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El viernes por la mañana, Lacy y Darren llegaron a un edificio de oficinas del centro de la ciudad a las 9.45 para asistir a una reunión, una especie de cumbre, a las diez en punto. El despacho del FBI estaba en la sexta planta y allí los recibió el agente especial Dagner, de Pensacola, junto al ascensor.

Desde una habitación del tercer piso de un hotel situado a dos manzanas de distancia, el juez Bannick vigilaba el aparcamiento a través de un telescopio monocular de mano. Vio a Lacy y a Darren desaparecer en el interior del edificio. Diez minutos más tarde vio llegar un sedán sin distintivos y con matrícula de Mississippi. De él se bajaron dos hombres vestidos de paisano que incluso se habían puesto traje y corbata para la gran reunión. A continuación llegó un SUV negro. Las cuatro puertas se abrieron a la vez y los federales, tres hombres y una mujer, ataviados con trajes oscuros más elegantes, salieron y se apresuraron a entrar. Los dos últimos llegaron en un coche con matrícula de Florida. Más trajes oscuros.

Cuando el tráfico se detuvo a las 10.10, Bannick se sentó en el borde de la cama y se frotó las sienes. Había llegado el FBI, los Hoovies de la gran oficina de Washington, acompañados de la policía estatal y de los chicos de Mississippi.

No tenía forma de saber lo que se estaba diciendo allí. Rafe no había conseguido introducirse en la red.

Pero el juez se hacía una idea bastante clara de lo que estaba pasando y sabía cómo averiguarlo.

Se sentaron en torno a una mesa larga en la sala más grande de la oficina y dos secretarias les llevaron café y pastas. Tras una ronda de presentaciones —tantos nombres que Darren intentó anotarlos todos—, el jefe llamó a los congregados al orden. Se trataba de Clay Vidovich, el agente especial a cargo (AEC), y había ocupado la cabecera de la mesa. A su derecha estaban los agentes especiales Suarez, Neff y Murray. A su izquierda estaban el sheriff Dale Black y el inspector Napier de Biloxi. Junto a estos últimos había dos investigadores de la policía estatal de Florida, Harris y Wendel. Lacy y Darren se habían sentado al extremo opuesto de la mesa, como si estuvieran fuera de lugar entre los policías de verdad.

La ausencia de la policía de Pensacola llamaba la atención. El sospechoso era un hombre residente en la zona y con muchos contactos. Había que tener en cuenta lo de que el pez por la boca muere y demás. Los chicos de la local no habrían hecho más que estorbar.

Vidovich comenzó diciendo:

—Bien, ya se ha presentado todo el papeleo y se han aclarado todos los protocolos, así que el FBI está oficialmente involucrado en el caso. Ahora esto es un grupo de trabajo conjunto en el que todos cooperamos al cien por cien. Sheriff, ¿qué pasa con la policía estatal de Mississippi?

—Pues los hemos mantenido al tanto, pero se me pidió que no les mencionara esta reunión inicial. Doy por hecho que estarán preparados si los necesitamos.

—Ahora no, tal vez más adelante. Teniente Harris, ¿ha avisado a la policía de Marathon?

—No, señor, pero lo haré si los necesitamos.

—Bien. Procedamos sin ellos. Veamos, todos hemos leído los resúmenes y creo que estamos al día. Señora Stoltz, ya que fue usted quien empezó todo esto, ¿por qué no dedica unos minutos a recordarnos los datos básicos?

—Por supuesto —contestó Lacy con una sonrisa deslumbrante.

Solo había otra mujer en la sala, la agente Agnes Neff, una curtida veterana a la que aún no se había visto sonreír.

Lacy se puso de pie y apartó su silla.

—Todo empezó con una denuncia contra el juez Bannick presentada por una tal Betty Roe, un alias.

—¿Cuándo conoceremos su verdadero nombre?

—Bueno, ahora el caso es suyo, así que supongo que cuando quieran. Pero yo preferiría mantenerla al margen el mayor tiempo posible.

—Muy bien. ¿Y qué relación guarda ella con este asunto?

—En 1992 asesinaron a su padre cerca de Gaffney, Carolina del Sur. El caso se convirtió en un callejón sin salida casi de inmediato y ella se empeñó en encontrar al asesino. Lleva años obsesionada con el caso.

—Y estamos hablando de ocho asesinatos, ¿verdad?

—Ocho que ella sepa. Podría haber más.

—Creo que podemos dar por supuesto que hay más. Y lo único que tiene es un móvil, ¿no?

—Y un método.

Vidovich miró a Suarez, que negó con la cabeza y dijo:

—Es el mismo hombre. Utilizar el mismo tipo de cuerda y el nudo es su firma. Tenemos las fotos de la escena del crimen de Schnetzer en Texas: la misma cuerda y el mismo nudo. Hemos estudiado las autopsias: el mismo tipo de golpe en la cabeza, con el mismo instrumento. Algo parecido a un martillo de uña que revienta el cráneo en un punto de impacto definido e irradia líneas de ruptura en todas direcciones.

Vidovich miró al teniente Harris y le preguntó:

—Y el asesino lo conocía de otra vida, ¿no?

