Conversación nocturna en Copenhague

Era una noche lluviosa del mes de noviembre de 1767, en Copenhague. La luna había salido, bien entrada ya en el cuarto creciente; a intervalos, cuando la lluvia hacía una breve pausa, como entre dos estrofas de una canción interminable, su máscara pálida, desolada y lejana aparecía en lo alto del firmamento, detrás de capas y más capas de nubes errantes, de un gris verdoso. Luego se oía nuevamente el rumor de la lluvia, la máscara lunar desaparecía del cielo y sólo las luces de los faroles y de alguna que otra ventana en el oscuro laberinto de abajo se dejaban ver, como medusas fosforescentes en el fondo del mar.

En las calles reinaba todavía una cierta animación. Algunos volvían a sus casas como navíos de líneas regulares que regresan tranquilamente al puerto; otros, naves clandestinas y piratas, pugnaban contra el viento en dudosas travesías entre los negros arrecifes, azotados por las olas. Se oía llamar a una silla de manos, que recogía su carga y, balanceándose, desaparecía en la noche rumbo a cualquier destino ignoto. Una carroza de recargados ornamentos de oro, con cochero en el pescante y lacayos detrás, y un contenido precioso, volvía de cierta reunión; sus ruedas salpicaban agua de lluvia y lodo de la calle en todas direcciones, y los cascos de los altos caballos hacían saltar brillantes chispas de los adoquines.

De las callejuelas y pasajes salían músicas y canciones, acompañadas del ruido de risas y disputas: la vida nocturna de Copenhague estaba aún en pleno apogeo.

De repente el ruido aumentó de intensidad, hasta culminar en un clamor general. Se oían grandes voces y ruidos de cristales rotos en el adoquinado, y de pesados objetos arrojados desde las ventanas de los pisos altos. Exclamaciones y carcajadas se mezclaban en un torbellino, del que salían proyectados hacia lo alto los chillidos de las mujeres.

Dos burgueses de Copenhague, uno alto y delgado, el otro más bien bajo y de estómago prominente, con los cuellos de los abrigos levantados y los sombreros encasquetados hasta las orejas, y precedidos por un criado con una linterna en el extremo de un palo, se detuvieron a la entrada de una callejuela. La lluvia los había inducido a tomar aquel atajo, e iban hablando animadamente de los buques que hacían el recorrido por el cabo de Buena Esperanza para traer especias a Copenhague; tan enfrascados se hallaban en su conversación que hasta les pareció percibir un ligero aroma de cáñamo y vainilla entre los densos y desagradables olores de la calle. Al aumentar el vocerío frente a ellos y llegar los gritos a sus oídos, mandaron detenerse al criado de la linterna y se quedaron mirando pensativamente una casa frente a cuya puerta abierta se había congregado una pequeña multitud; lo que vieron hizo que se curvaran sus espaldas y se les alargara el semblante. Pero no dijeron una palabra.

No era seguro que el escándalo que estaban presenciando fuera una vulgar riña nocturna, contra la que pedir auxilio a los defensores de la ley y reclamar el castigo divino. No, era muy posible que fuese exactamente lo contrario: una pena y una vergüenza para ellos. Las gentes de la callejuela no eran chusma; entre los alborotadores había distinguidos señores de la corte. No era imposible, era incluso probable, que el joven rey del país, un niño aún, estuviese al frente de ellos.

