IX

Puede decirse que la fábrica funcionaba de nuevo normalmente. La fiesta de fin de curso había dejado en su ánimo un recuerdo dulce, como el contacto liso de una gamuza en el alma. El rayo de sol que penetraba en verano, al atardecer, por el ventanal de su despacho, se arrimó al archivo de los libros. Pero un motivo de gozo se unía a su tranquila actividad. Había hecho que su hijo, antes de comenzar las vacaciones de verano, entrara a practicar en la fábrica. Le compró un mono azul y lo puso en manos de un tejedor de su confianza, un tal Roig, veterano, con una inmensa barba rojiza que empezaba ya a encanecer.

Así se dobló junio, que se presentó radiante, polvoriento y dorado. Desiderio trabajaba, colorado hasta las orejas, en la máquina de Roig; miraba de vez en cuando al ventanal próximo, al reloj, y volvía a fijarse en la pieza que surgía del telar.

Mirando a través de la ventana, Rius se fijó a lo lejos, un momento en que se distrajo contemplando los juegos de los niños de las obreras, una mañana, en una diminuta polvareda que se aproximaba. El cielo era azulísimo, un cielo profundo y claro. Luego ocupó su lugar en el sillón de su bureau; oyó de pronto del exterior un tremendo traqueteo distinto al que de por sí hacía zozobrar, con el movimiento de los telares, los ventanales de su despacho. El ruido del motor iba unido a constantes explosiones del tubo de escape. El vagido insistente de una bocina le hizo levantarse y asomarse al ventanal. Frente a la puerta de hierro se había detenido un enorme automóvil, pilotado por un chófer uniformado que en este instante abría, sacándose la gorra de plato, la portezuela lateral del vehículo; por ella descendía el chico Fernández, con guardapolvo blanco, gafas de velocidad y gorra campestre. En los asientos traseros del coche permanecían, inmutables, Evelina Torra, envuelta en un enorme velo gris perla, y la pequeña Crista de los bucles de ébano que estaba sentada en el transportín, oculto casi enteramente su rostro, como el de las dos damas, por otras enormes gafas de velocidad.

Rius no se inmutó ante el espectáculo. Sin saber cómo, el automóvil quedó rápidamente rodeado de todos los chiquillos del patio, que gritaban brincando alrededor del vehículo parado. Las damas parecían no prestar atención a ello, pero la pequeña Crista estaba sonrojada. Pedro, el portero, dividía sus arrestos entre evitar los excesos de curiosidad de la chiquillería y saciar la suya a su vez. El chófer propinaba golpes con la gorra a los más atrevidos. En esas Arturo llamó a la puerta del despacho de don Joaquín anunciando que el muchacho Paco Fernández solicitaba ser recibido. Le hizo pasar en el acto.

El jovencito entró con sumo desparpajo, quitándose el enorme guante derecho y tendiendo su mano a Joaquín Rius. Este le miró de arriba abajo, pero la rápida observación de Joaquín no alteró la desenvoltura del chico. Bajo el guardapolvo blanco, que la certera visión de Rius catalogó en el acto como «piqué superior de Basereny», asomaban sus piernas, estatuariamente ceñidas por unas bandas marrones. Su aspecto era el de un sportman londinense.

—Perdonará el asalto, señor Rius —dijo, jadeante—. Venimos a raptarle a Desiderio.

—¿A Desiderio? —exclamó, extrañado—. Está trabajando, es imposible...

—No se va usted a negar, señor Rius. Estrenamos hoy el automóvil. Vamos a almorzar a Moncada. No tiene que preocuparse por nada, más que montar en el automóvil.

Rius paseó, contrariado, por la habitación.

—¿Les esperaba él?

Se asomó al ventanal de las máquinas.

—No, señor Rius. Queremos sorprenderle.

Pero por la manera como el muchacho inquieto junto a su máquina miraba ahora al ventanal de Rius, comprendió que la sorpresa solo estaba destinada a él, Joaquín.

Rius titubeaba.

—No puede ser, no. No me agradan esas cosas.

En aquel instante se abría la puerta de la oficina y, sin previo anuncio, hacía su entrada Evelina Torra.

Estaba bellísima. Caminaba pausadamente. Del interior de su manguito sacó una sombrilla diminuta. Su velo estaba ahora suelto hacia atrás, contrastando con el negro de sus cabellos.

—No tiene excusa, Rius, no tiene excusa. Usted y Desiderio se vienen a almorzar con nosotros.

—Pero, Evelina —exclamaba, suplicando cariñosamente—, no sabe cuánto se lo agradezco, pero...

—No, no, no... No hay más, amigo Rius. Es preciso ingerir aire puro, una vez en la vida. Una comida campestre, sencilla, de amigos. La velocidad y el sport, el panorama. No puede usted negarse.

—Pero si estoy agobiado, agobiado por el trabajo y por las preocupaciones, Evelina. No tiene usted idea de lo que me pide.

—Para Desiderio sí que no hay excusa, ¿verdad? Eso no nos lo puede negar.

Rius ladeaba la cabeza, contrariado. Al fin sonrió de mala gana.

—¡Evelina, Evelina, qué cosas me pide!

Pero empezó a sentirse halagado.

—¡Qué inmensa fábrica tiene usted, Rius!

—¿Quiere verla?

—Con muchas ganas. Y de paso me dirá dónde está Desiderio para avisarle.

Rius abrió la puerta de su despacho.

—Vamos a hacer que venga también su hija —dijo a Evelina.

