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El traspaso fue complicado, como de costumbre. Incluso descalza, Helen se mostraba poco estable mientras se arrastraban por los ladrillos de su patio trasero.

—Entra a tomar una copa, caaariño —zureó entre jadeos.

—No, Helen, ya hace mucho que deberíamos estar en la cama y tengo un dolor de cabeza tremendo.

—¿A que la banda era magnífica? Qué velada tan maravillosa.

Melba los estaba esperando junto a la puerta y la abrió. Bannick le entregó los zapatos de tacón, luego le entregó a Helen y después se dio la vuelta y se marchó.

—Tengo que irme, querida, te llamo mañana por la mañana.

—Pero quiero una copa.

Bannick negó con la cabeza, miró a Melba frunciendo el ceño y se dirigió a toda prisa hacia su SUV. Llegó a su centro comercial y aparcó cerca de otros vehículos, junto al cine. Caminó hasta su otro despacho, obtuvo la autorización de los escáneres y, una vez dentro, se quitó el traje y la corbata y se puso ropa de deporte. Media hora después de haber dejado a Helen, estaba tomándose un café solo y de nuevo perdido en la red oscura, siguiendo las últimas aventuras de Rafe.

La vigilancia llevaba mucho tiempo y no solía ser productiva. Bannick seguía examinando los archivos policiales de sus casos, aún sirviéndose de Maggotz y enviando a Rafe a curiosear por aquí y por allá. Hasta el momento, ningún departamento había conseguido proteger sus datos y su red de manera eficaz con un cortafuegos. Algunos eran más fáciles de piratear que otros, pero ninguno le había dado excesivos problemas. La laxitud y la debilidad de la seguridad que utilizaban la mayoría de los gobiernos de los condados y las ciudades continuaba maravillándolo. El noventa por ciento de todas las violaciones de datos podrían evitarse con un esfuerzo modesto. Era habitual que se emplearan contraseñas estándar como «Admin» y «Contraseña».

El trabajo más tedioso era mantenerse actualizado respecto a las víctimas. Había diez grupos, diez familias que él había destruido. Madres y padres, maridos y esposas, hijos, hermanos y hermanas, tíos y tías. No se compadecía de ellos. Solo quería que se mantuvieran alejados.

La persona que lo acechaba no era ni policía ni detective privado, ni tampoco un escritor de crímenes reales en busca de emociones fuertes. La persona era una víctima, alguien que llevaba muchos años agazapado a su sombra, observando, acumulando, rastreando.

Se había instaurado una nueva realidad y él, en su genialidad, se ocuparía de ella. Encontraría a la víctima y pondría fin a las cartas. Pondría fin a los poemas ridículos.

Había descartado a las familias de Eileen Nickleberry, Perry Kronke, Lanny Verno y Mike Dunwoody. Volvió al principio, a su triunfo más satisfactorio. Abrió el archivo de Thad Leawood y miró las fotos: varias imágenes viejas, en blanco y negro, de sus días de boy scout; una de toda la tropa en un congreso de exploradores; otra sacada por su madre en una ceremonia de entrega de premios: Ross de pie, orgulloso, vestido con su elegante uniforme, la banda de insignias de mérito llena de círculos de colores, Leawood pasándole un brazo sobre los hombros. Estudió el rostro de los demás chicos, de sus amigos más cercanos, y se preguntó, como siempre, cuántos más habrían sufrido los abusos de Leawood. Le había dado demasiado miedo preguntar, hablar de sus experiencias. Walt Sneed le había comentado una vez que a Leawood le gustaba demasiado tocar y abrazar para el gusto de un niño de doce años, lo había llamado «asqueroso», pero Ross estaba muy asustado y no se había atrevido a seguir la conversación.

¿Cómo era posible que un joven aparentemente normal violara a un crío, a un chaval? Habían pasado muchos años, pero seguía odiando a Leawood. Por aquel entonces, Bannick no tenía ni la menor idea de que un hombre pudiera hacer esas cosas.

Dejó atrás las fotos, siempre dolorosas, y continuó con su trabajo estudiando el triste árbol genealógico de Leawood. En su breve esquela se enumeraban los nombres de sus supervivientes: sus padres, un hermano mayor, no había esposa. Su padre había muerto en 2004. Su madre tenía noventa y ocho años y vivía, demenciada, en una residencia de ancianos bastante básica de Niceville. Bannick se había planteado en muchas ocasiones liquidarla porque sí, solo por el gusto de vengarse de la mujer que había creado a Thad Leawood.

