XII

Al cabo de cuatro meses, en septiembre, ya no podía pasar más. Mariona estaba en Santa María. No se habían escrito ni comunicado de ninguna manera. Hasta entonces ella seguramente había podido pretextar ante la servidumbre y los colonos exceso de trabajo de su marido. Ahora, coincidiendo con la Fiesta Mayor de Santa María y con el consiguiente traslado de Mercedes y don Desiderio, no le quedaba más remedio que aceptar el papel impuesto e ir allí.

No se resignaba a la nueva situación. «Mariona obró mal —pensaba—. Sean cuales sean mis defectos, su deber era perdonármelos. Su deber es quererme o, por lo menos, respetarme.»

Al principio intentó buscar un consuelo en su madre, doña Paula. Había ido dos o tres noches a la calle de la Paja, a la salida del despacho, pero no se decidió a explicarle nada. Aquella mujer, pendiente de los fogones y de la colada, no hubiera dudado en achacarle a él la culpa. Doña Paula hacia mejores migas con don Desiderio que con él mismo. «Mi suegro —pensaba Joaquín— se puede permitir el lujo de escucharla, de comprenderla. Yo, no.»

En vista de que no comparecía ni por la tertulia, de que no se dejaba ver, don Desiderio decidió llegarse a la fábrica una tarde. Encontró a Joaquín trabajando en su despacho y tuvo que aguardar un rato hasta que estuvo en disposición de recibirle.

—Perdóneme —le había dicho Joaquín—. Estaba haciendo los pagos y es mucho quehacer. Siento que haya tenido que aguardar. ¿Por qué no me enviaba recado antes de venir?

—Es igual. No tenía trabajo en el taller y he venido paseando.

Le hizo sentar en el butacón.

—Supongo —le dijo don Desiderio— que Mariona te habrá contado el plan que tiene. Quiere que Mercedes y yo pasemos también allí los días de la Fiesta Mayor. Dice que ya ha elegido hasta los pavos. O sea —añadió sonriendo—, que no tenemos más remedio que ir.

—¿Es que no tienen ganas? —preguntó Joaquín.

—Las ganas no me faltan. Pero me temo que será demasiado trabajo para vosotros.

—Ya sabe que esto no es verdad.

—Por cierto —añadió don Desiderio—, Ernesto Villar, con el que salimos a hablar de vosotros y de Santa María, dijo que tú le habías invitado varias veces. ¿Es que tú le has dicho algo de la Fiesta Mayor? Anteayer, en la tertulia, me dijo que a lo mejor se decidía a subir esos días.

—No; yo no le he dicho la menor cosa —afirmó Joaquín intranquilo.

—Quizá ha sido cosa de Mariona —dijo el señor Rebull.

—No creo. Mariona y él no se han visto desde hace días —Joaquín reflexionó unos instantes—. Ya conoce usted a Ernesto —añadió—, no le cuesta mucho decidirse a molestar a la gente cuando sabe que molesta; en cambio, cuando a la gente le vendría de buena gana su compañía, pasa de largo. Le gusta que se note que va en contra.

—Quedamos de acuerdo en que pasaría por aquí o que se pondría en relación contigo si persistía en su proyecto. Entonces tú le puedes dar una excusa.

—No; si quiere venir, que venga. Mariona estará contenta. Y a mí mismo no me molesta excesivamente. Es un muchacho agradable y más en días como estos. Solo que..., en fin, quizá lo hubiéramos celebrado mejor solos.

En el fondo, se sentía desconsolado de que la idea de tener a Ernesto entre ellos no le resultara enojosa. Presentía que ante Mariona pasaría por menos dificultades con el tono especial que adquiere una casa con la presencia de un forastero, tono que se contagia a todo, hasta a la vida común de los familiares. Y además porque no había claudicado de su punto de vista; solo el hábito de ver a Ernesto podía curar a Mariona. Quedaron, pues, de acuerdo en que aguardaría la visita o las noticias de Ernesto.

Faltaban todavía quince días para la Fiesta Mayor. Los pasó con cierta inquietud motivada por la inminencia del primer encuentro con Mariona después de la discusión y la ruptura.

Una cosa le preocupó aquellos días en el despacho. Efectuados los pagos del mes, notó que Llobet, padre, al llegar a las seis y media al despacho, ya estaba ante los libros afanándose en cierta comprobación. Esto se repitió varios días. Por las noches, cuando Rius salía, Llobet continuaba en su pesquisa.

—¿Qué busca usted, Llobet? —le preguntó a los cuatro o cinco días de la observación.

Notó que Llobet se sobresaltaba un tanto.

—Hay una partida que no le sale al cajero. Quiero averiguar el error.

—¿Es muy importante?

—No; importante, realmente, no. Pero no se puede hacer nada sin haber encontrado el descuido.

—¿Qué partida es?

—Creo que es la de Batlle y Feliu, pero en todo caso no encuentro el error.

