Martes 18 de agosto de 1931
El rincón del hangar había sido acondicionado especialmente para ella. Un espacio de reducidas dimensiones, donde no cabían más que dos sillas, una mesa contra la pared que servía de tocador, un espejo y un perchero. Se le había dado cierta privacidad al ambiente con dos tabiques de madera que hacían las veces de muros. Al lado, el toilette, donde se cambió de ropa. Su abrigo de pieles por el mono de aviadora. Para esta ocasión, eligió el blanco.
Completó su ritual de coquetería femenina como si estuviese a punto de salir a una fiesta. Se delineó las cejas, curvó sus pestañas y le dedicó especial atención al rouge con el que le daba forma diminuta a sus labios.
Afuera estaban todos los demás. Barón Biza, Fuchs, un reportero y algunos aviadores militares y civiles que fueron a dar su estímulo a los aventureros. Formaban ronda alrededor de una fogata, sobre la que ponían las manos, en un mero intento por amortiguar el frío intenso. Movían sus cuerpos para que la sangre circulara, bromeaban entre ellos para distraerse del clima y exhalaban una graciosa nube con el aliento de sus bocas.
Eran poco más de las cuatro de la mañana cuando el anunciado viento del sur comenzó a empujar, disipando la persistente y gélida llovizna que caía desde la noche anterior. Esperaron casi una hora, hasta que Ludwig Fuchs impartió órdenes a algunos empleados para que sacaran el avión del hangar y lo pusieran en pista.
En el interior, Myriam seguía sentada, fumando uno de sus Chesterfield, con la mirada perdida. Había dormido muy poco, pero no tenía sueño. La ansiedad y el nervio a flor de piel le quitaban toda posibilidad de modorra. Repasó mentalmente su posible itinerario. Si el pronóstico no se equivocaba, en unos momentos más, estaría en marcha rumbo a Corrientes.
Su pensamiento quedó interrumpido por unos suaves golpes de nudillos en el tabique de madera y una voz tímida que la llamaba. Entró un joven extremadamente delgado y con expresión asustadiza. Por la ropa raída de fajina que llevaba puesta dedujo que se trataba de uno de los soldados que solían pasar por allí acompañando a algún militar.
—Señorita Stefford —dijo con voz delgada, sin melodía—, el señor Fuchs le avisa que el Chingolo está listo.
—Gracias, muchacho. Ya mismo salgo.
Descruzó sus piernas, se incorporó y ajustó la gorra por debajo de la barbilla. Recién al salir advirtió que el joven permanecía allí, entumecido por el frío y con aspecto lastimoso. Ella sonrió, se volvió hasta el perchero y descolgó una bufanda de lana que había decidido no usar esa madrugada.
—Tomá —le dijo, entregándosela en la mano—, afuera debe estar terrible y hay que usar algo de lana para que el frío no entre al cuerpo.
—Gracias, señorita, usted es muy amable.
En ese momento, Raúl entraba al hangar. Había alcanzado a ver la escena a la distancia. —Siempre protectora, en todo momento. —Conmigo vos también sos protector —le respondió, mientras caminaban hacia la pista.
—Sí, aunque esta vez deba hacerlo de lejos. ¿Estás bien?
—Perfectamente. ¿Sabés?, me hubiese gustado que María Lydia estuviese ahora aquí.
—No habrá encontrado la manera de viajar. Pero te prometo que cuando tengamos nuestra luna de miel, iremos a París y la traeremos con nosotros.
—¡Estupendo! Querido mío, siempre estás dispuesto a satisfacer mis deseos, por eso este raid te lo dedico a vos.
—Te voy a extrañar mucho.
Se despidieron con un beso. Ella partió dispuesta a treparse al Chingolo, cuando el reportero la interrumpió.
—Señorita Stefford, ¿no le parece demasiado arriesgada esta aventura?
Se dio vuelta y lo atendió con cierto fastidio.
—Usted parece demasiado preocupado por mi viaje. ¿Cuál es, a su entender, el riesgo que corro? ¿Que se caiga el avión y yo muera? Pues le diré algo, yo no pienso en eso, y sin embargo, si así sucediese, para mí sería un inmenso placer no morir de muerte común.
Dicho esto, dio media vuelta y subió al habitáculo trasero del avión. El reportero quedó mirándola y murmuró para sus adentros.
“¡Qué mujer, Dios mío! Loca, inconsciente o abusa de su suerte”.
El pequeño BFW recorrió tambaleante la pista en dirección del viento y en menos de doscientos metros se desprendió del suelo. Confundido con las nubes bajas, pronto se perdió de vista, aunque la sonoridad de su motor se dejó escuchar durante varios minutos. Los asistentes al despegue buscaron infructuosamente con la vista alguna señal. La máquina ya había cobrado altura.
Varias horas después arribaron al aeródromo de la ciudad de Corrientes. A pesar de la copiosa lluvia que embarraba la pista, el aterrizaje fue correcto y, dentro de lo que podía esperarse, bastante sereno. Fueron recibidos por un grupo de jóvenes aviadores que aguardaba con impaciencia la llegada del Chingolo en su promocionado raid. La inclemencia del tiempo obligó a los pilotos a permanecer en uno de los hangares y suspender momentáneamente la continuidad del viaje.
Por la tarde, la lluvia había cesado, aunque el cielo se mantenía cubierto. Decidido a no correr riesgos, Fuchs sugirió hacer noche y esperar un parte meteorológico favorable para continuar con la siguiente etapa.
Aun después del arribo, Myriam no pudo aflojar la tensión que le habían provocado las condiciones en que debieron afrontar la primera etapa, volando casi todo el tiempo bajo la intensa lluvia. Ludwig Fuchs, aunque poco afecto a las palabras, aplicó su profesionalismo y experiencia para darle tranquilidad.
—Lo hizo usted muy bien, la felicito.
—Gracias, nunca había volado bajo una cortina de agua como esta.
—Bueno, acaba de pasar una prueba difícil y lo hizo con éxito. Así que serénese, vaya al hotel y trate de descansar un poco.
