Los Rossi caminaban muy lentamente hacia la estación del ferrocarril. Parecía que se estaban dando tiempo para arrepentirse. En verdad no estaban muy seguros de la decisión de ir a Berna. Aunque muchos dijeran que allí, en la capital, es donde alcanzarían la prosperidad que en su Arzo natal no podían encontrar.
Entre los Alpes, el pequeño pueblo de la región del Ticino, el cantón italiano de la Confederación, tenía esa paz de rebaño a la que estaban acostumbrados, pero el chocolate artesanal de Antonio Rossi era demasiado lujo para los escasos recursos que circulaban entre sus vecinos, la mayoría de ellos pastores y pequeños agricultores.
De modo que allí iban, Rosa con su embarazo de cinco meses por delante, con el pequeño Baptista a su lado, y una enorme maleta con vestidos y algo de la desgastada vajilla heredada de parientes italianos. Unos pasos atrás, Antonio cargaba el resto del equipaje con sus fornidos brazos. No llevaban demasiadas cosas. Al resto lo iría adquiriendo con el tiempo, en la medida que consiguiese un empleo honesto. Corría el quinto año del siglo veinte y los nuevos tiempos eran prometedores en las románticas metrópolis europeas.
Rosa y Antonio compartían el mismo apellido: Rossi. No resultaba extraño. En Arzo, nueve de cada diez habitantes eran Rossi. Todos católicos. Todos acostumbrados al esfuerzo cotidiano para sobrevivir.
Con sus inquietantes dudas y sus angustias ante el devenir incierto, la familia arribó al andén de la pequeña estación. Recién cuando se acomodaron en sus asientos de madera, echaron una mirada al valle, debajo de las imponentes montañas. El pequeño Baptista se quedó parado frente a la ventana un largo rato y sólo dejó de mirar mucho tiempo después, cuando el tren, en su avance entre las nubes de vapor, alcanzó velocidad y perdió de vista el paisaje sereno del pueblo.
Una vez instalados en la modesta casa de departamentos que alquilaron, Antonio se dedicó a buscar colocación. No le llevó demasiado tiempo. En una semana, por recomendación de un coterráneo, pudo emplearse en una pastelería del centro de Berna. El chocolate era un alimento codiciado por los citadinos suizos y Antonio era realmente bueno en su oficio. Puso sus secretos de chocolatero al servicio de sus empleadores, quienes rápidamente, gracias a sus nuevos productos, incrementaron sensiblemente la clientela.
Antonio Rossi se sentía satisfecho. Poco a poco se iba afianzando en la ciudad y se fue convenciendo de que haber emigrado de Arzo había sido un acierto. Cada vez se acordaba menos de su pueblo y la correspondencia con sus parientes se fue haciendo más espaciada.
Poco afecto a las palabras, se concentró en el trabajo. Eficiente y cumplidor, fue ganándose el lugar que había ido a buscar.
El único día que faltó, mejor dicho la única tarde, fue la del 30 de octubre de 1905. Poco después del mediodía de esa fresca jornada otoñal, Rosa empezó con las contracciones que anunciaban el inminente nacimiento de su nuevo vástago. Antonio convocó a la partera y cuando llegó, se sentó a esperar pacientemente en la sala contigua al dormitorio.
Antes de las 4 de la tarde, Rosa terminó de pujar y sus gritos ahogados dieron paso a un llanto estridente. Antonio se paró con expectación, aguardando el permiso para entrar y ver a la criatura que tan fuerte se hacía escuchar. La partera le dio la noticia.
—Es una niña, señor, y fuerte como su madre.
Demoró unos instantes en digerir la sorpresa. Aún sin decepcionarse, Antonio estaba seguro de que sería varón.
A pasos largos entró a ver a su mujer y a su hija.
—¡Rosa! ¿Cómo estás?
—Bien, las dos Rosas estamos bien.
—Ah, veo que ya está decidido el nombre.
—Sí, pero también será Martha, como tu hermana. Las familias quedarán conformes.
—Rosa... Martha... Rossi... muy bien, de las nuestras, y bien cristiana, como todos nosotros.