—¿Ha hablado con el cajero?

—Todavía no. No, no lo he hecho porque estoy seguro de que saldrá. Únicamente es que no quiero dejarlo en manos de cualquiera.

Joaquín Rius extrañó un poco todo aquello tan insólito. Pero sí, debía tratarse de un error. Llobet no era hombre que se equivocara en estas cosas.

Unos días más tarde se presentó en la fábrica Ernesto Villar. Le hicieron pasar al despacho de Joaquín.

—Tienes esto maravillosamente instalado, Joaquín. Nunca me hubiera figurado que pudiera hallarse tanto confort en una fábrica.

—Una fábrica no es una cárcel, querido Ernesto —le respondió Joaquín.

—Para mí casi lo sería —respondió aquel, señalando con la punta de su bastón, de empuñadura de marfil y plata, el campamento de los telares.

—No lo dudo —respondió a su vez Joaquín—. No te sabrías habituar. Este trabajo es demasiado duro.

—Amo las cosas duras, la lucha. Pero ¿tú crees que hay lucha aquí?

—¿De qué clase la quieres? —Y Joaquín sonreía con ironía—. Aquí, amigo Ernesto, hay lucha de todas clases. Desde la pelea con los números y los balances hasta la batalla campal de coordinar la producción y los pedidos, combinar las cosas para que cada una de estas máquinas dé la tela que tú vistes. Y me olvido lo principal: han cambiado mucho los tiempos y esta lucha empieza a agriarse —continuó con gravedad—. Si pudieras escuchar lo que hablan todos esos —y señalaba a los obreros, colocados cada cual ante su máquina— cuando yo no estoy; si pudieras escuchar las atrocidades que dicen en el patio cuando aguardan a que yo abra la puerta...

—Realmente las cosas se ponen peor cada vez. ¿Te has enterado de lo de la bomba al expreso de Andalucía? —preguntó Ernesto.

—Sí. Y los cartelones ante el Ministerio de la Gobernación. Pasaremos años difíciles. Bastante haremos con salvar la piel.

—Por lo que a mí hace —decía Ernesto—, no me importaría morir, pero con cierta grandeza. Me asusta la idea de morirme de una pulmonía.

—Yo deseo morir en la cama y con luz artificial. Pero no sé si ese es el destino de los fabricantes.

—Creo que sí que lo es —afirmaba Ernesto—. Tienes que estar tranquilo.

—No tanto. En el gremio ya se han recibido algunos anónimos amenazando a tres o cuatro patronos, entre los cuales, por fortuna, todavía no me cuento. Pero estoy seguro de que pronto me tocará el turno.

—¿Te asusta?

—Lo más mínimo. Creo que no son capaces de matar ni a una mosca.

Ernesto pasó después, conducido por Joaquín, a visitar todas las dependencias de la fábrica. Quedó encantado, aunque mirándolo todo con cierto aire displicente, como si temiera contagiarse. Después pasaron de nuevo al despacho de Joaquín, y este hizo servir unas copitas de jerez y unas galletas.

—Mi suegro me habló de que quizá te decidieras a subir a Santa María para la Fiesta Mayor. Yo le contesté que no lo creía. Ya son demasiadas las veces que lo dices.

—Pues... lo que son las cosas. ¿No te extrañará si te digo que el principal motivo de mi visita era preguntarte si tenéis algún inconveniente en que sea vuestro huésped por aquellas fiestas? En fin, para empezar es preciso conocer la opinión de Mariona, de la que no estoy tan seguro como de la tuya. Creo que no te será difícil comprenderlo.

—Sí, me es difícil comprenderlo —contestó, frío, Joaquín—. ¿Por qué razón se ha de oponer Mariona?

Los dos hombres se miraban cara a cara. Siempre que estaban solos, la conversación fluía con mayor naturalidad, sin reservas. En cuanto mediaba alguna mujer, Joaquín notaba que Ernesto se volvía más locuaz y, simultáneamente, menos dueño de sí, menos elegante y menos generoso. Por eso le molestaba a Joaquín la intromisión de su mujer en su relación con Ernesto. Como le molestaba en cualquier caso la intromisión de cualquier mujer. Nunca había gozado del placer de la conversación si no era con hombres.

—Te digo esto, Joaquín, porque ni a ti ni a mí se nos oculta la parte que Mariona pueda haber tenido en nuestra amistad. Sin la existencia de tu mujer, apenas nos hubiéramos reconocido.

El semblante de Joaquín acusó extrañeza.

—Me extraña que digas esto. Di, mejor, que sin nuestra amistad yo no hubiera conocido a Mariona. Quizá ni siquiera, caso de haberla conocido, la hubiera pretendido. Te lo digo sinceramente.

—¿Por qué? No te entiendo —manifestó Ernesto.

