Europa fue un escenario de marcados contrastes en el ánimo de sus habitantes. Los tratados que pusieron fin a la guerra cambiaron el mapa mundial. Países que se anexaron a otros juntando diversas etnias antes enemigas; creación de nuevos estados; gente que perdió su nación, guardando en la intimidad su sentido de patria; ganadores y perdedores; premios y castigos, todos en exceso. Demasiados cambios para sacudir la mente y el alma de los ciudadanos. Por supuesto, a eso se sumaron la pérdida de millones de vidas y la destrucción de edificios, campos, caminos y la infraestructura de servicios. Muchos nobles perdieron parte de sus bienes; varios de ellos quedaron con la aristocracia del linaje heredado pero las cuentas en cero. La dimensión de las secuelas tras el conflicto fue tan descomunal que inevitablemente, como en todos los ciclos de la historia humana, surgirían otras corrientes para contraponer el espanto reciente.
Eran consecuencias lógicas los nuevos vientos que necesariamente debían insuflar una renovada cuota de optimismo en la gente. Era imperioso erradicar las tristezas de la guerra y reemplazarlas por alegrías, aunque fuesen, en cierto modo, ficticias. Después del horror, el pensamiento se orientaba a vivir del mejor modo posible, por encima de las estructuras. Disfrutar como se pudiera, mientras hubiese vida.
Así, el romanticismo de la belle époque quedaba definitivamente en la memoria de los nostálgicos. Llegaban nuevos tiempos; los Años Locos se instalaban en el continente.
El charleston americano sonaba con fuerza en todos los salones de baile desplazando de ese privilegio a los valses vieneses. La escasez de materias primas dio nacimiento a las faldas más cortas y livianas dejando en el desván a los largos y primorosos vestidos que lucían las damas desde fines del siglo anterior. Ya no se veían sobre las cabezas los grandes y distinguidos sombreros; ahora se usaban unos diminutos pero elegantes, dejando más visible los rostros. Ni enormes calzones, ni enaguas, ni corpiños. No era ya momento de mostrar pechos como símbolo de maternidad, sino de lucir otras partes del cuerpo con mayor libertad.
Y los hombres, se atrevían a lucir pantalones anchos, sacos a rayas y sombreros ranchos de paja.
Ingenieros, técnicos y audaces ensayaban nuevos modelos de aeroplanos, buscando cumplir el antiquísimo anhelo del hombre: volar, costara lo que costase.
Como en todo momento de desenfado social, como reacción a tanta angustia, el arte era uno de los ámbitos de preferencia para expresar los nuevos tiempos y ejercer poderosa influencia en los cambios de hábitos, en nuevas manifestaciones culturales.
Cabarets, vaudevilles, teatros, óperas y operetas abundaban ante públicos ansiosos por distraerse.
Por supuesto, el cine aprovechó estas tendencias y dio oportunidad a jóvenes realizadores que ensayaron tan atrevidas como exitosas narrativas. La prolífica producción europea le dio al cine el rango de arte y se expuso ante el mundo. Las alicaídas arcas de los grandes estudios estadounidenses, imposibilitadas de enfrentar contratos costosos, habilitó la inyección de algunos capitales en Europa para que desde allí, con costos operativos más reducidos, se abasteciese a las cadenas de exhibición en América. Además generaba la atención del público del Viejo Continente y tenía la posibilidad de encontrar nuevos talentos.
Así había interpretado la realidad la joven Rosa Martha. Con dieciséis años ya insinuaba condiciones que le ayudarían a abrirse camino en lo que sería su eterna búsqueda de felicidad. Sus hermosas facciones, una fresca simpatía y un cuerpo equilibrado que prometía ser exuberante, se conjugaban perfectamente para enrostrar a cualquiera su profundo e íntimo deseo de trascendencia.
