la entregó—. Está todo ahí, más de seiscientas páginas de investigación, artículos de prensa, expedientes policiales, todo lo que he encontrado y podría ser útil. Y seguramente muchas cosas que no lo sean.

Lacy cogió el dispositivo y se lo guardó en un bolsillo.

—Está encriptado. Te enviaré un mensaje de texto con la clave —señaló Jeri.

—¿Por qué está encriptado?

—Porque toda mi vida está encriptada, Lacy. Todo lo que hacemos deja un rastro.

—¿Y crees que él está por ahí detrás, siguiendo el rastro?

—No lo sé, pero limito mi exposición.

—Bien, ahondando en el tema, ¿qué probabilidades hay de que Bannick sepa que hay alguien tras él? Hablas de ocho asesinatos, Jeri. Has cubierto mucho terreno.

—¿Crees que no lo sé? Ocho asesinatos en veintidós años, y sigue sumando. He hablado con cientos de personas, la mayoría de las cuales no resultaron de ninguna utilidad. Sin duda, existe la posibilidad de que alguien de su época universitaria le haya dicho que una desconocida anda preguntando por ahí, pero nunca uso mi nombre real. Y, sí, a un policía de Little Rock o de Signal Mountain o de Wilmington podría escapársele que hay un detective privado metiendo las narices en un viejo expediente de asesinato, pero no hay forma de vincularme con ello. Soy demasiado precavida.

—Entonces ¿por qué estás tan preocupada?

—Porque es muy inteligente, y muy paciente, y porque no me sorprendería que volviera.

Lacy se quedó callada y luego preguntó:

—¿Que volviera adónde?

—A las escenas del crimen. Ted Bundy lo hacía, por ejemplo, y varios asesinos más. Bannick no es tan incauto, pero quizá tenga vigilada a la policía y esté informado de qué pasa con los expedientes antiguos, de si alguien se ha pasado por allí últimamente.

—Pero ¿cómo?

—Internet. No le costaría piratear el sistema de la policía y controlar los expedientes. O con detectives privados, Lacy. Tú les pagas lo que piden y ellos te hacen el trabajo y no abren la boca.

El teléfono de Lacy comenzó a vibrar y ella lo miró. Darren quería saber cómo estaba.

—¿Va todo bien por ahí arriba? —preguntó.

—Sí, diez minutos.

Dejó el teléfono y miró a Jeri, que volvía a enjugarse la cara mientras se mecía.

—Bien, considera que tu denuncia está presentada y que el cronómetro ha empezado a correr —le dijo.

—¿Me mantendrás informada?

—¿Con qué frecuencia?

—¿Diaria?

—No. Te avisaré cuando hagamos algún progreso, si es que eso ocurre.

—Tenéis que hacerlos, Lacy, tenéis que detenerlo. Yo ya no puedo hacer nada más. Estoy destrozada por completo, estoy acabada física, emocional y económicamente, este es el final para mí. No me puedo creer que haya llegado hasta aquí y no sea capaz de seguir.

—Estaremos en contacto, te lo prometo.

—Gracias, Lacy. Ten cuidado, por favor.