Sí, era un niño aún y se decía que en su infancia había sido educado con excesiva severidad, incluso maltratado, por su tutor, el viejo conde Ditlev Reventlow; las madres de Dinamarca lloraban pensando en el pobre niño huérfano. Bien podía el pueblo leal cerrar los ojos ante los excesos de un joven rey; pero en su palacio aguardaba la joven reina inglesa, blanca y rosada, que dentro de dos meses, Dios mediante, daría a luz un príncipe heredero de los dos reinos de su padre. Y él estaba aquí, mezclado en una riña nocturna, embriagado y enloquecido por el vino, ayudando a su amante a ajustar viejas cuentas con otras mujeres de su oficio. ¡Qué gente innoble eran aquellos servidores y favoritos del rey —los condes, chambelanes y consejeros— que llevaban por tan malos caminos al joven ungido del Señor, al amado hijo de la difunta reina! Los dos caballeros de Copenhague recordaron, mientras permanecían inmóviles y se les iban enfriando los pies, una historia que corría por la ciudad; hacía poco, y en una noche como ésta, el rey por la gracia de Dios había llegado a las manos con el vigilante nocturno, que le puso un ojo morado, y en venganza el rey se había llevado al palacio el chuzo del vigilante. ¿Qué pensarían, en los reinos y principados extranjeros, del rey de Dinamarca y de Noruega? Y su pueblo, que durante centenares de años había ostentado con orgullo su lealtad al monarca y a la casa reinante, ¿cómo podría sufrir ahora semejante dolor sin que se le quebrara el corazón?

Sin embargo, los caballeros no dijeron nada, se tragaron en silencio su pena y la de todo el país. Con ellos, en cualquier caso, el secreto estaría seguro como en una tumba.

El agudo silbato de un vigilante nocturno se hizo sentir sobre el bullicio. En un momento el tumulto se dispersó en todas direcciones. Siguieron voces y gritos, el estrépito de una puerta cerrándose violentamente y el rumor de unos pasos que se alejaban rápidamente. La luz de una ventana capturó un instante el forro rosado de una capa y acarició un lazo de seda turquesa que desapareció de inmediato; un instante después las luces de la calle se reflejaban en los galones de un uniforme de oficial de la armada, que parecía cubrir unas formas muy jóvenes y redondeadas. Una exclamación jocosa en francés, lanzada por encima de un hombro en fuga, fue respondida por una violenta retahíla de juramentos en danés. Finalmente los colores y las voces se escabulleron por las callejuelas laterales, y la aventura terminó. Sólo quedaron unas pocas capas de los vigilantes nocturnos, recortadas contra la luz que salía de las puertas abiertas a la calle.

Los dos burgueses reemprendieron su marcha, de vuelta a los paisajes más placenteros de la pimienta y la nuez moscada. La ligera fragancia iba acompañada esta vez del suave aroma de la resignación piadosa.

Un hombre muy joven, de silueta pequeña y frágil envuelta en un amplio capote, se había separado de sus compañeros en el fragor de la riña callejera y ahora estaba perdido en aquel dédalo de patios, pasajes y escaleras. Miraba a su alrededor, corría, volvía a mirar; al final fue a dar al rellano superior de una escalinata empinada, estrecha y de peldaños desgastados. Allí se detuvo, sin aliento, y permaneció de pie, con su delgado cuerpo recostado en una esquina. Cuando hubo recobrado un poco el aliento, se llevó las manos a la garganta para aflojar el cierre de la capa. En una de ellas tenía un estoque cuya vaina había perdido, y que le dificultaba los movimientos. Lo depositó en tierra, tambaleándose ligeramente al hacerlo. Pero el cierre se le resistía aún, y tuvo que buscar a tientas el arma por el suelo sucio, con los dedos extendidos, hasta que localizó la empuñadura. Cuando tuvo el estoque de nuevo en la mano, lo blandió varias veces en el aire, siempre en un silencio absoluto, callado como un muerto: ni una exclamación, ni un juramento, ni un sonido salieron de sus labios.

Pero en la oscuridad, frente a la casa silenciosa, sus ojos estaban muy abiertos. No sabía —y pensó que en aquel lugar no podría saberlo nunca— si su loca carrera había sido una broma espléndida, un juego del escondite entre las casas, o si estaba huyendo de un peligro mortal, perseguido por el diablo mismo. No había nadie que pudiera decirle si al minuto siguiente sería levantado en brazos y celebrado por un grupo de amigos, entre risas y gritos, o si una mano despiadada, temida por igual en las pesadillas y en la realidad, se abatiría sobre él de repente. Estaba solo.

