«Las adversidades nos hacen volver a la religión».

TITO LIVIO

CAPÍTULO OCHO

República de Benín,
la cuna del vudú

En la frontera de Benín

Empezamos el viaje a la cuna del vudú, la parte más difícil de mi periplo africano y en la que no podía imaginar cuánto podían llegar a complicarse las cosas.

Llegamos a la frontera de Burkina Faso con la República de Benín. Aquí lo primero que cambia es la amabilidad de las gentes que dejamos atrás y la realidad del pueblo de Benín.

Primer problema en la frontera, la policía me quita el permiso de trabajo que llevo para moverme libremente por su país, argumentando que si he pagado una cantidad de dinero en su embajada de Senegal para conseguir la misiva, bien puedo darles algún dinero para mantener a sus familias; es más, me prohíben pasar la frontera sin colaborar.

Me considero una persona que, si es necesario, soy el primero en pagar, sobornar o lo que sea necesario para realizar un trabajo. Pero ante las humillaciones y robos me enfrento a ellos sin pensar en las consecuencias (gran error, lo acepto), por lo que decido chillar más que el policía tachándole de todos los insultos que conozco –chillar suele funcionar en África, el que más chilla tiene más razón–. La cosa sólo funciona a medias pues no me detiene, pero me dice que me quedo allí hasta que venga su jefe.

Al cabo de una hora aparece su jefe, montado en un 4x4 nuevo y acompañado de dos tipos. Me dice muy amablemente que mi coche no puede pasar la frontera y que tengo que viajar con los dos tipos que el trae, como una condena a muerte. Empieza nuevamente la discusión, le digo que tengo un permiso de trabajo en su país y que su compañero acaba de quítamelo. Lo que parece no sentarle nada bien, solamente porque su compañero intenta robarle su comisión. Tras dos horas de discusión en el mal francés de ambos, yo no me apeo del burro y no estoy tan loco como para subirme en un vehículo con dos desconocidos, amigos de un militar en la República de Benín. Me veo mañana en las noticias como desaparecido. Finalmente y viendo mi tozudez, despide a sus amigos y me dice que puedo pasar con mi chófer, pero que no puedo trabajar ni investigar en su país, además de que debo darle algo por las «molestias». Elegí darle unos 60 euros, pues la otra opción era la vuelta a Burkina o la cárcel, pues ya empezaba a decir que mi chófer sin cartilla de vacunación internacional no pasaba a Benín. Una de las negociaciones más duras de mi vida.

Me recordaba aquella discusión que tuve en 1989 en Panamá con la policía de Noriega, quince días antes de la invasión americana. Me pillaron haciéndoles fotos y tuve que convencerles de que era un turista, hasta que vieron mi pasaporte con la acreditación de trabajo en Nicaragua. Otra de las grandes peleas y detenciones por la policía a recordar eternamente.

Al fin y caída la tarde conseguimos pasar. Marcel iba asustado, pensaba que los del 4x4 estarían esperándonos en cualquier recodo para asaltarnos, y aunque yo creía lo mismo, intente tranquilizarle diciendo que a estas horas ya estarían en Cotonou (capital de Benín).

En cuanto vimos una pequeña casa, paramos para pedir a sus habitantes si podíamos dormir en ella, ya que dormir esa noche al raso era un suicidio seguro. Estábamos en el país Tata-Somba en el norte de Benín y con unas construcciones espectaculares en forma de castillo, que utilizan como defensa fronteriza, así que con un ojo abierto y un cuchillo en la mano pasé la primera noche en «la cuna del vudú».

Benín, aquí nació el vudú, tal y como lo conocemos, era la religión de las etnias Fon y Yoruba que habitaban estas tierras. Brujos temidos en toda África, listos, comerciantes y valerosos guerreros, crearon un imperio de horror y miedo que se extendió por todo el continente.

Dentro de los Fon y Yoruba el cargo más importante era el de Hungan o sacerdote, la persona en la que confluyen todos los poderes del mundo invisible, que se encarga de vestir las ceremonias con una especie de folklore para enmascarar la superstición.

Así es el vudú nacido en África, donde se convierte al sacerdote en sabio entre los sabios, y donde nunca se separa la magia de la brujería, y muy a pesar de nuestros «amigos» militares y policías que harán todo lo posible por impedir que lleguemos al fondo de todos estos misterios, realizaremos un trabajo que nos llevará hasta el centro del vudú africano.

Amanecer precioso en el país Tata-Somba. Veo a Marcel ya levantado y con la cabeza metida dentro del capó del coche. «Buenos días, Marcel», me dirijo a él. Me mira con la cara del que no ha dormido en toda la noche, cosa de lo que no le culpo, pues el mismo insomnio he pasado yo. Tiene en la mano un cubo de agua, el motor y sobre todo las correas hacen un ruido infernal desde ayer, lo cual no me extraña viendo la máquina, cubierta del mismo polvo naranja que nos tapa a nosotros. Pero Marcel lo soluciona echando un cubo de agua por encima del motor en marcha, lo que quita los ruidos inmediatamente. Es la mecánica africana, como sea, pero todo vuelve a funcionar.

