«Todo lo que vemos o nos parece, no es otra cosa que un sueño dentro de otro».

EDGAR ALLAN POE

CAPÍTULO CUATRO

Jíbaros, la interpretación
de los sueños

El mítico pueblo jíbaro

En esta ocasión y como colofón a la investigación sobre la magia amazónica, me dispuse a investigar una de las mayores leyendas, los jíbaros y su mágica interpretación de los sueños.

Para ello viajé hasta el noroeste de Perú a la región de Loreto, que por intrincadas rutas en la selva llega hasta El Ecuador. La verdad es que el momento elegido fue el peor en muchos años para la zona. Se acababa de firmar el tratado de libre navegación en el Amazonas, con el gobierno ecuatoriano (estos dos países llevan más de 50 años peleando la soberanía de esta zona selvática). Las protestas eran generalizadas y los militares no querían saber nada de surcar el río Amazonas, rumbo a Ecuador. Un soldado peruano había muerto al pisar una mina hace pocos días y las autoridades tanto militares como civiles no querían saber nada de mí y simplemente me contestaban que si ellos no iban a patrullar, no esperase que me diesen permiso para ir, o menos que alguien me pudiese alquilar algún bote para viajar por mi cuenta.

Viendo la imposibilidad de negociación en la ciudad, decidí viajar a Nauta, donde hay un embarcadero y con un poco de suerte y algunos dólares podría conseguir mi medio de transporte.

Primero tuve que engañar a la única persona que alquilaba vehículos 4x4 en la ciudad, pues el camino hacia Nauta es un tremendo barrizal de unos 100 km. Obra faraónica que se construye hoy, para que mañana las lluvias torrenciales la destruyan anegando todo el camino. Así que nadie se aventura a rentarte un carísimo 4x4 para que lo destroces en esta pista. Yo prometí que era para andar en la ciudad y alrededores, y aunque reacio, pues pocos alrededores tiene esta isla para circular en coche, accedió al alquiler durante unos días.

El camino fue terrible, de nada servía la transmisión a las 4 ruedas o las gomas con tacos, que en el primer barrizal se cubren de una pasta marrón sin dibujo que patina con sólo mirarla. La única solución era cuando se veía un lodazal tremendo a lo lejos, acelerar a fondo y pasar a toda velocidad sobre él, casi volando; el sistema funcionaba, siempre y cuando se pudiese controlar la caída o la frenada. Esto me proporcionaba sustos tremendos, sacándome de la pista en medio de la selva, hasta que en una de las voladas el coche planeó hasta otro lodazal en el que se quedó clavado hasta los ejes y no había forma humana de sacarlo. Empezó el olor a discos de embrague quemados, lo que me hizo desistir, dejar descansar el motor e ir a buscar ayuda, pues yo solo no tenía forma de salir. Llegué hasta una choza al borde de la pista de la cual, nada más verme, salieron varios hombres jóvenes con palas y cuerdas en las manos; sin duda sabían a lo que iba.