No recordaba haber estado nunca solo en su vida. La conciencia de su absoluto aislamiento descendía sobre él lentamente, pero con fuerza; en un principio le hizo sentir un cierto mareo o vacilación, luego le alzó como una ola. Finalmente iba a gozar del desquite, señalado y justo, sobre todos los que hasta entonces le habían rodeado; ¡por fin, por fin el triunfo, la apoteosis prometida! Se aferró frenéticamente a la idea. Aquí en la oscuridad, se había convertido en una estatua de sí mismo, un bloque único de mármol, puro y sólido, invulnerable e imperecedero. Pero al cabo de un tiempo empezó a temblar, hasta que los dientes le castañetearon.

Un poco más arriba, donde terminaba la escalera, una luz salía de debajo de una puerta. Algún significado había de tener aquel rayo de luz estrecho y claro que iba, venía y se multiplicaba. Lentamente llegó a la conclusión de que detrás de aquella puerta, e iluminado por esa luz, tenía que haber alguien. Pero ¿quién? Centenares de rostros poblaban la oscura ciudad a su alrededor. Había gente, recordaba haberlo oído decir, que se moría de hambre y se dedicaba al pillaje, gente que asesinaba, gente que practicaba magias secretas. Acudieron a su mente fantasmas de viejas pesadillas, y pensó que era verdaderamente posible que estuvieran allí mismo, en aquel lugar en el que no había estado nunca antes.

Su oído percibió ruidos; detrás de la puerta una mujer estaba llorando, y un hombre joven la consolaba. Rápidamente —con una seguridad y una dignidad sorprendentes, y evitando al propio tiempo poner la mano en la grasienta barandilla— subió los últimos peldaños, puso dos dedos en el pomo de la puerta e hizo presión. La puerta no estaba cerrada con llave y se abrió.

Entró en una habitación pequeña, negra como la pez en los rincones, porque la única iluminación provenía de un cabo de vela que ardía sobre la mesa, pero con alegres colores cambiantes allí donde llegaba la luz. Junto a la vela había un frasco de licor claro y dos vasos. Además de la mesa y de la silla de madera de tres patas colocada a su lado, la habitación estaba amueblada con un viejo arcón, un sillón de doraduras gastadas y raída tapicería de seda y un gran lecho de baldaquín, con colgaduras de un desvaído color carmesí. Una enorme caldera colgada de la pared calentaba la habitación, y se percibía un agradable olor a manzanas, que se estaban asando encima de la caldera y de vez en cuando siseaban y chisporroteaban.

La señora de la casa, una joven alta y rubia, pintada de blanco y encarnado y completamente desnuda debajo de la camisa de dormir con lazos de color rosa, estaba sentada en la silla de tres patas y se mecía suavemente mientras inspeccionaba una media blanca que había enfundado en los dedos abiertos de la mano izquierda. Al abrirse la puerta interrumpió lo que estaba haciendo y giró la cara hinchada y malhumorada. Un hombre joven en mangas de camisa y tirantes, con zapatos de hebilla y una pierna desnuda, estaba tumbado en la cama con la vista fija en el dosel.

El hombre volvió los ojos perezosamente hacia el visitante.

—Querida —dijo—, ya no podemos discutir de la naturaleza del amor en privado. Tenemos un visitante —observó al recién llegado—. Y elegante, además —prosiguió lentamente mientras se incorporaba—. Un caballero, un refinado cortesano del palacio real. Somos honrados... —interrumpió súbitamente el discurso, hizo una pausa, balanceó las piernas a un lado de la cama y se puso en pie—. ¡Somos honrados —exclamó— por la visita del Señor de los Creyentes, el Gran Sultán Orosmán en persona! Nadie ignora que de vez en cuando Su Gloriosa Majestad se digna visitar los más humildes hogares de su buena ciudad de Solyme para, de incógnito, conocer mejor a su pueblo. ¡Señor, nunca podríais haber encontrado un lugar más idóneo para vuestras indagaciones que este en el que estáis!

El visitante parpadeó frente a la luz y las caras que le estaban contemplando. Un instante después se puso rígido y palideció.

—L’on vient —susurró.

Non —gritó el joven que llevaba puesta una sola media—, jusqu’ici nul mortel ne s’avance!

Se adelantó bruscamente y cerró con llave la puerta. El leve chirrido del metal hizo estremecer al joven de la capa, pero enseguida la certeza de tener una puerta cerrada a sus espaldas pareció tranquilizarle. Aspiró profundamente el aire.