—Lo esperaré. Cuando esté listo, iremos juntos.
—Yo prefiero quedarme aquí. Estoy acostumbrado a dormir en hangares; además, quiero revisar sin apuros el avión.
—En ese caso señor Fuchs, yo también me quedaré. Estamos juntos en esto, en el aire y en tierra.
—No hay necesidad de que sufra una incomodidad.
—No me va a molestar dormir en el suelo. Además, será mejor ganar tiempo y estar aquí listos en el momento que considere oportuno continuar.
Dicho esto, sin dar lugar a réplica, dio media vuelta y se fue a beber una taza de chocolate caliente. El instructor, con los brazos en jarra, la vio alejarse; finalmente se sentó en el piso y encendió un cigarrillo.
En Buenos Aires, un nervioso Barón Biza recibía por telegrama la novedad de que la primera etapa acababa de cumplirse con éxito.
Miércoles 19
Recién a la madrugada, después de amenas tertulias con el grupo de aviadores que los habían recibido, los pilotos pudieron dormir algunas horas sobre catres de campaña. Como no llovió en toda la noche, por la mañana acordaron que estaban dadas las condiciones para volver a las alturas.
Salieron a la pista y mientras Fuchs ultimaba detalles del equipaje, Myriam se entretuvo en otro sector, donde estaba detenido un avión de gran porte de la compañía de correos.
Una voz masculina la tomó desprevenida.
—¿Rosa?
Fue un instante de desconcierto durante el que quedó inmovilizada. Sin duda que esa persona se dirigía a ella, pero, ¿quién podría llamarla por su nombre real?, ¿de qué parte del pasado provenía esa voz?
Había que darse vuelta y descubrirlo. El hombre con traje de aviador la miró de pies a cabeza y sonrió.
—¡Sí, decididamente es usted! Rosa Martha, ¿no se acuerda ya de mí? Claro, si era casi una niña en Berna, hace tantos años.
—¿Antoine? ¡No lo puedo creer! —dijo ella con voz entrecortada, alterada por la sorpresa.
—¡Yo tampoco! Esto sí que es inesperado. Pero, espere, con esas ropas, ahora me doy cuenta. Vi su fotografía en los periódicos, la chica del raid aéreo. Me resultó inconfundible su rostro, pero su nombre... no es el mismo, no entiendo.
—Tendría que contarle muchas cosas para explicarle lo de Myriam Stefford, es una muy larga historia —respondió soltando pequeñas risas y tratando de reponerse ante lo insólito de la situación—. Y estoy segura de que usted también tendrá lo suyo, señor... conde de Saint Exupéry, ¿verdad?
—Supuse que alguien se lo diría. Yo... no me interesan los títulos, por eso no le mencioné nada acerca de eso. ¿Dónde fue que se enteró, en Dijón? Supe que aceptó la propuesta y se empleó allí.
—Sí, fue en la tienda donde descubrí que nada menos que un conde me había facilitado la colocación. Me quedé tan sorprendida como ahora. Pero... dígame, ¿cómo es que está aquí?
—Trabajo en la Aeroposta Argentina, llevo sacos de correo. Hace algunos años que estoy viviendo en Buenos Aires. Le dije que quería ser piloto ¿se acuerda?, bueno, los aviones me trajeron a este lugar del mundo. Y también escribo cuando tengo tiempo. Relatos sobre aviadores, proezas, anécdotas.
—Claro, fue detrás de sus sueños. ¡Pero qué extraordinaria coincidencia! Usted y yo, los aeroplanos, encontrarnos en este rincón del mundo. ¿Y ese avión es el que conduce? ¡Vaya, el mío se ve más pequeño de lo que es al lado de este!
—Sí, conozco el suyo.
—¿Y qué le parece?
—Bueno, en verdad, prefiero los franceses. Son algo más sólidos.
—Cuando acabe el raid, veré de pilotear uno de esos entonces.
—¡Es maravilloso, estoy impresionado! Ya le había dicho que en algún rincón del mundo volvería a encontrarla, ¡y como aviadora! Habrán sido varios puentes los que cruzó desde la tienda de Dijón para llegar hasta aquí y con otro nombre. No sé qué ocurrió, pero como sea, me alegra inmensamente saber que al fin siguió sus deseos.
—Usted me lo dijo, Antoine, mucho de instinto, todo espontáneo. Fueron palabras proféticas.
En ese momento, el motor del Chingolo se puso en movimiento y Fuchs la llamó, apurando la salida.
—Debemos partir ya, hemos perdido bastante tiempo con el clima —se excusó Myriam ligeramente perturbada por la interrupción.
—Sí, debe apurarse. Hagamos algo, cuando termine su raid, por favor, nos encontremos y así me cuenta cómo hizo ese camino, desde Europa hasta llegar aquí, a Sudamérica. Será fascinante escuchar el relato. Búsqueme en el Centro de Aviación Civil.
—¡Prometido!, usted me dio un impulso decisivo y creo que le debo mucho. Bueno... me emocionó volver a verlo.
—Para mí ha sido una bellísima sorpresa. Adiós Rosa, le deseo éxito, de todo corazón. Hasta pronto.
—¡Hasta la vuelta!
Ella corrió hasta su BFW y se trepó a la cabina. En pocos minutos, ante la atenta mirada de Antoine, la avioneta despegó de Corrientes, con rumbo oeste. Sobrevolaron territorio chaqueño y a la tarde llegaron a la pequeña y serena ciudad de Santiago del Estero.
Una vez en el hotel que habían previsto para su alojamiento, Myriam pidió comunicación telefónica con Raúl, que estaba en el Plaza Hotel de Buenos Aires. Felices por el desarrollo del periplo, departieron sobre los pasos siguientes. A las constantes recomendaciones de Barón Biza sobre los cuidados que debía tener en el vuelo, ella respondió que habían llegado con buen tiempo y los pronósticos auguraban similares condiciones para los próximos días. Por lo tanto, el plan trazado era continuar hacia el norte y luego bajar por la región de Cuyo hacia el centro del país.
