El sábado 22 de marzo hacía un día cálido y precioso y Darren Trope, soltero y de veintiocho años, no tenía ganas de pasarlo encerrado en la oficina. Había llegado a Tallahassee hacía diez años para cursar primero de carrera, había estudiado Economía y Derecho durante ocho gloriosos años y de momento no tenía planes de alejarse demasiado del campus ni de las actividades relacionadas con la vida universitaria. Sin embargo, se había encaprichado de Lacy Stoltz, su nueva jefa, así que, cuando esta le dijo que se reuniera con ella en la oficina a las diez de la mañana del sábado y que llevara café de marca, Darren llegó diez minutos antes. También le llevó un café normal a Sadelle, el tercer miembro de su «comando especial». Como era el más joven, habían puesto a Darren a cargo de la tecnología, además del café.
Lacy le comunicó al resto del personal que estaba prohibido acudir a la oficina el sábado por la mañana, aunque tampoco era que le preocupara demasiado encontrársela atestada. Teniendo en cuenta que, por lo general, todo el personal se escaqueaba el viernes al mediodía, las probabilidades de que alguien hiciera horas extras durante el fin de semana eran escasas. El lunes por la mañana a las nueve llegaría demasiado pronto.
Se reunieron en la sala de reuniones que había junto al despacho de la directora. Como Darren había llevado en coche a su jefa a su encuentro con «El Contacto» el miércoles anterior, conocía algunos detalles y estaba ansioso por saber más. Sadelle, cenicienta, pálida, enferma e igual de fantasmagórica que desde hacía siete años, se sentó a la mesa en su silla motorizada y paladeó su oxígeno.
Lacy les entregó una copia de la denuncia de Betty Roe a cada uno y la leyeron en silencio. Sadelle inhaló vigorosamente y dijo:
—Así que esta es la denuncia de asesinato que mencionaste.
—Esta es.
—¿Y Betty Roe es nuestra chica misteriosa?
—Exacto.
—¿Se me permite preguntar por qué nos hemos metido en esto? Yo diría que les corresponde a los chicos que llevan pistola.
—He intentado disuadir a la testigo de que presentara la denuncia, pero no lo he conseguido. Le aterra ir a la policía porque le tiene miedo a Ross Bannick. Está convencida de que podría convertirla en otro de sus objetivos.
Sadelle le lanzó a Darren una mirada de incertidumbre y luego ambos volvieron a la denuncia. Cuando terminaron de leer, reflexionaron sobre las acusaciones y se sumieron en un prolongado silencio. Al final, Darren le dijo a Lacy:
—Has utilizado la palabra «objetivos». Como si la historia no acabara aquí.
Lacy sonrió.
—Hay ocho cadáveres, los tres que tenéis en la denuncia y otros cinco. Según la teoría de Betty, los asesinatos comenzaron en 1991 y han continuado al menos hasta el de Verno, hace cinco meses. Betty cree que Bannick sigue matando y que podría estar volviéndose descuidado.
—¿Es experta en asesinos en serie? —preguntó Darren.
—Bueno, no sé muy bien cómo se convierte una en experta en esas cosas, pero sabe muchísimo. Lleva acechando (palabra que utilizó ella, no yo) a Bannick desde hace más de veinte años.
—¿Y qué la hizo empezar?
—Asesinó a su padre, la víctima número dos, en 1992.
Otro silencio prolongado mientras Darren y Sadelle contemplaban la mesa de la sala de reuniones.
—Esa tal Betty... ¿es creíble? —preguntó Sadelle.
—A veces, sí. Bastante. Ella considera que Bannick mata por venganza y tiene una lista de víctimas potenciales. Lo ve como un hombre metódico, paciente y muy inteligente.
—¿Y los antecedentes del juez en la CCJ? —quiso saber Darren.
—Un historial casi perfecto desde que ocupa el cargo, ni una sola queja. Calificaciones altas en las evaluaciones del colegio de abogados.
Sadelle aspiró oxígeno y observó:
—Si es por venganza, eso significaría que conocía a todas sus víctimas, ¿no?
—Correcto.
Darren empezó a reírse por lo bajo y, cuando las dos mujeres lo miraron sin dar crédito, dijo:
—Lo siento, pero es que no puedo evitar pensar en los otros cuatro expedientes que tengo sobre la mesa ahora mismo. Uno de ellos está relacionado con un juez de noventa años que ya no puede acudir a los tribunales. Es posible que esté conectado a un sistema de respiración asistida. Otro se refiere a un juez que habló ante un Rotary Club y comentó un caso en trámite.