Joaquín, que al decir lo anterior dirigía la mirada a otro lado, a la sala de las máquinas, como evadiéndose, desbordándose, volvió la vista al rostro de Ernesto y se disponía a decírselo todo. Absolutamente todo, pues le tenía sin cuidado el uso que su amigo pudiera hacer de aquella confesión; él, Joaquín, necesitaba contar con alguien, y este alguien era Ernesto, su íntimo amigo, con una intimidad unilateral, solo por él guardada y conocida. Olvidaba que fue justamente Ernesto el primer pretexto de la ruptura. Pero cuando se disponía a hacerlo, contempló la sonrisa de su antiguo compañero, la sonrisa en que no le reían los ojos bajo el mechón intencionadamente despeinado. Se contuvo.

—¿Por qué? —volvió a insistir Ernesto.

—No me entenderías tal vez —se limitó a responder.

Ernesto se levantó. Quedaron de acuerdo en el día y la hora de su marcha a Santa María. Joaquín quedó de nuevo solo.

Fue justamente el día, y poco antes de la marcha, en que iba a partir para Santa María cuando Llobet entró con el rostro desencajado, y aproximándose a su mesa, se derribó sobre ella llorando, cubriéndose el rostro con el antebrazo.

—Dígame qué le sucede, Llobet —preguntó Joaquín—. Dígamelo con claridad. Intentaremos ponerle remedio.

Al fin, el contable pudo hallar la serenidad suficiente para hablar.

—No era un error, señor Rius.

Joaquín se volvió repentinamente serio. Preguntó:

—¿Un fraude?

—Sí —respondió a duras penas el contable.

—¿Muy grave?

—Grave, señor Rius.

—Diga, diga; diga cuánto —inquirió Rius impaciente.

—Seis mil pesetas.

Joaquín Rius paseó por la habitación. No era tanto como creía visto el desconsuelo de Llobet.

—Bien. ¿Quién ha sido?

Y notó que Llobet tardaba en contestar; quería balbucir algo. Al fin logró, de nuevo, hablar:

—Fui... Fui...

—Diga, Llobet, no se apure.

—Fui yo mismo.

—¿Cómo fue? —inquirió estupefacto.

—Tuve necesidad de retirar esa cantidad, me era urgente, imprescindible. No me atrevía a pedirla, señor Rius, no me atreví.

Joaquín Rius le observaba con semblante de duda.

—Levántese, Llobet, levántese. No se desconsuele de esta manera, hágame el favor. Hace años que nos conocemos y no merezco tanta desconfianza.

Hubo una pequeña pausa.

—¿Por qué no me la pidió?

—Creía poderla..., poderla restituir... Estaba seguro de poder hacerlo...

—Bien —dijo Joaquín—. No tengo tiempo ahora para ocuparme de esto —recelaba, vacilaba. Prosiguió—: Cuando vuelva de Santa María hablaremos. De momento, tome. Reponga en la caja la cantidad mañana mismo —y le alargó un cheque que acababa de firmar.

—Bien, señor Rius.

—El jueves próximo —concluyó, grave— espero que estén usted y su hijo, ¿me entiende?, juntos en mi despacho a las seis. Hablaremos de esto con más calma.

Rius empezaba a recoger su sombrero y su bastón.

—Retírese, Llobet. Retírese y cálmese. Está usted desencajado. Haga usted el favor de descansar y... de meditar.

Joaquín Rius salió de su despacho, dejando al empleado sumido en un mar de dudas.

En el tren, Joaquín encontró a don Desiderio y a Mercedes.

—¿Y Ernesto Villar? —preguntó.

—Ha enviado recado a primera hora que no podría venir hoy por tener a unos invitados. Que, seguramente, vendrá mañana. Y si no, pasado. Mañana llegará también doña África Costa con su hijo mediano —aclaró don Desiderio—. Mariona les ha invitado. Acabo de recibir una postal de ella. ¿No te ha dicho nada?

—No. Hace unos días que no me ha escrito —expresó Joaquín confusamente.

En el tren charlaron de vaguedades. Joaquín apenas pronunció palabra. Se sentía molesto por la idea de enfrentarse con Mariona después de los cuatro meses sin contacto; pero la situación de ruptura, tan rara, iba a hallar una decisión. Ahora sí hubiera preferido ser libre, absolutamente libre, la víctima de su situación, de la que no se sentía responsable; el carácter de Mariona y la educación que don Desiderio, que estaba sentado ante él en el compartimiento, le había dado, sin enderezarla, sin violentarla, eran las causas únicas de su desdicha. Claro que si para él la ruptura era pesada y complicada, mucho más debía de serlo para Mariona. Ella pagaría sus propias culpas.

—Te encuentro desanimado, Joaquín —decíale don Desiderio, ya en la tartana, conducida por Jaime con su proverbial hosquedad—. ¿Te ha sucedido algo desagradable?

—Sí, una escena; poco antes de salir para la estación. Mi hombre de confianza, el contable Llobet, ha descubierto una irregularidad en las cuentas y se empeña en atribuirse a sí mismo la culpa.

