El señor Schiller escuchó en silencio la exposición de sus visitantes. Había conocido a Barón Biza en Nueva York unos años atrás y en honor a algunos favores que había recibido por entonces decidió atenderlos. Como subdirector ejecutivo de la UFA se ocupaba de varios asuntos a la vez y no disponía de tiempo para escuchar pedidos de aspirantes. Sin embargo, no desconocía que ocasionalmente debía tener algunas gentilezas, sobre todo tratándose de un millonario sudamericano y de una llamativa y hermosa joven como la que lo acompañaba. Trató de encontrar las palabras justas para que no se sintieran desairados y a la vez no cerrar ninguna posibilidad.
—Es verdad que Hollywood ha demostrado mucho interés en nuestras producciones. De hecho buscan películas y en muchos casos hasta se llevan a nuestros artistas con la promesa de cumplir cualquiera de sus caprichos. Aquí dejamos que los directores experimenten y hagan lo que quieran, pero claro, la situación en Alemania después de la guerra ha cambiado y a veces hay dificultades para llevar adelante una idea. En Estados Unidos consiguen lo que se les ocurra, pero eso sí, hay que ajustarse a sus propios criterios. ¿Cómo decirlo?, nosotros, lo puedo expresar con orgullo, priorizamos el desarrollo del arte y ellos acomodan eso a lo que llaman conductas del mercado. Películas que entretengan, que toquen las emociones, que deslumbren; necesitan salas colmadas. En pocas palabras, las condiciones las ponen ellos.
—Precisamente —interpuso Rosa Martha— usted lo ha dicho, entretener al público. Eso es lo que yo creo que puedo hacer.
—Entonces quizás usted deba intentarlo en Norteamérica —replicó Schiller, tratando de ser lo más cortés posible.
Ante el rubor de su compañera, Barón Biza intervino.
—Puede ser que lo hagamos, pero sucede que nos quedaremos una temporada en Europa y creímos que lo mejor era consultar aquí. La de ustedes es una productora muy importante, aunque, claro, no se puede decir que lleguen a todo el mundo. En mi país, por ejemplo, no se ven sus películas. No conozco el negocio del cinematógrafo, pero, quién le dice, por ahí, podría evaluar por mi cuenta una cadena de distribución en Sudamérica.
Aunque sólo se tratase de una bravuconada, las palabras de Raúl suavizaron aun más el tono del señor Schiller. Se reacomodó en su asiento y buscó una forma más conciliadora.
—Les diré lo que podemos hacer. Tenemos en estudio para el próximo año algunos proyectos de unos jóvenes realizadores. Monsieur Desfontaines nos presentó una adaptación de una novela que él titula Poker D’As. Por otro lado, monsieur Dupont nos está convenciendo con una historia en el mítico Moulin Rouge. Y luego también vimos a un compositor, el señor Kalman, que está escribiendo una partitura: Die herzogin von Chicago, con una temática bien americana que yo creo puede adaptarse perfectamente a una película. En los tres proyectos habrá mucha participación femenina y, tal vez, podríamos encontrar un papel para la señorita Rossi.
—Bien —dijo ella—, eso es algo más alentador.
—No le estoy prometiendo nada. En Hollywood opinan sobre los artistas que contratamos. Ellos dicen saber cuáles son las figuras que pueden provocar un buen impacto en el público, aunque eso condicione a nuestros directores. No tengo dudas de que usted es dueña de una figura inmejorable para la cámara. Joven y bonita, en suma, un encanto de mujer. Pero aquí en la UFA, la opinión de ellos es decisiva para nosotros. Cuando los proyectos que les mencioné estén más definidos enviaré sus fotografías a Estados Unidos con nuestra recomendación y esperaremos su veredicto. Mientras tanto, quisiera hacerle una sugerencia, y espero que no lo tome a mal.
—No se preocupe, adelante —lo animó ella.
—La prensa necesita siempre nombres rutilantes para sus estrellas. Discúlpeme si la ofendo, pero... Rosa Martha Rossi no es muy, cómo decirle, pegadizo para la gente. Como que carece de melodía.
—Creo que no lo entiendo.
—Quiero decir que si en una marquesina se anuncia el estreno de tal o cual película protagonizada por Rosa Rossi, es como que puede pasar inadvertida. Deberá pensar en algo que sea más llamativo, más estridente. Imagínese que su nombre esté en cartel con luces de neón y que pueda ser visto a cien metros de distancia.
—¿Cambiar de nombre dice usted?
