Jeri no estaba preparada para la siguiente fase de su vida. Llevaba más de veinte años persiguiendo el sueño de encontrar al asesino de su padre y enfrentarse a él. Identificarlo ya había sido bastante difícil, y lo había hecho con una determinación y una perseverancia que a menudo la hacían sorprenderse de sí misma. Acusarlo era otra cosa. Señalar con el dedo a Ross Bannick era un acto aterrador, no porque le diera miedo estar equivocada, sino porque le daba miedo el hombre en sí.
Pero lo había hecho. Había presentado su denuncia ante un organismo oficial, un organismo establecido por la ley para investigar a los jueces descarriados, y ahora la tarea de ir tras Bannick estaba en manos de la Comisión de Conducta Judicial. No tenía claro qué debía esperar de Lacy Stoltz y su CCJ, pero ahora era ella quien tenía el caso encima de la mesa. Si todo salía según lo previsto, Lacy pondría en marcha la detención y el enjuiciamiento de un hombre en el que Jeri no podía dejar de pensar jamás.
En los días posteriores a su último encuentro con Lacy, a Jeri le resultó imposible preparar clases, investigar para su libro o ver a los pocos amigos que tenía. Sí vio a su terapeuta, en dos ocasiones, y se quejó de sentirse deprimida, sola, inútil. Luchaba contra la tentación de volver a meterse en internet para investigar viejos crímenes. Muchas veces se quedaba mirando el móvil esperando una llamada de Lacy y tenía que contener el impulso de enviarle un correo electrónico cada media hora.
El décimo día, Lacy la llamó y charlaron durante unos minutos. Como cabía esperar, no había nada nuevo que contar. Su equipo y ella se estaban organizando, revisando el expediente, haciendo planes y demás. Jeri terminó la llamada de forma abrupta y salió a dar un paseo.
Faltaban treinta y cinco días y, al parecer, no estaba sucediendo nada, al menos no en las oficinas de la CCJ.
Según los registros de la oficina tributaria del condado de Chavez, Ross Bannick compró en mayo de 2012 una camioneta Chevrolet de segunda mano, un modelo de 2009, con una capacidad de carga de quinientos kilos y de color gris claro, y la conservó durante dos años antes de venderla el noviembre anterior, un mes después de los asesinatos de Verno y Dunwoody. Se la compraron en un concesionario de coches usados llamado Udell, que luego se la vendió a un hombre llamado Robert Trager, el actual propietario. Darren fue hasta Pensacola y se reunió con el señor Trager, quien le explicó que ya no tenía la camioneta. En Nochevieja, un conductor borracho se había saltado una señal de stop y se había empotrado contra él. La camioneta había terminado en siniestro total. Trager había llegado a un acuerdo con la aseguradora State Farm en virtud de su cobertura contra conductores no asegurados, había vendido la camioneta como chatarra y se sentía afortunado de estar vivo. Mientras tomaban un té helado en el porche, la señora Trager encontró una foto de Robert y de su nieto sosteniendo una caña de pescar y posando junto a la camioneta gris. Darren le sacó una foto a la imagen con su móvil y se la envió al detective Napier, de Biloxi, quien finalmente hizo el viaje hasta Neely y se la enseñó al único testigo ocular.
En el correo electrónico que le envió a Lacy, Napier escribió, en tono seco:
El testigo dice que es «muy parecida» a la que él vio. Eso lo reduce a unas cinco mil camionetas Chevrolet grises en este estado. Buena suerte.
Cuando indagaron un poco más, descubrieron que Bannick era todo un comerciante de coches. En los quince años anteriores había comprado y vendido al menos ocho camionetas usadas de diversas marcas, modelos y colores.
¿Por qué necesitaba un juez tantos vehículos distintos?
En la actualidad conducía un Ford Explorer de 2013, comprado en un concesionario local.
El lunes 31 de marzo, el decimotercer día del periodo de evaluación iniciado con la presentación de la denuncia, Lacy y Darren volaron desde Tallahassee hasta Miami, donde alquilaron un coche y se dirigieron hacia el sur a través de los Cayos hasta el pueblo de Marathon, que tenía una población de nueve mil habitantes. Allí era donde, dos años antes, habían encontrado muerto, golpeado y estrangulado en su barco de pesca a un abogado jubilado llamado Perry Kronke. El barco navegaba a la deriva por aguas poco profundas y cercanas a la reserva de la Gran Garza Blanca. Tenía el cráneo destrozado, había sangre por todas partes y la causa de la muerte había sido la asfixia provocada por un trozo de cuerda de nailon tensado alrededor del cuello con tanta violencia que le desgarró la piel. No hubo testigos, ni merodeadores ni sospechosos ni pruebas forenses. El caso se consideraba aún activo y no se habían publicado muchos detalles.