—¿Mucho dinero? —preguntó Mercedes intrigada.

—No mucho. Unas seis mil pesetas.

—¡Caramba! —profirió don Desiderio—. ¿Y de quién sospechas en realidad?

—Del hijo de Llobet, un muchacho joven —y añadió—: Me da pena ese hombre; no me lo puedo quitar de la cabeza.

—Es imposible que haya sido él mismo —dijo don Desiderio—. Es la honradez en persona.

—Me dejaría cortar una mano seguro de no equivocarme —continuó Joaquín.

—¿Qué piensas hacer si ha sido el hijo?

—No sé; no lo he pensado todavía. Hay que evitar todo lo que sea un castigo para el padre. Pero hay que dar una lección al jovencito.

Concluyó:

—Ya veremos.

Su intranquilidad iba en aumento. Acababan de desembocar en el camino de los avellanos.

Había que reconquistar a Mariona. El programa llevaba consigo y despertaba de nuevo la emoción de la primera vez que lo contempló cuando Mariona y él se prometieron.

«Es mi mujer —pensaba—. Tenemos un hijo. Nada nos puede separar. ¿O será más difícil unirnos ahora que la primera vez cuando no teníamos nada en común?»

Cierta voz, en su ánimo, le decía: «Sí; es más difícil. Ahora es, justamente, cuando nada tenéis en común. Ahora es imposible...».

Se apearon en el patio. Mariona se precipitó en los brazos de su padre. Joaquín miraba a Jaime, el tartanero, que le sostenía la mirada.

—¿Qué haces aquí parado? —le dijo—. Ocúpate de tu trabajo.

El tartanero condujo a Revérter a la cuadra.

Mariona, entonces, se dirigió a Joaquín. La besó en la mejilla, sonriendo.

Joaquín le devolvió el beso.

—¿No me dices nada, Joaquín?... —exclamaba ella sonriendo—. Parece que no estés contento de verme.

Después se colgó de su brazo para entrar en la casa. Mercedes y don Desiderio marchaban adelantados.

—Te pido perdón por lo que te dije —susurró Joaquín—. Te pido perdón, Mariona.

Entraban.

—Deja, deja. No hables de aquello —contestó con rapidez.

Joaquín se figuró percibir una esperanza, una luz, en esas palabras de Mariona. Ella volvía a sonreír. Aquella entrada tenía algo de triunfal.

—¿Y los invitados cuándo vendrán? —preguntó Mariona.

—Mañana —repuso don Desiderio.

Joaquín contemplaba a Mariona. Los cuatro meses habían acabado por transformarla como a él mismo. Él, sin embargo, se notaba más recio, más severo, más duro. Mariona, en cambio, más dulce, más amplia, colmada de sugestión. Su mirada era pícara y atrevida. Joaquín sentía miedo de mirarla y, al propio tiempo, necesidad de mirarla.

Entraron a ver al hijo dormir. Él le besó con sigilo en la frente. ¡Qué dulce calorcito! Pero hasta aquel instante no se había acordado del pequeño.

«Deja, deja —le había dicho—. No hables de aquello.»

Él tenía que hablarle. No lo podía remediar. Sería, al cabo, como una nube pasajera.

Cenaron. Durante la cena, don Desiderio contó a Mariona las incidencias de la boda de doña Clotilde, haciéndola reír. Al final, con todo, su padre confirmó la sospecha de la primera vez y dijo:

—Todo me dio la sensación de una farsa. Creo que los parientes del novio no eran tales parientes. Que el tal novio no es la primera vez que hace una perrería así. Es un pollo engolado, presuntuoso. Y doña Clotilde le miraba con ojos de tórtola...

Entonces Mariona, súbitamente conmovida, exclamó:

—¡Pobre doña Clotilde!

Joaquín no dejaba de mirarla, pero Mariona no lo hizo ni una sola vez.

Después llamaron a Bernardo y le hicieron contar, para que Joaquín lo oyera, lo que había visto en casa de doña Clotilde al ir a entregar el regalo que, retrasado, por no haber quedado esto para la fecha, le había enviado don Desiderio.

El viejo servidor desgranó su bien meditada descripción respetuosamente:

—Doña Clotilde me recibió en la sala —empezó—. «No le puedo presentar a mi marido, Bernardo», me dijo, «porque está bañándose.» Y vi a un marinero con camiseta y una gorra de cintas que aguardaba en la puerta. Al cabo de unos segundos, el señor de doña Clotilde —todos se echaron a reír— dio una voz desde el cuarto y el marinero entró y salió con una bañera muy grande. «El médico», me dijo doña Clotilde, «le tiene ordenado que se bañe todos los días con agua de mar». «¿Es bueno eso, doña Clotilde?», pregunté yo. Ella me dijo que en París la gente no se bañaba con otra cosa. Luego, al bajar, vi que cargaban la bañera en un carrito con un caballo en el que iban tres marineros más.

