IV

Dijón era una ciudad maravillosa. La iglesia de Saint-Michel, el palacio de los duques de Borgoña, las impresionantes esculturas de Claus Sluter y los centenares de edificaciones góticas y renacentistas. Su perfecto estado de conservación daba cuenta de la importancia que le atribuía la gente a su patrimonio histórico, aun en medio de la pujanza que se palpaba en cada calle de la ciudad. El arte brotaba en los rincones y eso reconfortaba el espíritu de Rosa Martha. Además, ¡estaba tan cerca de París! Su rostro se encendía y su hermosa sonrisa llamaba la atención de los transeúntes que la veían caminar por esas calles empedradas donde se mezclaban antiguos carruajes a caballo y modernos automóviles. Más de un caballero se quitó el sombrero a su paso. Hasta le hicieron un par de reverencias a la belleza y suavidad de su cadencia. Pero la joven Rossi no prestaba atención más que al paisaje urbano que tenía ante sí. Quería llenar sus profundos ojos grises de tanta magnificencia. Estaba tan embelesada que no sentía el peso de su equipaje.

No le costó encontrar el boulevard Saint Philibert.

De repente, se detuvo frente a una amplia vidriera en la que se veían prolijamente acomodados rollos de telas finas de una gran variedad de colores. Un hombre se asomó al umbral de las puertas que estaban abiertas.

—Señorita, ¿puedo ayudarla? ¿Busca alguna de nuestras telas? Le aseguro que son las mejores de la región.

—Usted debe ser el señor Flaubert —le dijo, al tiempo que le tendía la mano—. Soy Rosa Martha Rossi, vengo de Berna, es un placer conocerlo.

—¡Ah, claro! Usted es la joven a la que se refirió la tía de Antoine. Vaya, no se equivocó cuando la describió en su carta. Esa mujer y su sobrino son infalibles para echar el ojo a una persona.

—Ustedes se conocen mucho, ¿verdad?

—¿Que si nos conocemos? ¡Por supuesto!, ese muchacho es un verdadero señor, del condado de Saint Exupéry, el más querido en toda Francia.

—¿Conde de verdad?

—¿No lo sabía?, no me extraña. Antoine nunca quiso usar su título a pesar de que claramente le hace honor.

—Yo... no lo imaginé, parecía tan sencillo, ¡quién lo hubiera dicho!

—Bueno, si viene recomendada por él y su tía, está todo dicho. Estoy seguro de que me ayudará mucho en la atención a las clientas. Pero, venga, pase, mi esposa ya estaba impaciente por conocerla. ¡Jeanine!, ven aquí, llegó la señorita que esperábamos.

Después de las presentaciones, le enseñaron su habitación. Era una sala bastante espaciosa, ubicada en los fondos del depósito de rollos de telas. El lugar estaba prolijamente acondicionado y Rosa pensó que su estancia allí sería agradable.

Le explicaron en qué consistiría su trabajo, le prometieron cincuenta francos al mes y en poco tiempo aprendió sus tareas. La principal era la atención de decenas de clientas que cada día iban a comprar telas para confecciones femeninas. La escasez de géneros que dejó la guerra todavía se hacía sentir, de manera que desfilaban no sólo las que cortaban y cosían su propia ropa, sino también quienes confeccionaban las prendas de nobles y aristócratas. Al fin y al cabo, la moda se ajustó a los tiempos y todos los modelos fueron más reducidos.

La dinámica de la ciudad francesa sedujo a Rosa Martha, quien se sentía en plenitud. Trabajaba con eficacia y sus empleadores estaban muy satisfechos con su contratación. Fuera de los horarios en que la tienda permanecía abierta, ella aprovechaba para acomodar el depósito y adornar la vidriera con toques de buen gusto, cosa que atrajo cada vez a más clientas.

Los fines de semana eran el momento propicio para incursionar en todo lugar donde encontrase algo de arte. Y por las noches no dejaba de asistir al cinematógrafo, ni de quedar extasiada por la magia de las películas. Podía ver tres y hasta cuatro veces cada una. Se emocionaba con las historias dramáticas y suspiraba ante las escenas románticas. Se dejaba llevar por el mundo que creaban los actores y quedaba tiesa de admiración en su butaca hasta que tenían que pedirle que abandonase la sala. Se deslumbraba con Emil Jannings; se reía a más no poder con los cortos de Chaplin; trataba de entender las exageradas interpretaciones de Rodolfo Valentino y se contagiaba de la simpatía que irradiaban Douglas Fairbanks y Mary Pickford. Soñaba con estar dentro de la pantalla, ser parte de esa maquinaria de ilusiones capaz de mantener en estado hipnótico a la gente, de darle entretenimiento con fantasías, de desviarle el rumbo a sus preocupaciones cotidianas.