Kenny Lee, el hombre de confianza de Jeri, no había conseguido obtener fotos de la escena del crimen en el centro para el análisis de crímenes violentos del FBI.
El departamento de policía de Marathon era el territorio del jefe Turnbull, un emigrado de Michigan que nunca había vuelto a casa. Entre otras funciones, también era el inspector de homicidios. Saludó a Lacy y a Darren con cordialidad, pero también con recelo y, al igual que el sheriff Black en Biloxi, quiso aclarar la situación de inmediato señalando que ellos no eran policías.
—Ni pretendemos serlo —dijo Lacy con una sonrisa espectacular—. Investigamos las denuncias que se presentan contra los jueces y, teniendo en cuenta que hay alrededor de un millar en este estado, nos tienen siempre muy ocupados.
Risas nerviosas por todas partes. Hay que coger a esos jueces corruptos.
—Entonces ¿por qué les interesa el caso Kronke? —preguntó Turnbull.
A Darren habían vuelto a decirle que no abriera la boca. Su jefa sería quien hablara en todo momento. Habían ensayado su ficción y ambos consideraban que parecía plausible.
—Es solo un tema rutinario, en realidad —dijo Lacy—. Estamos investigando una denuncia presentada recientemente contra un juez de Miami y nos hemos topado con una posible actividad delictiva del difunto señor Kronke. ¿No lo conocería antes de que lo mataran, por casualidad?
—No. Él vivía en Grassy Key. ¿Conocen esta zona?
—No.
—Es un enclave de postín para jubilados situado en una bahía al norte de aquí. Los residentes tienden a relacionarse solo entre ellos. A mí se me escapa del presupuesto.
—El asesinato sucedió hace dos años. ¿Tiene algún sospechoso?
El jefe se echó a reír, como si la idea de disponer de una pista decente fuera tan descabellada que resultara graciosa. Se recompuso enseguida y respondió:
—No sé si debo responder a esa pregunta, que además es muy atrevida. ¿Adónde quieren llegar a parar con esto?
—Solo estamos haciendo nuestro trabajo, jefe Turnbull.
—¿Qué grado de confidencialidad tiene esta conversación?
—El más alto. No ganamos nada repitiendo lo que nos cuente. Trabajamos para el estado de Florida y nuestro trabajo es investigar acusaciones de delitos, el mismo que el suyo.
El jefe reflexionó durante un momento, y miró primero a una y luego al otro con ojos nerviosos. Al final respiró hondo, se relajó y dijo:
—Sí, al principio tuvimos un sospechoso, o al menos pensamos que estábamos sobre la pista. Siempre dimos por hecho que el asesino iba en un barco. Se encontró al señor Kronke solo, pescando corvinas rojas, algo que hacía a todas horas. En la nevera ya había varios peces que había pescado. Su esposa nos dijo que había salido de casa sobre las siete de la mañana y que esperaba pasar un día agradable navegando. Fuimos a todos los puertos deportivos en un radio de ochenta kilómetros de aquí y comprobamos los registros de alquiler de embarcaciones. —Guardó silencio el tiempo justo para sacarse unas gafas de lectura del bolsillo de la camisa y abrir un expediente. Lo hojeó a toda prisa y encontró su número—. Se alquilaron veintisiete barcos aquella mañana, todos, por supuesto, a pescadores. El asesinato ocurrió el 5 de agosto, en temporada de corvina roja, ¿comprende?
—Por supuesto.
Lacy nunca había oído hablar de la corvina roja y no sabía muy bien qué era.
—Comprobamos los veintisiete nombres. Tardamos bastante, pero, bueno, es nuestro trabajo. Uno de los hombres era un delincuente convicto, había cumplido condena en una cárcel federal por agredir a un agente del FBI, un tipo bastante peligroso. Nos entusiasmamos y nos centramos en él durante algún tiempo. Pero al final pudimos verificar su coartada.
Lacy dudaba que, después de haber acechado a Perry Kronke durante más de veinte años, Ross Bannick hubiera sido tan descuidado como para alquilar un barco en las inmediaciones en un momento tan cercano al del asesinato, pero fingió un profundo interés. Después de pasar quince minutos con el jefe Turnbull y de ver su investigación, no se sentía impresionada.
—¿Pidió ayuda a la policía estatal? —preguntó.