Ya más tranquilos comenzamos la bajada por el país, que es una pequeña lengua de tierra entre Togo y Nigeria. Quiero ir directamente a Abomey, la capital mundial de vudú, y cuyo nombre solamente nos evoca ceremonias mágicas de este desconocido mundo.

Vamos tranquilos por la carretera, Marcel sabe dónde estamos y no pasa de 60 km por hora, pues el simple atropello o golpe con algún vehículo de este país nos llevaría directamente a la cárcel. Avistamos un policía a unos 300 metros, que en cuanto ve la matrícula extranjera de nuestro coche, se pone en medio de la carretera y dispara al aire su fusil de asalto ruso AK-47; empezamos bien. Una vez nos detenemos, ya viene directamente a por mí, me pide el pasaporte, se lo guarda en el bolsillo y me dice que él quiere montar una plantación de piñas y que necesitaría un socio extranjero para que le aporte el capital. Si no puedes con ellos únete a ellos, es el lema. Le contesto con la misma amabilidad, que me parece un negocio muy interesante y que muy gustosamente me asociaría con él, pero claro, que si me puede dar su dirección para enviarle el dinero e intercambiar impresiones. No se esperaba mi respuesta y pidiéndome un bolígrafo me apunta su dirección, nombre y cargo policial, le pido mi pasaporte y continuamos el camino. Aún se puede jugar con la inocencia africana cuando es necesario, pues este hombre no puede pensar nunca que un blanco «millonario» para ellos, le pueda mentir. Además su nombre y dirección nos serviría como salvoconducto durante un trecho, cada vez que nos paraban enseñaba su nombre, dirección y grado diciendo que era amigo de este señor y nos dejaban continuar camino.

Así, a trancas y barrancas, llegué a Abomey. Lo primero era buscar un hotel seguro donde pudiésemos dejar todo y no nos robasen la primera noche. Esto fue harto difícil y tuvimos que salir del centro, pues el ambiente y las caras de la gente eran realmente para dar miedo al más pintado.

Abomey, la capital del vudú

Abomey es una ciudad oscura, se ve intranquilidad en el pueblo, en todas las puertas vemos símbolos vudú, la gente lleva amuletos, se siente el miedo en las calles, se respira.

La suerte muchas veces está de nuestro lado, aunque nos abandone como desde hace unos días, vuelve en el momento más inesperado.

Después de una merecida ducha, nada mejor que una cerveza helada.

Me encontraba con Marcel tomando una en la terraza del mejor hotel de la ciudad y noté que un hombre no dejaba de mirarnos. Está claro que yo era el único blanco en la terraza, pensé que quizás era por eso. El hombre se nos acercó: «Perdonen que les moleste, ¿me permiten que me siente?». Marcel le cedió su silla y con la disculpa de ir a cuidar el coche nos dejó solos. El tipo en cuestión era un comerciante libanés llamado Amed que estaba deseoso de charlar con un occidental. Me hizo mil preguntas sobre mi opinión del estado del mundo, sobre política internacional y hasta de mis creencias religiosas. Tras cuatro o cinco cervezas ya éramos íntimos amigos y entré con la estocada a fondo. «Amigo Amed, yo estoy en Abomey buscando una ceremonia de vudú auténtica. Sé que es difícil entrar en estos círculos y que el dinero no solucionaría este acceso, solamente un iniciado o conocedor del tema lo podría conseguir. He pensado que tú en este pueblo debes ser muy importante y si tú no puedes conseguirlo, para mí será imposible». Sonrió bonachonamente a la vez que pedía dos cervezas, espero que para sellar nuestra amistad. «Muy bien amigo Juan, touché –se había dado cuenta de que lo mío había sido una estocada directa–. Tienes razón en casi todo lo que me has dicho, creo que yo puedo ayudarte. Como has notado, conozco todos los entresijos de esta ciudad, los buenos y los malos. En Abomey hay supermercados porque yo les vendo las mercancías y mucha gente me debe favores. Intentaré lo tuyo, dame un par de días y te dejo una nota en el hotel. Procura no dejarte ver mucho por la ciudad, ni preguntar por estos temas, pues en menos de una hora tendrías a la policía detrás de ti sacándote el dinero. Vamos a celebrar nuestro encuentro». Cuando terminamos con la última cerveza fría del local, nos marchamos y mi buen Marcel estaba esperándome dormido dentro del coche. También me había sonreído la suerte con este chófer.

El día siguiente lo pasé en el hotel ordenando notas. Iba a esperar que Amed se pusiera en contacto conmigo, y si esto no pasaba utilizaría la opción de entrar a tumba abierta, con todos los riesgos que pudiese llevar, pero hay que aprovechar estar en Abomey.

Al mediodía me llamo Amed, tenía algo que contarme y me esperaba a comer en el local donde nos vimos. Pensé en ir a verle, más que nada para no perder una pista que fuese buena, pero no estaba dispuesto a pasar todas las tardes con un rico Libanés entreteniéndole en sus tediosas tardes de Abomey.