Cavamos bajo las ruedas del coche colocando hojas de palmera y ramas entre las ruedas y el barro, pero era inútil, no solo no salía, sino que ya estaba enterrado hasta el soporte del motor. Pensé que la única solución era quedarme a vivir allí o intentarlo con tracción humana. Diez personas tirando con una cuerda del coche mientras yo, suavemente y con mimo aceleraba el motor intentando encontrar tracción. Primer intento fallido, culpa mía de no verificar dónde ataban la cuerda en la trasera del coche, ya que lo único que conseguimos fue arrancar el paragolpes de cuajo, donde habían atado la maroma. En el segundo intento y ya con el tirador atado al pomo de arrastre del vehículo y conduciendo sobre mantequilla, conseguimos devolver el coche a la pista. Visto esto, pregunté a mis ayudantes cómo estaba el camino más adelante, y me respondieron con un rotundo «jodido míster, muy jodido». Ante tan clara respuesta y por supuesto sin pensar ni un momento volver a la ciudad, les ofrecí 20 soles si me acompañaban 4 de ellos en la caja del vehículo, con las palas y cuerdas. La respuesta fue una sonrisa de oreja a oreja del que parecía mandaba entre ellos, por algo más de cinco dólares había solucionado mi viaje. El camino, como me dijo mi acompañante, se ponía cada vez peor y tras varios atascos solucionados con su ayuda, llegamos a un estrecho puente de unos tres metros de ancho cubierto por más de un metro de lodo. «No hay más dele», me dijo Gerardo; ese era el nombre de mi ángel de la guarda. Al principio entramos bien pero a mitad del puente el coche, sin pararse, empezó a ladearse y, avanzando casi en horizontal, iba camino del río de abajo. Mientras Gerardo gritaba: «¡No pare no pare!», y menos mal que pare, si no estaría escribiendo esto desde el fondo del río. Paramos y, dirigiendo con la cuerda, conseguimos salir enderezados del puente. Llevábamos casi 10 horas de camino cuando llegamos al puente de Nauta, a unos 30 km. de la ciudad y donde hay un pequeño merendero que aprovisiona a los madereros de la zona. Allí nos detuvimos exhaustos a reponer fuerzas y con barro hasta las orejas. Mal se ponían las cosas. No había tiempo de llegar a la ciudad con luz y lo más lógico era pasar la noche al raso en aquel lugar. En aquel residuo de civilización vi a un militar, que muy amablemente se acercó a preguntarme si necesitaba algo. Él estaba destinado allí para vigilar el puente. Le invité a sentarse con Gerardo y conmigo a tomar una caldosa cerveza. Le conté lo que estaba buscando y a dónde quería subir, a la izquierda del río Marañon en el camino del Pastaza, donde viven los últimos jíbaros de Perú. «Mal sitio hoy, señor», me respondió, «la zona es conflictiva con los ecuatorianos, pero quizás por eso se pueda ir y no encontrarse con nadie, pues en estos tiempos nadie navega estos ríos. Yo conozco a un tipo que trabaja con los madereros y tiene un deslizador de 65HP (un fueraborda). Si quiere hablaré con él y además yo puedo acompañarle, pues aquí no pasa nada y nadie notará que falto». Por fin las cosas se ponían de cara en este accidentado viaje, que quizás por ser el último de la serie amazónica, me emperré en realizar de la manera que fuese. Así que no pude más que agradecerle al sargento Matías que, pese a su mal encaramiento y por supuesto esperando los dólares que le caerían por el favor, me había dado la solución al viaje. «Perfecto Matías, busca el bote, cárgalo con doscientos galones de gasolina y aceite (900 lt.) y salimos corridos hacia arriba. La comida y el agua la llevo yo en el furgón». Despidiéndose con disciplina militar, Matías salió andando y se perdió en la oscuridad de la ya incipiente noche, no sin antes decirme un lacónico: «Mañana a las 7 de la mañana estoy acá con el bote y el motorista». Bueno sólo me quedaba pasar la noche en una hamaca de aquella choza/bar/tienda de ultramarinos que me había cedido amablemente su propietario. Eso sí, dormiría con un ojo abierto, pues el ambiente y las compañías de la gente que dormía conmigo en aquel habitáculo harían temblar a más de un expresidiario.

A la mañana siguiente y cuando me encontraba en la orilla del río lavándome los últimos vestigios de barro del día anterior, vi acercarse un pequeño bote con el amigo Matías en la proa, en pose de militar para la pintura de un cuadro; desde luego él era alguien en aquel lugar y quería que sus contertulios de todos los días vieran su arrogancia y que viajaría con el gringo. En el barco, además de Matías y el motorista, venía un joven vestido de uniforme, al que me presentaron diciéndome, que este muchacho bajaría el 4x4 a Iquitos y lo devolvería a la empresa de alquiler, y cuando nosotros regresáramos, el motorista nos dejaría en la ciudad.