—Nos hacemos una idea, Darren —lo interrumpió Lacy—. Todos hemos gestionado esos casos.
—Lo sé, perdón. Es solo que ahora se supone que tenemos que resolver ocho asesinatos.
—No. La denuncia abarca solo tres.
Sadelle volvió a mirar su copia de la denuncia.
—Bien, los dos primeros sucedieron aquí. Lanny Verno y Mike Dunwoody —dijo—. ¿Cuál era la relación, o la supuesta relación, de Bannick con estas dos víctimas?
—No existe ninguna conexión con Dunwoody. Apareció en la escena del crimen poco después de que cayera Verno. Este último tuvo una disputa con Bannick en el juzgado de Pensacola hace unos trece años. La ganó Verno. Y también se ganó un puesto en la lista negra.
—¿Por qué ha decidido Betty incluir este caso?
—Está activo, la investigación sigue abierta y hay dos cadáveres en la misma escena. A lo mejor los policías de Mississippi saben algo.
—¿Y el otro, el de Perry Kronke?
—Es un caso activo y el único en el estado de Florida. Betty afirma que la policía de Marathon no tiene pistas. Bannick sabe lo que hace y no deja nada en la escena, solo la cuerda alrededor del cuello.
—¿Los ocho murieron estrangulados? —preguntó Darren.
—Dunwoody no. A los otros siete los estrangularon con el mismo tipo de cuerda. Atada y fijada con el mismo nudo marinero raro.
—¿Cuál era el vínculo con Kronke?
—¿Te refieres a cómo llegó a la lista?
—Eso mismo.
—Bannick terminó la carrera de Derecho en la Universidad de Miami. Consiguió unas prácticas en un bufete importante de la zona y conoció a Kronke, uno de los socios principales. Betty cree que el bufete le retiró una oferta de trabajo en el último minuto y que Bannick se quedó tirado. Eso debió de molestarle mucho.
—¿Esperó veintiún años? —preguntó Sadelle.
—Eso cree Betty.
—¿Y lo encontraron en su barco de pesca con una cuerda alrededor del cuello?
—Sí, según un informe policial preliminar. Como os digo, el caso sigue abierto, aunque es de hace ya dos años, no hay pistas y la policía protege el expediente.
Los tres bebieron un sorbo de café e intentaron poner sus pensamientos en orden. Al cabo de un rato, Lacy dijo:
—Tenemos cuarenta y cinco días para evaluar, para hacer algo. ¿Alguien tiene alguna idea?
Sadelle resopló y repuso:
—Creo que ha llegado el momento de que me jubile.
Aquel comentario provocó la risa de los otros dos, pese a que Sadelle no era conocida por su humor. Todos sus compañeros de la CCJ esperaban que muriera antes de jubilarse.
—Por la presente, tu carta de dimisión queda rechazada —replicó Lacy—. Debes estar a mi lado en esto. ¿Darren?
—No lo sé. Estos asesinatos los están investigando inspectores de homicidios que están formados y cuentan con experiencia. ¿Y no encuentran ninguna pista? ¿No tienen sospechosos? ¿Qué narices vamos a hacer nosotros, entonces? Me atrae la idea de involucrarme en un trabajo tan emocionante, pero es un caso para otra gente.
Lacy lo escuchó y asintió. Sadelle se dirigió a ella:
—Estoy segura de que ya has trazado un plan.
—Sí. A Betty le asusta acudir a la policía porque quiere permanecer en el anonimato. Por tanto, nos está utilizando para llegar a la policía. Sabe que nuestra jurisdicción es limitada, que nuestros recursos son limitados, que todo es limitado. También sabe que la ley nos obliga a investigar todas las denuncias, así que no podemos echar balones fuera sin más. Yo digo que lo hagamos con discreción, con seguridad, con cuidado de no mostrarle nuestras cartas a Bannick y que, pasados unos treinta días, reevaluemos. En ese momento, lo más probable será que le soltemos el marrón a la policía estatal.
—Ahora sí nos entendemos —dijo Darren—. Si Bannick es un asesino en serie, y tengo mis dudas, que sean los polis de verdad quienes lo persigan.
—¿Sadelle?
—A mí mantenedme fuera de su lista.