Y dio orden a Arturo de que hiciera avisar a Crista.

Se adentraron en el ancho pasadizo de las máquinas.

Los obreros miraban de reojo, hundidos en su trabajo con tesón artificial, redoblado. Evelina se llevaba las enguantadas, diminutas manos, a los oídos, indicando que el estruendo le impedía ser dueña de sí. Al llegar a la máquina de Desiderio advirtieron el sonrojo del muchacho, de un tono lindante con el fuego. Se sentía avergonzado de ser descubierto allí, con mono, como si le hubieran atrapado perpetrando una fechoría. Hubiera querido fundirse. Crista le miraba fijamente, con ojos de cómplice, extrañadísima de que Desiderio no osara corresponder. Paco hizo a Desiderio un signo afirmativo, a escondidas de don Joaquín, signo cuyo significado fue captado enteramente por el muchacho.

Se entretuvieron en varias máquinas y de ellas pasaron a Tintes. En este departamento todo parecía más sórdido, hasta los trabajadores, y principalmente las trabajadoras. Desmelenadas, agobiadas por el fuerte hedor químico que bullía en el ambiente, sudorosas, contrastaban de tal modo con el aspecto de las visitantes, que Joaquín lamentó su ocurrencia. El lento y desdeñoso deambular de Evelina junto a los depósitos le sacaba de quicio. Apresurose a hacer que entraran en Aprestos.

La sala de Aprestos era grande, de la misma dimensión que Tintes, pero más clara y limpia, aunque el olor químico fuera también muy fuerte. Sin embargo, era un olor más usual, menos deprimente. Paco Fernández se explicó entonces el porqué del olor especial de las sastrerías. Los obreros y las obreras sudaban menos, parecían menos malos. Un gluglú amortiguado, como el de un arroyo invisible, suscitaba un extraño presagio de campiña oculta en la proximidad.

De ella pasaron a las calderas, pero no entraron en esa especie de sótano hervoroso, que se limitaron a vislumbrar desde el exterior. Unos tipos, desnudos hasta la cintura, parecían querer tragarse a Crista, que se arrimó a su hermano.

Ya en el almacén, parecieron todos más tranquilos. Las pilas de hilo, en grandes madejas, a un lado, ocultaban hasta el alto techo los muros del departamento, y las piezas, del otro, cubiertas por grandes lonas pulcras, les daban idea de la enjundia de aquella industria. Rius les fue detallando entonces el proceso por el cual salían las piezas, apiñadas a la izquierda, del algodón, apilado a la derecha, de acuerdo con los distintos eslabones técnicos que habían visitado.

Solo les faltó salir a un pequeño patio y penetrar en las cuadras y en los porches de los carros. Eran largos carros sin barandas, tarimas con ruedas. El carretero iba prácticamente colgado en el aire, en un pescante alto, como de auriga antiguo. Los caballos, seis animales enormes, dormitaban o comían en el recinto, sacudiendo con parsimonia sobre las poderosas ancas la lustrosa y poblada cola.

El recorrido, muy rápido, les había hurtado media hora a la excursión. Debían apresurarse. Habiendo don Joaquín accedido definitivamente, fue avisado Desiderio, que se reunió con ellos, loco de contento, pero disimulándolo, en el despacho de don Joaquín. Rius permaneció en su despacho viéndolos partir. Desiderio había vestido sobre su traje un guardapolvo blanco como el de Paco —«¡De Basereny!», pensó con desagrado don Joaquín—, que le traían preparado, así como otras nuevas enormes gafas y una gorra muy sport.

Tras el ventanal de su despacho contestó al flameo de los pañuelos que, mientras el coche petardeaba, deslizándose hacia la embocadura del camino de los carros, izaban todos sus ocupantes. Evelina sacudía levemente en el aire su mínima sombrilla. Faltaba Carmen, de cuyo ojos negros, rasgados y como semidormidos, conservaba ahora Joaquín un recuerdo punzante.

Cuajó plenamente, a través de los muchachos, la relación con la familia Fernández. Rius no vio una sola vez a Carmen. Tampoco le parecía conveniente preguntar por ella. En el fondo su ser se sonrojaba aún del estúpido atrevimiento, impremeditado y gratuito, que tuviera con ella años atrás en el jardín de los escolapios.

Desiderio pasaba ahora tardes enteras en casa de sus amigos. Su padre le autorizaba satisfecho esta expansión. Pronto comunicó a su padre algunos planes que el grupo había fraguado para antes del verano. El más importante consistía en un rally-paper a Vallvidrera.

—Los «mayores» iréis en el automóvil.

—¿En el automóvil? —y no se sentía muy seguro. Pero tampoco, al rato de pensar en ello, le desagradaba la idea. Se sentía, en el fondo, orgulloso de la amistad de su hijo con los Fernández, que ataba antiguos lazos. Sus negocios marchaban de nuevo; si no como antes, por lo menos de manera pasable. Las bombas seguían estallando, pero el hábito le había podido al miedo. Se tomaría ese día como un descanso.

Parecía que, con el verano, en este mes de junio rutilante y mágico, la ciudad se hubiera rejuvenecido. Al abrir los postigos entraba triunfante, en tropel, el sol de la mañana. El calor agobiante y los «jipis» y los sombreros de galleta daban una fisonomía, un color especial, antillano, a las calles. Al aproximarse la fecha de la excursión Desiderio pasaba el codo como una gamuza sobre la reluciente piel de sus botas de montar. En el Paseo de Gracia, adonde iba a pasear a mediodía, todo eran cábalas sobre el prometedor rally-paper. Todos los días iba al Picadero, al atardecer, montaba a su Jonny, y descabalgaba satisfecho. Al día siguiente, en el Paseo de Gracia, al percibir desde lejos la silueta de Crista asomada tras los cristales de su casa —la chica no salía de ella, convaleciente de una enfermedad casi inconfesable: unas paperas tardías y comprometedoras—, saludaba con la fusta al aire, en un descanso de la equitación.