Un detalle por su parte, el evitarnos el camino otra vez, pero también cabía la posibilidad de la desaparición del vehículo, pero ¿a donde iban a ir con él en una isla? Por ello, acepté su proposición, y hablé con el motorista para indicarle nuestro recorrido. Pues vete a saber lo que Matías le ofreció para que aceptara venir tan rápido. Como me temía, el bote no era suyo, si no de la compañía maderera para la que trabajaba, y si le pagaba la gasolina y 20 soles diarios me llevaría a la boca del diablo, si era necesario. Así que con este equipo de primera línea, me decidí a partir río arriba. Con el bote cargado hasta arriba de gasolina, comenzamos a subir el río Amazonas.

Pasamos por los últimos poblados de indígenas yaguas, que propiciaron el bautizo del fastuoso río, pues al ir vestidos con largas faldas de fibras naturales, los primeros españoles que surcaron el Amazonas les confundieron con mujeres guerreras o «amazonas». Los yaguas actualmente no superan los tres mil individuos, y algunas comunidades mantienen contactos esporádicos con la civilización, aunque la mayoría de ellos están integrados totalmente a través de un precario comercio en la ciudad.

El camino continúa y, aprovechando el viaje, paramos en una comunidad de indígenas boras, situada en los afluentes del río Putumayo. Tienen el mismo contacto con la civilización que los yaguas pero, por desgracia, sus tribus y subtribus se encontraban en las zonas de trabajo de las más grandes caucherias, lo que originó interminables guerras con los blancos que buscaban mano de obra barata para sus latifundios. Como siempre terminaron perdiendo, siendo diezmados y esclavizados no pasando de dos mil individuos en los años treinta.

Tras un par de horas de navegación, el bote dió un fuerte corte de acelerador y nos metimos por una estrecha quebrada a la izquierda del río. «¿Dónde vamos Matías, aún no hemos llegado al Marañon?». «Tranquilo Juan», me respondió, «vamos a tomar un atajo por pequeños ríos. A esta altura han colocado un control del ejército en el Amazonas para buscar armas y drogas, y como no tenemos permiso de navegación, no nos dejarán ir más arriba». Así que como traficantes y por las rutas que emplean éstos, sorteamos el control de las fuerzas navales, gracias a otro militar que nos acompaña, así es la vida en la Amazonia.

Al caer la noche, llegamos a las primeras chozas que surcan las lindes del río Marañón. Paramos a dormir en Concordia, en un hotel de categoría selvática, con tablones de madera que separaban las habitaciones y pernoctando en hamacas bajo las cuales corrían enormes ratas. Esto es lo que ocurre cuando llega la civilización a estos lugares: lo primero es la suciedad y la miseria, que no existe cuando viven en chozas o caminan desnudos por la selva. Aquí ves a las gentes vestidas, con camisas rotas, sucias y pantalones de deporte en el mismo estado. Si tienen ropas es por que se las dan una vez, les crean dependencia de ella y luego no la pueden comprar. Además, está el principal problema del indígena civilizado de esta manera, el alcoholismo; una vez fuera de la selva, ya no tienen trabajos que hacer, animales que cazar, ni cabañas que construir, así que cualquier sol o moneda que pillan es para beber y poder holgazanear todo el día. Éstas son las ventajas de la civilización que reciben estas gentes.

En los siguientes días nos internamos en el río Pastaza, donde viven los últimos jíbaros peruanos. Bordeamos el parque natural de Pacaya Samiria, reserva natural amazónica, pero que, debido a su escasa vigilancia, es donde más caza y pesca furtiva se realiza.

Nos detenemos en Puerto Amelia, que más que un pueblo selvático parece un pueblo de colonos en la frontera del oeste americano, donde la vida no se regala y cada día es una nueva aventura de supervivencia; se nota en la cara la gente.

Entro con Matías en un tétrico local, que tiene fuera un mugroso cartel de «Hay gaseosa helada». Tomamos un par de cervezas un poco por debajo de la temperatura ambiente y preguntamos al dependiente por un poblado jíbaro que nos han indicado hay cerca de allí. El mesero me mira receloso –ahora veo lo bueno que fue traer a Matías y su uniforme– y contesta dirigiéndose al militar: «Si tú conoces, saliendo del puente y a un día en la selva vive Ramón, en Nueva Esperanza, y allí son todos jibaritos».