Después de la fuga del colegio, sin equipaje ni dinero, deambuló durante varias horas hasta salir del centro de la ciudad y detenerse en la periferia. Sobre una colina encontró una gran casona de madera, semejante a un establo, donde una mujer joven se encontraba de rodillas abocada a las tareas del espacioso jardín.
Rosa Martha se acercó y sin titubeos le dijo lo que debía decirle, como si estuviese recitando.
—Disculpe señora, estoy sin dinero y en cambio sí tengo mucho hambre. Su jardín es demasiado bonito y, si me lo permite, podría ayudarla a cambio de pasar la noche aquí.
La mujer levantó la cabeza, sorprendida.
—¿Y quién eres tú, niña?
—Me llamo Rosa, señora, Rosa Martha Rossi.
—¡Ah, italiana!
—No señora, nací aquí, en Berna.
—Ajá, ¿y qué haces sola? ¿No tienes padres?
Debía improvisar a cada instante. Con su dolor tan fresco, no quería dar largas explicaciones. Al fin y al cabo, sólo deseaba un poco de tiempo para pensar, de modo que no le pareció mal alguna que otra mentira.
—No, ya no los tengo. Estuve interna en un colegio durante la guerra. Sé leer, escribir, hacer cuentas y actuar —dijo, acompañando cada frase con movimientos y gestos elocuentes, como reafirmando sus dichos.
—¿Actuar? Quieres decir... ¿actriz? ¿A tu edad?
—Bueno, en realidad me gustaría estar en el teatro o en el cinematógrafo.
—Jovencita, estás en casa del Señor, ¿eres cristiana?
—Sí, señora, católica apostólica romana, pero esta no parece una iglesia.
—Claro que no, es un templo protestante. Mi esposo es pastor de esta comunidad desde hace diez años. Pero, da igual. Todos somos hijos de Dios, así que si quieres pasar algunas noches aquí, no habrá problemas.
—¡Gracias! —dijo entusiasmada—. Le ayudaré en todo lo que sea necesario y le aseguro que me ganaré la comida.
—Vamos, de eso hablaremos después. Ahora ven conmigo, te presentaré a mi esposo y buscaremos un lugar para ti.
La mujer tomó por el hombro a Rosa Martha y con una sonrisa tranquilizadora la llevó hasta el interior de la casa. La joven sintió alivio y satisfacción por haber sorteado rápidamente el primer desafío de su exilio.
No fue una ni dos noches. Pasó dos años con el matrimonio, que finalmente se encariñó con ella. Rosa Martha recibió amabilidad y afecto, además de comidas calientes, una modesta pero cómoda cama y vestidos. A cambio, ayudaba en las tareas domésticas sin que se lo exigieran y también, voluntariamente, colaboraba en las actividades del templo.
Desenvuelta y locuaz cuando quería serlo, se las ingeniaba para trabar conversación con algunos feligreses de ascendencia italiana y sonsacarles información sobre Arzo. Aún con el dolor por la sensación de abandono, quería tener noticias de su familia. Todos sus intentos fueron infructuosos. La evocación por aquel último abrazo entre lágrimas con su madre la hacía estremecer. Las emociones eran contrapuestas entre la pena y la rabia; entre la nostalgia y el deseo de olvidar. Cada vez que pensaba en buscar a sus padres, se preguntaba a sí misma por qué ellos no la habían buscado. ¿Estarían vivos?, ¿se habrían ido a Italia como dijo la Superiora? ¿Cómo podían haberla dejado librada a su suerte? Quizás una razonable imposibilidad de volver por ella habría dejado a su madre con la esperanza de que el azar le indicara el destino. De momento, eso es lo que estaba haciendo, dejar que las situaciones le marcaran el rumbo.
Con el tiempo, y ante la premura por encauzar su vida, la resignación le fue disipando esos estados y a fuerza de necesidades, se fue preparando para enfrentar la realidad.
Se prometió a sí misma no detenerse nunca y jamás dar marcha atrás. Soñaba alcanzar un lugar, un espacio del que nunca nadie pudiese sacarla. No quería ser espectadora, sino protagonista de la vida.