El Paseo de Gracia rutilaba. El grupo de los Fernández se reunía, nutridísimo, frente a la casa de estos, y deambulaba desmesurado y jocoso el sol. Evelina bajaba de cuando en cuando, compuesta con sumo cuidado, pero con la coquetería del descuido, sin cuidar más que los detalles de su toilette, pero no el conjunto, acentuado en ella todo lo que delatara una intimidad tenida que ocultar apresuradamente y para «ver lo que hacen los chicos». En realidad, le encantaba sentirse rodeada, halagada, preferida por sus «jóvenes amigos», como les llamaba. Allí varaba, ya anciano, el señor Niebla, antiguo, silencioso, platónico y afable adorador de la mujer del diplomático; había sentido desatarse una pasión caduca en el umbral de la vejez, a copia de dirigir hacia ella sus binóculos en el Liceo, ante el callado dolor de su propia esposa.

—¡Oh, pero si está usted aquí!... Entre mis jóvenes amigos, no le había visto.

—Es usted como ellos, Evelina.

—No me halague usted. Bien sabemos los dos que no es cierto —y se apresuraba a besar a la niña de la consulesa del Perú, gordezuela como su madre, niña que al decir de Paco Fernández, que no la podía tragar, parecía un «edredón».

—Pero ¡qué mona estás hoy, Conchita! —decía en el acto, admirándola, Evelina—. ¿Quién te ha hecho este precioso vestido?

—Una modista de Lima —informaba la nena, con meloso deje americano.

Pero Evelina se mezclaba nuevamente en su grupo, ante la sonrisa complacida de don Pablo Niebla, tembloroso ya en su bastón.

Abriendo un ancho surco de amas secas, descendían lentamente, con empaque académico, dos jóvenes tocados con sombreros de alas anchas, uno de ellos con larga pelambrera, que emergía fluvialmente por los bordes. Iban siempre rodeados de un enjambre de jóvenes macilentos con chalinas. De los dos personajes centrales el uno inclinaba levemente la poderosa cabeza, saludando a invisibles satélites; el otro tenía los ademanes largos y un caminar erguido, como si su frente venciera a las nubes. Al pasar al lado de Evelina, el primero saludó, quitándose parabólicamente el sombrero.

—¿Quiénes son esos caballeros? —inquirió Paco.

El séquito de macilentos se escurría con dificultad entre los componentes del grupo Fernández, apresurados por no perder la proximidad de los maestros.

—Son Eugenio d’Ors, Xènius —aclaró Evelina—, y José Carner. Dos escritores muy buenos.

Desiderio notaba a su padre hondamente preocupado, como si hubieran puesto un dique a su actividad. Los días de fiesta permanecía todo el día en su casa, hundido en un butacón, restregándose los ojos. Le veía intentar leer y dejar la lectura a los cinco minutos. Pero su ilusión por el rally no le daba tiempo de prestar demasiada atención a lo demás.

Las llamadas —habían instalado teléfono en casa—, los avisos, el ir y venir con los paquetes y la ilusión que iluminaba los ojos del muchacho en las proximidades del señalado domingo, le recordaban a don Joaquín dolorosamente, en su butacón, el mismo ajetreo, la ilusión exacta —como imitada ahora a la perfección por Desiderio— que dominaba y poseía a la madre del chico las vísperas de gala en el Liceo.

¡Cómo la sangre oculta conduce por unos cauces fijos el destino de los seres! A través de los años parecía como si Mariona misma asomara su alma en los pasillos. Don Joaquín sentía aproximarse lentamente al anochecer a través de las vidrieras y un hondo cansancio helarle del corazón a las manos.

—¡Josefina! —se oía impaciente la voz de Desiderio en su cuarto—. ¿Dónde me puso la bufanda azul?

Al poco, Josefina entró a encender la lámpara del comedor, advirtiendo que don Joaquín había quedado casi a oscuras.

—¡Josefina, el cepillo! —gritaba Desiderio.

Encendió la luz, y don Joaquín la miró. La muchacha descubrió en los ojos del viudo una rara, profunda e inexplicable acritud. Su boca estaba como contraída.

Amaneció esplendente la jornada de la excursión. Ni aun en esa efemérides logró Desiderio vencer su pereza. Las sábanas le retuvieron media hora más de lo previsto. Bien es cierto que por la noche había perdido una hora larga preparando y revisando una y cien veces su equipo, sus paquetitos de comida, sus termos, sus botas, y rememorando todas sus ilusiones y proyectos, ya acostado y sin dormir.

Pero le habían retenido las sábanas; en los apresuramientos de su arreglo, las relucientes botas se volvieron de pronto insumisas; no lograba que se estableciera una mínima compatibilidad entre su calcetín y el ahuecado pie de la bota, al intentar por enésima vez introducir enteramente su pierna en la alta caña; sintió sonar impetuosamente el picaporte de la portería. Sus amigos, jinetes y amazonas, le esperaban ya, montados en sus caballos, en la calle de Caspe.

Su padre había aparecido en el quicio de la puerta. Iba ya vestido. Le recogerían luego en el automóvil.