Myriam quedó más calma luego de la conversación con Raúl. Estaba cumpliendo su anhelo, pero necesitaba de la contención y seguridad que él le brindaba.
Con el correr de las horas, Fuchs también había aflojado tensiones. Así, y ante la inactividad obligada, durante la cena dejó a un lado la rigidez que lo caracterizaba y ensayó una conversación.
—Hoy la interrumpí cuando estaba con una persona, y por eso tengo que pedirle disculpas. Es que no quería desaprovechar el viento y urgía despegar.
Myriam se sintió extrañada. Su compañero de vuelo era conocido por su parquedad en el lenguaje, quizás por las dificultades idiomáticas o sencillamente porque su personalidad, su porte prusiano forjado en la guerra, lo habían hecho de esa manera. Resultaba raro compartir una mesa con él y mantener un diálogo sobre un tópico diferente al de la aviación.
—No se preocupe, es un viejo conocido mío, de cuando vivía en Europa.
—Quizás fue inoportuno el momento de continuar el viaje —le dijo con cierta suspicacia.
—Nada de eso, el raid es prioridad. Sólo que me emocionó y quedé sorprendida de reencontrarme, aquí en Argentina, con alguien a quien creí que no vería nunca más, después de tanto tiempo.
—Sí, parece mentira que en este país podamos cruzarnos alemanes y franceses sin atacarnos, cuando hasta no hace mucho éramos enemigos.
—¿Y eso le parece malo? Véalo de esta forma: tal vez este rincón del mundo tenga la virtud de ser el punto de encuentro para mucha gente, por más distante que parezca uno de otro. Si no, fíjese en esto. En todos estos meses usted no ha hecho otra cosa que hablarme de motores, pistas, maniobras, comandos, vientos y no sé cuánta cosa más sobre la aviación. Yo no he sido más que una alumna que trató de estar atenta en todo lo que me decía. Y sin embargo, hoy estamos en un lugar lujoso, compartiendo una mesa y cenando juntos.
—Usted es una estrella, la prometida de un multimillonario, en cambio yo siempre seré un soldado. Este momento es sólo una circunstancia. Mañana seguiremos el raid, trataremos de llegar a la meta. Después, yo seguiré siendo instructor de aprendices y usted, quién sabe por dónde seguirá.
A Myriam le hubiese gustado desentrañar las emociones y los pensamientos de su copiloto, pero parecía que el diálogo terminaba allí.
—Yo seguiré volando, por cualquier cielo. Después, apuraron la cena y con el peso del agotamiento, se fueron a dormir.
Jueves 20
A la mañana siguiente, después de la revisión de la avioneta por parte de Fuchs, reanudaron el vuelo. El cielo despejado aventó las tensiones de los últimos dos días, a la vez que renovó el ánimo de los aviadores.
Contrariando las presunciones de muchos, Myriam había encarado la conducción del avión con total prudencia. Siguiendo los consejos de su copiloto e instructor, piloteaba en línea recta sin intentar ninguna acrobacia, con serenidad, dentro de lo posible, dada la alta vibración del BFW en el aire y sin apurar el motor, aunque eso significara alguna pérdida de tiempo.
Cada vez que Ludwig Fuchs notaba algo que podía significar una anomalía en la máquina, por mínima que fuese, le indicaba que debían descender. Y eso ocurrió ese día, cuando debieron improvisar un aterrizaje poco antes de llegar a Salta.
Myriam planeó suavemente y buscó un espacio llano en medio de un monte. Apoyó las ruedas del Chingolo y el aparato tambaleó durante el recorrido sobre el suelo irregular. La avioneta se desplazó con velocidad sobre piedras y hoyos diseminados en el terreno. La vibración del aparato se hizo más fuerte. No era el lugar adecuado para bajar y Fuchs gritó.
—¡No detenga el motor! ¡Suelte el comando, me voy a elevar!
Con toda su fuerza, el instructor empezó a tirar de su palanca hacia atrás, tratando de poner al Chingolo otra vez en el aire. En ese mismo instante, sintieron el impacto de las ruedas contra una piedra de mayor tamaño. El avión se inclinó y una de las alas rozó el suelo, hasta que un alambrado detuvo bruscamente la carrera en medio de una nube de polvo.
Ya en tierra, Myriam, en un arrebato de cólera, se quitó el gorro, lo arrojó al suelo y lo pisó con violencia.
—¿Está bien señorita? —preguntó Fuchs.
—¿Que si estoy bien? ¡No! ¡Estoy furiosa! ¿Qué pasó?
—El motor estaba haciendo un ruido extraño y le pedía que aterrice, pero el terreno era demasiado agreste, por eso intenté despegar de nuevo. Cuando alcancé a ver el alambrado ya era tarde.
—¡Dios mío! ¿Y acá se acabó todo?
—Déjeme ver, a simple vista tenemos un ala desprendida, el motor dañado y el tren de aterrizaje inutilizado por completo.
Abatida, Myriam se sentó en el suelo y repitió el gesto infantil de golpearse la cabeza con las manos mientras echaba maldiciones a diestra y siniestra.
Momentos después llegó un grupo de gente vestida de paisano que había visto el descenso del avión. Curiosos, se arremolinaron alrededor de la maltrecha máquina y recién después preguntaron a los aviadores si se encontraban bien.
Fuchs se hizo cargo de la situación.
—Sí, estamos bien, sólo necesitamos salir de acá. ¿Me puede decir dónde estamos?
—En Cerrillos, señor —respondió uno de ellos.
—Íbamos a Salta, debemos estar cerca, ¿verdad?
—¿A la ciudad? Sí, señor, cerquita, no más de veinte kilómetros.
—¿Habrá algún vehículo que pueda llevarnos?
—Algo se conseguirá, pero ahí veo que está llegando el comisario. Seguro que vio al avioncito bajando en el campo.
No muy lejos se advirtió la polvareda levantada por un vehículo que a toda velocidad llegaba al lugar y terminó frenando junto al grupo. Del automóvil bajaron dos policías. El que parecía de mayor rango se acercó a los accidentados.