Por ahora, había sorteado el primer paso, asegurándose sus necesidades elementales, cubiertas en la vicaría.
Sintió pena de haber ingresado a la casa con una mentira, pero creyó que ya era tarde para explicar su historia. Al fin y al cabo, no modificaría en nada la situación.
Como si fuese necesaria una muestra de agradecimiento, se convirtió al protestantismo. No sólo les proporcionó una alegría al pastor y a su esposa, sino que ella misma consideró que se habían mostrado más humanos que aquellas monjas católicas que la albergaron durante siete años.
Se sintió contenida y, gracias a su participación en las ceremonias religiosas, tomó contacto con la gente más necesitada del lugar. Conoció de sus carencias y deseos de encontrar salida a sus situaciones a través de la fe. Al término de cada ceremonia, hacía pequeñas representaciones a los niños, provocándoles espontáneas carcajadas con sus teatrales improvisaciones.
Aunque a veces la pena por el desgarro familiar le aparecía como una ráfaga que le ahogaba el pecho, Rosa Martha se encontraba en un ambiente cómodo. La angustia por el pasado y el deseo de encontrar a los suyos, iba cediendo paso a otra necesidad: su propio futuro.
Sentía gratitud hacia la pareja que la había cobijado, pero íntimamente sabía que su vida no quedaría en ese lugar. A medida que su cuerpo crecía y se hacía cada vez más hermoso, sus sueños llegaban más lejos. Sus aspiraciones se transformaron en una necesidad. Quería, simplemente, ser alguien. Deseaba fervientemente que nunca nadie la despreciara; que pudiera ser querida y no olvidada nunca. Como una revancha por el abandono.
Decidida a encontrar su destino, aprovechó la primera oportunidad para seguir su viaje a lugares desconocidos y situaciones impredecibles.
Esa ocasión se le presentó una mañana, mientras hacía una de las acostumbradas breves representaciones histriónicas a los hijos de los feligreses que asistían al oficio. Al término de su acto, mientras los niños se dispersaban, alguien se quedó para aplaudirla. Rosa Martha, sorprendida, miró a un hombre joven y muy apuesto, quien con una amplia sonrisa festejaba su actuación. Se acercó y le tendió la mano.
—Muchas gracias, señor...
—Antoine —respondió el hombre mientras besaba su mano—. Y debo decirle que el agradecido soy yo por permitirme un momento de buena distracción.
—Encantada, me llamo Rosa Martha. Pero, a usted nunca lo he visto por aquí.
—Seguro que no, he venido a Berna a saludar a una tía a quien no veo desde hace varios años, cuando era un estudiante. Ella es muy amiga de la esposa del pastor.
—¿Usted se educó en esta ciudad?
—Sí, esa tía me trajo cuando empezó la guerra. Luego terminé mis estudios, hace algo más de cinco años, y finalmente volví a mi hogar, en Lyon.
—¿Ah sí? ¿Y a qué se dedica usted, señor Antoine, si me permite la curiosidad?
—Estudié arquitectura, pero en realidad creo que mi destino está en otro lado.
—¿Dónde cree usted?
—¡En el cielo! —respondió entre risas—. Quiero volar, pilotear aeroplanos y cruzar todos los paisajes del mundo.
—¡Oh, qué deseo tan maravilloso! Quizás, en cierto modo, yo también comulgue con la idea de remontar vuelo.
—Bueno, no me parece que le vaya a resultar tan difícil. Sólo verla y uno se da perfecta cuenta de sus cualidades, y fundamentalmente de su iniciativa. Eso sí, no creo que sea este el lugar más apropiado desde donde usted pueda... despegar, por así decirlo.
—A veces pienso lo mismo y creo que sólo espero el momento justo.