—¿Te puedo ayudar?

El chico forcejeaba con la díscola trabilla.

—Eso no te ocurriría si te tomaras las cosas con tiempo. Siempre te he dicho que saber madrugar es una ciencia muy útil —reconvino.

El chico estaba sofocado.

—Vamos a ver —y Rius se aproximó—. Pon el pie aquí. Ahora. Aprieta, aprieta fuerte. Sostén el calcetín.

Con los dedos de las dos manos en cuchara, Joaquín Rius procuraba que en ella se hundiera la planta de Desiderio; el pie penetraba lentamente en el canuto de la piel, y, al fin, se zarandeó la pieza y quedó encajado.

Sonó insistentemente el timbre.

Se oyó luego la voz de Paco en el pasillo, alta y rápida, enojada.

—¿No estás? ¡Diablo de chico!

—Ya voy, ya voy...

—¡Date prisa! —insistía el otro desde el comedor.

Rius padre salió al pasillo. Vio a Paco, vestido impecablemente de jinete, fusta en mano, y la silueta bellísima, lineal, de Carmen, en traje de amazona.

—Si quiere usted ir un momento a ayudarle —dijo a Paco—. Ha tenido un percance con las botas.

Al propio tiempo Rius, resoplando aún por el cansancio, tendía la mano a Carmen.

—Lamento este retraso del chico. Es poco puntual. No hay forma de hacerle llegar a tiempo a ningún lado —explicaba disgustado, como si le cupiera una parte de responsabilidad..

Quitándose con movimiento enérgico uno de los guantes, Carmen pasó al salón. Al contraluz, mientras avanzaba por el pasillo, Rius adivinaba el porte magnífico de la mujer en este instante. Del talle altísimo y delgado desbordaba el recogido, anudado y cimbreante polisón de amazona ladeado para la comodidad de la montura. Las botas altas, descubiertas un tanto por la leve suspensión de la falda, con el caminar resuelto daban al balanceo de los brazos un aire masculino y al propio tiempo exquisitamente natural. Mas esta visión fue fugaz. Al llegar al salón, Carmen se volvió bruscamente. Su boca, semiabierta, descubría la prodigiosa blancura de unos dientes perfectos.

—¿Ha pasado usted bien estos años? —inquirió.

—Mucho tiempo sin verla, Carmen —dijo Rius, azorado.

Carmen, silenciosa, se dirigió a ver una fotografía sobre una arquilla Imperio, enmarcada en una anticuada cornucopia.

—Mi mujer y yo —explicó Joaquín— durante el viaje de novios. Nos hicimos retratar así, vestidos de moros... Tonterías.

—¡Qué magnífica muchacha! —admiraba Carmen, adelantándose más—. ¡Qué expresión en los ojos! ¿Murió muy joven?

—Diecinueve años. —Rius lo dijo sin titubear, como si cerrara balance.

Carmen se volvió nuevamente, dando con la fusta unos golpes finos contra su falda.

Volvió nuevamente la espalda al fabricante para admirar una blonda en la vitrina; luego unos rosarios.

—Eran de la abuela del chico, la madre de su madre, que murió muy joven también.

Rius cambió la conversación.

—¿Le agrada salir con los muchachos?

—Me gusta la equitación —respondió.

Nuevos golpes de fusta en la falda.

Aparecieron Paco y Desiderio.

—Vamos.

Carmen miró furtivamente a Joaquín. Al cabo cuajó en su rostro una leve sonrisa. Extendió su mano larga, fina, y como de cristal, sin pronunciar palabra.

Rius respondió a los saludos desde la puerta, que cerró silenciosamente.

Se aproximó luego al balcón y vio a la comitiva iniciar su marcha. Carmen había montado en la silla con una agilidad de adolescente. Estaba bellísima, parecía un ser antiguo, de estampa. Con un rápido ademán hizo torcer el cuello a su caballo, que tomó, caracoleando sobre el empedrado, una línea recta. Desiderio seguía a pie hasta el Picadero. Parecía más crecido con su pantalón de montar. Crista y tres jovencitos se habían adelantado alegremente sobre sus cabalgaduras. Rius escuchó perderse el eco de las herraduras sobre las losas y luego el zumbido del automóvil que acababa de llegar.

Alrededor del automóvil cuajaron pronto los mirones. Era un artefacto trascendental, no emancipado del faetón y de la berlina, que dejaba impresa su línea en el pescante y los asientos, a los cuales se contagiaba el síncope de la caja misteriosa donde bullía y petardeaba el motor. Al arrancar, lo primero que Rius advirtió fue el desprendimiento de su sombrero de paja. Por fortuna, este quedó prendido a uno de los pliegues de la capota y pudo recogerlo sin dificultad. Después, durante el trayecto, tuvo que estarlo sosteniendo con la palma de la mano en su cabeza. Por otro lado el ruido del motor y la trepidación impedíanle hablar. Hubiera deseado cambiar impresiones con sus acompañantes —Evelina Torra estaba sentada a su lado, semivelado su rostro por la gasa gris perla—, pero no había forma de hacerse entender. El automóvil alcanzó sin dificultad el Paseo de Gracia, luego introdújose lentamente en la calle Mayor. Era curioso y agradable advertir cómo las gentes salían a sus balcones o cómo desde las porterías los porteros llamaban a toda la familia para que no se perdieran la estupenda oportunidad de contemplar de cerca un automóvil que marchaba calle Mayor arriba, sacudiendo con su estruendo hasta los cimientos de las casas.

