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El sobrenombre de «Cleopatra» la había seguido desde el Consejo de Turismo, una agencia estatal mucho más grande en la que trabajó durante unos años como abogada en plantilla. Antes de eso había pasado breves periodos en oficinas estatales que se ocupaban de asuntos tan variados como la salud mental, la calidad del aire y la erosión de las playas. Jamás se sabría quién la bautizó como «Cleopatra» y tampoco estaba claro, al menos para quienes trabajaban en la Comisión de Conducta Judicial, si Charlotte era siquiera consciente de cómo la llamaban sus subordinados. El apodo triunfó porque le pegaba, o porque se daba un aire a la versión de Elizabeth Taylor. Pelo negro como el carbón, largo y liso, con un flequillo odioso que le rozaba las cejas gruesas y que debía de requerir un cuidado constante; capas de base de maquillaje que pugnaban por rellenar las grietas y las arrugas a las que el bótox no llegaba; y lápiz de ojos y rímel suficientes para emperifollar a una decena de prostitutas en Las Vegas. Puede que una o dos décadas antes, Charlotte hubiera tenido una oportunidad de ser guapa, pero los años de trabajo constante y los retoques torpes le habían arrebatado cualquier posibilidad. Una abogada cuya reputación se centraba en los cotilleos sobre lo mal que se maquillaba y lo ajustadas que eran sus prendas y no en sus habilidades legales estaba condenada a trabajar para siempre en el inframundo de la profesión.

Tenía otros problemas físicos. Le gustaban las faldas que eran demasiado cortas y que dejaban al descubierto unos muslos demasiado gruesos. Fuera de la oficina llevaba unos tacones de quince centímetros que parecían dagas y harían sonrojar a una estríper. Llevarlos resultaba anormal y doloroso, por eso iba descalza en su despacho. No tenía gusto para la moda, cosa que no suponía ningún problema en la CCJ, donde lo barriobajero se había convertido en tendencia. El problema de Charlotte era que se las daba de auténtica creadora de estilos. Nadie los seguía.

Lacy había desconfiado de ella desde el primer día, por dos razones. La primera era que Cleo tenía fama de ser una trepa que siempre estaba al acecho de un puesto mejor, algo nada raro en el ámbito de las agencias gubernamentales. La segunda estaba relacionada con la primera, pero resultaba mucho más problemática. A Cleo no le gustaban las mujeres licenciadas en Derecho y las veía a todas como amenazas. Sabía que la mayoría de las contrataciones las llevaban a cabo hombres y, dado que toda su carrera se basaba en el siguiente ascenso, no tenía tiempo para las chicas.

—Puede que tengamos un problema grave —dijo Lacy.

Cleo frunció el ceño, aunque el flequillo le ocultaba bien las arrugas de la frente.

—De acuerdo. Cuéntame.

Era jueves, ya tarde, y la mayoría de sus compañeros ya se habían marchado. La puerta del enorme despacho de Cleo estaba cerrada.

—Estoy a la espera de recibir una denuncia que se presentará con un alias y que será complicada de manejar. No sé qué hacer.

—¿El juez?

—Sin identificar por ahora. Tribunal de distrito, diez años en el cargo.

—¿Vas a tardar mucho en llegar a los trapos sucios?

Cleo se consideraba una tía dura, una abogada que no se andaba por las ramas y no tenía tiempo ni para charlas triviales ni para pamplinas. Solo había que darle los hechos, porque desde luego que sería capaz de manejarlos.

—El presunto delito es asesinato.

El flequillo se bamboleó ligeramente.

—¿Cometido por un juez en activo?

—Eso acabo de decirte.

Lacy no era una persona brusca, pero entraba en todas sus conversaciones con Cleo con la guardia alta, con la lengua preparada para contraatacar, incluso para embestir primero.

—Sí, eso has dicho. ¿Cuándo se produjo el presunto asesinato?

—Bueno, ha habido varios. Presuntos asesinatos. El último fue hace unos dos años, en Florida.

—¿Varios?

—Sí, varios. La persona denunciante cree que pueden ser hasta seis, a lo largo de las últimas dos décadas.

—¿Y tú le crees?

—No he dicho que sea un hombre. Y ahora mismo no sé ni lo que creo. De lo que sí estoy segura es de que él o ella está a punto de presentar una denuncia ante esta oficina.

Cleo se levantó, mucho más baja sin los tacones, y se acercó a la ventana que había detrás de su escritorio. Desde allí tenía unas espléndidas vistas de otros dos edificios de oficinas estatales. Habló dirigiéndose al cristal.

—Bueno, la pregunta es obvia: ¿por qué no ha acudido a la policía? Seguro que ya se la has hecho, ¿verdad?

—En efecto, es obvia y fue mi primera pregunta. Su respuesta fue que no puede confiar en la policía, no en este punto. No puede confiar en nadie. Y está claro que no hay pruebas suficientes para demostrar nada.