Allí estaba sentado Amed en la misma mesa que dejamos ayer, después del abrazo de rigor y recordar brevemente lo bien que lo pasamos la noche anterior, me dijo que había contactado con el amigo de un hungan o sacerdote vudú, el más poderoso de la ciudad. Me contó que su amigo le había dicho que era el más malo de todos y además del poder que tenía, era mala persona. No convenía fiarse mucho de él. Habían tenido una conversación esta mañana y accedería a que estuviese presente en una ceremonia que tendría lugar mañana por la noche, en la que participarían más de 50 personas y los famosos Engun-gus o espíritus de los muertos vudú estarían presentes en el ritual. «Juan», me decía Amed, «el tipo, ya sabes, como todos los malos quiere dinero, pero pienso que sería interesante y es lo mejor y más auténtico que encontraremos aquí. Pide 100.000 Cefas (unos 150 euros), tú veras si quieres que lo hagamos». El precio era alto, más de lo que nunca había pagado por una ceremonia en el tercer mundo, pero estábamos en Abomey, capital vudú, y me ofrecían una ceremonia con el hungan más importante, así que no me pude resistir y acepté. Pero con una coletilla: «Amed, de acuerdo pero esta noche paga tú las cervezas».

Una sonrisa nos sumió en otra debacle cervecera, de la que de vez en cuando me levantaba para llevar una a Marcel, que no quería separarse del automóvil en este país por nada del mundo.

Durante el día preparé todos los equipos fotográficos y de grabación, no podía perder nada de lo que pasara en la noche.

Sobre las siete de la tarde, Amed vino a buscarme al hotel en su coche, acompañado del amigo que conocía al hungan. Yo pensaba que si todos llevaban comisión en mis 150 euros a poco iban a tocar. Llegamos a una casa que tenía al lado derecho una gran puerta, parecida a la entrada de un establo. Pasamos por ella y había un patio enorme descubierto de unos 300 metros cuadrados, y en una esquina podía vislumbrar entre la penumbra a una pequeña cabra temblando de miedo. Estos animales tienen un sexto sentido para lo que va a ocurrir.

Pasamos a la casa y ante mi estaba André, un negro de dos metros de altura, con unas manos como palas y unos ojos inyectados en sangre que parecían tener su fondo en el mismísimo infierno, era el hungan.

El habla de este hombre era altiva, como si me despreciara, cosa que yo no dudé. Me mira de manera ofensiva y me pregunta qué hago yo en su mundo, que si no tengo bastante con las imágenes de mi religión, o es que acaso quiero abandonar mi culto. Vuelvo a la táctica del alabar su ego, diciendo que he venido de muy lejos a ver el poder que tiene, y que su fama ha pasado fronteras. Por primera vez falla el sistema. Me contesta que lo que yo hago en su casa es ver lo que no ha visto nadie, entrar en el mundo de lo oculto por la puerta grande. El tipo es muy listo y he de ir con cuidado, pues un traspiés dialéctico me puede llevar a la calle, sin dinero y sin ceremonia. Me pide el dinero, y de nuevo tiro un farol que me pudo costar muy caro, pero que me aseguraba la ceremonia. Le digo que le doy la mitad ahora y la otra mitad cuando vea su poder. Me mira, se vuelve y me vuelve a mirar, sabe que me puede sacar el dinero de las costillas cuando quiera, y a ver quién tiene el valor al final de la ceremonia para no pagarle el resto.

Le debe hacer gracia mi osadía y me dice que acepta: «Pero vas a pasar mucho miedo».

Tras darle el dinero no volví a verle hasta la ceremonia, la gente comienza a entrar en la casa, traen animales y bebida, hay hombres y niños, pero no mujeres, aquí esta reservado sólo a los hombres. Según dicen mis acompañantes para preservar a las mujeres de algún espíritu caprichoso que se las quiera llevar.

Comienzan los tambores, aparece André, vestido con una túnica amarilla con ribetes dorados. Todos le saludan y veneran, se sienta en una silla frente a un altar que hay en la esquina izquierda del patio. Aparece el que luego veré es el hungan inferior, aprendiz de André y que realiza los sacrificios.

Las palmas y los golpes en el pecho de los asistentes acompañan a los tambores, se está creando un ambiente duro y hostil, pero esto es el vudú. Traen a escena a la cabra, le ofrecen hierba para comer, ya que hasta que no coma no se la puede matar, porque significaría que el espíritu no está conforme con la ceremonia.

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Sam, el gran brujo o hechicero que manejó nuestra mágica noche de vudú en Abomey. El poder del infierno se ve en sus ojos, el mal dirigirá la ceremonia

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Con un cuchillo centenario se realiza la ceremonia del sacrificio en la ceremonia vudú, igual que lo hicieron su padres o abuelos y con el mismo acierto. La cabra muere en cuanto come algo de alimento ofrecido por el sacerdote, los espíritus dan su consentimiento

Siguen los cánticos la cabra asustada no come, lo intentan dos veces, y a la tercera en cuanto el animal da un pequeño bocado a la hierba, el sacerdote se abalanza encima dando gritos de posesión. La voz de los asientes sube de tono, los tambores y golpes en el pecho son frenéticos, el cuello de la cabra es atravesado limpiamente con un cuchillo y su sangre esparcida por encima del altar. Los cánticos me cuentan, son en el idioma de los antiguos magos Yoruba. Sigue el mismo destino una gallina. Todos ríen y cantan, la noche es benigna para el ritual, y la sangre de los animales ha alimentado a los espíritus vivientes en el altar.