Llegaron sin dificultad a la Avenida del Tibidabo, que conocía en aquel tiempo una lozanía excepcional. En la cuesta las explosiones del motor intranquilizaron a todos. El chófer parecía, sin embargo, conocer a fondo su oficio. Sin dificultad alcanzaron el pabellón del cafébar donde habían quedado de acuerdo con los jinetes en encontrarse. Allí pararon para reponer un instante, mientras aguardaban a los demás, sus castigados nervios.

Evelina estaba de un excelente humor, como siempre. Acompañábanles don Camilo Puig Ribalta y don Javier de Castro, dos caballeros de la edad de Rius. El primero —pelo gris y bigote negro— que había sido en tiempos muy amigo de los Rebull y a quien Joaquín recordaba de aquellos años, había sido desgraciado en su matrimonio; pertenecía a una clase de hombres admirados por Evelina a causa de vivir separado de su mujer. Evelina no sabía ser indiferente a las «historias interesantes». Javier de Castro era un caballero de recortada barba aún rubia, que empezaba a tener que teñir periódicamente. Procurador muy célebre en Barcelona, agradaba a Evelina por lo atildado y por ser un defensor acérrimo del celibato; Evelina no dejaba pasar ocasión de instarle a que se casara solo por el placer de escucharle argumentar en contra; la argumentación abogacial de Castro era para Evelina subyugadora, porque le descubría el temor que las mujeres debían haber causado a Javier de Castro, sentimiento que Evelina estaba segura de suscitar aún en el tímido aplomo del solterón.

Cuando hubieron ingerido sus limonadas los jinetes acababan de doblar por la Avenida. Desde lejos izaron sus manos. Levantaban en la lejanía una leve polvareda, que se aproximaba. La cresta de media docena de macilentos pinos susurraba con una lengüetada de brisa. A través de ellos se columbraba Barcelona, hundida en su calina y, al fondo, el mar. A la derecha unas masías lejanas, oprimidas por el acoso de la ciudad, se arruinaban en silencio.

Los cascos de los caballos se marcaban en el polvo. Los jinetes pararon y descabalgaron; jadeando, aspiraban hondo, desde esta media altura, la emanación turbia de la urbe. Se saludaban y reían. La voz de Evelina dominaba en el conjunto. El Tibidabo contenía, en cambio, una fragancia de arbusto virgen, no contaminado por la humareda, y desde esta lejanía todo aparecía vagamente inexistente, difuso.

En este contraluz, como la aureola de un milagro, Rius veía cuajar el bulto moreno, flexible e inquieto de Carmen, su silencioso apartamiento. Advertía que algo raro le ocurría a la muchacha, algo inexplicable relacionado con él. Ausente, su mirada, al volverse de contemplar la ciudad, había topado con la suya y Rius frunció el ceño brevemente, angustiado, desazonado. La mirada de Carmen, sus grandes ojos rasgados le aturdían. Se sentía levemente oprimido, pero su vacilación crecía al notar que en los ademanes de la mujer había un punto de simulación, como un extravío en la tristeza. Pronto los jinetes cabalgaron de nuevo, y montaron ellos, «los mayores», en el automóvil.

Rius, ya pasada la sorpresa de las trepidaciones, se hundió llanamente en su cavilación. Hacía varios años ya que sostuviera sus conversaciones con Carmen, la entristecida mujer, en el jardín de los escolapios. Carmen había estado tres años ausente, con sus padres, en el extranjero. Lo mismo que le aconteciera años atrás, podría acontecerle ahora. Se sentía extrañamente atraído por el apartamiento de la bella mujer y por el atisbo de brusquedad contenido, casi masculino, de sus ademanes. No podía decir si ese recuerdo existía o no realmente en su vida, pero Carmen le parecía, cuando no estaba frente a ella, un personaje fuera de la realidad, como algo imaginado y fungible, que se escapa y no existe. Al regreso del extranjero, esta mañana en su casa, ahora, en el contraluz, habíala encontrado más seductora aún, en esa edad caduca para la juventud en que todas las tristezas se arremolinan con la pérdida de las ilusiones. Contrastaba categóricamente con la vitalidad, la locuacidad, la «adolescencia perpetua» de su madrastra. Y Joaquín Rius advertía entonces hasta qué punto la actitud de Evelina era un peso muerto que oprimía la personalidad de la otra, más bella que su madre, y que por ello cobraba ante todos una realidad tangencial, como de una piedra escapada de pronto de la joya y perdida.

La excursión estaba proyectada en tres etapas. En la primera pararían en los bosques de Vallvidrera, donde almorzarían. Después de almorzar se dirigirían a la torre que poseía don Pablo Niebla en la falda de la montaña. Después regresarían a la ciudad.

El automóvil quedó en la plaza contigua a la estación del tren inaugurado el año anterior. Los jinetes habían entrado en el bosque. Evelina y sus tres acompañantes hicieron lentamente el camino a pie hasta el pantano. Evelina dirigía sus preguntas indistintamente a los tres, y Rius, no habituado al rápido juego verbal de Evelina, quedaba sin contestar, o contestando a medias, a muchas de ellas. Al llegar al lugar de la cita le encantó poder sentarse al borde del pantano un poco ausente a la conversación que sostenía con los otros dos la mujer del diplomático. Al poco llegó Desiderio con Crista. Todo aquel mundo le daba a Joaquín la impresión de una extraña precocidad. Y lo curioso es que Evelina misma parecía no tener muchos más años que Desiderio y que Crista. Estos participaron un momento en las risas de Evelina, robaron unas galletas de una bolsa y se fueron. Rius, sentado en un declive, con su facha poco deportiva, quedaba poco a poco enteramente al margen. Entonces llegó Carmen, descabalgó y ató su caballo al tronco de un pino. El agua del pantano sostenía en su superficie un vaho cálido e inodoro, deprimente. Joaquín Rius se levantó y se aproximó a la amazona. Dio unas palmadas al cuello del Gris, pero ni aun ese atrevimiento conseguía borrar la extraña sensación que le producían su sombrero de paja y sus botines, frente a la amazona.