—O mon Soudane! —dijo el anfitrión—. ¡Ved que Venus y Baco reciben igual culto en nuestro pequeño templo, y aunque no son sus más nobles uvas las aquí exprimidas, en todo caso es su jugo no adulterado, su esencia misma! Estos dos son los más honrados de nuestros dioses, y en ellos ponemos toda nuestra confianza. Vos debéis hacer lo mismo.

El recién llegado paseó la mirada por la habitación. Cuando se dio cuenta de la clase de lugar al que había ido a parar, una sonrisa ligera y lasciva afloró a su semblante.

—¿Me tomas por un cobarde? —preguntó, la sonrisa aún en sus labios.

—¿Por un cobarde? —respondió el otro—. No, en absoluto; os considero, Señor Todopoderoso, un viajero sentimental. Como dice un sabio y amado maestro mío, «el hombre que desdeña o teme franquear un umbral oscuro puede ser un hombre excelente, válido para cien empleos, pero nunca será un buen viajero sentimental». Creo que, igual que yo, antes de esta noche debéis de haber pisado —creo, ¡ay!, que igual que yo después de esta noche seguiréis pisando— muchos umbrales oscuros y desconocidos. ¡Creo incluso que vos y yo haremos esta noche un auténtico viaje sentimental juntos!

Hubo un breve silencio. La muchacha seguía sentada con la media en la mano y miraba alternativamente a uno y otro joven.

—¿Cómo os llamáis, vosotros dos? —preguntó el huésped.

—Ciertamente —respondió su anfitrión—, Vuestra Majestad habrá de perdonarme que no le haya presentado inmediatamente, como exigen las reglas de la cortesía, a estos humildes servidores vuestros, tan cercanos del Cielo. Aunque vos mismo prefiráis mantener el anonimato, no es evidentemente correcto por nuestra parte ocultaros nada de nuestra naturaleza o condición.

El anfitrión estaba casi tan bebido como el huésped. Vacilaba sobre sus pies, y la lengua se le trababa ligeramente; ceceaba algo al hablar. Pero al propio tiempo, la embriaguez había dado alas a su discurso e imbuido su alma de fuertes y alegres emociones. Miró a su huésped con ojos claros, brillantes y tiernos, y dándose cuenta de que hacían falta tiempo y palabras para que el fugitivo se sintiese cómodo con la compañía, siguió hablando.

—Así pues, como os decía, el nombre de nuestra amable anfitriona —dijo— es Lise. Yo la llamo Fleur-de-Lys, como la heroína de pureza igual a la del lirio de los viejos trovadores, a la que se parece. Otros adoradores suyos, empero, la llaman Lise la Quisquillosa, reconociendo así, aunque torpemente, su carácter altivo y la sensibilidad de su piel. Sin embargo, estos nombres os los menciono en passant y sin que la cosa tenga importancia alguna. Porque se la puede llamar con cualquier nombre de mujer que un joven de Copenhague lleve impreso en el corazón, y así su pequeña persona representa a todo su sexo. El maestro que he mencionado hace poco ha dicho: «El hombre que no sienta afecto por el sexo femenino en su integridad no será capaz de amar como es debido a una sola mujer». Lise, pues, es la verdadera y digna sacerdotisa de nuestra diosa.

»Y yo —prosiguió—. ¡Yo! Vuestra Majestad, me atrevo a esperar, habrá observado ya que soy un caballero. Además de esto soy, sauf votre respect, un poeta, es decir, un bufón. ¿Mi nombre? Como poeta, Dios perdone a los lectores de Dinamarca, no tengo nombre aún. Pero en mi calidad de bufón puedo tomarme la libertad, como el maestro que he citado dos veces, de llamarme a mí mismo Yorick. “¡Ay, pobre Yorick! Un hombre de una gracia infinita y de una fantasía portentosa, y ahora ¡en este lugar y en este estado! ¡A qué viles usos, amigo y hermano, podemos volver!”