Los siguientes años fueron de estabilidad para la familia. Los duros tiempos de Arzo parecían haber quedado lejos. Antonio se consolidaba como artesano de los chocolates mientras su hijo Baptista se colocaba como ayudante de uno de los relojeros alemanes más prestigiosos de Berna.
En la casa, Rosa tomó el control de la educación de la pequeña y bellísima Rosa Martha, que asistió a la escuela pública y rápidamente demostró habilidad y capacidad para desenvolverse. Leer y escribir fue para ella un juego. Tan pronto terminaba sus tareas, se divertía tarareando alguna canción y mostrando sus naturales dotes histriónicas en cualquier escenario improvisado, simulando ser una actriz; incluso a veces se enfundaba en viejos vestidos de su madre y se colocaba grandes sombreros emplumados.
La vida transcurría sin sobresaltos. Así, hasta el verano del 14 cuando en Sarajevo se produjo el asesinato del archiduque Francisco Fernando y Europa ingresó velozmente en el agujero oscuro de la guerra. Toda la atención se centró en un complejo tramado de alianzas estratégicas que condujeron a invasiones, reclutamientos que engrosaban ejércitos y desarrollo de nuevas tecnologías bélicas.
Pese a la neutralidad de Suiza, las economías de todo el continente se concentraron en el belicismo y hasta se modificaron conductas en los ciudadanos que no podían permanecer al margen. Las diversas etnias y culturas que integraban la Confederación pusieron al descubierto los intereses y las simpatías de cada uno de sus habitantes. Algunos por el Eje, otros por los aliados. Hasta se sucedieron escaramuzas de importancia en las calles de las principales ciudades.
Aunque alejados de ellas, la realidad para los Rossi también cambió.
La escasez de insumos y materias primas, la cautela de los consumidores y el temor por la expansión de la guerra incidieron directamente en la tranquilidad de los suizos. La pastelería redujo la elaboración de sus productos y Antonio terminó sin empleo ni perspectivas serias de reinsertarse.
Baptista emigró a Ginebra, donde la relojería tenía una filial y su técnico en reparaciones se había retirado. Además, su propietario, de origen alemán, temía que los grupos antagónicos que aparecían por las calles comenzaran a ensañarse con él.
Por duro que habían trabajado, Antonio y Rosa no tenían ahorros y pronto la calma familiar dio lugar a la desesperación.
Antonio carecía de la osadía suficiente para enfrentar una contingencia que nunca previó, pero Rosa era de esas mujeres que aceptarían cualquier decisión de su esposo, como cuando emigraron a Berna. Ahora, el chocolatero creyó que debía dar marcha atrás. Entre la certeza de pasar hambre en la capital y la modesta perspectiva de volver a las pasturas de Arzo, eligió el regreso a su tierra, en el valle de los Alpes.
Temeroso aún de su destino, habló con su mujer para convencerla de que lo mejor sería que viajaran los dos solos. A su juicio, la pequeña Rosa Martha estaría más segura como interna en un colegio católico. Además, se garantizaría el alimento de cada día y quedaría muy lejos del peligro de la expansión bélica de Europa.
La sumisa madre le dio la razón, y aunque derramó algunas lágrimas, se esforzó en contener sus emociones y no manifestar ningún tipo de protesta ni duda.
No obstante, ella misma preparó a la niña y trató de explicarle las razones de la decisión.
—Ya hablé con las hermanas y me aseguré que vas a estar en un lugar apropiado y seguro. Esto de la guerra no durará mucho, querida mía, así que antes de que te des cuenta, nos reuniremos nuevamente.
—Pero, mamá, yo no quiero quedarme sola en ese lugar. ¿Cuánto tiempo deberé estar allí?
—El que sea necesario para completar tus estudios. Aunque no tuviésemos que irnos de aquí, igual tenías que ir al colegio.
—¿Y por qué no voy a estudiar a otro lado? ¿Por qué no puedo ir con ustedes?
—Mi niña, tu padre y yo estamos convencidos de que esta es la mejor decisión. Estarás bien cuidada y tendrás nuevas compañeras. Nosotros vendremos a verte apenas podamos, y te prometo que será pronto.
—¿Y si no vuelven? —preguntó entre sollozos y estrechó a su madre en un abrazo.