—Ustedes deben ser los aviadores de los que hablan los diarios.
—Sí —dijo Fuchs, estrechándole la mano—. Tuvimos un inconveniente, el alambrado nos acortó el terreno para el despegue.
Myriam se incorporó y se acercó al policía, que la saludó con una aparatosa inclinación, deslumbrado por tener al frente a la famosa actriz aviadora.
—Señorita, ¿se encuentran bien, no están heridos?
—No, oficial, le agradezco la preocupación. Dígame, ¿nos podrá trasladar a la ciudad?
—Seguro que sí. Voy a dejar al agente que me acompaña en custodia del avión y ustedes vendrán conmigo a Salta.
—Se lo agradecemos —replicó Fuchs—. Creo que estaba convenido que iríamos al Hotel Plaza.
—Muy bien, cuando lo dispongan, nos vamos. En media hora estaremos ahí.
El comisario impartió instrucciones de consigna al agente y junto a la pareja abandonaron el paraje en dirección a la ciudad.
Una vez instalados en el hotel, Myriam pidió que la comunicaran con Barón Biza en Buenos Aires. Se le estaba ocurriendo una idea.
—Raúl, querido, tuvimos un pequeño accidente, nada grave, no te preocupes.
—¿Qué pasó? —preguntó sobresaltado.
—Intenté aterrizar en un terreno desparejo y al ver que no era adecuado, quisimos levantar vuelo nuevamente, pero antes de elevarnos nos topamos con un alambrado.
—¿Pero estás bien?, ¿y Fuchs?
—Los dos estamos bien, ni un rasguño. Es el avión el que quedó fuera de carrera.
—¿Muy dañado?
—Sí, tanto como para no poder seguir.
—¿Y ahora, qué vas a hacer?
—Estuve pensando, se me ocurrió algo. Monsieur Debussy tiene un avión idéntico, quizás acceda a prestarlo o arrendarlo para que podamos seguir. Ya sé que no habrá récord, pero creo que no podemos dejar acá el raid. No toleraría una frustración.
—No hay problema, hablaré con Maurice y no tendrá inconvenientes, pero ¿estás segura de continuar?
—Claro que sí. No puedo abandonar ahora, estoy a mitad de camino.
—Está bien. Deberás tener paciencia y esperar a que arregle las cosas. Puede llevar unos dos días, depende del tiempo. Te llamaré al hotel cuando esté confirmado.
—De acuerdo, quedaré a la espera de noticias.
—¿Segura que estás bien?
—Por supuesto que sí. Aquí en Salta nos recibieron muy bien, gente cálida y que infunde ánimos.
—Bueno, pequeña, pero cuidate y tratá de reponerte. Te avisaré cuanto antes de las novedades.
Raúl encontró a Debussy en Castelar, a donde, por rutina, iba todas las tardes. Le relató lo sucedido con el Chingolo y el deseo de Myriam.
—Necesitamos tu avión, Maurice. Es importante para ella terminar el raid.
—Cuenten con eso. Yo mismo lo llevaré.
—¿Está en condiciones? ¿Es idéntico al otro?
—Absolutamente. De todos modos, para tu tranquilidad y la de todos, pasaré por la Fábrica de Aviones en Córdoba a que le hagan una revisión completa. Ya sabes que confío mucho en ellos.
—Está bien. Te agradezco mucho este gesto Maurice. Aunque, en realidad, este incidente me ha puesto aún más nervioso. Ella lo tomó casi con naturalidad, pero pienso, ¿y si esto le hubiese pasado en el aire? Lo que acaba de suceder parece que fuese una señal de alerta. Además el clima, la peor época del año, y ese avión de juguete... en fin, le prometí que la ayudaría en todo, pero esto ya no me gusta.
—Tranquilo amigo, es mejor que ella no sienta miedo. Además, está Fuchs, es un profesional en lo suyo.
—Sí, Ludwig Fuchs... —murmuró pensativo—. Por un lado me deja conforme su presencia, pero por otra parte no me resulta muy simpático que digamos. Parece tan preciso en sus actos, tan serio, y sin embargo uno nunca acierta a saber en qué diablos está pensando. Lo ves a la cara y su rostro es impasible, siempre.
—¡Epa!, eso suena a otra cosa. ¿Estás celoso acaso?
—No, no es eso —respondió con un dejo de duda—. Pero es la primera vez que se separa de mi lado, y si a eso le sumo esta aventura aérea, hay una combinación que me mantiene inquieto.
—No te alarmes, todo está saliendo bien. Lo de Salta ha sido sólo un percance sin mayores consecuencias. Tranquilo; confía en ella.
—Eso trato. Igual, no puedo evitar mantenerme alerta ante todo. Ahora hablaré con ella para decirle que podrá continuar. ¿Cuándo sales?
—Si el tiempo lo permite, mañana mismo, con las primeras luces.
Al anochecer, Barón Biza le anunció a Myriam las buenas noticias, cuidándose de no transmitirle sus preocupaciones. Tendría el avión de reemplazo y podría continuar con su itinerario.
Ella, satisfecha, corrió a decirle a Fuchs que el plan de vuelo seguiría conforme a lo previsto. El piloto alemán recibió la novedad sin inmutarse.
—¿Qué, no lo alegra? —preguntó Myriam.
—Sí, claro que sí —respondió con un dejo de vergüenza—. Yo... a veces me cuesta ser como ustedes, los latinos, tan expresivos. Los militares estamos acostumbrados a controlar las emociones. Pero sí, por supuesto que me agrada saber que podremos continuar.
—¡Vamos, hombre, relájese! No olvide que somos compañeros en esta aventura.
—Sí, comprendo que para usted es una aventura. Yo todavía lo tengo como un reto. Pero es cierto, estamos juntos en esto —dijo forzando una sonrisa.
—Bien, eso está mejor. Ahora dígame, ¿qué le hace pensar que yo soy latina como dijo recién?