A lo largo de los años había pensado en muchos objetivos.

El hermano, Jess Leawood, abandonó la zona poco después de que salieran a la luz los rumores de abusos y se instaló en Salem, Oregón, donde llevaba viviendo al menos los últimos veinticinco años. Tenía setenta y ocho, estaba jubilado y era viudo. Seis años antes, Bannick había utilizado un teléfono desechable para llamar a Jess y explicarle que era un escritor de novelas policiacas que estaba consultando unos viejos archivos policiales de Pensacola. ¿Estaba la familia de Thad al corriente de que lo habían investigado por abuso infantil? La línea se cortó, la llamada había terminado. No le sirvió para nada, salvo para castigar a un Leawood.

Hasta donde Bannick sabía, Jess no mantenía ningún contacto con su ciudad natal. ¿Y quién podía reprochárselo?

El último poema hablaba de Danny Cleveland, el antiguo reportero del Pensacola Ledger. Cuando murió, tenía cuarenta y un años, estaba divorciado y mantenía a dos hijos adolescentes. Su familia lo trasladó a Akron para celebrar el funeral y enterrarlo. Según las redes sociales, en la actualidad su hija cursaba su tercer año de estudios en la Western Kentucky y su hijo se había alistado en el ejército. A Bannick le resultaba imposible creer que alguno de los dos tuviera la edad suficiente como para trazar un plan así de elaborado y localizar a un brillante asesino en serie. Por otro lado, cabía suponer que a su exmujer le diera igual quién lo hubiese matado.

Pasó a otros archivos. Ashley Barasso, la única chica a la que había amado. Se conocieron en la facultad de Derecho y tuvieron una aventura encantadora que terminó de forma abrupta cuando ella lo dejó por un jugador de fútbol americano. Se quedó destrozado y cargó con las heridas durante seis años, hasta que la atrapó. Cuando Ashley al fin dejó de moverse, el dolor de Bannick desapareció de repente, se le curó el corazón roto. El marcador estaba igualado. El marido de Ashley concedió entrevistas y ofreció cincuenta mil dólares de recompensa, pero el tiempo fue pasando y nadie los reclamó, así que el hombre pasó página. Se casó de nuevo al cabo de cuatro años, tuvo más hijos y vivía cerca de Washington DC.

Preston Dill había sido uno de sus primeros clientes. Su mujer y él querían un divorcio de mutuo acuerdo, pero no consiguieron reunir los quinientos dólares de sus honorarios. Ambos se odiaban y ya tenían a los futuros cónyuges esperando en la cola, pero el abogado Bannick se negó a llevarlos ante el juez hasta que le pagaran. Entonces Preston acusó a Bannick de acostarse con su mujer y todo estalló por los aires. Presentó una queja ante el Colegio de Abogados del Estado, una de las muchas que presentaría a lo largo de los años. Su jugada consistía en contratar a un abogado, timarlo con los honorarios y luego presentar una queja cuando el trabajo no salía adelante. Todas las denuncias de Dill se desestimaban por frívolas. Cuatro años más tarde, lo encontraron en un vertedero cerca de Decatur, Alabama. Su familia estaba dispersa, no tenía nada de especial y seguro que no sospechaba nada.

El profesor Bryan Burke, muerto a la edad de sesenta y dos años. Encontraron su cadáver junto a un sendero estrecho no muy alejado de su pequeña y encantadora cabaña cerca de Gaffney, Carolina del Sur. Corría el año 1992. Cuando miraba la foto del profesor en el anuario de la facultad de Derecho, Bannick casi oía el retumbar de su intenso tono de barítono en el aula. «Háblenos de este caso, señor...», y siempre guardaba unos instantes de silencio para que sufrieran y rezasen por que llamara a cualquier otro. Con el tiempo, los alumnos llegaban a admirar al profesor Burke, pero Bannick no aguantó mucho más en aquella facultad. Tras sufrir una crisis nerviosa, una crisis de la que culpaba directamente a Burke, se trasladó a Miami y empezó a planear su venganza.

Burke tenía dos hijos adultos. Su hijo, Alfred, trabajaba en una empresa tecnológica de San José, estaba casado y tenía tres hijos. O al menos esa era la situación la última vez que Bannick se había puesto al día con él, hacía unos dieciocho meses. Indagó durante un rato y no consiguió verificar el empleo actual de Alfred. Ahora su domicilio lo ocupaba otra persona. Estaba claro que había cambiado de trabajo y se había mudado. El juez se maldijo por no haberse enterado antes. Tardó una hora en encontrar a Alfred viviendo en Stockton, con un empleo desconocido.