Tampoco dejaba de asistir a los teatros, museos y salas de exposiciones. Poco a poco iba cultivando su visión del mundo. El arte ayudaba a generar esa mirada. A su figura, dotada por la naturaleza, y a su inteligencia, forjada por necesidades imperiosas, sumaba otros atributos surgidos del aprendizaje mundano: delicadeza y elegancia.

Sus íntimos e intensos deseos de trascendencia la ubicaron en la paciente y expectante espera de una oportunidad. Así lo había hecho cuando el impulso que le dio Antoine la llevó a Dijón, casi sin pensarlo, sin reflexionarlo. Hasta ese momento, su vida había sido una búsqueda.

A veces el destino entrelaza hechos y personas sin conexión entre sí. Provoca giros que, en algunos casos, modifican lo imaginable y, en otros, dan paso a los anhelos más profundos. Como si un telón se descorriese para dejar a la vista un maravilloso escenario de teatro, Rosa Martha tuvo la oportunidad de entrar en el mundo deseado.

Había pasado algo menos de dos años como empleada de la tienda de los Flaubert y ya veía a Dijón como a otro lugar que debería dejar atrás. “Sólo era un puente”, había dicho su ocasional admirador en Berna, ese joven conde con aspiraciones de aviador que había logrado ruborizarla.

Fue una noche veraniega de domingo, bajo una persistente lluvia que la tomó desprevenida, a la salida de una opereta que no cautivó a nadie y aburrió a muchos, cuando la joven suiza empezó a transitar el camino buscado.

Al salir del teatro no tuvo más remedio que quedarse parada debajo de las marquesinas, esperando que dejara de llover y bajara el agua acumulada en la calzada. A su lado se detuvo una mujer joven que, a juzgar por la calidad de su vestido, pertenecía a una clase social distinguida. La dama encendió un cigarrillo sin boquilla y se dirigió con simpatía a Rosa Martha.

—¡Admirable querida! Fuiste más tolerante y respetuosa que muchos de los que estábamos ahí dentro. Te estuve observando durante la función. Era evidente que te aburría el espectáculo tanto como a mí, pero lo disimulaste muy bien. Yo bostecé tres veces, aunque menos que otros que estaban en la platea.

Le provocó gracia el comentario. La mujer de agradable presencia no hablaba bien el francés, pero iniciar una conversación con ella sería oportuno para acortar el tiempo de espera.

—Bueno... creo que fallaron algunas voces, hubo músicos que equivocaron su entrada y la puesta era un tanto precaria, pero se notó que el director puso mucho esfuerzo.

—Ya lo dije, muy elegante para disimular un desastre.

—¿Usted viene con frecuencia al teatro? Nunca la vi por aquí.

—No, aquí no. Pero vine desde París porque me habían... recomendado creo que se dice, esta sala. Perdón, te habrás dado cuenta de que no domino muy bien esta lengua.

—No se preocupe, la entiendo perfectamente. Pero si prefiere en otro idioma...

—Español, ¿hablas español?

—Un poco, sí.

—¡Formidable! Creo que me sentiré más cómoda así. ¿Cómo es que tan joven hablás otras lenguas?

—Aprendí en el colegio, allí tenía compañeras de otras nacionalidades y había que hacerse entender y entender a las demás. Disculpe, ese voseo suyo... no es de España.

—Es que no soy europea, vengo de Sudamérica, ¿has oído hablar de Argentina?

—Me parece que no... espere, ¿Buenos Aires?

—¡Eso mismo! Una ciudad maravillosa, ¡la París de América! Sus avenidas, edificios, parques, paseos, teatros y... su gente, sobre todo la gente.

—Oí mencionar Buenos Aires en una película, Los cuatro jinetes del Apocalipsis.

—Ah, sí. Pero nada que ver. Buenos Aires es mucho más que eso. La gente no se debería dejar llevar tanto por las películas.

—Bueno, depende. A mí me gustaría mucho estar en el cine. Quiero decir, trabajar en las películas.