—¿Y el piso? —preguntó Mercedes—, ¿cómo es?

—Muy grande, lleno de sillones y perchas para colgar sables y pistolas viejas. Doña Clotilde parece una marquesa allí dentro.

—¡Pobre señora! —observó don Desiderio—. La desplumará en dos días.

—¿Tiene mucho dinero doña Clotilde? —preguntó Joaquín.

—Figúrate. Los ahorros que pueda haber hecho en veinte años de estar en casa. Y a este tren no durarán ni dos meses.

—Pero ella dijo que él es rico —objetó Mercedes—. Que tenía «posesiones» en la provincia de Cuenca.

—Ni pensarlo.

—Pues, ¿qué harán?

—No será porque yo no la pusiera en guardia. La pobre —prosiguió don Desiderio— no se merece esto. Hubiera podido continuar y morir en casa, en paz. Pero su sueño dorado era volver a las grandezas de sus antepasados, en paz descansen.

—Todavía volverá a casa si sucede algo —dijo Mariona.

—No. No volverá. Tiene demasiado amor propio. Todo lo hará menos confesar que se ha equivocado.

Después de cenar salieron un momento al jardín. Mariona iba suelta, distanciada de los demás, mirando a lo alto, como para sentirse llena del fulgor de la luna, que alumbraba cálidamente. Joaquín no se atrevía a situarse a su lado. Ella, sin embargo, parecía esperarlo. Entraron por la senda de los avellanos, transpuesto el palacete de los bancos de piedra. Entonces Joaquín se aproximó a Mariona. A ella no le extrañó ni lo repudió. Pero anduvieron unos minutos uno al lado del otro sin cambiar palabra. La sombra a manchas del follaje se removía de vez en cuando a sus pies. Escuchaban hablar a lo lejos a don Desiderio y a Mercedes, que los seguían. Joaquín consideraba su propia situación y le parecía raro sentir temor ante su mujer, que caminaba a su lado. Se sentía como un adolescente que se dirige por primera vez a su enamorada. Y no sabía si decidirse ya a hablar. Pensaba que no era ya un adolescente y que aquella era, en definitiva, su esposa.

—Tu cuarto será el que yo tenía antes y yo dormiré abajo, con el niño. Papá ya sabe que tú no te has acostumbrado a dormir con el pequeño.

—Como tú quieras —pronunció Joaquín.

Al cabo de un rato, Joaquín sintió no poder más; y preguntó:

—¿Has pensado en mí? ¿Me has perdonado?

—Sí, Joaquín; he pensado en ti, en nosotros y en el niño.

Seguían andando, sin mirarse. Añadió, en voz más baja:

—Pero... es imposible.

Estaban ya de vuelta. Ahora don Desiderio y Mercedes caminaban adelantados, sin volverse. La luna era tan clara que se vislumbraban, a lo lejos, los campos pálidos y el pueblo, colgado al fondo, presentido en la penumbra de la vertiente. Se notaba la pena con que, desde el fondo de su alma, Mariona balbucía:

—No te preocupes, Joaquín. Mañana hablaremos.

—Mariona —prorrumpía él, sin mirarla—, me ha dolido tanto lo que sucedió, lo que te dije. Si pudiera dar los años que me faltan de vida para...

—Deja, deja, Joaquín. No hablemos, te lo ruego.

—¿Por qué, Mariona? ¿Todavía no me has perdonado?

Contestó:

—Sí, te he perdonado.

Se detuvieron. Mariona le miró a la cara.

—Te he perdonado —repitió—. Te perdoné en seguida —hubo una pausa—. Pero no has vuelto a nacer de nuevo en mí —añadió con dolor—. Es horroroso, pero es así, Joaquín. Aquello se lo llevó todo.

Quedó paralizado; no alcanzaba a tragar la decepción en un instante, en el espacio de un silencio. El rostro de Joaquín se desencajaba; se distendía algo en su armazón habitual.

—No sabría decírtelo si no es con esta brusquedad, Joaquín. Es la única manera en que te puedo decir la verdad; si tardara un poco más, no me atrevería.

Él se alejó y fue a sentarse a uno de los bancos de piedra; Mariona vio con qué desesperación apoyó su frente contra el puño, y quedó anonadado. El reflejo de la luna lo envolvía. En Mariona nació la lástima, ese último don femenino. Se fue acercando lentamente.

Se sentó a su lado. Le notaba respirar con dificultad. Al fin la voz sollozante de Joaquín volvió a rasgar el silencio:

—Dios te perdone; Dios te perdone.

Mariona, dudando, se levantó quedamente. Se alejaba. Al cabo de mucho rato, Joaquín levantó la cabeza y vio que Mariona no estaba a su lado. Recordó haber sentido cómo ella se separaba; y luego su caminar hacia la casa.