La hija de Burke se llamaba Jeri Crosby. Cuarenta y seis años, divorciada, con una hija. Según la última actualización, vivía en Mobile y era profesora de ciencias políticas en la South Alabama. Entró en la página web de la universidad y comprobó que seguía trabajando allí. Qué curioso: en el directorio del claustro había fotos de todos los profesores del Departamento de Ciencias Políticas y Justicia Penal menos de ella. Estaba claro que era muy reservada.

En un archivo anterior figuraba que se había licenciado en Stetson, que había cursado un máster en la Universidad de Howard, en Washington DC, y que se había doctorado en Ciencias Políticas en Texas. Se casó con Roland Crosby en 1990, tuvo una hija el primer año y se divorció seis años después. En 2009 se había incorporado al claustro de la South Alabama.

El vínculo con Mobile era interesante. Rollie Tabor, el investigador que la persona había contratado, tenía el despacho en Mobile.

Bannick envió a Rafe de vuelta a los registros de Hertz y se quedó dormido en el sofá.

Lo despertó la alarma que se había puesto a las tres de la madrugada, tras haber dormido dos horas. Se lavó la cara, se cepilló los dientes, se puso unos vaqueros y unas zapatillas de deporte y cerró a cal y canto la Cámara Acorazada y la puerta exterior. Salió de la ciudad por la Autopista 90, paralela a la playa, y se detuvo a repostar en una gasolinera que abría toda la noche, seguía aceptando dinero en efectivo y solo disponía de una cámara de seguridad. Después de llenar el depósito, aparcó en la oscuridad, junto al establecimiento, y cambió las matrículas. La mayoría de las autopistas de peaje de Florida fotografiaban ahora a todos los vehículos que pasaban por ellas. Tomó una carretera desierta que se dirigía hacia el norte, entró en la Interestatal 10, fijó la velocidad a ciento veinte y se preparó para un largo día. Tenía casi mil kilómetros por delante y mucho tiempo para pensar. Bebió un sorbo de café cargado de un termo, se tomó una anfeta y trató de disfrutar de la soledad.

Había hecho un millón de kilómetros en la oscuridad. Nueve horas no eran nada. Café, anfetaminas, buena música. Con la guarnición adecuada, era capaz de conducir durante días.

Dave Attison había sido uno de sus hermanos de fraternidad en la Universidad de Florida, un chico muy juerguista que, además, había terminado entre los primeros de su clase. Ross y él habían compartido habitación en la casa de la fraternidad, y también muchas resacas, durante dos años. Cuando se graduaron, cada uno siguió su camino: uno se matriculó en la facultad de Derecho y el otro empezó a estudiar odontología. Dave se especializó en endodoncia y se convirtió en un reputado dentista de la zona de Boston. Hacía cinco años se había cansado de la nieve y de los inviernos largos y regresó a su estado natal, donde compró una consulta en Fort Lauderdale y había prosperado sin hacer nada más que endodoncias a mil dólares la pieza.

Llevaba sin ver a Ross desde su vigésima reunión de exalumnos, celebrada siete años antes en un complejo turístico de Palm Beach. La mayoría de los antiguos miembros de la fraternidad eran cumplidores con los correos electrónicos y los mensajes de texto, otros no. Ross nunca había mostrado mucho interés en mantener el contacto con la pandilla. Ahora, de repente, estaba de paso y quería que se vieran para tomar algo rápido. Un domingo por la tarde. Estaba alojado en el Ritz-Carlton y quedaron en el bar de la piscina.

Ross ya estaba esperándolo cuando Dave llegó. Se abrazaron como viejos compañeros de habitación que eran y, enseguida, se examinaron el pelo canoso y la barriga. Ambos estuvieron de acuerdo en que el otro se conservaba muy bien. Tras unos cuantos insultos, apareció un camarero y pidieron algo de beber.

—¿Qué te trae por aquí? —preguntó Dave.

—He venido a ver unos edificios de apartamentos en East Sawgrass.

—¿Te dedicas a comprar apartamentos?

—Somos varios. Un grupo de inversores. Compramos de todo en todas partes.

—Creía que eras juez.

—Debidamente elegido en el vigésimo segundo distrito judicial. Llevo ya diez años en el cargo. Pero un juez de Florida gana ciento cuarenta y seis mil dólares al año, y con eso no te haces rico, que digamos. Hace veinte años empecé a comprar propiedades para alquilar. Nuestra empresa ha ido creciendo poco a poco y nos va bien. ¿Cómo estás tú?