—¿Actriz? —A Rosa Martha el modo de la pregunta le recordó el mismo estado de perplejidad de la esposa del pastor que la cobijó en Berna—. Bueno, la verdad que tenés presencia. Pero, querida, para eso deberías salir de esta ciudad, irte a París. Allí se están haciendo algunas cosas. Creo que te encantaría y siempre vale la pena intentarlo. ¿Cómo es tu nombre, querida?

—Rosa Rossi y antes de que lo pregunte le aclaro que no soy italiana. Soy suiza, de Berna.

—Eh, Rosa Rossi no es un nombre adecuado para las marquesinas. A ver, esperá, ahí vienen a buscarme. Vení, decime a dónde te puedo llevar, esta lluvia parece que no se acabará enseguida.

Sobre la acera estacionó un lujoso Rolls Royce del que bajó un hombre con librea de chofer. De a saltos subió la escalera y extendiendo un paraguas saludó respetuosamente a la mujer.

—Vení, pequeña, subamos y me decís a dónde te dejamos.

Rosa Martha quedó boquiabierta. Le pareció que estaba en presencia de una gran dama, de excelente posición, aunque había algo en ella que no era propio de la nobleza o la aristocracia. Le había caído simpática en la breve charla y además lo de la lluvia era cierto. Parecía que no iba a parar en un buen rato. De modo que después de la duda, apenas perceptible, subió al automóvil y se dejó llevar hasta la tienda. En el interior, la argentina siguió la conversación.

—La verdad, me cambiaste el humor de una noche aburridísima, con esa obrita de mala muerte. No sé nada de vos, pero tengo la sensación de que estoy como frente a un espejo. Hay algo que me recuerda a otro tiempo mío, allá en mi país. Vamos a hacer lo siguiente, quiero que visites París. Seré un poco tu guía, no sé si vas a encontrar lo que buscás, pero nuevas ideas encontrarás seguro. ¿Qué te parece el domingo próximo? Mandaré al chofer a buscarte, si es que estás de acuerdo, por supuesto.

—Bueno... me toma por sorpresa, pero... sí, me parece bien. Creo que será estupendo conocer esa ciudad. Y se lo agradezco.

Un poco porque le inspiraba confianza, otro porque no conocía el miedo, lo cierto es que Rosa Martha quedó encantada con la idea del viaje, además de que estaba forjando una amistad interesante con esta mujer, unos cinco años mayor que ella.

En lo poco que quedó del camino a la tienda, Rosa Martha siguió escuchando maravillas de París; quedó envuelta en un estado de ensoñación, provocado por la incontinencia verbal de su interlocutora, quien le pintaba un paisaje lleno de posibilidades.

En el boulevard Saint Philibert se despidieron con muestras de simpatía, como si hiciera tiempo que se conocían. Antes de descender del coche, la mujer le recordó la cita.

—Entonces querida Rosa, el domingo a las diez mandaré a buscarte, ¿está bien?

—¡Claro, estaré lista! No le pregunté su nombre...

—Por favor, no me trates de usted. Soy María Lydia.

—María Lydia... —repitió Rosa Martha esperando el apellido.

—Sí, y mi apellido es como esta noche, pero sin acento: Lloveras. Adiós querida, hasta el domingo.

El Rolls Royce avanzó lentamente y María Lydia, después de dar un suspiro de satisfacción, se dirigió a su chofer.

—Henri, ¿qué te dice una mujer que se llame Rosa?

—Me parece un bonito nombre señorita —dijo el hombre después de pensar unos instantes.

—Me refiero a si te suena importante, estridente, llamativo.

—Pues... no. Creo que es un nombre suave.

—Suave... —murmuró María Lydia casi para sus adentros—. Ya veremos.

Rosa Martha permaneció al frente de la tienda. Antes de entrar para ir a su habitación, prefirió esperar a que el automóvil se perdiese de vista y quedarse en el lugar un momento más, empapándose bajo la lluvia. Estaba un poco inquieta, con la sensación de que una vez más se encontraba a las puertas de otro giro en su vida. Casi como si fuese una oración, abrió los labios para balbucear:

—Bendita noche de lluvia... y bendita María Lydia Lloveras.

La joven Rossi pasó la semana con ansiedad. Debió disimular momentos de falta de concentración, aunque pudo sortear algún que otro error en la entrega de mercadería a las clientas. La idea de ir a París le resultaba excitante.

El domingo esperado se levantó más temprano que de costumbre. Se puso un vestido blanco de gasa por encima de la rodilla, zapatos negros con taco bajo, un collar de fantasía en su cuello y una fina vincha sobre la cabellera rubia oscura.