Aquellas palabras me recordaron el término oído hace años en misiones de la selva. La palabra jibarito es un sinónimo de inútil, salvaje.

Realmente esta etnia no son jíbaros, son shuar y dentro de las ramas de los shuar están los acuarunas, huambisas, ashuars, etc., todas tribus guerreras que han sido indomables. Muchas de ellas hasta nuestros días, pues mantienen contactos ocasionales con la civilización. A pesar de las presiones de índole migratoria, ocupaciones militares de sus territorios o implantación de factorías, son los únicos pueblos que mantienen su identidad cultural intacta.

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Chamán jíbaro, pueblo guerrero y conocedores de las ciencias milenarias de la etnobotánica. Mucho debe aprender el mundo civilizado de estos pueblos de la tradición o salvajes

Pese a sus guerras con el hombre blanco, y las peleas inter-étnicas, han demostrado y conseguido mantener su orgullo e independencia. Aunque esto les cuesta el vivir cada vez en peores condiciones, pues estos pueblos necesitan mucho espacio para vivir y cazar. Ellos siguen utilizando la cerbatana o cutuna para cobrar piezas, sin hacer ruido, porque saben que cuando disparas una escopeta, los animales corren selva adentro, y mañana tendrán que ir dos kilómetros más lejos para poder cazar.

Otra de las leyendas sobre estos pueblos es la reducción de cabezas o Tsan-Tsa, prácticamente desaparecida por la prohibición del gobierno, y que nunca tuvo un sentido canibal, si no el de poder captar el poder de los muertos y su energía. Este ritual constaba de varias partes, primero metían la cabeza entera en tierra calentada en la hoguera, con lo que se conseguía separar la piel del cráneo, pero sin perder la fisonomía; más tarde se hervía esta piel en agua con unas hierbas que solo conocía el hechicero. Así conseguían reducir la cabeza a un tercio del tamaño original. El último paso era coser los labios y los ojos con fibras naturales, para que así no pudiera escapar nunca el espíritu de su poseedor.

Los jíbaros son un pueblo amable que basa su vida y cultura en el hechicero y la interpretación de los sueños. Éste es el motivo que nos ha traído aquí para dar un poco de luz a su realidad y cultura milenaria, esperando que esto sirva un poco para entender la vida y sabiduría de este mítico pueblo.

Matías y yo salimos de la taberna que, como ya vemos, es donde mejores informaciones se consiguen en la Amazonia, y huelgo el decir las horas que he pasado en estos tugurios escuchando embobado leyendas y mitos contados por viejos buscadores de oro o indígenas perdidos en el alcohol.

Según caía la noche, fuimos caminando por el pueblo y preguntando a la gente dónde podíamos encontrar algunas personas para que nos acompañaran al día siguiente hacia Nueva Esperanza. Nos dieron razón en el hotel del pueblo, y Matías me dijo: «Mire podemos preguntar allí y dormir esta noche», a lo que me negué en rotundo. Prefiero pasar la noche en el bote peleándome con los mosquitos, que dormir entre la porquería de la civilización.

Llegamos al hotel y apareció ante nosotros un anciano en calzoncillos y camiseta de tirantes preguntándonos si queríamos habitación; todo esto bajo la luz de una vela que dejaba ver las cucarachas corriendo bajo sus descalzos pies. Le conté lo que estábamos buscando y a la respuesta de «ya» fue en busca de su nieto, un muchacho fornido de unos 20 años que a cambio de 5 soles diarios nos acompañaría hasta Nueva Esperanza.

Quedamos en vernos en el muelle al día siguiente al amanecer y partir hacia el poblado. Mientras bajamos hacia el bote para dormir, Matías no pudo por menos que darme la razón sobre las miserias humanas y el hotel que acabábamos de despreciar.

Aquella noche la pasamos apretados dentro del bote, envueltos en la tela de los mosquiteros, ya que debido a la suciedad y agua estancada de aquel muelle, nuestros alados amigos eran millares.