—Sí, exactamente eso. El cine es una fantasía, una ilusión. Los artistas también tienen que usar nombres de fantasía. Es algo común y necesario. Piénselo, busque un nombre que le quede como si fuese un vestido hecho a medida. Algo contundente, que llame la atención, que la gente tenga que usar una fonética anglosajona para pronunciarlo. Los artistas pierden algo de su propia vida a cambio de la celebridad. Espero que me pueda entender.
Rosa Martha y Raúl se miraron. La entrevista parecía haber llegado a su fin, de modo que se levantaron y lo mismo hizo el ejecutivo.
—Tendremos en cuenta el consejo, ya pensaremos en algo —dijo Barón Biza, mientras le estrechaba la mano.
—Le diré a mi secretaria que tome las señas de ustedes para comunicarles cualquier novedad.
—Como le decía, estaremos de gira por un tiempo, de manera que será más fácil que nosotros lo consultemos. Le hablaré pronto.
—Con todo gusto. Y a usted, señorita Rossi, le deseo lo mejor. Ha sido un placer conocerla.
—Lo mismo digo, señor Schiller, y gracias por recibirnos.
Una vez que salieron de la oficina, Rosa Martha dejó al descubierto cierta cuota de frustración. Buscando una opinión alentadora de Raúl, lanzó un suspiro y le preguntó con candidez:
—Me parece que no me ha dado muchas expectativas, ¿qué hacemos ahora?
—No te preocupes por nada, querida mía. Seguiremos con lo que vinimos a hacer. Viajar, conocer, divertirnos. Lo primero será hacerte una mujer de mundo.
—Pero, ¿si no me llaman para esas películas?
—Ya pensaremos en algo. Por ahora le vamos a dar un tiempo a este Schiller. Ya te prometí que acá o en otro lugar, de un modo u otro, vas a ser la gran estrella que anhelás.
—Raúl, estoy muy agradecida por todo, pero, ¿por qué lo hacés?
—Porque te admiro y porque... creo que me estoy enamorando.
—Razones demasiado fuertes para una mujer —dijo ella mientras se dejaba envolver en un abrazo.
Terminaron besándose con ternura ante la mirada curiosa de los transeúntes, viviendo un momento ajeno a lo cotidiano.
Durante el siguiente año y medio se dedicaron a recorrer y conocer las principales ciudades europeas. Raúl eligió los hoteles más lujosos. Colmó a Rosa Martha de pieles, vestidos y una inimaginable variedad de joyas en brazaletes, anillos, collares y pendientes de oro, esmeraldas y rubíes. Participaron de cuanta reunión social se les presentaba en el camino. Teatros, óperas, conciertos, casinos, cabarets y vaudevilles se alternaban cada noche, que luego finalizaban con cenas extravagantes y abundante champán, whisky o gin, para terminar en lechos de suntuosas alcobas, entregados a frenéticas pasiones de madrugadas que parecían eternas.
Cada vez que ella se detenía frente a una vidriera, aunque sólo fuese a mirar algo, él se apuraba a comprarlo. Nada le parecía exagerado; cada acción estaba justificada con tal de no dejar de deslumbrarla.
Le enseñó a montar caballos, a nadar, a conducir automóviles deportivos y la alentó a aprender a esquiar. En cada nueva situación, Raúl la hacía fotografiar. Para él, Rosa Martha no sólo era la mujer de la que se estaba enamorando sino, cada vez más, un objeto de veneración.
Ella, en tanto, vivía en un estado de fascinación. Los giros del azar a los que se había entregado terminaron por ubicarla en un escenario impensado hasta no mucho tiempo antes. A su naturaleza prodigiosa y sus modales delicados, la experiencia adquirida en la travesía le permitió agregar refinamiento y alcanzar el glamour propio de una verdadera estrella, aunque la idea del cine estaba quedando en un segundo plano.
Pero un pensamiento agitó su ánimo. Sucedió cuando Raúl le dijo que el siguiente punto de visita sería Zurich. Ese día tuvo que sosegar el frenesí del viaje y explicarle a su compañero la historia de desamparo y abandono que había sufrido en Berna, tratando siempre de quitarle dramatismo a una situación penosa. Conmovido por el relato de una verdad que no había reclamado conocer, Barón Biza borró de su itinerario el paso por Suiza.
Austria fue, entonces, uno de los últimos países de su viaje. Una noche que caminaban bajo una fina llovizna por las tranquilas calles de Viena, pasaron frente a un pequeño teatro con una sola luz que alumbraba la cartelera. En ella se anunciaba la representación de una opereta ligera cuyo título dejó pasmada a la pareja: Die herzogin von Chicago a cargo del director y compositor Emmerich Kalman.
—Raúl, pero si esta es una de las obras que mencionó Schiller. ¿Qué pasó con la película?