A la hora estipulada llegó el Rolls Royce impecable y Henri se bajó, gorra en mano, para abrir la puerta. La impaciencia había hecho que Rosa Martha estuviese quince minutos antes esperando en la acera. A esas horas el señor Flaubert y su esposa Jeanine participaban del oficio religioso en el templo protestante, por lo que no la despidieron allí, aunque le habían aconsejado que disfrutara lo que más pudiera de ese paseo.

No bien subió al coche, se acomodó y, desacostumbrada a que la llevaran como pasajera en un automóvil con chofer, preguntó por María Lydia.

—La señorita Lloveras tenía que arreglar algunos asuntos —dijo Henri— pero la está esperando, si me permite, con bastante ansiedad.

—A mí me pasa lo mismo. Será mi primera vez en París.

—Entonces póngase cómoda y disfrute del viaje. En algo menos de una hora estaremos allí.

Rápidamente sortearon las calles y llegaron a las afueras de Dijón. Después de pasar por la antigua cartuja de Champurol, el vehículo tomó una carretera que se perdía en el horizonte. Desde allí, cruzaron toda la campiña de tierras sembradas hasta llegar a destino.

En el tiempo que el chofer había pronosticado, comenzaron a verse los edificios de París. Pero el auto tomó un camino lateral. Rosa no pudo contener el asombro cuando vio que atravesaban una alta reja de hierro, para luego ingresar por un sendero que desembocaba en un magnífico edificio palaciego de tres pisos.

Henri detuvo el automóvil al frente de esa inmensa residencia. Mientras el chofer se disponía a abrir la puerta trasera, María Lydia bajaba por la amplia escalinata de mármol para recibir a su invitada.

—¡Hola, pequeña! Bienvenida al palacio de Faucigny.

—No puedo creerlo, ¿esta es su casa?, ¿un palacio? —dijo con una dosis de inocencia.

—Por ahora es de mi prometido. Quizás dentro de un tiempo también sea mi residencia. Vení, acompañame, vamos a tomar un aperitivo y a conversar mucho. He pensado en vos toda la semana.

Atravesaron un espacioso salón en el que entraba poca luz. A pesar de sus ocho ventanales las pesadas cortinas no habían sido descorridas. En las paredes colgaban varios cuadros con retratos de personas que seguramente serían ancestros de los propietarios del palacio. Los muebles de estilo victoriano agobiaban un poco, pero indudablemente hacían juego con la atmósfera que imperaba.

—No te dejes impresionar —dijo María Lydia—. Vamos a sentarnos afuera, donde tendremos un paisaje más abierto y bonito.

Pasaron por otra puerta de dos hojas que conducía a una terraza con vista al inmenso parque. Allí estaba dispuesta una mesa con cómodos sillones desde donde podía apreciarse el jardín, esmeradamente cuidado y prolijo.

Una vez sentadas, un atento criado apareció casi sin hacer ruido y sirvió dos martinis en copas de cristal. Luego, la anfitriona comenzó a hablar.

—Querida Rosa, estoy encantada de que hayas venido.

—Yo, en realidad, me siento halagada. Todas sus molestias para invitarme a París y a esta hermosa residencia. Le aseguro que estoy muy agradecida y emocionada a la vez.

—Ya te dije que hay algo imperceptible en vos que me llamó la atención, como que me traés recuerdos de mi propio pasado. Estoy segura de que seremos buenas amigas. Te voy a decir que planeé un recorrido por algunos de los sitios más bellos de esta ciudad, pero eso será después del almuerzo que tomaremos en un restaurante, a pocos minutos de aquí.

—¿Las dos solas a comer?

—Claro, querida, aquí en París se vive como uno quiere, o como puede. Así que no nos privaremos de disfrutar lo que esté a nuestro alcance.

—¿Y su prometido no estará con nosotras?

—No, Bertrand tiene días muy atareados. Apostaría a que en estos momentos debe estar discutiendo con su madre. ¿Y sabés cuál debe ser la causa de esa discusión?

—Ni la menor idea.