Durante un momento permaneció absorto en sus pensamientos. «Volver», repitió para sí, y exclamó, con tono de profunda amargura:

—¡Querías volver a tiempo para el entierro de mi padre, has vuelto justo a tiempo para la boda de mi madre!

Se serenó, y alejó de su mente los pensamientos tristes.

—Ahora, señor —dijo—, debéis sentiros con nosotros como en casa, como en el cielo o en la tumba. Porque, en todo caso, ¿quién tiene menos probabilidades de traicionar a un rey par la grâce de Dieu que un poeta, que lo es por la misma gracia? ¿Y, por la misma gracia, que una...?; pero a Lise no le gusta la palabra, y no la voy a pronunciar.

De nuevo se quedó callado, pero despierto, atento, concentrado todo su ser en el momento presente, y dio un paso adelante. Cogió la botella, llenó los vasos, y alegre y solemnemente le tendió uno al extraño.

—¡Brindemos! —gritó—. ¡Brindemos por este instante que, por su naturaleza misma, es eterno y al mismo tiempo, y también por su naturaleza, inexistente! La puerta está cerrada; ¡oíd cómo llueve! Nadie, en el mundo entero, sabe que estamos detrás de ella. Además, nosotros tres nos encontramos, en cierto modo, en un estado de gracia tal que mañana habremos olvidado esta hora y nunca, nunca volveremos a pensar en ella. En este instante, pues, el pobre habla libremente con el rico y el poeta conjura su imaginación en honor del príncipe. El propio sultán Orosmán puede aquí, como nunca ha podido antes ni, ¡ay!, nunca podrá después, desprenderse de su pesada carga de dolor, incomprensible para el común de los mortales, y confiarla a dos corazones humanos, los corazones de un poeta y una prostituta. Sea este instante como una perla en la concha de la ostra, en lo hondo del oscuro Copenhague que se agita a nuestro alrededor. ¡Vivat, señor mío y amante mía! ¡Vivat esta hora que muerta ha nacido, que está destinada a la muerte!

Alzó su vaso, lo apuró y permaneció inmóvil. Su huésped, obediente como una imagen en el espejo, imitó cada uno de sus movimientos.

Este último vaso, sumado a los que habían trasegado toda la noche, surtió en ellos un potente y misterioso efecto. Las dos pequeñas figuras parecieron crecer, un rubor noble y profundo coloreó las dos caras pálidas, y una luz radiante iluminó los dos grandes pares de ojos. Anfitrión y huésped resplandecían, y por un momento estuvieron tan próximos como si lucharan enfrentados, o se hubieran fundido en un abrazo.

Ôtez-moi donc —dijo súbitamente el invitado en voz baja— ce manteau qui me pèse!

Permaneció inmóvil, con el mentón un poco alzado, los ojos fijos en la cara del anfitrión, mientras éste tiraba del cierre y le sacaba el pesado capote. Debajo de la capa el extraño llevaba una casaca de seda gris perla y un chaleco con bordados de color azul marino; los encajes del cuello y de los puños estaban desgarrados. La palidez de los vestidos daba a toda su figura un aspecto inmaterial y brillante, como si un joven ángel hubiera descendido a la cámara calurosa y cerrada. Pero, al caer hacia atrás, el manto quedó extendido sobre el respaldo del sillón y su forro de terciopelo dorado profundo pareció absorber en él todos los colores de la habitación y proyectarlos en un brillo y un resplandor de oro puro. El joven que dijo llamarse Yorick vio dorarse repentinamente la cámara en torno a él, y en una especie de arrebato estrechó los delicados dedos del huésped.

—¡Oh, bien venido! —exclamó en voz alta—. ¡Oh, deseado! ¡Amo y señor, vuestros somos! Ved, os ofrecemos nuestro sillón, el mejor que tenemos. Lise no se atreve a sentarse en él por no aplastar el tapizado con el peso de sus encantos. ¡Dignaos, señor, transformarlo en trono por una noche!