—No sé, pero esto sí que es una sorpresa. ¿Te parece que la veamos?
—Claro, además sería bueno averiguar algo en Berlín.
—Mañana mismo hablaré a Schiller y volveremos a la carga con el tema.
Compró dos boletos y pasaron a la sala donde sobraban butacas. No había más de veinte personas esperando el inicio del espectáculo. Casi dos horas después salieron decepcionados de la puesta en escena, aunque en Rosa Martha se avivó el sueño de la actuación.
A la mañana siguiente, desde el hotel donde estaba alojados, Barón Biza pidió una comunicación telefónica con los estudios UFA en Berlín.
—Aló, ¿me escucha, señor Schiller?, le habla Raúl Barón Biza..., bien gracias. Mire, le estoy llamando desde Viena, anoche nos encontramos con la presentación de una opereta que usted nos mencionó como una de las que posiblemente llevaran al cine. Bueno, queríamos saber qué sucedió con eso y con los otros proyectos de los que nos habló.
—Sí, me alegro que se haya comunicado —respondió el ejecutivo—, de haber sabido dónde estaba lo hubiera llamado antes. Le explicaré, como se habrá dado cuenta, la idea de hacer esa obra para cine finalmente no tuvo ningún eco en la dirección de nuestra productora. Además, nuestro gobierno no vio con mucha simpatía tomar una temática tan americana.
—Comprendo, ¿y con los otros dos?
—Monsieur Desfontaines acabó por llevarse su Poker D’As a Francia. Planteó una producción demasiado compleja que nosotros no terminábamos de satisfacer, así que un buen día se enfadó, pegó un portazo y se fue. Y respecto a Moulin Rouge, ¡ah!, eso sí que fue una pena. Monsieur Dupont es un director de prestigio, con mucho reconocimiento, y algunas demoras quizás un tanto burocráticas en nuestros estudios dieron lugar a que los ingleses cerrasen trato con él aceleradamente. La película la harán en la British International Picture.
—Ajá, ¿tienen algunos otros proyectos en vista?
—Cosas menores. Los tiempos están cambiando rápidamente y casi no estamos recibiendo nuevas propuestas. Lo siento, señor Barón Biza. Créame que me hubiese gustado mucho ayudarlos, pero la verdad es que lo veo poco probable en la UFA. Usted me dijo que tal vez viajen a Estados Unidos, posiblemente la señorita Rossi pueda intentarlo allí.
—No sé si iremos. Lo hablaré con ella. Parece que el cine es más complejo de lo que se ve.
—Así es, cuesta mucho llegar. A propósito, ¿pensó en algún nombre artístico la señorita?
—No, todavía no. Bueno, señor Schiller, igual le agradezco.
—Faltaba más. De nuevo le digo que lo lamento. Espero que la señorita Rossi no se deprima con esta noticia.
—No lo creo, ella no se abate fácilmente. Adiós, hasta otro momento.
Cuando colgó el teléfono cambió drásticamente su tono amable y profirió un insulto rabioso.
—¡Qué se pierda las películas en el culo!
—¿Cómo dijiste? —dijo Rosa Martha, que esperaba impaciente el resultado de la comunicación.
—Nada, querida mía, nada. Una grosería que solemos usar los hispanoparlantes.
—¿Qué pasó, no funcionó?
Raúl repitió las explicaciones de Schiller. Cuando concluyó, permaneció aguardando alguna reacción. Pero la única respuesta fue la serenidad. Él no esperaba una escena de histeria, pero lo mismo le resultó curiosa la postura.
—¿No te entristece la noticia, no te enoja? ¿No hay nada que te ponga furiosa?
—¿Debería? Fue un intento, puede haber otros, ¿o no? Si este sueño se hizo añicos contra la realidad, lo mejor será tener otro sueño.
—Me hablaste siempre con tanta ilusión, pensé que harías cualquier cosa por actuar.
—Es que adoro eso. Me encantaría estar en la pantalla. Pero, ya lo hablamos, me acostumbré a seguir las cosas tal como me las presenta la vida. Querido Raúl, después del odioso colegio de Berna pude haber caído en cualquier lugar y sin embargo mirá dónde estoy. ¿Suerte, instinto, destino? Quién sabe, lo cierto es que encontré un hombre maravilloso que me colma de placeres y me hace plena, una historia digna de cuentos. No te preocupes, no seré infeliz por no actuar. Estamos juntos y muy bien. Ya se dará algo. No creas que no lo buscaré.
—No tengo dudas. De todos modos, te había prometido que de una u otra forma serías una actriz de la que hablaría el mundo entero. Y quiero mantener esa promesa. Ahora, si te parece, bajemos al lobby y mientras tomamos algo prepararé una correspondencia para mi país.