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Engun-gu el mundo invisible se mezcla con el visible en este momento, son los fantasmas del otro lado que aparecen en la ceremonia, dioses y magos se juntan en el terreno material

En ese momento aparece una enorme muñeco cubierto de pedrerías y telas de mil colores haciendo ruidos extraños. La gente se aleja de él, le teme. Es el Engun-gu, el espíritu de los muertos invocado y que ha venido al mundo terrenal. Los cánticos cambian y todos bailan alrededor del espíritu, éste se mueve, e intenta tocar a los bailarines que huyen. Dicen que si les toca el engun-gu se les llevará con ellos al mundo invisible, dejando aquí su cuerpo que sin el alma será inservible (filosofía antecesora de los zombis en las Antillas).

La ceremonia continúa. Aparecen tres engun-gus más, la gente bebe, baila y chilla, llegando algunos al trance, perdiendo la conciencia al ser cabalgados por los espíritus. El clímax llega con la posesión del sacerdote del sacrificio. Cae a los pies de André entre convulsiones, se hiere la cabeza y tienen que ponerle un pañuelo sobre la herida. En esos momentos, André es dios, el dios vudú entre sus gentes, todos le adoran entre gritos y saltos, el ambiente se está enrareciendo; víctimas del alcohol y las sugestiones, todos tienen visiones y poder.

Decido abandonar la escena, antes de que sea demasiado tarde. Busco a André, pero él no me ha perdido de vista en todo el ritual. Le doy el dinero restante y me despide con un: «Ya le dije que pasaría miedo, hace bien en irse». Suena más a advertencia que a brujería, pero acepto su invitación.

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Ceremonia vudú en la capital mundial de éste, la República de Benín, donde todo empezó hace más de siete mil años y hoy continúa igual.

Vuelvo al hotel acompañado de mi amigo Amed, que me aconseja: «Si has terminado tu trabajo aquí, márchate de Abomey lo antes posible; no me ha gustado como te hablaba André». Le tranquilizo diciéndole que yo pienso lo mismo y mañana al amanecer saldré de la ciudad.

Amed me da una tarjeta con su dirección, y aún hoy continúo teniendo relación con un gran tipo que conocí una noche en la capital del vudú.

A las siete de la mañana ya estábamos con el vehículo cargado y dispuestos a salir de la ciudad. La noche anterior había sido muy interesante y desde luego mereció los cien mil CFA que pagué por asistir, pero como dijo Amed, el ambiente del final empezó a enrarecerse demasiado.

Circulábamos por las abigarradas calles de la ciudad con rumbo a la carretera de salida, cuando una pequeña motocicleta nos adelantó y nos hizo la señal de parar, que Marcel obedeció, pues en estos países nunca sabemos lo que ocurriría de no pararnos. Se bajó de la pequeña moto un negro vestido con una impoluta camisa blanca y con sus gafas Ray-Ban de sol se acercó lentamente caminando hacia el coche. Cuando llegó a la altura de la ventanilla y tras unos cordiales buenos días nos enseñó una vieja cartera de piel con una chapa de policía. Alguien había denunciado en la comisaría que anoche estuve en un ritual religioso, y eso está prohibido, a no ser que tenga permiso de trabajo en su país. Las cosas se complicaban y nos ordenó seguirle a la comisaría. Quedó claro que en esto estaban todos implicados, desde André al jefe de la policía de la aduana, y lo único que daba vueltas a mi cabeza era la manera que tendría de salir de ésta.

El policía no aceptó ningún soborno en el camino, estaba visto que su jefe estaba al tanto y era el que tenía que sacar tajada. Durante el camino a la comisaría, escondí todo el material grabado y fotografiado en la noche anterior bajo el asiento del coche y cargué todas las máquinas con película y cintas vírgenes.

Cuando entramos en la comisaría, salió a recibirnos un tipo muy grande y gordo, que no podía ocultar que el hombre desciende del mono. Era el comisario, que amablemente me condujo a su despacho de paredes ennegrecidas que no veían la pintura desde hace más de 50 años. Me indicó que me sentara y fue directo al grano. Yo había cometido un delito en su país y teníamos que ver la forma de solucionarlo. Difícil me lo ponía, pero había que intentarlo, con esta gente no valen los gritos, pues en sus comarcas son dios y lo único que haría sería estropear más las cosas, si era posible. Así que utilicé el plan B en estos casos especiales. Pedirle perdón y basarme en que desconocía sus leyes, que todos podemos cometer un error y confiaba que él con su poder pudiese perdonarme –no hay cosa que más le guste a estos seudodioses que un blanco pidiéndoles perdón–. El comisario se hinchó como un pavo real, yo estaba admitiendo su superioridad.