Cuando el sol empezó a despuntar, nos levantamos a preparar todo el equipo que debíamos llevar a Nueva Esperanza, y ya bien entrada la luz, apareció el nieto del hotelero en el muelle; ya me extrañaba a mí que no viniese a por sus cinco soles diarios. Inmediatamente partimos rumbo al final del puente en el pueblo, donde nos habían indicado que estaba el desvió al poblado jíbaro. En el camino, tanto Matías como yo íbamos cargados hasta arriba, pues debíamos llevar el agua, la comida y los mosquiteros, además de mi equipo de fotografía, para los días que estaríamos fuera. Nuestro guía no hizo ningún ademán de ayudarnos con la carga, ya que él llevaba únicamente su pequeña mochila con el mosquitero, pensando que de todo lo demás le proveeríamos nosotros. Esto es lo que cambia en los tipos «civilizados». Mientras que el indígena que no ha tenido mucho trato con el hombre blanco demuestra una inocencia muchas veces infantil, en cuanto mantienen un contacto continuo, se vuelven hoscos y muchas veces agresivos, ya que el blanco rara vez viene a darles cosas, sino más bien a quitarles lo poco que tienen o el territorio donde viven desde hace cientos de años.

Una vez nos metemos por el estrecho camino, a poco más de doscientos metros entramos en la jungla, como vemos la línea que separa los dos mundos es muy delgada y está muy cercana. Si el lector alguna vez ha caminado por la selva, sabrá lo duro que es andar por un suelo cubierto de hojarasca podrida que puede esconder cualquier sorpresa bajo ella; la humedad de más de un noventa por ciento, mezclada con el calor que puede llegar al mediodía a los treinta y siete grados centígrados, hace del caminar un infierno. Hay que tener cuidado con dónde te apoyas o agarras si resbalas, pues es muy frecuente que los árboles tengan grandes pinchos en su corteza; es su defensa. El camino es una trocha de aproximadamente un metro de ancho, pero se ve que no está muy frecuentada últimamente, ya que muchas veces tenemos que abrirnos paso a fuerza de machete. Sobre las doce paramos para descansar y comer algo. Como esperaba, nuestro guía, Dionisio, se queda mirándonos esperando le demos su ración, cosa que debo hacer, pues todavía nos queda mucho tiempo juntos y no vamos a empezar las malas relaciones. Demuestra una vez más el egoísmo de este tipo de gente que no trae ni agua, dependiendo de la nuestra, calculada para dos personas y que debemos repartir entre tres. Pero bueno, la comida son latas de conserva, que aunque sean el mayor manjar, a los indígenas no les gustan, así que se prepare Dionisio de las comidas que le esperan.

Emprendemos la marcha tras la breve parada para comer, pues no me fio de cómo miden las distancias y el tiempo estas gentes, e intentaré por todos los medios que no nos caiga la noche en mitad de la jungla.

El camino discurre por barrizales y puentes improvisados con troncos tumbados en los pequeños arroyos. Sobre las cuatro de la tarde, Dionisio, que sólo nos habla lo imprescindible, me mira y dice: «Ya llegamos. A treinta minutos está el pueblo». Treinta minutos que se convirtieron en hora y media. Cuando ya empezaba a ocultarse el sol, avistamos las primeras cabañas de Nueva Esperanza.

Nueva esperanza era un pueblo en medio de dos arroyos, por lo que tuvimos que subir a una pequeña canoa para realizar el último tramo del camino.

Estaba compuesto por unas diez o doce cabañas, que suponían las habitaban el mismo numero de familias, todos emparentados, ya que el jíbaro o shuar, como los llamaremos a partir de ahora, por ser el nombre correcto de la etnia, no se suelen mezclar con otras tribus o razas. Mantienen virgen su árbol genealógico, puro como etnia. Dionisio nos lleva directamente a la choza de Ramón, el jefe del poblado y chamán del mismo, o sea, el máximo poder por duplicado. Lo primero que sentí al ver a un hombre como Ramón fue la teoría que siempre he mantenido, que cuando ves a un chamán por primera vez sabes si es falso o verdadero.