—Por supuesto. Desde el principio. Ellos son los profesionales. Se encargaron de la autopsia, los análisis forenses, la mayor parte de la investigación preliminar. Trabajamos codo con codo, fue un esfuerzo conjunto en todos los aspectos. Grandes tipos. Me caen bien.
Estupendo.
—¿Podríamos echarle un vistazo al expediente? —preguntó Lacy con dulzura.
Unas gruesas arrugas surcaron la frente del jefe. Se quitó las gafas y movió la mandíbula como si masticara un hierbajo, fulminándola con la mirada como si acabara de preguntarle por la vida sexual de su esposa.
—¿Por qué? —exigió saber.
—En este caso podría haber algo relevante para nuestra investigación.
—No lo entiendo. Esto es un asesinato, lo suyo es un juez corrupto. ¿Qué relación guardan?
—No lo sabemos, jefe Turnbull, solo estamos indagando, como suele hacer usted. No es más que un buen trabajo policial.
—No puedo compartir el expediente. Lo siento. Consigan una orden judicial o algo así y estaré encantado de ayudarlos, pero, sin ella, la respuesta es un no.
—Muy bien. —Se encogió de hombros como si se diera por vencida. No había más que hablar—. Gracias por su tiempo.
—No hay de qué.
—Volveremos con una orden judicial.
—Genial.
—Una última pregunta, si no le importa.
—Pregunte.
—La cuerda utilizada por el asesino, ¿está incluida en el archivo de pruebas?
—Claro que sí. La tenemos.
—¿Y la conoce?
—Por supuesto. Es el arma homicida.
—¿Puede describirla?
—Por supuesto, pero no voy a hacerlo. Vuelva con la orden judicial.
—Seguro que es de nailon, de unos setenta y cinco centímetros de longitud, con doble trenzado, de calidad naval, de color azul y blanco o verde y blanco.
Las arrugas brotaron de nuevo, al mismo tiempo que se le abría la boca. Se recostó contra el respaldo de su silla y entrelazó las manos por detrás de la cabeza.
—Caray...
—¿Me he acercado? —preguntó Lacy.
—Sí. Bastante. Imagino que ya había visto el trabajo de este tipo.
—Tal vez. Puede que tengamos un sospechoso. Ahora no puedo hablar de él, pero quizá la semana que viene o el mes que viene sí. Estamos en el mismo equipo, jefe.
—¿Qué quiere?
—Quiero ver el expediente completo. Y todo es confidencial.
Turnbull se puso en pie y dijo:
—Síganme.
Dos horas más tarde aparcaron en un puerto deportivo y siguieron a Turnbull, su nuevo amigo, por un muelle hasta una lancha patrullera de nueve metros de eslora con la palabra POLICÍA pintada nítidamente a ambos lados. El capitán era un viejo agente vestido con los pantalones cortos del uniforme y les dio la bienvenida a bordo como si se dirigieran a un crucero de lujo. Lacy y Darren se sentaron rodilla con rodilla en un banco a estribor y disfrutaron del paseo sobre las aguas tranquilas. Turnbull se quedó de pie junto al capitán y ambos se pusieron a charlar en una indescifrable jerga policial. Quince minutos más tarde la embarcación redujo la velocidad hasta casi detenerse.
Turnbull se acercó a la parte delantera y señaló el agua.
—Lo encontraron por aquí. Como ven, es un lugar bastante remoto.
Lacy y Darren se levantaron y observaron el entorno, agua infinita en todas direcciones. La orilla más cercana estaba a unos dos kilómetros de distancia y salpicada de casas apenas visibles. No había ninguna otra embarcación a la vista.
—¿Quién lo encontró? —preguntó Lacy.
—Los guardacostas. Su mujer empezó a preocuparse cuando no apareció e hizo unas cuantas llamadas. Encontramos su camioneta y su remolque en el puerto deportivo y supusimos que seguía navegando. Llamamos a los guardacostas y empezaron a buscar.
—No es un mal sitio para asesinar a alguien —reflexionó Darren, que acababa de pronunciar las que casi eran sus primeras palabras del día.
Turnbull gruñó y repuso:
—Qué coño, yo diría que es casi perfecto.