—Eh... bueno, usted es suiza ¿no? Una cuarta parte de la gente que vive en ese país es italiana y otra cuarta es francesa. Usted tiene esas maneras de expresarse, de no guardarse lo que siente, típico de los latinos. Además... ayer en Corrientes, ese viejo amigo con el que se encontró, me pareció escuchar que la llamó por otro nombre.
—¿Ah sí? —respondió con rapidez—. Ese joven usó un apodo que tenía de niña; así me llamaban en Berna. Y lo demás es cierto, tengo ascendencia italiana. ¿Conforme?
—Por supuesto, pero no es necesario que me de ninguna explicación. Sólo trataba de responderle a su pregunta. Perdón.
—¡Por favor, deje ya de decir “disculpe” y “perdón”! —le dijo mientras lo tomaba del brazo—. Diga lo que quiera, aquí no es un soldado y ya no hay más guerra. Así que deje ese molde por un momento y prepárese. Esta noche un grupo de aviadores salteños nos dará un agasajo con una espléndida cena. Aprovechemos la pausa forzosa y divirtámonos un poco.
Esa noche se reunieron con su grupo de anfitriones en una vieja fonda de los tiempos de la colonia. En el interior, los gritos de otros comensales y la nube de humo de cigarrillo, le daban al salón una atmósfera de taberna de los arrabales parisinos. Indudablemente no era el ámbito de espacios distinguidos que Myriam había frecuentado en los últimos años, pero su capacidad de adaptación le permitió sentirse a sus anchas. Además, esto era muy parecido a las reuniones que tanto disfrutaba con los peones en la estancia.
Los mozos iban y venían atendiendo la larga mesa que presidían los héroes, sirviendo empanadas y vino tinto. Al principio, la decena de aviadores que los rodeaba preguntaba detalles de la travesía, pero rápidamente pasaron al tema que más les interesaba. No podían dejar pasar la oportunidad de escuchar cómo era eso del mundo del cine de boca de una gran estrella.
Sin intimidarse, les dio con el gusto y abundó en relatos fantásticos ante un auditorio embobado. A ninguno le interesaba demasiado conocer los entretelones de las películas, lo que en verdad querían era contemplarla. Ella tenía algo de eso, como un halo irradiando una luminosidad que deslumbraba.
Myriam se divertía. Habló, rió y bebió hasta quedar al borde de la embriaguez. Cuando advirtió que llegó a su límite, disimuló un bostezo y anunció su retiro. Ludwig Fuchs, que después de responder a preguntas sobre el raid, había quedado como espectador pasivo del animado relato de la joven suiza, la ayudó a levantarse de la silla y juntos salieron a la calle.
Traspasada la puerta, sólo se podía escuchar el rumor del vocerío en el interior de la fonda. Afuera, todo era desolación y silencio. Bajo el cielo plomizo y con un frío que parecía penetrar los huesos, Myriam y Fuchs caminaron por las callejuelas virreinales hasta el hotel, envueltos en la oscuridad apenas cortada por el haz de aisladas farolas.
Viernes 21
Esa mañana, mucho antes de que Myriam despertase, Fuchs ya estaba en el terreno del accidente. Con la ayuda de algunos campesinos, desarmó pacientemente el avión caído y se aprestó a organizar su traslado a la estación del ferrocarril. Los restos del Chingolo serían enviados a Buenos Aires inmediatamente. En esas mismas horas, Maurice Debussy emprendía el vuelo desde Castelar y cerca del mediodía aterrizaba en la pista de la fábrica de aviones en Córdoba.
El mismo director del establecimiento sugirió una inspección minuciosa del aparato y supervisó las tareas. El francés pidió especial atención al timón de profundidad, en la cola del avión, en el que había advertido cierta dificultad de maniobra.
Los operarios realizaron la paciente y meticulosa inspección del BFW y decidieron quitar algunas piezas, ajustarlas y luego volver a colocarlas cuidadosamente. Las tareas llevarían tiempo y el pequeño monoplano no estaría listo hasta el día siguiente. Debussy debió esperar hasta la madrugada del domingo para seguir el viaje hacia Tucumán, donde ya habían acordado encontrarse con Ludwig Fuchs.
En Salta, casi a la hora del almuerzo, Myriam tomaba un tardío desayuno consistente en algunos croissants con abundante café para diluir la resaca de la noche anterior.
Antes de tomar la tercera taza, un mozo le anunció que estaba lista la comunicación que había pedido con Buenos Aires.
—Raúl, querido, ¿cómo va todo?
—Hola pequeña, ¿el avión?, está en camino. Debussy salió esta mañana, le harán una revisión en Córdoba. Después de eso, hay que esperar. ¿Cómo estás?
—Bien, aunque desolada. Me avisaron en el hotel que Fuchs cargó los restos del Chingolo en un tren y él acompañaría la carga. ¿Es que piensa abandonar? ¿Sabés algo de eso?
—Hablé con Fuchs hoy a primera hora. Le pedí que desarme la máquina averiada, la cargue en el primer tren que encuentre para Buenos Aires y que él se baje en Tucumán para esperar a Debussy con el otro avión.
—No me habías dicho nada sobre ese plan.
—Es que se me ocurrió durante la noche. Me pareció una buena idea que tu instructor pilotee este otro BFW en persona y lo transporte hasta Salta. Me quedaré más tranquilo si un experto hace la prueba antes que vos. ¿No estás de acuerdo?
—No es eso, veo que tu intención es buena, sólo quería saber qué pasó con mi copiloto. También podría haber ido yo a Tucumán.
—Podés aprovechar a descansar y reponer fuerzas. Todavía quedan etapas difíciles.
—Descansar suena aburrido. Debo estar en plena acción para no perder ritmo.
—¿Ah sí?, ¿y qué pensás hacer para eso?
—Creo que por lo pronto aprovecharé la invitación de unos aviadores para hacer unas demostraciones de vuelo. Aquí hay aviones de todo tipo; en esta ciudad la gente tiene mucho entusiasmo por la aeronáutica. Quieren ver a la actriz de cine piloteando y les voy a dar el gusto.