La mirada, los gestos y esa cara de anciana sabiduría no se pueden imitar, o se tiene o se carece de ella, sin más. Y eso era nuestro hechicero shuar, un hombre alto, casi un metro ochenta, anciano de unos ochenta años, pero que su delgadez y estiramiento al andar le daban un porte señorial, de chamán. Ramón hablaba muy poco español, y su nieto nos servía de interprete, ya que pese a que Dionisio nos dijo que hablaba perfectamente el shuar, no tenía ni idea de lo que se estaba hablando. Me senté junto a la cocina de la choza con Ramón y su nieto para charlar, además de que esto nos venía muy bien para ahuyentar a los mosquitos con el humo de la misma, pues esta zona estaba plagada. La conversación fue de lo más entrañable y encantadora, regada con el Mazato (bebida realizada con la raíz de la Yuca masticada por las mujeres, que luego escupen y mezclada con agua tiene una altísima graduación alcohólica) que me ofrecía Ramón mientras yo hablaba al nieto en español y éste traducía a su abuelo. Algo que para mí era una sensación especial, oír mis palabras traducidas a uno de los dialectos más antiguos de la Amazonia. Ramón contestaba con una dulzura y un convencimiento del que sabe lo que dice y no espera que nadie le discuta. Le pregunté si podríamos asistir a una ceremonia de interpretación de los sueños dirigida por él, que yo sabía que esto era lo más importante entre los shuar, ya que en su cultura a la persona que no sueña se le considera un enfermo.

Ramón contestó que la preparación era muy complicada, había que cocer ayahuasca y Ajosacha para ingerir y tener visiones para poder interpretar los sueños de su pueblo, pero que yo le parecía una noble persona y que mañana durante el día prepararían las bebidas sagradas y en la noche realizaría su ceremonia. Así que una vez llegamos al acuerdo, nos quedamos un par de horas charlando amigablemente con el mazato de por medio, mientras Ramón me contaba las más bonitas leyendas selváticas. Como por ejemplo, cómo se formo el río Amazonas según el pueblo shuar. Existía un árbol enorme cuando nació el mundo, este árbol cayó y con el tronco se creó el Amazonas, siendo las ramas todos sus afluentes y quebradas, creando la fuente de la vida, el gran río.

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Anciano jíbaro, que ni siquiera habla español; una raza a extinguir. Los jóvenes viajan a los arrabales de las ciudades ribereñas del Amazonas esperando una vida mejor, pero lo único que consiguen es la pérdida de su cultura ancestral

Esa noche montamos los mosquiteros sobre el suelo de chonta de la cabaña de Ramón, y escuchando los mil ruidos de la selva por la noche, me quedé dormido, pasando mi primera noche en el mundo de los sueños.

Al amanecer todo era actividad. Ramón apareció vestido con su penacho de plumas de guacamayo o Tausamba, heredado de su padre y que heredaría su nieto. Llevaba puestos los collares de semillas rituales y una falda de fibra gris. Le acompañaban cuatro jóvenes que le seguían al interior de la selva, por lo que me apresuré en ser la quinta persona que le siguiera. Íbamos a lugares que él solo conocía, donde se cría el ajosacha y la ayahuasca, y con cantos rituales y acompañado de una pequeña flauta hecha con hueso de animal, iba cortando y diciendo a los muchachos lo que debían recoger para llevar al pueblo. Una vez de vuelta dedicó todo el día a la preparación de los bebedizos, diciéndome que nos veríamos cuando el sol no estuviese. Había quedado con todos los habitantes en su cabaña para realizar la interpretación de los sueños.