—Así es —respondió Harris—. Los dos fueron abogados aquí, en Pensacola, hace muchos años.

—Usted no conoce a este juez, ¿verdad, señora Stoltz?

—No, no he tenido el placer. Nunca se había presentado ninguna queja contra él. Tiene un historial impoluto y una reputación intachable.

—Eso es llamativo —le dijo Vidovich a la mesa, y todos fruncieron el ceño para demostrar que estaban de acuerdo—. Señora Stoltz —continuó—, ¿qué cree que haría el sospechoso si le pidiéramos que se pasara por aquí a contestarnos unas preguntas? Es un juez conocido, un funcionario del tribunal. No sabe lo de la HPP. ¿Por qué no iba a querer cooperar?

—Bueno, si es culpable, ¿por qué iba a cooperar? En mi opinión, desaparecería o se pondría en manos de un abogado. Pero no vendría de forma voluntaria.

—¿Y hay riesgo de que se fugue?

—Sí, eso creo. Es inteligente y dispone de activos. Lleva veinte años evitando que lo detecten, ha hecho un magnífico trabajo al respecto. Opino que podría desvanecerse en un abrir y cerrar de ojos.

—Gracias.

Lacy se sentó y observó las caras que rodeaban la mesa.

—Es obvio que necesitamos sus huellas, las actuales —dijo Vidovich—. Agnes, háblanos de la orden de registro.

Aún sin sonreír, la agente se aclaró la garganta y miró su bloc de notas.

—Me reuní con el Departamento Jurídico ayer en Washington y creen que podemos conseguirla. Es el sospechoso principal de un asesinato, de dos, en realidad, y hay una misteriosa huella parcial que no coincide con nada y está relacionada con ese mismo caso de Biloxi. Los de Jurídico dicen que podemos hacer bastante presión para que nos den una orden. El fiscal del distrito de Mississippi está informado y tiene a un magistrado en espera.

—¿Puedo preguntar qué piensan registrar? —intervino Lacy.

—Su casa y su despacho —respondió Vidovich—. Estarán llenos de huellas suyas. Si conseguimos una coincidencia, se acabó el juego. Si no hay coincidencia, nos disculpamos y nos marchamos de la ciudad. Betty Roe podrá volver a su vida de Sherlock Holmes.

—Entiendo, pero es un obseso de la seguridad y la vigilancia. En cuanto alguien tire una puerta abajo o entre de alguna otra forma, lo sabrá. Y se esfumará.

—¿Sabemos dónde está en este momento?

Un gesto de negación unánime. Vidovich le lanzó una mirada asesina a Harris, que dijo:

—No, no lo tenemos vigilado. No hay razón para ello. No hay caso ni expediente. Todavía no es sospechoso.

—Además, está de baja por razones médicas —señaló Lacy—. Afirma que se está tratando un cáncer, según una fuente que tenemos aquí, en Pensacola. En su despacho le dijeron a uno de nuestros contactos que no se sentará en el estrado durante al menos los dos próximos meses. La página web del tribunal del distrito lo confirma.

Vidovich frunció el ceño y se rascó la mandíbula mientras todos los demás esperaban.

—Vale —dijo al fin—, empecemos por la vigilancia, tenemos que localizar a ese tipo. Mientras tanto hay que conseguir que el magistrado de Mississippi nos firme una orden de registro, traérsela al magistrado de aquí y esperar hasta que demos con él. En ese momento no podrá desaparecer y ejecutaremos la orden.

Debatieron la organización de la vigilancia durante una hora: quién, dónde, cómo. Lacy y Darren se aburrieron, su entusiasmo inicial se disipó y, al final, pidieron que los excusaran.

Vidovich prometió mantenerlos informados, pero estaba claro que su labor había terminado.

Mientras salían de la ciudad, Darren preguntó:

—¿Vas a informar a Betty de esto?

—No. No tiene por qué saber lo que está pasando.

—¿Hemos terminado con ella? ¿Podemos cerrar el caso?

—No lo tengo claro.

—Vaya, ¿no eras la jefa?

—Así es.

—Entonces ¿por qué no tienes claro si la CCJ ya no está involucrada?

—¿Te has cansado del caso?

—Somos abogados, Lacy, no policías.

Las tres horas del viaje de vuelta hasta Tallahassee fueron un alivio. Eran casi las doce del mediodía de un viernes primaveral y extrañamente fresco, así que decidieron olvidarse de la oficina.

Mientras ellos discutían su destino, el juez Bannick hizo un trayecto de diez minutos hasta su centro comercial y desapareció en el interior de su otro despacho y de la Cámara Acorazada. Limpió los ordenadores a fondo, quitó los discos duros, sacó las memorias USB de las cajas fuertes ocultas y volvió a fregarlo todo. Al salir reinició las cámaras y los sensores de seguridad y se encaminó hacia Mobile.

Pasó la tarde deambulando por un centro comercial, tomando cafés en un Starbucks, bebiendo refrescos en un bar oscuro, merodeando por el puerto y dando vueltas en el coche hasta el anochecer.