—Pues... ¡yo! El pobre Bertrand pasó las de Caín con su anterior esposa. Dos personas que iban por distintos caminos a pesar de vivir juntos. Peleas, infidelidades, y finalmente un divorcio. Eso sí, dicen que fue de lo más escandaloso. Imaginate, para estas familias de tiempos feudales que siguen creyendo en la realeza como algo intocable, inmaculado, que de pronto el príncipe rompa su matrimonio y los deje sin heredero. No sé, son cosas que me resultan incomprensibles en estos tiempos. Al fin y al cabo, ya no existe la monarquía en este país. Eso sí, les queda todo este lujo, estos palacios y el apellido... los Faucigny Lucinge. Bertrand es sólo el primero de sus otros ¡cuatro nombres! ¿Alguien puede necesitar más de uno o dos nombres? ¡Por favor!, pura mierda querida. ¿Digo yo, no se dan cuenta de que el mundo ha cambiado? Por suerte algunos nobles ya quieren desprenderse de tanta chafalonía, deberían imitarlos. ¿Qué me dicen de los Rotschild? La hija que heredó el título de condesa se convirtió en modelo y aparece en las tapas de revistas con sus fantásticos trajes de baño. ¡Una impudicia para los rancios aristócratas! Y ahora, encima, les caigo yo, como la nueva prometida con la que tendrán que compartir a desgano algo de su impresionante fortuna. Creo que no lo van a digerir nunca.

—¿Cómo fue que entró en esta historia?

—Entraste. Tratame de vos, por favor. Después de la ruptura, él decidió irse de este lugar. Los periódicos se encargaron de escarbar en la intimidad de la pareja y aunque a Bertrand le importó bastante poco, a su familia le pareció vergonzoso. Viajó por América y recaló en Argentina. Estando en Buenos Aires, por esas extrañas cosas del destino, nos conocimos en un garden party, una de esas fiestas al aire libre tan frecuentes en mi país. Fue un flechazo. Se enamoró perdidamente de mí y la verdad es que yo lo encontré de lo más galante, atento, gentil y bien parecido. En poco tiempo me propuso matrimonio. Sinceramente, me divirtió la idea. Así que acepté y me trajo aquí. Él quiso enrostrarle a todos los Faucigny que no le importaba enamorarse de una porteña sin nombre ni pasado glorioso. La familia puso el grito en el cielo. El príncipe no paraba de darle disgustos. Pero está decidido, nos casaremos. Una vez que se arreglen algunos asuntos financieros, volveremos a Buenos Aires y pasaré a ser la princesa de Faucigny Lucinge —dijo esto último entre carcajadas.

—Vaya, parece de cuentos. Y usted, digo... vos, ¿estás enamorada también?

—Rosa querida, amor es una palabra demasiado importante. La guerra dejó sin hombres al mundo. Una no siempre encuentra a la persona que colme todos sus sueños. Soy una mujer sin pasado ni recursos. Tengo ya veintiocho años y desde mi pubertad pasé la vida entre poetas bohemios, melancólicos, que poblaban los cafés de Buenos Aires. Admiro a los artistas, quizás sea porque hubiese querido imitarlos y sé que no tengo el talento suficiente para ser como ellos y vivir con esas ilusiones de alcanzar el reconocimiento del público. Entonces, podía dejar que me ganara el abatimiento o tomar las oportunidades que me ofreciera la vida. Cuando apareció Bertrand, lo vi frágil, sensible, y además me llenó de obsequios y galanterías. Por puro capricho un día le dije que quería tener mi propio hotel de lujo y él lo tomó tan en serio que me financió esa loca idea. Pronto será uno de los hoteles más importantes de Sudamérica. De pronto, del tango pasé al charleston. Es un hombre encantador. Fue fácil encariñarse con él. Ahora, amor, así tan grande, mmm..., no sé, creo que debe ser un privilegio para pocos. Igual me siento muy bien, aunque te confieso que bastante incómoda en este ambiente.

Rosa Martha había permanecido atenta y sin interrumpir el relato. Sólo cuando María Lydia hizo una pausa para beber su martini, abandonó el silencio.

—Ya veo por qué hablaste de un espejo cuando te referías a mí. Yo también quiero deshacerme de mi pasado, como si no hubiese existido nunca. Ni siquiera tengo deseos de contarlo. Y, al igual que tú… que vos, estoy dispuesta a aceptar las oportunidades que me presente la vida.

—De eso se trata, amiga mía —por primera vez utilizaba esa palabra, dejando el tono de hermana mayor que había mantenido hasta entonces—. Y permitime ayudar a que una de esas oportunidades pase al frente tuyo.

—¿Podré ser reina o princesa?

—Bueno, no exactamente. Al menos en el sentido literal. Ya te dije que después del almuerzo daremos un paseo por algunos bonitos lugares de París. Antes del atardecer iremos a La Coupole a tomar lo que quieras, unos grogs o el más fino champán. Allí nos estará esperando un amigo que acaba de llegar de Rusia.