—Monta usted muy bien, Carmen. ¿Está fatigada?

Carmen contestó que no, que no la fatigaba montar. Al poco fue separándose, caminando por entre los pinos. Quedaban ya apartados del resto y penetraba poco a poco en los deprimidos pulmones del fabricante una noción de fronda y una brisa fresca.

—Sí, estuve en Viena.

—Me extrañó no volverla a ver. Y la encontré en falta.

—No le cuesta a usted mucho encontrar en falta a la gente —dijo Carmen, en voz baja y como para sí.

Joaquín la miró, entonces.

—No le quepa a usted duda. Fue durante un tiempo el gran aliciente de mi vida encontrarla allí. Pero de pronto todo pareció como si se normalizara. Desiderio me dijo que había usted marchado.

Carmen quedó sin contestar.

En aquel momento llegó hasta ellos el eco lejano de una sardana. Era un fondo de música sutilísimo atraído por la ráfaga de brisa que solazaba la cresta de los pinos. Sin hablar fueron avanzando por el camino, que se empinaba en una leve pendiente. En la cumbre de la colina se pararon a ver. En lo hondo del valle una cobla, oculta por los pinos, desgranaba su ritmo nítidamente. La voz de la tenora era como el cuajarón matinal del sol entre la fronda. Se advertían las anillas de la gente que bailaba. Las mujeres iban tocadas con mantillas y caperuzas blancas. La muchedumbre se había apiñado en torno y se veía a las gentes descender hasta allá. Se sentaban en los declives y escuchaban en silencio. Sin decir palabra, Carmen y Joaquín desanduvieron por el mismo camino.

Caminaban en silencio. La sardana, también difusa, tenía en aquel momento acento de una tal tristeza que Joaquín se hubiera llevado las manos a los oídos, asediado por su luz, por el espectáculo amorfo que recordaba, la muchedumbre danzando, lejos, diminuta. Cuando se encontraron de nuevo entre los grupos parecía que no podían mezclarse a ellos, que la tristeza de los dos empañara la ruidosa alegría de sus compañeros. Luego se dirigieron todos hasta un merendero olvidado, en el que un viejo tocaba un violín, nuevo lamento desgarrado en la mañana luminosa.

La comida fue presidida por el jocoso empuje de Evelina. Asaeteaba a sus dos pretendientes con palabra despierta. Paco y Desiderio en un extremo de la mesa, con Concha y Clemente Pidal, dos hermanos de su misma edad y Crista, la hermana de Paco, conducían su bulla en presencia de su padre, y este, en presencia de Desiderio, procuraba participar en la conversación traída y llevada por la esposa del diplomático. Carmen, que se inmiscuía también en las conversaciones, elevaba de vez en cuando sus ojos a la luz verde del follaje de unos plátanos que tendían un techo en el recinto del merendero y parecía sorber esa luz con sus grandes ojos, y el húmedo labio inferior en incesante espera.

Después de almorzar, los muchachos bailaron al son del violín trashumante unos americanos y unos shimmis. Joaquín quedó admirado, extrañado y sorprendido al ver lo bien que bailaba su hijo. Camilo Puig Ribalta y el procurador Javier de Castro habían encendido unos enormes habanos, que libraban beatíficamente, entornando distraídamente los ojos, indiferentes ahora a la actitud presidencial, levemente petulante, con que Evelina expresaba a veces su infalible feminidad.

Se había extinguido el eco de la tenora en la lejanía, la luz solar había declinado faustamente, tiñendo de un dorado delicuescente las copas de los pinos y elevando en la superficie del pantano una claridad parda y solemnial.

Joaquín, entre las protestas airadas de los dos caballeros del puro, liquidó los gastos a la hora de marchar.

Había que pasar forzosamente por casa de los Niebla. Así lo comunicó Evelina.

—Don Pablo no nos lo perdonaría nunca. Debe de estar esperándonos desde hace dos horas.

Rius contempló frío y fijamente a Carmen poner pie en el estribo y montar. La amazona ladeó rápidamente la cabeza; el mechón que le caía ahora sobre la frente pálida era como un mal pensamiento, como una idea ingrata y repentina. Un organillo invisible lanzó al aire su estúpido retintín lejanamente. Mientras los demás jinetes y amazonas habían lanzado sus caballos al trote por el camino, Carmen llevaba el suyo al paso, por no distanciarse de los que iban a pie. Evelina decía estar fatigada, pero una conversación iniciada por Puig Ribalta la distrajo en el acto. Era cosa de caminar un cuarto de hora y llegaron a la plazoleta con pinos que presidía la casa de los Niebla.

Don Pablo les esperaba ya allí, impaciente.

—Es usted muy mala, Evelina. Les esperaba hace rato.