La cosa funcionaba, me decía que yo había cometido una falta muy grave, pero que quizás él pudiese perdonarme. Me pidió todo el material que había sacado en la ceremonia. Gracias al cambio, abrí todas las máquinas y le entregué el material virgen que acababa de cargar hace cinco minutos. Al abrir la bolsa vio un cartón de tabaco de Burkina y sin pensarlo dos veces me lo quitó; menos mal que no se le antojó otra cosa. Tras el expolio me dijo con voz amenazante que si volvía por su ciudad pasaría los próximos años en el Hilton de Abomey, la cárcel. Se creyó triunfante ante el blanco humillado, pero al fin y al cabo yo conseguí salir de aquella situación vivo, libre y con el material escondido en el coche, no podía pedir más. Salté al vehículo donde me esperaba un sudoroso Marcel, que me dijo «pensé no verte más» y arrancó el coche con un patinazo de las ruedas traseras que demostraba que tenía aún más ganas de salir de allí que yo mismo.

Camino del origen del vudú

Vamos camino de Cotonou en la costa, la capital de Benín. Allí espero encontrar los orígenes del vudú, en los ríos que bordean la ciudad, como el Mono, por donde subieron los primeros esclavistas árabes en busca de mercancía humana. Lugares que antes nadie había surcado, excepto los Fon y Yoruba, era su territorio y la cuna de su sagrada religión. No le digo nada a Marcel de lo que intento hacer en Cotonou, pues todavía tiene el susto en el cuerpo y cree que la ciudad será nuestro fin de camino.

En la ciudad Lacustre de Ganvie

Antes de llegar a la capital, a 18 km paramos en el lago Nokue, donde se encuentra la ciudad lacustre de Ganvie, que con sus más de dieciocho mil habitantes es la ciudad de palafitos más grande de África occidental. Es llamada, salvando las diferencias claro, la Venecia del continente negro.

La leyenda cuenta que los Tofinu, hombres de agua, buscaban un lugar donde esconderse del antiguo rey de Abomey, que entre otros muchos absurdos, prohibía a sus creyentes atravesar ríos o lagos; otra de las bonitas leyendas africanas.

Ciudad fundada en el siglo XVII por los Adja, que significa «pueblo que ha encontrado la paz», su casas están construidas en bambú e incomunicadas con tierra firme, lo que les obliga a construir pequeños islotes de tierra para que los niños aprendan a caminar.

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Ganvie, un mágico lago cerca de Cotonou, capital de Benín y que según la leyenda lo crearon los dioses del agua. Las gentes viven en casas de palafitos y tienen granjas naturales de pescado. Su vida es el líquido elemento, como la de sus legendarios creadores

Sus habitantes antiguos agricultores, se habituaron rápidamente a la pesca y de una manera muy peculiar, crean un cercado con plantas sumergidas, que proporcionan la suficiente comida a los peces para que no abandonen el lugar, así que cuando tienen el tamaño deseado no tienen más que recolectarlos. Una muestra del ingenio africano, que ante la falta de materiales consigue sobrevivir con sus ideas; aunque éstas tarden siglos en llegar, si alguna funciona, también funcionará durante siglos.

Cotonou capital de Benín

Cuando cae la tarde llegamos a Cotonou, con un trafico caótico, sin semáforos, allí vale «el pasa cuando puedas». Esto es el colorido africano que no se puede encontrar en ningún otro lugar del planeta. Estas gentes no se enfadan nunca, ya pueden estar atascados en el mayor barullo de la ciudad que conduciendo una barca o un carro, todos se ríen pero no discuten, es la filosofía de vida en el continente negro.

Viendo el resultado obtenido en Abomey y que la ciudad de Cotonou está tomada por la policía –ya nos han parado dos veces para pedirme el pasaporte –, decido salir de la urbe para ir a dormir a Porto-Novo a 32 km de la metrópoli y donde espero estaremos más seguros. El camino se desarrolla bajo una fortísima tormenta tropical, incluso hay palmeras tumbadas en el camino y me hace pensar en la razón que tienen los animistas creyendo que el ser supremo son las fuerzas de la naturaleza.

Llegamos a un pequeño hotel regentado por franceses frente a la playa. El lugar es paradisíaco con playas vírgenes de muchos kilómetros de largo frente a nosotros, pero sin nadie que se bañe en sus aguas, pues están infestadas de tiburones. Alrededor del hotel no hay nada, sólo casas de pescadores que se aventuran en ese mar para conseguir el sustento diario. Creo que es el lugar ideal para establecer nuestro centro de operaciones, lejos de la ciudad y sobre todo de la policía, ya que en un hotel de blancos no llamaré la atención.

Paso una noche de tranquilidad después de los últimos acontecimientos y escondo detrás de la mesilla pegado con cinta americana todo el material grabado hasta el momento; sólo faltaba que después de todos los problemas lo pierda en cualquier registro.

A la mañana siguiente despierto con un amanecer de los más bonitos que he visto jamás. La luz en África es especial, eso es lo que hace que resalten tanto los colores. Las puestas de sol o amaneceres que se ven allí no los podemos igualar en ninguna parte del mundo.

Encuentro a Marcel con los pantalones remangados y metido en el agua hasta la pantorrilla, bebe agua y la escupe, no había visto nunca antes el mar y no sabía que el agua salada no se podía beber.