—¡Claro que volveremos! Verás, vas a estar tan bien que seguramente serás tú quien no se acuerde de nosotros.
—¡No! ¡Siempre te voy a extrañar!
—Yo también hija, y perdón, pero esto es lo mejor. Te prometo, te juro que vas a estar bien.
Madre e hija quedaron sentadas en el piso, llorando y rodeándose en un abrazo que ninguna quería acabar.
Rosa Martha, con sólo nueve años de edad, no pudo entender los motivos y tampoco tuvo la opción de oponerse a la orden de sus padres: quedó confinada al micromundo del establecimiento religioso. Rígido en sus hábitos y severo en los castigos hacia las “malas conductas”, aunque sólo se tratase de naturales travesuras.
La pequeña sufrió varios de esos castigos. A veces la obligaban a fregar los pisos de rodillas y, en otras ocasiones, a lavar las sábanas de las demás internas.
La mayoría de las veces, las razones de sus castigos eran el aburrimiento y la tristeza, que a veces la dejaban abstraída de la realidad. Tenía tanta facilidad para aprender que siempre terminaba las tareas mucho antes que el resto de la clase. Parte del tiempo que le sobraba lo empleaba en hacer morisquetas y distraer a sus compañeras. Incluso a veces simulaba graciosas reverencias a sus maestras, quienes tomaban la actitud como una burla. Hasta se llegó a ganar un durísimo castigo por un acto demasiado audaz y desafiante. Una tarde, después de debatir acaloradamente acerca de si las monjas tenían o no la cabeza rapada, se atrevió, de un salto y a velocidad de gacela, a quitarle la cofia a una de ellas mientras cruzaba uno de los patios del colegio. Sació su curiosidad al ver que la religiosa tenía el cabello extremadamente corto, pero provocó un escándalo de proporciones entre las autoridades del establecimiento. No se animaron a expulsarla, pues todavía recibían las remesas de los Rossi y no eran tiempos de rechazar ningún dinero.
Su capacidad de aprendizaje le permitió hablar otros idiomas. Al ser Suiza una confederación de estados pluriculturales, no era extraño que sus compañeras de aula fueran de origen italiano y alemán. Además, para proteger a sus hijos de la guerra, muchas familias de Francia, Bélgica, Inglaterra y hasta de España decidieron dejar a sus hijas en colegios de ese país neutral.
La situación le permitió a Rosa Martha una comunicación fluida en otras lenguas, además de escuchar con fascinación la descripción de paisajes de otras ciudades europeas.
Cada vez que podía alternaba el estudio y las penitencias con la lectura de obras de teatro. Podía leer con facilidad a Goethe, Molière y Shakespeare. Aunque no los comprendía del todo, la lectura de esas obras y la manera en que estaban escritas, le estimulaba el vuelo de la imaginación. Se veía ella misma dentro de las escenas; se deleitaba y soñaba con estar en las tablas alguna vez, interpretando a los principales personajes.
Así fueron pasando los años para la menor de los Rossi. El tratado de Versalles puso fin a la Gran Guerra, pero el Viejo Mundo había quedado devastado. El horror de las batallas dejaba ahora un escenario de desolación, con miles de huérfanos, viudas y padres sin hijos.
Tres años después de la firma de la paz, el día que Rosa Martha cumplía dieciséis, la Madre Superiora de la Congregación que regenteaba el colegio la mandó a llamar a su despacho.
La anciana religiosa la esperó con la rigidez y solemnidad de siempre.
—Señorita Rossi, sabrá usted que lleva en esta casa más años de los que necesitaba para su educación.
—Lo sé, pero, con todo respeto Madre, no crea que es por mi voluntad. Llevo siete años sin noticias de mis padres. No sé nada de ellos, ni de mi hermano, y hace tiempo que estoy esperando que vengan a buscarme. Igualmente supongo que a usted le han estado enviando remesas de dinero suficiente como para pagarle mi alojamiento y comida.
—¡Deje a un lado su insolencia, Rosa! Todos estos años fue más desafiante de lo que podíamos tolerar. De todos modos, la he llamado precisamente para anunciarle algo relacionado con lo que usted acaba de mencionar.