Era una torre de veraneo, estrenada años atrás. La casa resultaba algo anticuada, como sus dueños. La esposa de don Pablo era una dama bajita y dulce, cuya mano temblaba, al hablar. Don Pablo, en cambio, no menos viejo que ella, se sostenía firme en su bastón, espolvoreándose de vez en vez la blanca barba con mano casi ágil. No perdía de vista un instante a Evelina, a la que colmaba de atenciones. La viejecita usaba una señorial urbanidad muy antigua, con voz débil, paciente y sumisa.

—Pasen ustedes, tomarán unos dulces.

Evelina entraba triunfalmente en aquella casa, redoblando con su superioridad sus cumplidos a la señora Niebla, que miraba a Evelina con admiración.

—Siéntense, siéntense. Evelina, tome usted asiento.

En casa de los Niebla esperaba ya la consulesa del Perú, una dama obesa y sin cejas, que veraneaba en Vallvidrera también. A su lado, apocada, y mullida en centenares de lazos que le nacían en todos los rincones de su vestido, la nena del cónsul del Perú se dejaba saludar por Paco Fernández.

Era conocida la propensión de la consulesa a cantar en todas las reuniones, y Evelina, condescendiente, con esas debilidades de sus «fieles», dio en el punto sensible.

Se dirigió a ella.

—¿Y el canto, Purita? ¿Cómo sigue su magnífica voz? No nos negará el placer de oírla.

La consulesa hacía remilgos. Tomaron unos dulces, pero la conversación no fluía. Evelina insistió:

—Bien. Si insisten y Carmen quiere acompañarme...

Carmen se sentó en la banqueta del piano, sin pronunciar palabra. Al pronto la consulesa atacaba una romanza del Barbieri. Su rostro se contraía, se endulzaba, adquiría extrañas apariencias motivadas por la carencia absoluta de las cejas, que convertía su rostro en una inexpresiva mueca. Mientras Carmen tocaba, miraba fijamente, a ráfagas, a Joaquín, sentado frente a ella. Los aplausos a la consulesa no se hicieron rogar. Luego cantó una canción popular de su país, que, al parecer, enloquecía a Evelina. Finalmente un lied de Schumann. Al fin se resistió definitivamente, repentinamente, avara de sus facultades. En aquel instante, Carmen atacó, sin ser solicitada, pronta, irascible, una Polonesa de Chopin.

Con el arrebato de la música, que Carmen interpretaba prodigiosamente, con un arranque casi viril, el indócil mechón caía hasta la ceja fina y arqueada de la muchacha, sobre la frente transparente, sin ocultar los párpados semicerrados, oscurecidos, como de terciopelo. El ritmo desbocado y ardiente de la pieza parecía surgir de poderosas vivencias de la intérprete, que no miraba a sus manos sino frente a ella, sin ver. A Rius se le prendía entonces en las sienes una paz mate y monótona, muy a su medida, y ausente de la música, de la intérprete y de aquel salón, se sentía dulcemente mecido.

En el ventanal que daba al bosque la luz declinaba. Entraba un solo rayo, menguado, de sol. En ese interior empezaban a adquirir forma todos los objetos. Y vibraba imperceptiblemente en la vitrina un mundo de fruslerías, abanicos, figurillas, bibelots, como la misma mano blanca y exigua de la dueña de la casa.

Después de un rato largo de charla en el saloncito, se fueron formando los grupos. La torre de los Niebla tenía en el exterior una pequeña explanada que era como un resabio de bosque. Al extremo, un mirador, que daba al torrente. Rius se sintió, al rato, adormecido por lo anodino de la conversación. Notaba que el constante ajetreo de vivacidad de Evelina más le aturdía que le divertía. Pronto quedaron en el salón, con los señores de la casa, Evelina, Puig Ribalta, Carmen y él. Javier de Castro acompañaba a la consulesa y, siguiendo el ejemplo de los demás, salió a la rotonda y de ella al jardín y de él al mirador del fondo, solitario. Al poco salía Carmen, que se acodó, junto a él, en la baranda.

Extrañamente le hizo esta pregunta:

—¿Está usted enojado conmigo, Rius?

—¿Cómo puede usted suponer eso? —clamó confundidísimo.

—Está constantemente como a disgusto, cuando yo estoy. Quiero suponer que es solo cuando yo estoy.

—Al contrario, Carmen. Nada puede hacerle suponer esto. Si hay un motivo de gozo en esta excursión, para mí, es usted sola.

Hubo una pausa.

—Más bien suponía que era usted la ofendida.

—Debiera estarlo.

—¿Me he comportado mal con usted?

La miró a los ojos.

—Diga, diga, Carmen, ¿tiene algo en que la haya ofendido?

—No, nada... —repuso ella.

Volvió a acodarse en la baranda.

—Bien. Me pareció que no estaba usted a gusto. Realmente —añadió— no es para estarlo.

—No la entiendo, Carmen. Me resulta usted enigmática. Confieso que no llego a comprenderla.

—¿Tampoco comprende lo que digo ahora? ¿Cree usted que no me doy cuenta de lo mucho que le hastía esta compañía?

—¿Esta compañía? Jamás me he sentido mejor. Créame. Yo soy un hombre raro, muy cerrado en mí. Pero no confunda las cosas.

Ella se aproximó a un sillón de mimbre y se sentó, adormecida. Rius no sabía qué hacer y optó por sentarse junto a ella.

—Me causó mucha... mucha desilusión saber que había partido.

—¿Desilusión?

—No se me había llegado a ocurrir la idea de que nuestras conversaciones pudieran terminar tan bruscamente. Después de todo, me tranquilizó pensar que había usted quedado a salvo de mis impertinencias.