—Entonces ¿qué tiene?

—Unas cuantas pruebas coincidentes bastante convincentes. Los asesinatos se produjeron a lo largo de un periodo de veinte años y en varios estados diferentes. Todos los casos están sin resolver y bastante estancados. El juez se cruzó en algún momento de su vida con todas las víctimas. Y cuenta con su propio método para matar. Todos los asesinatos son prácticamente iguales.

—Interesante, hasta cierto punto. ¿Puedo hacer otra pregunta obvia?

—Tú eres la jefa.

—Gracias. Si estos casos están tan estancados y los policías locales se han rendido, ¿cómo narices se supone que vamos a determinar nosotros que el asesino es uno de nuestros jueces?

—Esa es la pregunta obvia, desde luego. No tengo respuesta.

—A mí me parece que no está bien de la cabeza, cosa que, supongo, es lo normal por aquí.

—¿Te refieres a los clientes o al personal?

—A las partes denunciantes. No tenemos clientes.

—Ya. La ley dice que, una vez que se presenta la denuncia, no tenemos más alternativa que investigar las acusaciones. ¿Qué sugieres que hagamos?

Cleo se acomodó de nuevo en su silla giratoria de ejecutiva y volvió a parecer mucho más alta.

—No sé muy bien qué haremos, pero sí te aseguro lo que no haremos. Esta oficina no está preparada para investigar casos de asesinato. Si presenta la denuncia, no tendremos más remedio que remitirla a la policía estatal de Florida. Así de sencillo.

Lacy esbozó una sonrisa falsa y dijo:

—Me parece bien. Pero tengo dudas sobre si llegaremos a ver la denuncia.

—Esperemos que no.

La estrategia inicial fue informar a Jeri por correo electrónico e intentar evitar cualquier potencial melodrama. Lacy le envió una escueta nota formal que decía:

Margie: Tras reunirme con nuestra directora, lamento informarte de que la denuncia que planteabas no será tramitada por nuestra oficina. Si la presentas, será remitida a la policía estatal.

Pocos segundos después recibió una llamada de un número no identificado en el móvil. En circunstancias normales la habría ignorado, pero se imaginó que sería Jeri, que inició la conversación con cordialidad:

—No podéis recurrir a la policía estatal. La ley dice que la investigación de las acusaciones os corresponde a vosotros.

—Hola, Jeri. Oye, ¿cómo estás?

—Pues ahora fatal. Es que no me lo creo. Resulta que yo estoy dispuesta a jugarme el pellejo y a presentar una denuncia, pero que la CCJ no tiene cojones para investigarla. A lo único que estáis dispuestos es a quedaros de brazos cruzados y a mover papeles de un sitio a otro mientras ese tío se sale con la suya y sigue matando.

—Creía que no te gustaban los teléfonos.

—Y no me gustan. Pero este no puede rastrearse. ¿Qué quieres que haga ahora, Lacy? ¿Que recoja veinte años de trabajo y dedicación y me vuelva a casa, que haga como si no hubiera pasado nada? ¿Que permita que el asesino de mi padre se vaya de rositas? Ayúdame, Lacy.

—La decisión no depende de mí, Jeri, te lo prometo.

—¿Has recomendado que la CCJ lo investigue?

—No hay nada que investigar, no hasta que se presente una denuncia formal.

—¿Para qué voy a tomarme la molestia de presentarla si lo único que vais a hacer es salir corriendo a la policía? Me parece increíble, Lacy. Te juro que pensaba que tenías más agallas. Estoy perpleja.

—Lo siento, Jeri, pero hay casos que, sencillamente, no estamos preparados para gestionar.

—Eso no es lo que dice la ley. La ley ordena que la CCJ evalúe todas las denuncias que se presenten contra cualquier juez. No hay ni una sola palabra que diga que la CCJ pueda largarle la denuncia a la policía hasta después de haber hecho la evaluación. ¿Quieres que te envíe una copia del estatuto?

—No, no hace falta. La decisión no la he tomado yo, Jeri. Por eso existen los jefes.

—De acuerdo, le enviaré el estatuto a tu jefa. ¿Cómo se llama? La vi en la página web.

—No lo hagas. Ya conoce la ley.

—Pues no lo parece. ¿Qué tengo que hacer ahora, Lacy? ¿Olvidarme de Bannick? Le he dedicado los últimos veinte años.

—Lo siento, Jeri.

—No, no lo sientes. Pensaba ir el sábado y reunirme contigo en privado, exponerte todo lo de los seis asesinatos. Oriéntame un poco, Lacy.

—Este fin de semana estaré fuera de la ciudad, Jeri. Perdona.

—Qué casualidad. —Tras una larga pausa, se despidió con un—: Piénsatelo, Lacy. ¿Qué vas a hacer cuando vuelva a matar? ¿Eh? En algún momento, tú y tu CCJ os convertiréis en cómplices.

Colgó.