Esto me recuerda a un hombre que conocí en Burkina y que un día decidió viajar a Europa caminando. Vio un mapa y creyó que el Mediterráneo era un charco que podía cruzar de un salto. Al cabo de un año, volvió a Burkina hablando del gran charco, pues cuando llegó y vio tal cantidad de agua, se dio la vuelta y aquí no ha pasado nada, nuevamente la filosofía africana.

Me han comentado los trabajadores del hotel que el río Mono está a pocos kilómetros y que llegando allí encontraré alguna barca que me suba por él, camino del origen del vudú.

Se lo digo a Marcel, y nos ponemos en marcha. No puede ocultar la contradicción en su cara, ya empieza a estar harto de problemas y me dice: «Ten cuidado, si nos detiene otra vez a la policía, puede que no salgamos tan fácil».

Pero ahí esta el reto, todo tiene un precio y si fuese tan fácil conseguir información y material de estas ceremonias, desde luego nosotros no estaríamos aquí.

Le ofrezco un bocadillo que acabo de comprar a una señora en la calle a base de aguacate, cebolla y aceite de palma. La verdad es que el bocadillo está bueno, pero le digo a Marcel: «Es más difícil que sobrevivamos a este bocadillo que a la policía». Se ríe y ya estamos nuevamente en armonía y dispuestos a todo.

Nos llevamos a uno de los trabajadores del hotel en el coche para que nos guíe. Como estas gentes están continuamente escaqueados del trabajo, no le echarán en falta. Vamos por caminos paralelos a la costa, muchas veces inundados y atravesando pequeñas comunidades de pescadores que se asoman a ver quién pasa o qué se nos puede haber perdido en su territorio.

Imaginemos por un momento las primeras razzias de mercaderes árabes cuando llegaban a estas tierras. Las gentes saldrían a ver quién era el que venía a visitarles, siendo inmediatamente capturados. Esto provocó una emigración masiva río arriba, pues aunque los Fon era una raza guerrera, no tenían nada que hacer ante las armas y tácticas de los árabes.

Pero el negocio se ponía cada vez más difícil, había que subir el río mono cada vez más arriba y perseguir a los hombres ocultos en la selva. Aquí entraban en acción los tuareg, gente dura y curtida, que si localizaban un solo hombre, eran capaces de seguirle durante semanas hasta que, exhausto, le capturaban.

Llegamos al final de la pista, aquí solo se puede seguir en barco. Nuestro guía va preguntando por las casas a ver si alguien quiere subir el río con nosotros. Finalmente aparecen dos hombres que se ofrecen a la travesía a cambio de algún Kado –el regalo africano. Subimos en un bote sin motor, viajaremos a pértiga, tal y como se hacía hace 300 años, en un río con triste historia pero precioso, perdiéndose sus riberas en la selva más cerrada. Después de navegar unas dos horas, doblando un recodo del río tenemos ante nosotros el pueblo de Jebe, centro religioso en el río Mono, donde todos sus habitantes viven por y para el vudú.

Lo primero que nos llama la atención al recorrer este pueblo caminando es que la mayoría de las casas son el domicilio de fetiches, están por todas partes: en el cruce de dos calles hay fetiches construidos en barro, las cabañas tienen simbologías vudú en todas las puertas etc. Todo esto lo vamos viendo mientras acompañamos a un joven a la casa del jefe del poblado.

El jefe, un auténtico sacerdote vudú, alto y delgado con mirada señorial, pero no con el porte chulesco de muchos de los que fingen ser lo que no son. Nos habla comentando lo que su pueblo sufrió durante la esclavitud, tenían que vivir en zonas de selva donde el hombre no tiene condiciones de vida, para evitar la captura. Las cacerías en la costa eran diarias, ellos eran grandes magos temidos en África, pero sus captores no les tenían ningún miedo y cuando capturaban a un hechicero lo primero que hacían era matarle delante de todo el pueblo, lo que fortaleció más aún la magia y el poder vudú. No sabían los árabes (que revendían a portugueses, ingleses y franceses la mercancía) el tipo de personas que estaba exportando, guerreros y magos que saldrían nuevamente a la luz en su destino y crearían nuevamente la raza superior de los Fon y Yoruba en otro continente, tal y como lo habían sido en África y aún continúan siendo.

En esto tenía razón el jefe, ya que en estos momentos la mayoría Fon y Yoruba viven en Nigeria, y han convertido este país en uno de los más peligrosos del mundo, sobre todo Lagos, la capital, donde no puedes salir sin compañía de un guardaespaldas. Los nigerianos han extendido sus potentes mafias por todo el mundo a base del miedo a la magia y lo oculto.

La conversación con el jefe fue agradable, pues ni era mala persona ni esperaba retirarse con el dinero que le diese como ayuda. De hecho hablamos de toda la ceremonia, menos del precio, que lo dejamos para el final, lo que es un buen síntoma del tipo de persona con el que estamos tratando.

Me ofreció participar en una ceremonia vudú que iban a realizar en el pueblo dentro de tres días, participaría toda la comunidad, habría bailes y música con gente venida de los poblados de alrededor. Saldrían los engun-gus bailando y participarían los tres sacerdotes más importantes del río Mono. Él sólo me pedía algo de ayuda para comprar licor para el personal que participa. Todo lo demás ya lo tenía preparado. Una oferta más que razonable, así que acepto sin más dilación y quedo con él en vernos dentro de tres días, al amanecer en el poblado.