—Llama usted impertinencia a cualquier cosa. Nunca he pretendido estar a salvo de nada. Por lo demás —añadió, como si no le importara lo que decía—, ¿se considera usted ya suficientemente viejo para poderme decir lo que piensa?

Rius se echó a reír.

—¿Se acuerda usted todavía de eso? El extranjero no le ha oscurecido la memoria, Carmen. Con eso me confunde usted todavía más.

—Contésteme, Joaquín —dijo, tenaz, fervientemente, sin mirarle, con los ojos entornados—, ¿se considera usted suficientemente viejo para poderme decir lo que piensa?

Joaquín no acertaba a salir de ese embrollo inexplicable. Al fin dijo:

—Sí, soy viejo y siento que puedo decirle lo que me plazca. Y le ruego que me perdone.

Notó que Carmen movía brevemente el labio inferior y cerraba enteramente sus ojos, un instante.

La muchacha afirmó, con voz velada.

—Yo tengo también años suficientes para decirle la verdad. Salí de España entonces por dos razones; primera, porque me hice hace años el propósito de no dejar a mi padre ni un instante solo. Consideraba que mi deber era estar con él en todo instante. Después porque lo amé a usted...

Rius se sobrecogió. Crispó sus manos, aguantó su aliento. Sentía un enorme dolor, un derrumbamiento.

—... lo amé a usted por encima de todo.

Al fin, con un tono de voz casi ininteligible.

—¿Por qué dice usted eso?... No, Carmen.

Había quedado paralizado en su sillón, sin apoyarse, con los brazos hundidos en las rodillas y el rostro inclinado, como en un sopor. Por su mente pasó todo y su corazón golpeaba furiosamente.

—Yo no quise hacer esto... No, Carmen.

—Justamente porque usted no quería hacerlo.

—Fue como un ser insospechado. Pero ¿cómo podía yo suponer... eso? Me consideraba tan triste y tan hundido, con... con tan poco interés por las cosas esas. No me hubiera atrevido a proponerle que compartiera mi carácter, mi ignorancia en estas cosas. Ni usted lo hubiera admitido al conocerme más.

—¡Quién sabe!...

—¿Lo hubiera usted admitido?

Ella le miró fijamente y luego hizo un gesto afirmativo. De sus húmedos labios surgió imperceptible la palabra: sí.

—No está usted a gusto aquí ni yo tampoco, y hubiéramos podido compartirlo todo —añadió.

—¿Hasta mi trabajo de todos los días, hasta mi falta de tacto, y mi desprecio por... por todo lo que no sea yo mismo y mis cosas y el dinero y?...

—Hasta eso. Cuando se casó mi padre por segunda vez, estuve a punto de... ¡qué sé yo!... No sabría explicarlo. Luego he ido pensando que no es malo entregarlo todo de una vez. Es malo entregar un poco todos los días.

—¡Oh, Carmen! —clamaba Joaquín, con una efusión desconocida, violenta—. ¿Por qué dice usted estas cosas? ¿Quién le ha hecho daño, quien, diga? ¿Está usted segura de ser así?

—Estoy segura. Hubiera podido compartirlo todo con usted. Hubiera callado y hubiera creído siempre, siempre, que tenía usted razón. Le considero el único hombre que he tratado. No ha habido otro que se pudiera poner en mi imaginación a su lado. Y no sabía entonces qué era en su carácter lo mejor; si lo que tenía o lo que no tenía.

No acertaba a decir más.

—Pero ya está.

Rius adelantó su mano hasta retener la pálida, fina, transparente mano de Carmen, que sostuvo, apretándola. Ella había quedado rendida, en la butaca. El sol se había hundido definitivamente en la loma. Rius sentía una inmensa conmoción y miraba fijamente el rostro dormido de Carmen. Ella entreabrió los ojos, mirándole, un instante, dulcemente. Sonó la voz de Desiderio. Rius intentaba hablar, pero un suspiro, como un sollozo, se lo impedía, a flor de garganta.

—Carmen, Carmen —y estrujaba su mano. La muchacha abandonaba la suya y miraba fijamente en los ojos de Joaquín, con una ternura infinita.

—No está, Carmen, aún. No está. Desde...

Pero Carmen se levantó. Pasó lentamente, de espaldas a Rius, la yema de los dedos por sus párpados. Desiderio llegaba en aquel instante.

—Nos vamos a ir —gritaba—. Está oscureciendo.

Se miraron. Caminaron, jardín adelante. Desiderio había marchado nuevamente. Joaquín rozó con su mano la de Carmen. Esta se retiró como herida. Dijo, sin mirarle, con voz honda, mientras caminaban:

—Olvídelo. Joaquín. Ya está, ya está...

Una brisa sonora y extrañamente fría sacudía las copas de los pinos.

Al regreso no se detuvieron más que unos momentos en el quiosco del Tibidabo. Joaquín se adelantó hasta la baranda. Desde allí la ciudad parecía encerrada en una cripta, en un hoyo gris, azul, de polvo fatigado. Oscurecía y habíanse encendido los primeros, innumerables faroles. Campanarios y chimeneas. Zumbaba estruendoso el aullido de mil sirenas, el estampido de las bombas, el humo, la dinamita, el vértigo de la muerte en las esquinas. Más fuerte, el latido de su corazón. Avenida adelante, hundidos en la media penumbra, los jinetes y las amazonas. descendían. Subió un hondo sollozo a su garganta. Después, la voz vivaz de Evelina. Y dolor... Un extraño dolor de que su vida fuera como era.