Bajo la intensa mirada del que hablaba, las facciones del oyente temblaron un momento, distendiéndose después en una expresión de serena compostura. Su naturaleza íntima, tan desequilibrada en los últimos tiempos, se había sosegado, elevándose hacia una armonía suprema. Sí, estaba entre amigos —que había leído que existían, que había buscado sin encontrar jamás, amigos que le verían tal como era en realidad—. Se dejó llevar de la mano de su anfitrión, ceremoniosamente levantada, dio un paso atrás hacia el sillón y se sentó en él con cierta brusquedad, pero sin que su dignidad sufriera lo más mínimo. Erguido contra el terciopelo dorado, con sus manos exquisitas apoyadas en los brazos del sillón como si estuviera sosteniendo el cetro y el globo, su mirada recorrió la habitación desde una gran altura.

Sin embargo, al hablar experimentó una nueva transformación. Había dicho sus breves frases en francés con una voz particularmente sonora y melodiosa. Al pasar ahora al danés, se vio claramente que había aprendido el idioma de lacayos y mozos de cuadra principalmente, y en compañía de éstos había parodiado a sus tutores, burlándose de su manera de hablar.

—Un poeta —dijo—, un poeta, desde luego. Esto es lo que hace falta. Quiero oír con mis propios oídos las quejas de mi pueblo. Pero nunca puedo acercarme a vosotros, con tantos viejos zorros que me espían continuamente. Esta noche he tenido que correr mucho, por lugares oscuros y malolientes, trepando por siniestras escaleras, para encontraros. Menos mal que cerraste la puerta y no podrán entrar.

Había hablado muy deprisa, y ahora se detuvo un momento, buscando la palabra justa; luego siguió, lentamente y en voz más alta:

 

Dans ces lieux, sans manquer de respect,

chacun peut désormais jouir de mon aspect,

car je vois avec mépris ces maximes terribles,

qui font de tant de rois des tyrans invisibles!

 

—Vamos pues —dijo de nuevo—. Exponed vuestras quejas. ¿Sois desgraciados?

El joven que había dicho llamarse Yorick reflexionó un poco y luego levantó la mano y la oprimió contra su nuez de Adán, bajo el cuello de la camisa abierta.

—Desgraciados —repitió lentamente—. Desgraciados no lo seremos nunca, después de esta noche. Ni tampoco queremos, en nuestra relación con vos, inspiraros piedad. Un verdadero cortesano no insulta a su rey rebajándose en su presencia, como si ello fuera necesario para exaltar la dignidad del monarca. No, el verdadero cortesano se hace lo más alto posible y dice al mundo: «¡Mirad cuán grandes son los servidores de mi señor!». ¡El que sus servidores estén tan altos que puedan permanecer cubiertos ante el trono no hace más que realzar la gloria de Su Majestad Católica de España, como realzamos nosotros la gloria del Señor manteniendo alta la cabeza, no agachándola!

»Con todo —prosiguió—, algunas pequeñas quejas, humanas y tontas, sí podemos formular, como humanos y tontos que somos. ¿Queréis oírlas?

—Eso he dicho —dijo el que habían llamado Orosmán.

—Escuchad, pues —dijo Yorick—, nuestra pequeña queja. Si miráis de cerca, observaréis que las aladas lágrimas de Lise han labrado dos nobles surcos en el carmín de sus mejillas, aplicado hace poco con tanto cuidado. Ello es debido únicamente a que otra muchacha de la casa, en el curso de una discusión, la ha llamado puta de alabastro. Si tuviera ahora dos florines, que no tengo, esta misma noche iría a la ciudad a comprar algún objeto de alabastro para mi Lise, para que se dé cuenta del auténtico genio femenino con el que su amiga Nille ha descrito su persona. Tengo un gran deseo de consolar a Lise. Porque en verdad os digo, Orosmán, que yo debo mucho a esta muchacha, más que los miserables cuatro chelines que su bondad me ha concedido a crédito. ¡Es cosa buena, es una bendición para gentes como yo, es un bálsamo para nuestros cuerpos y nuestras almas que existan personas como ella!

Orosmán miró a Lise, que inclinó la cabeza y desvió la vista.

—Tu deuda con Lise, poeta —dijo con noble ademán—. Nos la asumimos. Mañana recibirá un jarrón de alabastro con cien florines dentro. Porque nunca ha de llorar una prostituta en nuestros reinos, no, sino que en ellos gozarán de alta estima; comme d’un peuple poli des femmes adorées. También para gentes como Nos es cosa buena y santa que haya seres como ella.