Volviendo al hotel Marcel va muy serio, le pregunto qué es lo que ocurre. Va preocupado, para cualquier africano la religión es muy importante y creen en ella hasta la muerte. Marcel es Mosi y no cree en las religiones de los Yoruba, pero me dice que lo que ha visto en Abomey, añadido a lo que hoy ha sentido en el pueblo, le hace creer que aquí esta pasando algo sobrenatural y «siente» como si algo nos acompañara durante todo el viaje. Intento tranquilizarle diciendo que son sensaciones suyas, pues desde que estamos juntos hemos pasado muchas penalidades, hemos visto multitud de ceremonias y de cosas extrañas. Lo que le ocurre es normal por el agobio, lo duro y problemático que está resultando el viaje. Desde luego no pienso decirle que yo tengo la misma sensación que él, de no estar solos en este camino.

Aprovecho los días de espera para la ceremonia recorriendo la costa de Grand Popo, hasta la frontera con Togo y Nigeria al otro lado. Visito el templo de las pitones, una casa donde viven cientos de ellas y son cuidadas como hijos por los sacerdotes, aunque por la noche dejan la puerta abierta para que salgan a cazar. Pero incomprensiblemente durante el día todas están de vuelta dentro del templo. Otro misterio, donde la serpiente es el animal sagrado del animismo y del vudú. El ambiente en el templo es tétrico, con antiguas cabezas romanas partidas y tiradas por el suelo cubiertas de serpientes. La leyenda cuenta que si un hombre culpable de un crimen pasa la noche dentro del templo y amanece vivo, era inocente del mismo. Algo no muy difícil de conseguir, pues la pitón real africana no es venenosa y alcanza una longitud máxima de 1,5 m aproximadamente, con lo que difícilmente podría atacar a un hombre. Una serpiente que mata por presión necesita al menos medir 8 metros para poder quitar la vida a un ser humano, como por ejemplo las grandes boas amazónicas. Si algún recluso no salía vivo del templo, más se debería a una certera puñalada nocturna que al efecto de los reptiles.

El resto del tiempo intento pasar desapercibido, ya que la policía viene continuamente al hotel a beber y no quiero levantar sospechas. Intento comportarme como un turista más, cosa un poco difícil pues además de los dueños franceses del local, soy el único blanco aquí.

Paso el día fuera del hotel y de la habitación, donde únicamente voy a dormir, evitando un registro inesperado. Camino por las comunidades de pescadores charlando con ellos, que como en cualquier pueblo del tercer mundo, al no tener contacto con blancos, estas gentes son muy amables y nos hacen tomar otra visión de un país que pasó de ser una colonia, a un régimen comunista y ahora a una falsa democracia a la africana. Por eso encontramos una policía y un gobierno súper corrupto y un pueblo en que la mayoría eran funcionarios y se acostumbraron a vivir sin trabajar. Esta manera de vivir es muy difícil cambiarla, hasta en la Unión Soviética, donde pasé tres años viviendo durante la Perestroika y tampoco lograron superarlo.

Por fin llega el ansiado día, antes del amanecer ya estoy llamando a la puerta de Marcel para salir corriendo hacia Jebe. Con ojos de dormido, mi chófer se levanta y no muy convencido camina hacia el coche; desde luego no le hace ninguna gracia lo que nos espera y como buen africano no disimula nada.

Cuando el sol acaba de salir, llegamos al lugar de la barca. Ya nos están esperando para partir, el viaje se me hace más corto que el otro día, deben de ser las ganas que tengo de llegar. A lo lejos veo el pueblo de Jebe y mucho movimiento de gente y una enorme cantidad de barcas en su ribera, que no estaban el otro día. Desde luego ha venido gente de otros lugares para la ceremonia. Cuando llego a tierra veo las puertas de las casas donde están los fetiches abiertas. Me cuentan que estos fetiches, una especie de muñecos de barro de medio metro de altura, son los espíritus que harán bailar a los engun-gus, se meterán bajo ellos y los muñecos volarán con su fuerza. Los músicos se están preparando, son una treintena. Mientras van preparando sus arcaicos instrumentos, no puedo dejar de comparar el sonido de éstos con la samba o bosanova, ritmos tropicales por excelencia, pero que tuvieron su origen en estas tierras, o más bien en las gentes que sacaron de estas tierras.

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Los engun-gus bailan y si rozan a alguien se le llevaran acompañándoles al mundo de la oscuridad. Los participantes lo temen, todos creen esto. El vudú africano y el hombre africano es mucho más inocente del que veremos en el Caribe

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Los fantasmas del mundo invisible aparecen en el vudú de río Mono en Benín. La tensión sube y la música llena el ambiente. La gente baila poseída: es vudú africano

Aparece el jefe, que me presenta a los tres sacerdotes que participarán en la ceremonia. Son hombres muy viejos, con la sabiduría acumulada de un mundo que ya se les escapa y cuyos secretos les dejó su padre y ellos dejaran a sus hijos. Sentados tras una pequeña mesa al aire libre, tienen sobre ésta diversos artilugios mágicos: muñecos, trozos de ropa y aparatos para realizar su magia.