—¿Cartas, a quién?
—Tengo periodistas amigos en Buenos Aires. Escribiré a uno de ellos, quizás pueda ayudarnos.
Raúl acomodó varios papeles en un sobre grande y pidió que lo despacharan lo más rápido posible.
Después de ese día, lejos de toda preocupación, decidieron quedarse a disfrutar de los atractivos de Viena y otras ciudades austríacas. Dos semanas más tarde, llegó correspondencia de Buenos Aires. Barón Biza leyó en soledad, esbozó una sonrisa triunfadora, dobló el papel y lo guardó en uno de sus bolsillos.
Durante la cena, le habló a Rosa Martha de sus planes inmediatos.
—Amor mío, estuve pensando en todo lo bueno que hemos vivido este año y medio. Recorrimos buena parte de Europa y no dejamos de visitar cuanta ciudad nos haya llamado la atención. Me parece que es momento de regresar a mi país. Hay algunos asuntos que debería atender allá.
—¿Me querés decir que te vas?
—No, pequeña, nos vamos.
—¿Conmigo, a la Argentina?
—Sí, quiero que conozcas ese lugar. No es sólo Buenos Aires, quiero que vivas en mi estancia de Córdoba. Una extensión enorme de pasturas, árboles y una casa confortable. Es un lugar apacible pero a la vez muy cerca de dos importantes ciudades. Allí podrás hacer lo que te plazca. Prepararte para seguir en tu camino a la actuación o simplemente disfrutar de la serenidad del campo. ¿Qué te parece? Veo ese brillo de niña en tus ojos con la emoción a punto de salir.
—Querido Raúl, ¿qué puedo decirte? ¡Que suena fantástico! Parece que estuviera viviendo un mundo de ensueños. Ir a Sudamérica, vivir en una estancia, creo que será una experiencia increíble.
—Además, estoy seguro de que en el tiempo que pasemos allí, vamos a ser muy felices.
—Me siento muy halagada, Raúl. Sabés que soy una mujer sin raíces y ahora que me proponés esto, súbitamente pienso si no será allá, en tu país, donde pueda dejar mi huella. Sí, estoy definitivamente encantada con la idea.
Durante el resto de la noche no hicieron más que hablar de Argentina y la estancia. Rosa Martha escuchaba como una escolar recibiendo lecciones. Mentalmente sumaba la información proporcionada por él a la que recordaba de las páginas leídas en su última semana en Dijón. Poco a poco fue configurando el lejano país que ahora estaba a punto de conocer.
Barón Biza se encargó de organizar los preparativos del viaje. Sería en el Cap Arcona, uno de los buques de mayor lujo que circulaban por el mundo. Partirían de Boulogne-sur-Mer, un puerto de intenso tráfico en el norte de Francia.
Las semanas previas fueron de nerviosismo y ansiedad. Rosa Martha no dejaba de mostrar cierta incertidumbre y eso, increíblemente, la animaba. Era como el ingreso a una aventura.
Raúl intercambió varios telegramas con Buenos Aires. Un caballero como él, debía anunciar con anticipación su regreso al país.
Llegaron al puerto el día esperado y los maleteros tuvieron bastante trabajo para avanzar entre el gentío del muelle donde permanecía atracado el imponente barco que cruzaría el Atlántico. Una vez en cubierta, la pareja se acomodó en su camarote de primera clase. Inmediatamente llegó un oficial a saludarlos.
—Señor Barón Biza, es un honor para nuestra compañía contarlos a usted y a la señorita como pasajeros. Les aseguro que tendremos un viaje tranquilo y placentero. Aquí le traigo lo que nos había encargado —dijo el oficial mientras le entregaba un sobre—. Que disfruten la travesía. Estoy a su disposición para lo que necesiten.
Raúl agradeció y una vez que lo vio retirarse se dispuso a romper el envoltorio. Sacó de su interior una revista con tapa ilustrada a color y la hojeó velozmente buscando una de sus páginas interiores. Cuando la encontró, sonrió satisfecho y salió a buscar a Rosa Martha, que estaba en el tocador.
—Amor mío, tengo noticias. Parece que vas a ser muy bienvenida en Argentina. Mirá, es una de las revistas de mayor circulación en Buenos Aires.
Extendió la publicación abierta en la página que había leído. Rosa Martha quedó boquiabierta cuando vio las fotografías con su retrato. De la sorpresa pasó a un gesto de incomprensión cuando empezó a leer:
“El señor Raúl Barón Biza regresará al país luego de su paso por el Viejo Mundo, en compañía de una importante actriz del cine europeo: la bellísima Myriam Stefford”.