Se levantó y, con lentitud, penetró en la espesura. Deambuló por los senderos: salió al campo, quedó solo ante la noche, transida por el rumor de los insectos. Estuvo caminando una hora, dos. Adentrándose en el atajo, pasó bajo la copa de dos encinas lejanas; llegose casi a la vista del pueblo vecino; alcanzó la carretera de Las Casetas; regresó, al fin, fatigado, por el camino de carro, atravesando la mina. Los perros ladraban en la noche, a su paso. La cancela de las puertas del barrio estaba echada. Detrás de ellas se percibía el olfateo de Colom, el perro, oliendo el presagio del ser amigo, del que reconoció los zapatos. Lentamente, Joaquín dio la vuelta y entró de nuevo por la puerta trasera, la del jardín. En el cuarto de Mariona había luz aún. ¿Qué estará pensando? ¿Estará pensando la manera de hacerme más daño, de derrotarme del todo? ¡Ah, si fuera así! Pero no pensará en eso siquiera...

No pudo dormir. Se tumbó en la cama. Recordaba su relación con Mariona; los momentos en que se veían de solteros a hurtadillas, que le hacían sentirse niño, un niño ya tan mayor; la tarde de la puesta de largo, y Ernesto Villar. La tarde de la definitiva reconciliación allí mismo, cuando con un fervor que no habían vuelto a sentir, le dijo que la amaba, y la abrazó, la besó en el centro de una luz esplendorosa. La boda; su padre. El viaje: Andalucía, su fatiga; Madrid. Y el hijo, el hijo, alumbrado como un presagio de dicha, de término de las cosas. ¡Y todo, sin embargo, no había sido para ella más que un accidente, un tránsito! Para ella todo había prescrito ya, no existía.

«¿Cómo es posible, cómo es posible, Señor? —se debatía contra la almohada—. ¿Tan frágiles son las cosas que tú dispones? ¿Con tanta facilidad puede romperse, quebrarse una vida? ¿A qué razón debo atribuir lo que me sucede, lo que nos sucede?»

«Ella retiró la mano en el Liceo, eso es todo», balbució una voz aquí en su interior, de pronto.

Se incorporó. Se incorporó indeciso, espeluznado, atónito. Mariona estaba enamorada. Mariona estaba enamorada de Ernesto Villar. Mariona se había casado con él enamorada ya de Ernesto. Por eso su vida en común, el hijo, todo, no era más que un accidente. «No has vuelto a nacer», le había dicho ella esta noche. «Porque mi existencia en ti —clamaba Joaquín— solo se justificaba por mi presencia a tu lado; pero en el fondo de tu corazón, yo no había nacido nunca.»

Desde la habitación de Mariona llegó el llanto del niño, que se había despertado. Joaquín lo escuchó con el corazón suspenso. Tenía que arrebatarle este hijo, este hijo suyo, que llevaba su nombre y su sangre. No podía seguir mezclado a ella, ni al lado de ella, mientras ella pensaba en Ernesto Villar. Se lo tenía que arrancar de las manos.

Y, sin embargo, ¿cómo? Esta era la casa de Mariona, estaba con su padre, con su hermana, su servidumbre, sus amigos. Ante todo el mundo este hijo era de ella y apenas suyo, de Joaquín. «Soy un advenedizo —se decía—, un ser que pasa incidentalmente por su sangre, que se mezcla un instante, equivocadamente, y ya está.»

Había perdido toda su serenidad. Se levantó; abrió la ventana. Todavía existía, tenso, el hálito lunar, soberano sobre la campiña. Al fondo, al horizonte, se diseñaba esfumado el presagio primero del alba. Tenía que evitarlo a toda costa. No era un advenedizo; había dado su nombre y su fortuna, su honradez, su vida entera por este hecho. ¿Qué me importan los caprichos de su corazón? No le haría traición; lo impediría. Y, en todo caso, su reacción, su conducta inflexible harían aprender a Mariona quién era él.

Se desnudó y sin darse cuenta quedó dormido en el acto. Le despertaron, al cabo de unas horas, las voces de doña África, de su hijo, y de Ernesto, que acababan de llegar. Lavose y vistiose aprisa con sensación, aún nebulosa, de que lo del día anterior había sido una pesadilla. Su estado de ánimo era el mismo que el de antes de llegar a Santa María. Pero se sentía fatigado y horrorizado del exceso de la noche anterior. La decepción de las palabras de Mariona anoche, aunque dolorosa, la soportaba. Estaba vislumbrando ahora que lo relativo a Mariona y Ernesto había sido una sospecha de él, su primer ataque de celos.

Salió a desayunar. Los invitados habían empezado su visita por el jardín, donde aún estaban, pausa que él agradeció. Necesitaba aclarar su situación a solas, reflexionar, aunque solo pudiera disponer de cinco minutos. Era preciso a toda costa evitar que pudiera repetirse su arranque de la noche anterior, el ataque de misantropía infantil. Era necesario.