—¡Ja! No sé si alegrarme o ponerme más nervioso. Te tomaste muy en serio esto de volar.
—Absolutamente.
—Bueno pequeña, adelante entonces. Pero, como siempre, mucho cuidado por favor. No quiero parecer egoísta, pero anhelo tanto tu triunfo como que esto termine. Te echo mucho de menos.
—Me cuido; sólo te pido que confíes en mí.
—Eso hago. Sos la única persona en quien confío. Te amo.
Domingo 23
En horas de la mañana, en el lugar convenido, Debussy entregó la avioneta a Fuchs quien inmediatamente partió a Salta a buscar a Myriam.
Al mediodía, el piloto arribó con el nuevo BFW anunciando que la máquina estaba en óptimas condiciones para la prosecución del periplo. Luego de la carga de combustible, Myriam pidió que pintaran en el fuselaje la inscripción “Chingolo II”, como continuidad del nombre de bautismo del primer avión.
Con el atraso de casi tres jornadas, a las dos de la tarde, despegaron de Salta con rumbo a Jujuy. Pero el intenso viento en la superficie impidió un aterrizaje, por lo que debieron seguir sin detenerse. El nuevo Chingolo respondió bien a las exigencias. Para el atardecer, aterrizaron en San Miguel de Tucumán, cuando empezaba a caer una fina llovizna.
Durante la noche, y todo el día siguiente, la lluvia no tuvo pausa, por lo que resultó imposible continuar la travesía.
Aviadora y copiloto casi no cruzaron palabras. Ella se había sentido un tanto desairada cuando Fuchs se fue a buscar el avión sin siquiera avisarle. Tampoco se había excusado por ausentarse raudamente y ni siquiera habló del tema. El instructor había entendido que lo de Raúl, más que un pedido era una orden. Para él, Barón Biza era algo así como el director del raid y él debía limitarse a cumplir su parte en el trabajo. Al fin y al cabo, era quien le pagaba, y en eso era muy generoso.
Martes 25
El día se presentó nublado, pero seco. Myriam y Fuchs no quisieron perder más tiempo y al mediodía reemprendieron el viaje. Mantuvieron el vuelo sin novedades y alcanzaron el objetivo de no detenerse hasta la siguiente recarga de combustible. Sobrevolaron San Fernando del Valle de Catamarca y siguieron hasta La Rioja, donde, al igual que en las otras ciudades, fueron recibidos por aviadores, reporteros y algún público ocasional que quería ver de cerca a la estrella de cine.
Después, otra noche en hotel; por supuesto, el mejor de la ciudad. Raúl, siempre informado desde cada pista por donde aterrizaba el Chingolo, calculaba los tiempos y hacía la rutina de la llamada telefónica ni bien los pilotos se instalaban.
—¿Cómo estás, pequeña?
—¡Hola, querido! Bien, una jornada tranquila y sin novedades.
—Te escucho de buen ánimo.
—Lo estoy. Aunque un poco agotada, disfruto mucho este momento.
—Me alegra escuchar eso. Ya habrás leído que en todo el país se publican a diario las noticias del raid. Tus fotos aparecen en todos lados. Creo que finalmente te ganaste el lugar que buscabas.
—Así parece, pero todavía falta. Hay que terminar esto y, después, pensaba, tal vez podamos tener un avión más grande y llegar a Nueva York.
—¡Caramba, qué apurada estás! Primero hay que terminar esto y luego hablaremos de lo otro. A propósito de planes, estoy pensando en la boda, no estoy seguro de hacerla en la estancia, en Buenos Aires o en Europa, ¿qué tal París o Venecia?
—Pues... no sé. Tendría que pensarlo un poco.
—¿El casamiento no está en tu cabeza?
—Bueno, en realidad, sí lo pienso, sólo que estoy muy concentrada en el raid. Pero te prometo que apenas acabe me pondré a la par tuya para arreglar los detalles.
—Así lo espero —dijo resignado—. Sucede que te extraño demasiado. No imaginé que sentiría tanto tu ausencia.
—Y yo también te extraño. Pero ya falta menos; si todo sigue bien, en tres o cuatro días estaremos de nuevo en Castelar. Los meteorólogos anuncian un tiempo auspicioso para la semana.
—¿Desde dónde me hablarás mañana?
—Probablemente desde Mendoza o San Luis. No sé si bajaremos en San Juan porque dicen que suele haber vientos fuertes allí.
—Es verdad, es una zona de cuidado. ¿Qué harás ahora, cenarás con Fuchs?
—No lo sé; él suele quedarse en los aeroclubes, asegurándose el combustible, lubricantes y viendo que todo esté en orden antes de guardar el avión. Ya tengo hambre, si vuelve enseguida seguramente compartiremos la cena.
—¿Qué dice él de esta máquina?, ¿anda bien?
—De maravillas. Ya sabés que habla poco, pero si algo le hiciera dudar ya lo habría dicho.
—Sí, supongo que sí. Cuando lo veas decile que su novia, Amy Schamme, está aquí en el hotel, por si quiere llamarla y hablar con ella.
—Se lo diré. Bueno querido, me voy a duchar, comeré algo y me acostaré. El cielo ya se ve estrellado y eso anuncia que mañana será un día de pleno sol. Creo que podremos salir bien temprano.
—Y yo, como siempre, te seguiré atentamente desde aquí. Que descanses, pequeña. No olvides que te espero y que te amo.
—Claro que no lo olvido. Pronto estaremos juntos. Hasta mañana, querido.