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Guerreros jíbaros preparando la madera para las hogueras de la ceremonia del ajosacha en la interpretación de los sueños. La selva les proporciona todo lo que necesitan, tanto para su vida diaria como para sus conexiones con el mundo de lo oculto

Durante el día aproveché para moverme entre las chozas y charlar con sus habitantes. Los muchachos jóvenes hablan castellano perfectamente y muchos ya no hablan shuar. Según ellos, el futuro está en la ciudad de Iquitos, donde se vive muy bien y sin trabajar tanto como en la selva. No se dan cuenta estas gentes, que han sido primitivos hasta hace muy poco tiempo, que la civilización no merece la pena para ellos, ya que una vez llegan a la gran ciudad, la miseria, la falta de convicciones y de ilusiones, hace a los indígenas perder su identidad, costumbres y culturas ancestrales que tardaron siglos en forjarse; se pierden en una sola generación.

El día va pasando en un ambiente cordial, pues como comenté antes, si no han tenido mucho contacto con «el otro» mundo, los indígenas son seres encantadores y su mayor virtud es la inocencia y la bondad.

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Niña jíbara, nacida en el Amazonas, pulmón del planeta y esperemos que el ser humano sepa conservarlo para cuando esta mujer crezca y sus hijos puedan conocer el paraíso natural y cultural donde nació ella

Llega la noche y nos dirigimos a la gran cabaña. Ya está rodeada por las aproximadamente 50 personas que habitan en Nueva Esperanza. Nos sentamos junto a ellos esperando que comience la ceremonia. A los treinta minutos aparece Ramón ataviado con un tocado de plumas y dos botellas en la mano. Se sienta sobre el suelo, frente a mí y comienza a recitar cánticos milenarios en su lengua, mientras el resto de los asistentes escuchan devotos, como si estuviese diciendo misa. Llena un pequeño cuenco construido con la cáscara de una fruta tropical y echa el liquido de una de las botellas. Mientras lo bendice y expulsa encima el humo de su mapacho o cigarro de la selva. Una vez concluida la bendición me lo ofrece para que beba, cosa que no dudo. Estas oportunidades tan reales de participar en una ceremonia en mitad de la jungla no se presentan todos los días y sin saber lo que me daba lo bebí de un trago; si llega a ser veneno creo que lo habría hecho igual, sin pensarlo. El sabor era lo más horrible y fuerte que había probado jamás, era como el ajo puro, pero cien veces más fuerte y picante. Pasé el cuenco a su nieto que tenía sentado a mi lado, mientras intentaba contener las lagrimas que salían de mis ojos y el sudor que afloraba intentando salir por todos los poros de mi piel, y la vomitona que está a punto de producirse. La subida fue pasando mientas Ramón seguía icareando, echaba el líquido de la otra botella en el cuenco y volvía a ofrecérmelo; dos veces puede ser mucho pienso, pero yo no seré quien le lleve la contraria. Tomo el cuenco y bebo, aquel sabor amargo repugnante ya me es familiar, la ayahuasca, que aguanto en mi cuerpo y paso a mi vecino. El hechicero bebe un gran trago de las dos pócimas directamente de la botella y comienza a mover la sacapa o conjunto de hojas secas, produciendo un ruido rítmico que nos tranquiliza; espero que no nos dé más cosas esta noche. Ramón comienza a preguntar a la gente qué ha soñado en las noches anteriores y qué dudas tienen.

Solamente los mayores hablan directamente con él. Cuando algún hombre o alguna mujer joven quieren hablar con Ramón, sus palabras deben ser traducidas por algún mayor. Una pena ser testigo de cómo se pierde este lenguaje, al que no le queda más de una generación de vida, después de miles de años de sobrevivir a peligros y guerras en la selva.

Ramón va dando contestación a todos lo que le preguntan. Qué significó este o aquel sueño. La importancia de los hechiceros en el pasado era enorme, pues simplemente con su decisión podían empezar guerras, invasiones de otros pueblos, o condenar a una mujer por adúltera o a un hombre por traidor al interpretar sus sueños. Lo inexplicable de estos casos es que sí se puede corroborar estas visiones, siempre acierta el hechicero con su predicción.

Siendo esto, en suma, el conocimiento y sabiduría de los pueblos antiguos o primitivos, un conocimiento más allá de la razón, que nosotros y las ventajas de nuestro mundo nos ha quitado en gran medida.