Después de desayunar se dirigió al jardín; pero antes de pasar la puerta observó a los invitados a través de la cortinilla de cuentas multicolores, hecha por Filomena, la masadera, durante el invierno, para que no entraran moscas. Por un instante, a la vista de Mariona y Ernesto, que charlaban apoyados en la baranda de la rotonda, volvió a encresparse la duda de la noche anterior. Pero se calmó en seguida. Transpuso la puerta con decisión y fue a saludarles sin pensarlo más.

Encontró a doña África muy avejentada. Y a Federico, su hijo mediano, pretendiente de Mercedes, más alto, como habiendo alcanzado plenamente un grado de hombría. Luego saludó a Ernesto, que se adelantó a tenderle su mano. Comentaron un instante las excelencias del paisaje, las bellezas de la casa y del jardín.

Don Desiderio, al fin, indicó:

—Tendremos tiempo de llegar al oficio. No conozco aún al nuevo vicario y me gustaría tratarle un poco. Nos podemos adelantar algo, y así aprovecharé para enseñarles la iglesia, que es muy vieja y muy típica.

Luego Mariona contó, riendo, la historia de la proclama del párroco anterior.

—También era muy viejo y muy típico —aclaró Mercedes, riendo. Federico Costa la miraba con ojos dulces tras las gafas.

—¿Vamos, pues?

Marcharon. Juan, el colono, había dispuesto la tartana vieja, anfibio de carro y tartana, para que todos pudieran ir cómodamente. En la primera fueron don Desiderio, doña África, Mercedes y Federico Costa. Jaime iba de tartanero. En la segunda iban Ernesto, Mariona y Joaquín, con Juan de timonel.

—¿No te cansa el campo, Mariona? —preguntó Ernesto, rompiendo el silencio.

—No —dijo ella—. Me encuentro muy bien aquí.

—¿Te gusta el campo a ti? —preguntó Joaquín a Ernesto, pues sentía que le era casi imposible hablar con su mujer o referirse a algo de lo que Mariona hubiera hablado.

—Me gusta como telón de fondo. En todo caso, quizá lo prefiera aún un poco más civilizado que este. —Joaquín manifestó extrañeza—. Quiero decir que no me gusta el campo en sí, sino una mezcla entre campiña y ciudad. Por esto encuentro que vuestra casa es estupenda. Si pusieras unos campos de tenis y electricidad, en nada se notaría que no estáis en una villa —concluyó.

—Podemos poner pistas de tenis, ¿no, Joaquín? —clamó ella, con entusiasmo ante la idea.

—¿Y con quién íbamos a jugarlo? —inquirió Joaquín, sin entusiasmo.

—Para jugarlo entre nosotros —respondió Mariona.

—¿Entre nosotros? —la miró extrañado. Luego añadió, para dar verosimilitud al diálogo, a los ojos de Ernesto—: Yo no tengo idea de cómo se juega.

—Lo aprenderías en dos días —terció Ernesto—. Es cosa de práctica. Y no es un deporte cansado, pero es muy completo.

—Si quieres que te sea franco —pronunció Joaquín—, no me tientan los deportes modernos. El mundo no hace más que crearse nuevas necesidades, como el marido de doña Clotilde —dijo dirigiéndose levemente a Mariona—, que necesita bañarse en agua de mar.

—Yo también lo hago casi todos los días —atajó Ernesto.

Joaquín miró a Mariona y pensó: «¿Por qué no se ríe ahora como ayer, cuando hablamos del otro tipo? ¿Es que por el hecho de que sea Ernesto quien lo haga deja de ser ridículo?».

Luego hablaron de caballos, a propósito de Revérter.

—Es uno de los caballos más hermosos que he visto —dijo Ernesto—. Me gustaría montarlo.

—Nadie lo ha hecho —contestó Joaquín—. No sirve para eso. No ha hecho otra cosa que tirar de la tartana.

—Por eso está tan nervioso —arguyó Ernesto—. Aunque tirara de la tartana toda la vida no se llegaría a acostumbrar nunca. Está deseando soltarse, que le lancen a correr.

—¿Por qué no lo montas? —propuso Mariona, ilusionada. Joaquín adivinó en la mirada de su mujer un destello mezclado de emoción y de admiración.

—Si me dejáis, esta tarde probaré.

—No —pronunció Joaquín con sequedad—. Sería desbaratarlo.

—¿Desbaratarlo? —inquiríó Mariona con desdén.

—Más probable es que me desbarate él a mí —advirtió Ernesto con gracia—. A él no le sentará mal.

—Después no habrá quien lo tenga en la cuadra —manifestó con dureza Joaquín—. Pero, en fin, si te empeñas...

Cuando la tartana estuvo al otro lado de la rambla, se apearon y se unieron a los demás, que ya empezaban a subir a pie la cuesta de Las Casetas. Hicieron el camino con lentitud, pues doña África estaba bastante atropellada para aquellos caminos.