Comienza la música con un ritmo frenético, apenas han pasado dos horas desde la salida del sol pero ya están todos bebiendo aguardiente, hombres y mujeres, son todos los habitantes del pueblo. Las mujeres bailan con sus pequeños hijos colgados a la espalda. La música suena bien, y sobre todo tiene un ritmo tronador. Todos beben bailan y se preparan para lo que ha de venir.

En este momento, aparecen los engun-gus, bailando y dando vueltas en círculo alrededor de todos. Estos engun-gus son diferentes a los vistos en Abomey, son como enormes conos cubiertos hasta el suelo de fibras naturales multicolores y coronados con cuernos de cabra. Son los fantasmas del pasado que vienen a estar en el mundo de los vivos, me comentan. Los muñecos paran su danza, pero la música sigue. Aparece un hombre de mediana edad vestido únicamente con un pareo y de fuerte complexión, sobre todo para la edad que aparenta tener. Se arrodilla frente a los sacerdotes y le traen una especie de cazuela con carbón hirviendo y un cuchillo sobre el mismo. Pidiendo permiso a los brujos, toma el cuchillo y lo deja sobre su lengua, mientras sale humo y huele a carne quemada. Él parece no inmutarse, y sólo al cabo de un minuto separa el cuchillo de su boca y lo mete en agua saliendo un intenso vapor. Es un aspirante a sacerdote, que se está haciendo merecedor de que los ancianos le cuenten algún día los secretos de lo más oculto. A continuación aparecen dos jóvenes, que van a pedir un deseo a los magos, pero antes deben de ganarlo como les han dicho. Así que toman una botella de vidrio verde y la rompen dentro de una especie de mortero de madera, con el que más tarde van haciendo los trozos más y más pequeños. Una vez preparados, comienzan a comer los cristales, tragándolos a puñados en sus bocas, así hasta que se acaba la botella, y continúan vivos, aunque se les ve en mal estado.

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Otro acto de faquirismo en la ceremonia vudú de río Mono en Benín. El hombre come cristal para ganar el beneplácito de los espíritus, ha machacado una botella en una especie de mortero de madera y se come los trozos

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Sumisión ante el engun-gu de los sacerdotes vudú. Se tumban ante el fantasma del mundo invisible, esperan que les de su poder y respete sus vidas y las de las gentes de su aldea

Pero no contento con esto, uno de ellos se ata a su cuerpo unos trozos de cactus con espinas hacia adentro. Cada vez que aprietan la cuerda vemos cómo las espinas penetran en su torso. Dicen estar poseídos y que el espíritu es quien les hace aguantar el dolor, lo que debe de ser verdad pues en su rostro no puedo encontrar ninguna muestra de sufrimiento.

Tras estas demostraciones, los sacerdotes se levantan y van uno por uno a los engun-gus que se encuentran en la plaza quietos, escupiéndoles licor y hablándoles en leguajes africanos antiguos. Cuando terminan con el último, todos comienzan a bailar dando vueltas, hasta que se detienen de repente y los asistentes levantan del suelo el cono de paja, donde esperamos que haya un hombre moviendo el muñeco. Lo que vemos es uno de los fetiches en forma de demonio bajo él, no hay ninguna persona, esto lo van realizando uno tras otro con todos los muñecos y siempre hay un fetiche bajo ellos.

Desde luego, por más atención que presté no conseguí ver salir a nadie de debajo del engun-gu, y cuando lo ponían nuevamente en el suelo sobre el fetiche, comenzaba a bailar automáticamente. Desde luego, esto debía de tener un truco, pero que yo fui incapaz de ver. Simplemente estaba el muñeco con cuernos bajo los engun-gu, y cuando aparecían aquí, todo el pueblo chillaba, como si el cielo cayera sobre ellos en ese momento.

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Ceremonia de vudú en el río Mono y rituales de faquirismo. Le atan un cactus a su cuerpo desnudo, las púas atraviesan su piel pero no se ve ningún gesto de dolor en el practicante

Así continuó el ritual durante todo el día, con más alcohol y ceremonias de faquirismo impresionantes. Todo el pueblo estaba entre inconsciente y bebido, pero nosotros no y lo que yo vi, o mejor no vi, ocurrió.

Unos días después me despedía del amigo Marcel en el aeropuerto de Cotonou. Me quedaba un largo vuelo vía Accra, Abidjam y Dakar para regresar a Senegal, él volvería por carretera a Burkina, ya más tranquilo, pues lo de llevar a un blanco al lado era peor que transportar una bomba en esta zona. Estaba contento de terminar con esto, pues los últimos días ya le habían sobrepasado, con las ceremonias y los líos en los que le metía, pero al fin y al cabo se portó, y yo dejé un amigo más en África.

El vudú africano es mucho más inocente y a veces infantil del que veremos en las Antillas, donde el negro vejado y humillado llegaba con una sola idea en su cabeza, la venganza sobre el hombre blanco.