La noche continúa, todos preguntan y Ramón ofrece el ajosacha y la ayahuasca a los que menos sueños han tenido, tal y como nos dijo, el no soñar es una enfermedad entre los shuar, y quizás tenga razón. No es una enfermedad solo en el mundo de los shuar, el no soñar es una enfermedad en todo el planeta.

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Chamán jíbaro, con la bondad a flor de piel. Ésta es la gran diferencia de los grandes chamanes en el mundo, la expresión de bondad y de que no puedes contarles nada que no sepan. Ésta ha sido mi conclusión tras conocer a los más importantes magos, hechiceros y chamanes del mundo conocido

Noche agradable, con la mareación de la ayahuasca y sudando litros de agua gracias al ajosacha, vamos pasando las horas dentro de un ambiente real y chamánico en el centro de la selva. Hasta que todo el mundo va cayendo dormido, unos al lado de otros en la cabaña del hechicero. Cuando llega la luz del día siguiente estamos entre aquella vorágine de cuerpos, donde todos hemos sido vencidos por el sueño sin darnos cuenta.

Me levanto y me dirijo al lugar donde se encuentra Ramón, para despedirme de el y agradecerle la noche y la experiencia más bonita que puede darte un shuar, con su ceremonia de interpretación de los sueños. Ramón me espera en la cocina de la choza, despierto y mirando al fuego. Le agradezco todo lo pasado en Nueva Esperanza, y me quedo sorprendido cuando, amarrándome fuertemente el brazo se dirige a mí en perfecto castellano y me dice: «Más tengo yo que agradecer que tu mundo se interese por los últimos días del mío». Sentándose nuevamente, se despidió de mí levantando el brazo. Me dejó totalmente pasmado con su respuesta. Creo que he pasado la noche con uno de los hechiceros más potentes de la jungla amazónica. Me dirijo con Matías a la búsqueda de Dionisio, que aparece bajando de una de las cabañas, corriendo con su pequeña mochila al hombro: «¿Dónde te has metido Dionisio?», le increpé, pues no le habíamos visto desde que llegamos al poblado. «No se preocupen», contestó, «tengo una novia jibarita en este poblado».

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Mujer jíbara con la belleza que da la juventud en la selva. Aunque le espere una dura vida, en cambio tendrá las ventajas de vivir en una de las culturas que, aunque ella no lo sepa, es una de las más importantes del mundo mágico y antropológico del planeta

Ésta es la ayuda de la civilización corrompida a este pueblo. Este desgraciado Dionisio se llevara con el tiempo a su «jibarita» a la ciudad, para abandonarla cuando se canse de ella, como hacen cientos de canallas que viajan por estas aldeas. ¿Cómo queremos que el indio no se resienta contra el blanco en cuanto le conoce?

Llegamos al pueblo al atardecer y tras discutir con Dionisio su salario, pues él quería cobrar tres días de trabajo y yo le pagué sólo dos, la ida y la vuelta, pues el día en la aldea no le habíamos visto el pelo. No era por el dinero, sino por la cara de idiota que se me puede quedar si un golfo de estas características consigue engañarme.

Corrí con Matías a tomar unas cervezas «templadas» en el tugurio de hace unos días, pues aún tenía el ajosacha y la ayahuasca pegados a la traquea de la garganta.

Al día siguiente comenzamos a bajar nuevamente hacia Iquitos. Una idea recorría mi cabeza. La experiencia había compensado los riesgos y dificultades de llegar a este punto y localizar la tribu shuar, llevaba las ultimas palabras de Ramón grabadas en mi cerebro –que tardé mucho en eliminar–. También pensaba qué habría ocurrido con el 4x4, si estaría nuevamente en la ciudad o lo habría desguazado en el camino el amigo de Matías. Matías que tan serio y profesional se mostró durante todo el viaje, pero estoy seguro de que podría cortarme el cuello por 50 soles. Había sido una experiencia maravillosa todo el viaje y sobre todo el haber llevado a cabo la ilusión de contactar con los últimos shuar. ¿Pero qué es la vida sin ilusión y sin magia?