—La cuesta es muy pesada, pero vale la pena —expresó con entusiasmo don Desiderio—. Verá usted qué fresca es la iglesia. Allí podrá descansar. Y el pozo de la iglesia es uno de los de agua más clara y sabrosa de toda la comarca. Hay quien viene de los pueblos vecinos solo por beberla,

Desde la cúspide, don Desiderio hizo observar a todos la extensión de la finca, y del otro lado de la loma, el campanario de la iglesia emergiendo entre unos topos de follaje. Joaquín recordó el instante en que, años atrás, se lo había mostrado él.

Mercedes y Federico Costa iban un poco adelantados. Doña África y don Desiderio, sin decírselo, se sentían ligados por una misma complicidad.

No habían llegado todavía los payeses y la parroquia presentaba un aspecto de casa de campo, con las gallinas hasta en el confesonario. Al fin, compareció el sacerdote, un muchacho joven, de atildadas maneras, con gafas doradas y unas manos muy pulcras. Don Desiderio se dio a conocer.

El cura le saludó.

—Había tenido ocasión de ver a su hija de usted, una tarde en que me llegué a Las Torres para saludarles. Usted debe ser el señor Rius —dijo, dirigiéndose a Joaquín.

Joaquín intentó besarle la mano, pero el cura mantuvo la suya firme, con deferencia. Joaquín, a cada gesto, observaba de pasada a Ernesto, como cuando eran compañeros de colegio, aunque ahora con un sentido especial, incoherente, además del antiguo.

—¿Quieren ustedes pasar a la Rectoría? Poca cosa hay que mostrarles y, además, no he empezado todavía el arreglo que proyecto. Sin que fuera en absoluto la culpa de mi antecesor — añadió—, era preciso descubrir algunos pequeños tesoros artísticos que tienen su interés. Por ejemplo, este san Roque —y mostró una imagen oscura, dramática, del santo, a medio andar, en uno de los altares—, que he restaurado y que es una verdadera joya de arte campesino. Debe de ser cosa de finales del siglo XIV.

Los visitantes observaron la imagen.

—¿Ha hecho usted mismo la restauración? —preguntó Ernesto con detenimiento.

—Sí... Es decir, restauración... —añadió con sencillez—. Un modesto trabajo de limpieza, de sacarle los colores, de añadir alguna mordedura, siempre que no se notara excesivamente.

—Está prodigiosamente conseguida —añadió Ernesto.

—No tiene mérito; es mi única afición, el arte. Considero que ha sido uno de los caminos de mi vocación.

—¿No se notará usted extraño aquí, en este caso? —inquirió don Desiderio mientras subían por la escalerilla al coro—. No tendrá usted apenas contacto con el mundo.

—Esta es una de las razones que me hacen estar más satisfecho de este retiro. Además, la labor entre estas gentes sencillas es para mí más grata y más adecuada que en lugares de mayor compromiso. Dado mi carácter y mis posibilidades, no me hubiera podido desenvolver en una gran parroquia. El señor obispo, en este sentido, ha demostrado una vez más su talento y el conocimiento que tiene de su grey.

—¿Conoce usted personalmente al señor obispo? —preguntó don Desiderio.

—Sí, señor; tuve el honor de ser recibido en audiencia en varias ocasiones. Era amigo de mi padre, que Dios tenga en gloria.

—Perdone —inquirió, intrigado, el señor, Rebull—. ¿Cómo se llama usted, padre?

—Francisco Porta; padre Francisco Porta.

—¿No será usted hijo de don Francisco Porta, el abogado, una gran persona, que fue en vida íntimo nuestro?

—Sí, señor. Mi padre era abogado.

—¡Hombre, por Dios! —exclamó don Desiderio—. ¡Qué gran alegría! No sabía que...

—Al morir mi padre. Claro que mi vocación era ya muy antigua.

—¿Cuántos hermanos son ustedes?

—Siete. Tres mujeres y cuatro varones.

—Debe de ser usted de los mayores.

—El mayor —respondió con presteza el sacerdote—; la pequeña apenas tiene catorce años.

Entraron a ver la Rectoría, que les fue mostrada por el padre Porta con una simplicidad encantadora, exquisita. La visita fue rápida, pues el cura tenía que ir a prepararse para el oficio y atender a los vicarios de los dos pueblos vecinos que habían acudido.

—Recuerdo perfectamente a este muchacho —dijo don Desiderio a doña África—; le recuerdo de cuando iba de calzón corto. Es un gran talento. He leído trabajos suyos en alguna revista de arte. Nadie lo diría, enterrado en este hoyo parroquial, entre campesinos. Y lo más probable —añadió— es que permanezca aquí hasta el fin de sus días, como el anterior. Lo que sentiría es que aquí se malograran su estímulo y su talento.

—Tiene el aspecto de un hombre voluntarioso —dijo doña África—. Me ha producido muy buena impresión.

Después, se sentaron todos en el banco de la familia, en el que don Desiderio, antes de transferir la finca a Mariona, había hecho inscribir a la derecha el apellido: Rius.