—Le diré algo, señorita. Creo que uno no se puede pasar mirando la vida como a través de una ventana. Le aseguro que puede ser más interesante y más intensa si sólo nos disponemos a seguir los deseos. Como ir detrás de un sueño, poco de previsión, mucho de instinto. Nada de especulación, todo de espontaneidad. Usted debe tener su estrella, no tiene más que decidirse a seguirla.
—Me conmueve lo que me dice, Antoine. Es probable que este no sea mi espacio, a pesar de que me han recibido muy bien. Pero aún no encuentro hacia dónde debo ir.
—Yo le ofrezco una ayuda. Mi tía tiene amigos en Dijón. Un matrimonio que posee una tienda, muy buena gente. Hablaré con ella y seguramente le podrá conseguir una colocación allí. Pero eso sí, en caso de que lo logre, tómelo como un paso más. No sé por qué tengo la certeza de que usted podrá cruzar varios puentes hasta alcanzar lo que realmente quiere.
—¿Haría eso por mí? ¿En serio? No entiendo, ni siquiera me conoce...
—Eso no importa. Si está bajo la protección de esa gente, debe ser buena persona. Además, ya percibo en usted una esencia especial y sería una injusticia que no brotara. Confíe y busque su deseo. Mañana mismo tendrá noticias sobre lo prometido.
—¿Vendrá usted a traérmelas?
—No, lamentablemente no podré. Hoy estoy partiendo hacia Marruecos. Creo que tengo la posibilidad de pilotear aviones allí.
—Va detrás de sus sueños.
—Tal cual. No olvide Rosa Martha que hay un mundo y puede ser suyo.
Por un instante quedó en un estado de ensoñación, con la mirada perdida en el infinito, asociando cada palabra de Antoine con sus propias ilusiones.
—Sí, creo que tiene razón. Le agradezco mucho todo lo que dijo, ha sido muy importante. Pero, ¿volveré a verlo? Quizás usted sea un gran piloto de aeronaves y yo una pasajera en mi recorrida por el mundo.
—Estoy seguro de que usted, encantadora Rosa Martha, tendrá su propio vuelo. Algo me dice que, en algún rincón del mundo, volveré a verla. Y ahora, debo despedirme. Fue un enorme placer. Y prepárese para Dijón. Será su próximo puente.
La joven quedó embelesada ante la fugaz presencia de Antoine y un ligero estremecimiento le recorrió el cuerpo. Su porte y su lenguaje no dejaban dudas sobre la condición de un caballero con todas las letras. La despedida fue tan repentina como el inicio de la conversación. Y el corazón de Rosa Martha quedó tan agitado como sus pensamientos.
A la mañana siguiente llegó una breve misiva escrita en fino papel a la sede de la vicaría. En ella, la tía de Antoine le comunicaba que el matrimonio amigo de Dijón quedaría muy complacido de recibirla como dependienta de la tienda de telas en esa pequeña ciudad francesa. Estaba todo dispuesto para que emprendiera el viaje en cuanto lo creyera conveniente. Le rogaba, eso sí, que fuera con la mayor prontitud posible debido a la imperiosa necesidad de emplear una persona con esas referencias para la atención de sus clientes en el salón.
La poderosa fuerza que emanaba de su juventud y de sus deseos más íntimos, fueron superiores a la tristeza que le provocaba dejar al matrimonio que la había cobijado los dos últimos años, y de quienes se sentía profundamente agradecida.
El vicario y su esposa sintieron mucho su partida, pero comprendieron que ella necesitaba encontrar caminos. Le ayudaron a armar un pequeño equipaje, le dieron algunos francos, suficientes para las primeras semanas en Francia, y la colmaron de consejos y muestras de cariño. Se prometieron mutuamente no olvidarse los unos de los otros y que se escribirían con asiduidad.
En vísperas de la primavera europea de 1924, Rosa Martha, con sus jóvenes dieciocho años, emprendía el viaje cargada de sueños y esperanzas. Tenía la certeza íntima de que iba camino a su felicidad y que desde ese mismo momento comenzaría a darle el vuelo anhelado a su vida.