—Muy bien, gracias. Las existencias de dientes doloridos que hay por ahí no se acaban nunca.

—¿Y tu mujer y tus hijos?

Ross quería abordar el tema de la familia antes de que fuera Dave quien tuviera la oportunidad de hacerlo, en parte para demostrar que no le asustaba hablar de ello. Desde sus días de estudiante, siempre había sospechado que sus hermanos dudaban de él. El incidente con Eileen era legendario. Aunque más tarde había mentido y afirmado que era activo con otras chicas, nunca había dejado de notar sus sospechas. El hecho de que no se hubiera casado tampoco ayudaba.

—Todos bien. Mi hija está en la Universidad de Florida y mi hijo en el instituto. Roxie juega al tenis cinco días a la semana y no me da la lata.

Según otro compañero de la fraternidad, el matrimonio de Dave y Roxie había sido de todo menos estable. Se habían marchado de casa por turnos. Lo más seguro era que, cuando el hijo de ambos se fuera de casa, tirasen la toalla.

Les sirvieron las cervezas frías y brindaron. Un biquini muy bien puesto pasó junto a ellos y ambos le tomaron a fondo las medidas.

—Qué tiempos aquellos —dijo Ross con admiración.

—¿Eres consciente de que tenemos casi cincuenta años?

—Eso me temo.

—¿Crees que alguna vez dejaremos de mirar?

—Si sigo respirando, sigo mirando —dijo Ross, repitiendo el mantra.

Se bebió la cerveza despacio mientras se calentaba. Solo quería tomarse una. El viaje de vuelta a casa duraría las mismas nueve horas.

Sacaron a relucir unos cuantos nombres, viejos amigos de los buenos tiempos. Se rieron de las estupideces que habían cometido, de las bromas que habían gastado, de las huidas por los pelos. Las mismas charlas de siempre entre compañeros de fraternidad ya talluditos.

Ross comenzó su historia de ficción con:

—El año pasado tuve un encuentro extraño. ¿Te acuerdas de Cora Laker, de Phi Mu?

—Claro, era guapa. Se hizo abogada, ¿no?

—Sí. Fui a la convención estatal del Colegio de Abogados en Orlando y me topé con ella. Es socia de un gran bufete en Tampa, le va muy bien. Sigue estando buena. Nos tomamos una copa y luego otra. Al final, no sé cómo, terminó hablándome de Eileen, creo que eran buenas amigas, y se puso medio a llorar. Decía que el caso no iba a resolverse nunca. Me contó que una especie de investigador la había localizado porque quería que le hablara de cuando Eileen estaba en la sororidad. Colgó y no hubo más, pero le molestó que alguien la hubiera rastreado así.

Dave resopló y miró hacia otro lado.

—A mí también me llamaron.

Bannick tragó con dificultad. Puede que el viaje relámpago, pese a lo bestial que había sido, terminara valiendo la pena.

—¿Para preguntarte por Eileen? —dijo.

—Sí, debió de ser hace tres o cuatro años. Ya estábamos viviendo aquí, a lo mejor fue hace cinco. La mujer me dijo que era escritora de novela negra y que estaba investigando sobre la época universitaria de Eileen. Me dijo que estaba trabajando en un libro sobre casos sin resolver. Mujeres a las que habían acosado o algo así.

—¿Era una mujer?

—Sí. Me contó que había publicado varios libros, se ofreció a enviarme uno.

—¿Te lo mandó?

—Qué va, le colgué el teléfono. Eso fue en otra vida, Ross. Lo que le pasó a Eileen es una verdadera tragedia, pero yo no puedo hacer nada al respecto.

Una mujer. Metiendo las narices en sus casos sin resolver. El largo trayecto de ida y el de vuelta habían merecido la pena.

—Qué raro —dijo Ross—. ¿Solo mantuvisteis una conversación?

—Sí. Me libré de ella. Y, la verdad, tampoco tenía nada que ofrecerle. Las liábamos tanto en aquella época que no me acuerdo de todo. Demasiado alcohol y demasiada hierba.

—Qué tiempos aquellos.

—¿Por qué no te vienes a cenar? Roxie sigue siendo una pésima cocinera, pero podemos pedir comida a domicilio.

—Gracias, Dave, pero he quedado con unos inversores para cenar dentro de un rato.

Una hora más tarde, Bannick estaba de nuevo en la carretera, luchando contra el tráfico de la Interestatal 95, con mil kilómetros por delante.