Una hora después, Myriam estaba sentada en el restaurante del hotel, dispuesta a una cena liviana. Quería irse a dormir cuanto antes, seguir el raid y terminar en Buenos Aires. Saber que ya no podría alcanzar el récord le había bajado los niveles de entusiasmo. Pero debería volver a intentarlo. Pensaba que quizás no había sido la mejor idea llevar adelante esta aventura en esa época del año y tal vez podría repetirla durante el verano. Pero claro, ya como la señora de Barón Biza. ¡Qué idea tan extraña!, ¿cómo se sentiría siendo una esposa? ¿Sería eso lo que le provocaba una ligera turbación en su ánimo? Raúl también dejó traslucir en la última conversación cierta alteración; se percibió en su voz, en su tono, como un dejo de tristeza. ¿Acaso la ansiedad por el matrimonio lo tenía así, o habría otra razón insondable? ¿A qué le hacía acordar ese tono de disimulada congoja? Sí, fue el mismo que usó la señora Rosa Emma Rossi cuando despidió a su niña en el portón de un colegio de monjas en Berna. La pena ahogada en la garganta por una despedida. No hace tantos años, pero ¡cuántas cosas sucedieron desde entonces!
Demasiadas ideas sueltas en una cabeza y en un espíritu que necesitaban un poco de claridad y reposo para continuar lo iniciado, para avanzar en este destino que recién empezaba a forjarse.
Fue oportuna para despejarse la aparición de Ludwig Fuchs, quien todavía con el overol de piloto se acercaba a la mesa.
—Vaya, ¿va a cenar conmigo?
—Sí, tengo bastante apetito.
—Lo veo más distendido. En los últimos días ha estado distante.
—Muy concentrado en el vuelo, eso es todo. Además, acabo de presenciar un episodio insólito.
—¿Qué pasó? ¡Cuénteme!
—Me estaba registrando en la conserjería en el momento en que se acercan dos damas, muy jóvenes, diciendo que tenían reservas hechas. Cuando se les pregunta a nombre de quién, una de ellas, muy suelta, responde: “de Myriam Stefford”. El conserje cambió su cara de amable, me miró y dirigiéndose a ellas nuevamente, les dijo del modo más cortés que pudo, que debía tratarse de un error, pues la señorita Myriam Stefford, se encontraba en el restaurante a punto de cenar.
—¿Y qué respondieron?
—Se quedaron heladas, enrojecidas de vergüenza y rápidamente trataron de excusarse. Entonces, dijeron que en realidad querían tratar de acercarse y conocer personalmente a la mujer tan audaz de que hablaban todos para expresarle su admiración.
—¿Y entonces?
—El hombre hizo lo correcto. Les respondió que usted estaba demasiado fatigada para recibir gente y que quizás en otro momento podría atenderlas debidamente. Después, pidieron disculpas y se fueron.
Myriam no pudo contenerse y soltó una espontánea carcajada.
—¡Es fabuloso! ¡Hasta dónde puede llegar la gente en su curiosidad!
—¿No le parece una impertinencia?
—Para nada. Me siento halagada de que quieran darme muestras de cariño. Son como caricias. Ya me habían dicho que a las personas les fascina crear ídolos terrenales y ahora lo siento en carne propia. Cuando Raúl se entere se reirá mucho, igual que yo. Lamento no haberlas conocido.
—Seguramente, aunque yo lo había visto de otra forma.
—¿Cómo lo vio usted?
—Yo también sé de las reacciones curiosas de alguna gente. Hay quienes tienen, ¿cómo le dicen aquí?, envidia, eso es. A veces se confunde la admiración con los celos, y el deseo de estar en el lugar de otra persona se convierte en envidia.
—Bah, no creo que sea para tanto.
—Puedo decirlo porque lo veo de afuera. Una mujer atractiva y con juventud, a punto de casarse con un multimillonario, que cruzó el océano en la primera clase de un barco de lujo, que se puede dar el gusto de tener un avión, pilotearlo y la posibilidad de alcanzar una proeza que le daría el sello definitiva de heroína de novela romántica. ¿No cree que haya mujeres que se preguntan por qué a usted le va todo tan bien? Como que ha tomado lo mejor del mundo, todo para usted y las demás sólo pueden mirarla. Seguramente habrá muchas que quisieran estar en su lugar y hasta serían capaces de cualquier cosa por lograrlo.
—Quienes crean que ha sido fácil para mí, no saben nada. Y tampoco me interesa mucho que conozcan de mi vida. Además, me parece que está dramatizando a partir de una escena cualquiera.
—Me rindo, está muy convencida de sus opiniones.
—No crea que tanto, a veces digo las cosas como para convencerme a mí misma. Sin embargo, me inclino a confiar en las personas, aunque no las conozca del todo. Por ejemplo, con usted. Me instruyó durante tres meses, ahora me acompaña en esta aventura y siempre parece infranqueable. Hasta que en un momento, en Salta, parece que levanta las barreras y... después, al día siguiente, vuelve a erigir el muro y otra vez a mantener la distancia. ¿Así se comporta con su prometida?
—La vida privada se llama así precisamente porque está preservada del conocimiento de los demás.
—Sí claro, pero Amy está en el Plaza Hotel en Buenos Aires y hasta donde yo sé, todavía no recibió ninguna llamada telefónica de parte suya, ni siquiera un saludo, y están a punto de casarse.
—Ella sabe que la aeronáutica es mi trabajo y que a veces uno puede pasar volando mucho tiempo.
—¡Por Dios, la que se rinde soy yo ante un hombre tan estricto! Ahora me doy cuenta por qué se fue de Salta sin siquiera avisarme ni darme luego ninguna explicación.
—Debe saber que fue un pedido del señor Raúl.
—Sí, pero nada le impedía avisarme en vez de dejarme sola.
—Fue muy temprano, usted dormía. Además, ya sé que un hombre de su posición siempre consigue lo que quiere y no iba a desairarlo.
—¿Y por qué cree que lo mandó a Tucumán a buscar el avión en vez de esperar a que lo traiga Debussy?
—Él quería que yo probase la aeronave antes que usted, por seguridad, dijo.
—¿Ah sí? Pues francamente eso es lo que me dijo. Pero también pienso si no hubo otra razón.
—¿A qué se refiere?
—Esa noche en la fonda de Salta, en otra mesa había unos periodistas, los reconocí. Quizás alguno de ellos le comentó a Raúl que bebí más vino de lo admisible en medio de una competencia deportiva, que estaba muy divertida en compañía de una decena de hombres y que al final salimos juntos usted y yo. Posiblemente pensó que era mejor que me quedase sola.