—¿Un ruso?

—No, no. Es un amigo de Buenos Aires. Estuvo recorriendo el mundo y se detuvo un tiempo en Rusia. Me escribe con frecuencia y dice que ha quedado asombrado por los cambios que trajo la revolución. No es que me interese para nada la política, pero cuenta con tanto entusiasmo lo que él llama “la evolución del pueblo ruso”, que me llena de ternura. Esta semana hablamos por teléfono y me tomé el permiso de contarle sobre vos. Me dijo que estará encantado de conocerte.

—Bueno, no sé qué decir...

—Vamos, vamos, es un hombre muy interesante. Tiene buen gusto, es fino, muy apuesto, todo un caballero. Y además, multimillonario. Capaz de tener todo cuanto se le ocurra. Viene de algunos pequeños desencuentros amorosos que lo llevaron a escribir algunos poemas que él mismo hizo publicar. Es un gran amigo, me aprecia mucho y confía en mí. Esta tarde, mi querida Rosa Martha, beberás, fumarás cigarrillos si querés y conocerás a mi amigo. Después de eso, me dirás si volvés a la tienda de Dijón.

Luego de acabar con los martinis, salieron hacia el frente del palacio, donde Henri las esperaba con el Rolls Royce listo para marchar.

La joven visitante estaba viviendo un día soñado. Supo disimular muy bien su asombro e inexperiencia para desenvolverse en el suntuoso restaurante. Alfombras rojas, columnas de mármol, manteles blancos inmaculados y un maître de impecable jaquet que las condujo a la mesa reservada y se mantuvo todo el tiempo atento a los detalles del servicio.

Almorzaron sin prisa y la conversación atravesó varios tópicos. Rosa Martha se sentía muy a gusto y se desenvolvió con soltura en el ambiente. Su amiga le inspiraba confianza. Después de la comida, hasta se animó a fumar un cigarrillo y sin boquilla. Después del café de sobremesa, continuaron con el paseo prometido.

María Lydia eligió Montmartre como el lugar a recorrer. La barriada parisina, al norte del Sena, era el conglomerado ideal para provocar las más variadas emociones a cualquier visitante. Espacios para la diversión y el arte formaban parte de la vida cotidiana de sus habitantes.

El asombro de Rosa Martha se hizo incontenible. Miraba a un lado y otro llenando sus sentidos de contrastes con el recuerdo de la ordenada y simétrica Berna y de la serena Dijón. Aquí, todo era movimiento.

Admiró a los artistas improvisados mientras montaban sus caballetes en la Place du Tertre y levantó la vista hacia las románticas buhardillas que asomaban por encima de la place Pigalle. El imponente monasterio de Saint Pierre le produjo un sobresalto, por las reminiscencias del colegio a donde asistió en Berna.

Descendiendo las colinas, luego de pasar por el cabaret de Lapin Agile, el vehículo buscó el puente de La Concorde, atravesó el Sena y se dirigió a Montparnasse. Unas cuadras abajo, redujo la velocidad buscando estacionarse en una calle repleta de bares, restaurantes y cafés, todos poblados de gente que sostenía acaloradas discusiones sobre temas diversos, extranjeros ociosos y soñadores de mirada perdida.

Las mujeres bajaron del automóvil y se encaminaron hasta el café La Coupole. Desde la acera podía verse una mesa solitaria en la terraza, donde aún no se habían encendido las luces, a pesar de que el sol comenzaba a ocultarse.

Un mozo las recibió y, reconociendo a María Lydia, las acompañó hasta la parte alta del lugar donde, cruzando una puerta ventana, se veía la mesa, tres sillones y un hombre de espaldas apoyado contra la baranda del balcón.

—¡Amigo mío! —dijo María Lydia abriendo los brazos, al tiempo que el hombre se daba vuelta hacia ella.

—¡Hola, mi encantadora porteña! —le respondió con una amplia sonrisa.

Rosa Martha había quedado unos pasos atrás, un poco sorprendida por la figura del hombre, resaltada aún más por su impecable smoking negro.

El abrazo afectuoso de los amigos duró unos instantes, hasta que María Lydia se dio vuelta, colocándose al medio de los tres.

—Querido, quiero presentarte a esta hermosa muchacha de la que te hablé: Rosa Martha. — Inmediatamente se dirigió a ella y agregó a su voz un poco de impostación—. Rosa Martha, te presento a uno de mis grandes amigos de Argentina, el señor Raúl Barón Biza.