El barco era de su propiedad, lo había comprado el año anterior, cuando el plan maestro terminó de tomar forma. No era un barco especialmente bonito, ni mucho menos tan elegante como el que tenía el objetivo, pero no pretendía impresionarlo. Para ahorrarse el remolque, el aparcamiento y todas esas molestias, alquiló un amarre en un puerto deportivo al sur de Marathon. La propiedad anularía la necesidad de alquilar. Más adelante lo vendería, al igual que el pequeño apartamento cerca del puerto, ambas cosas, si tenía suerte, con beneficios. Tras establecerse en la zona, y sin conocer a nadie, se dedicó a pescar en aquellas aguas, algo que llegó a disfrutar, y a acechar a su objetivo, algo para lo que vivía. El papeleo —la factura de la venta del barco, la cuenta bancaria en un banco de la zona, los registros de la propiedad, la licencia de pesca, los impuestos sobre la propiedad, los recibos del combustible— era fácil de falsificar. El papeleo estatal y local era un juego de niños para un hombre con cien cuentas bancarias, un hombre que compraba y vendía cosas con nombres falsos solo por diversión.
Un día se topó con Kronke en el muelle y se acercó tanto como para saludarlo. El muy imbécil no le contestó. Ya en su día tenía fama de gilipollas. Las cosas no habían cambiado. Haberse mantenido alejado de aquel bufete había sido una bendición.
El día elegido vigiló a Kronke mientras descargaba su embarcación, compraba combustible, guardaba sus cañas y señuelos y, por último, se alejaba del muelle, a demasiada velocidad, dejando una estela tras de sí. Menudo imbécil. Lo siguió de lejos, a una distancia cada vez mayor porque los motores de Kronke eran más potentes. Cuando el viejo encontró su lugar, se detuvo y empezó a lanzar la caña, Bannick retrocedió aún más y lo observó a través de unos prismáticos. Dos meses antes se había acercado a él y recurrido a la estratagema de que tenía problemas en el motor para pedirle ayuda. Kronke, siempre tan gilipollas, lo había dejado tirado a un par de kilómetros de la orilla.
El día elegido, mientras Kronke estaba ocupado con sus corvinas rojas, navegó directamente hacia su barco, que era más grande. Cuando Kronke se dio cuenta de que se estaba acercando, se quedó de piedra y lo miró como si fuera idiota.
—Eh, me está entrando agua —gritó Bannick sin dejar de acercarse despacio.
Kronke se encogió de hombros como diciendo: «Es tu problema». Soltó la caña.
Cuando los barcos se tocaron con fuerza, Kronke gruñó:
—¡Qué cojones haces!
Sus últimas palabras. Tenía ochenta y un años y estaba en forma para su edad, pero aun así fue un pasito o dos demasiado lento.
Deprisa, el asesino ató su cuerda a una cornamusa, saltó al barco de Kronke, sacó a Plomazo, la agitó dos veces y le estampó la bola de plomo en la sien al viejo abogado. Le reventó el cráneo. Le encantó el crujido. Le dio otro golpe, aunque ya era innecesario. Sacó la cuerda de nailon, se la enrolló dos veces alrededor del cuello, le colocó la rodilla en la parte superior de la médula espinal y tiró de ella con tanta fuerza como para desgarrarle la piel.
Estimado señor Bannick:
Hemos disfrutado de su trimestre de prácticas este pasado verano. Su trabajo nos ha impresionado y teníamos toda la intención de ofrecerle un puesto como asociado a partir del próximo otoño. Sin embargo, como tal vez ya sepa, nuestro bufete acaba de fusionarse con Reed & Gabbanoff, un gigante mundial con sede en Londres. Esta situación está provocando un importante desplazamiento de personal. Lamentablemente, no estamos en condiciones de contratar a todos los becarios del verano pasado.
Le deseamos un muy brillante futuro.
Con un cordial saludo,
H. PERRY KRONKE,
Socio Director
Mientras tiraba cada vez con más fuerza, no dejaba de repetir:
—Aquí tienes tu muy brillante futuro, H. Perry.
Habían pasado veintitrés años y el rechazo seguía escociéndole. El dolor continuaba ahí. Les ofrecieron trabajo a todos los demás becarios del verano. La fusión nunca se produjo. Alguien, sin duda otro becario despiadado, había iniciado el rumor de que a Bannick no le gustaban las chicas, de que no salía con mujeres.
Ató la cuerda con un ballestrinque doble y, durante unos segundos, admiró su obra. Miró a su alrededor y vio que la embarcación más cercana estaba a más o menos un kilómetro de distancia, camino de aguas abiertas. Agarró la cuerda de su embarcación y la acercó, luego se tiró al agua y se sumergió para lavarse cualquier posible resto de sangre que le hubiera salpicado.
«Aquí tienes tu muy brillante futuro, H. Perry».
Un año más tarde vendió tanto el barco como el apartamento con modestos beneficios. Ambas transacciones se hicieron a nombre de Robert West, uno de los treinta y cuatro del estado.
Le encantaba jugar a los alias.