—Ahora parece una mujer desconfiada.
—No, yo confío, pero llevo tres años viviendo con Raúl y algo lo conozco. Él me ama, soy como su tesoro y eso explica que no quiera correr riesgos. Equivocado, porque después de esto me casaré y me quedaré con él. De no haber aparecido en mi vida, ¡quién sabe qué hubiese sido de mí!
—Dígame, señorita Stefford, ¿por qué quiso volar, por qué hace esto, algo que no deja de ser temerario?
—Eso no me asusta; cada paso que di fue riesgoso. Siempre buscándome un lugar, tratando de ganar un espacio en medio del mundo. ¿Sabe una cosa?, aquel amigo que en Corrientes usted escuchó decirme “Rosa”, en realidad me llamó por mi auténtico nombre: Rosa Martha Rossi. ¿Verdad que ni siquiera suena bien? De no haber sucedido ciertos acontecimientos, sería posiblemente ahora una mujer con una vida igual a la de la mayoría de la gente de mi clase; hasta casi vulgar. Usted peleó en la guerra; yo no, y sin embargo me cambió el destino para siempre como si hubiese estado en combate. Así que desde muy niña estuve obligada a comprender que debía valerme solo de mí misma para encaminar mi vida. Busqué ayuda y contención; tuve suerte, me la dieron, y desde allí me dejé llevar. Pero siempre estuve alerta, a la espera de alguna señal que me dijera cuál era el camino que me llevaría al reconocimiento, a alejar el fantasma de la vulgaridad y la intrascendencia. Conocí gente, encontré a Raúl, un hombre magnífico y acepté un cambio de nombre, como si ello significara el nacimiento de una nueva mujer. Pasé demasiadas soledades para no aprovechar esta oportunidad. Pretendo dejar huellas, señor Fuchs, y que nunca nadie me deje olvidada, como le pasó a Rosa Martha. Quiero que recuerden a Myriam Stefford, la mujer valerosa que no tuvo miedo. Los aviones tal vez sean una excusa para alcanzar la admiración y la inmortalidad.
Pronunció las últimas frases con los ojos enrojecidos y sin poder contener algunas lágrimas espontáneas. Se secó con un pañuelo de seda y rápidamente trató de reponerse y volver al dominio de la situación. Pasaron un largo minuto en silencio. Ludwig Fuchs, no hizo ningún gesto, más que acercarle un fósforo encendido al cigarrillo que Myriam se había puesto en los labios.
—Creo que sería conveniente irse a descansar —dijo—. Mañana saldremos temprano.
Ella lo miró como si esperase una reacción emocional a su monólogo de nostalgia.
—Tiene razón —dijo ella—, me iré a la cama. ¿Usted?
—No sé, es la primera noche que el avión queda en la soledad de un hangar, sin sereno. Quizás sea necesario que yo duerma en el aeroclub.
—Vamos hombre, mejor duerma cómodo en una cama de hotel. La helada que caerá esta madrugada se va a hacer sentir. Lo necesito sano y entero para lo que queda. Nada le va a pasar a nuestro Chingolo. Así que mejor suba y acuéstese. Que descanse.
Dijo eso, se levantó y subió al primer piso donde estaba su habitación. Fuchs permaneció sentado, sumido en sus pensamientos. El relato de Myriam, el episodio de las mujeres que llegaron mintiendo al hotel y la falta de custodia para el avión eran ideas que se arremolinaban en su cabeza. Sintió que se había alterado su estado de máxima concentración en el plan de vuelo. Se quedó largo rato, inmutable, pero con inquietud. Después de fumar, decidió quedarse en el hotel.
Miércoles 26
En Buenos Aires, Raúl no había logrado pegar un ojo. Se pasó la noche sentado en el lobby del hotel, fumando y bebiendo whisky. Repasó los diarios de los últimos días, releyendo las noticias del raid, pero en ningún momento pudo fijar la atención en nada. De a ratos se levantaba y caminaba por los pasillos tratando de encontrar serenidad, cosa que le fue imposible. Una inexplicable sensación de angustia le corría por el cuerpo y no encontró la manera de dominarla. Ciertamente estaba alterado y no sabía por qué. Ya entrado el día, consultó su reloj y se imaginó a Myriam levantándose en deshabillé y vistiéndose para enfrentar otra jornada de su aventura.
Los pilotos habían dormido poco y no muy bien. Muy temprano salieron del hotel y al observar las óptimas condiciones en que se presentaba el día, fueron recobrando el ánimo. Poco antes de la salida del sol, partieron del aeródromo de La Rioja, con tiempo fresco y promesa de cielo despejado. Siguieron la línea hacia el sur, bordeando la región occidental de la provincia de San Juan. Abajo, apenas algunos parajes distantes unos de otros, rompían la monotonía del paisaje.
Llegando a Marayes, el sol había cobrado altura sobre el horizonte. El Chingolo II podía distinguirse gracias al cielo brillante y sin nubes. Desde una altura menor a los quinientos metros, pudieron advertir la presencia de algunas pocas personas que salían de la desolada estación de ferrocarril y agitaban los brazos saludando a los aviadores.
Cuando Myriam quiso hacer un giro, inesperadamente la palanca dejó de comandar el Chingolo. Fuchs pretendió tomar el mando, pero tampoco pudo encauzar el rumbo. Los flaps del timón de profundidad no respondieron.
El avión se enderezó hacia arriba y después, bruscamente se fue de nariz hasta quedar en posición vertical e iniciar una ingobernable y acelerada caída en espiral, ante el estupor de los pocos testigos en tierra. Los pilotos giraron sus cabezas a un lado y otro tratando de comprender lo que estaba sucediendo. El vértigo y la velocidad no dieron tiempo a nada.
Myriam abrió sus ojos sin entender. Sólo pudo ver la cabeza de Fuchs que se meneaba frenéticamente. Exhaló un suspiro y cerró los ojos. En pocos segundos, el duro suelo del desierto de Marayes redujo sus sueños a la nada.