Rosa Martha cambió de actitud. Sintió angustia en el pecho y su cuerpo se puso tenso, como dispuesta a recibir una mala noticia. La religiosa continuó:
—Desde que terminó la guerra su familia ha dejado de enviar las remesas de dinero para su sostenimiento. Esto significa que durante los últimos tres años, esta institución la estuvo manteniendo sin recibir un sólo franco. La escuela no puede seguir sin que una alumna pague su contribución.
—Espere un momento, ¿cómo es que mis padres no enviaron dinero? ¿Qué les pasó?
—No crea que no los hemos buscado. Apenas se firmó el armisticio se fueron de Arzo. Me llegaron noticias de que cruzaron la frontera y volvieron a Italia. Quizás a emplearse en las cosechas, de tierra en tierra; errantes y vagabundos. Y antes de que pregunte por su hermano, le diré que también emigró. Se fue a Alemania. Parece que sus conocimientos sobre máquinas de precisión son muy requeridos allá.
Las explicaciones, y la forma de darlas de la Superiora, golpearon el ánimo de Rosa Martha. El tono y la severidad del rostro de la monja restallaron como latigazos en el alma. Las palabras tajantes, expelidas con desprecio, se repetían en su cabeza. Era cierto que no había tenido más comunicación con sus padres desde su ingreso al colegio, pero siempre pensó que se trataba de algo transitorio. Quería hablar, decir cualquier cosa, pero su garganta estaba ahogada por el desconcierto y el dolor. La Madre Superiora tampoco le dio tiempo a reflexionar. Continuó con su monólogo, ignorando por completo las sensaciones de la joven.
—Así que, señorita, he pensado en darle la oportunidad de que usted salde la deuda con el colegio, quedándose por un tiempo aquí, trabajando para nosotras en tareas de limpieza y mantenimiento. Tendrá una cama, comida y podrá devolver a la congregación todo lo que se ha hecho por usted.
Recién allí Rosa Martha levantó la vista hacia los ojos de la monja. Las últimas palabras la sacaron de su momento de ensoñación y ahora, con el ceño fruncido por una mezcla de rabia y tristeza, y la cabeza erguida, sólo soltó una pregunta.
—¿Alguna otra cosa, Madre?
La anciana esperaba otra reacción. Pensó que escucharía protestas o más preguntas. Impasible, superó ese estado de confusión y dio por cerrada la charla.
—Nada más, señorita Rossi. Vea a la Hermana Matilde, ella le dará instrucciones para sus tareas y le indicará su nuevo lugar de alojamiento.
Sin más, Rosa Martha se levantó de su asiento y caminó hacia la puerta. Quería dejar rápidamente el inmenso y oscuro despacho que la oprimía.
Bajó por las escaleras, atravesó todo el largo del claustro y se dirigió hacia el patio. Un torrente de sentimientos confusos le lastimaba el pecho. Se sentó debajo de uno de los pinos más añejos y entonces le brotó el llanto que estaba reprimiendo desde hacía tiempo. Años quizás. Estaba desconsolada. Las lágrimas y los profundos suspiros acongojados brotaron incontenibles.
No podía entender el desamparo. ¿Debía buscar a su familia? ¿Dónde y cómo? Acurrucada, con la cabeza entre las piernas y las manos crispadas golpeándose la frente, quedó atrapada en un remolino de dolores, odios y miedos. En ese momento se dio cuenta de su inmensa soledad.
En ese estado, daba lo mismo estar adentro que afuera. O mejor, lo de adentro ya se conocía, mientras que el afuera era una posibilidad por conocer.
Cuando se calmó, trató de reflexionar sobre su situación. No quería permanecer más en ese lugar y decidió huir. Ni siquiera daría aviso, simplemente esperaría la ocasión para irse sin que nadie la viera. Sabía que era un acto de desobediencia, pero no le importó.
Antes del mediodía, Rosa Martha cruzó la reja del colegio. Una vez en la calle, ni siquiera se dio vuelta para mirar el lugar que dejaba. El viejo edificio, tan medieval como las vidas que guardaba en su interior, quedaba para siempre en el pasado. Un pasado tan oscuro que no tendría ganas de evocarlo jamás.