Bénissons le Seigneur, Lise —dijo Yorick.

—Y dejemos que las damas beatas y pudibundas —dijo Orosmán— derramen sus lágrimas sobre los libros de oraciones, como protesta por nuestra bondad hacia Lise. Porque ninguna de ellas tiene un ápice de bondad en su corazón. Hacen remilgos, mueven las nalgas y sonríen con afectación, para engañarnos y perdernos. ¡Y —gritó, su faz súbitamente convulsa de rabia— hablan en la cama!

—Vos lo habéis dicho, señor —dijo Yorick—. ¡Hablan en la cama, las furias del infierno! En el momento en que, en el límite de nuestras fuerzas, o más allá de él, les damos nuestro entero ser, nuestra vida y nuestra eternidad, ¡hablan! Satisfechas, y placenteramente ignorantes del infinito deseo de silencio del hombre, del ser humano, insisten en que se les diga si el sombrero que llevaban puesto ayer les sentaba bien, o si hay vida después de la muerte.

Orosmán reflexionó un instante, y de nuevo la sonrisita asomó a su semblante.

—Os voy a contar una cosa —dijo— que me contó Kirchhoff. En el Paraíso, Adán y Eva andaban a cuatro patas, como los animales con los que vivían. En aquellos tiempos Adán ocultaba su sexo debajo de él, lo cubría con su cuerpo, de acuerdo con su sentimiento de pudor, que es muy inferior al de una hembra. Pero su mujer no podía esconderlo y se sentía completamente desnuda y expuesta a la mirada de él. Por ello un día Madame Eva se enderezó sobre las dos piernas, y aseguró a su marido que ésa era la única posición y manera de andar adecuadas a la dignidad de los seres humanos. A partir de ese momento ella ocultó su sexo, y pudo así negar todo conocimiento de él. Pero desde aquel día, Adán tuvo que mostrar plenamente el suyo, y proclamar y reconocer ante el mundo entero con cuánta precisión el Creador lo había forjado y ajustado al pequeño y secreto crisol de la mujer. Y así madame pudo escandalizarse, fingir que se desvanecía y exclamar: «Um Gottes willen, was bedeutet dies!». «¡Oh, Dios mío!, ¿qué es eso?» ¿Qué, no es así? Y por ello —concluyó con una breve y amarga mueca—, por ello, cuanto más dispuesta está la hembra, por bondad de corazón, a asimilarse al mundo animal y caminar a cuatro patas, mayor satisfacción encuentra el hombre en su compañía. ¿No es así, poeta?

—Así es, desde luego —respondió Yorick con una carcajada—. ¡Bien habéis hablado! Ya había pensado yo algo parecido, antes de esta noche. Porque, ved, Orosmán: yo nunca he tenido el honor de poder contemplar a Lise mientras comía. Pero me la he imaginado comiendo, y he comprendido claramente la imposibilidad de que esta dulce criatura tome el almuerzo o la cena como nosotros. No, su comida ha de parecerse forzosamente a un tranquilo pastoreo, como el de un corderito blanco en la pradera, cerca del arroyo cantarín, bajo la fresca y verde sombra.

Orosmán permaneció un momento mirando a Yorick, y sus jóvenes rasgos se suavizaron.

—No es éste el lugar —dijo con dignidad— ni la hora de hablar de Kirchhoff. No es más que un Schlingel, un valet de chambre. Ni una sola vez sus palabras han de llegar a los oídos de Lise, a los tuyos, o a los nuestros. ¿De qué hablábamos?

—De nuestras quejas —dijo Yorick— y de vuestra tierna solicitud que ha disipado las penas de Lise.

—Ah, sí —dijo Orosmán—. Las penas de Lise. Y ahora, tú. ¿Cuántas quejas tienes tú?

—No tengo más que dos quejas —respondió Yorick—, puesto que Lise ha terminado de remendar mi calcetín y ha satisfecho así amablemente la tercera. Una es que tengo un agujero en la suela del zapato y me entra mucha agua. Pero a esto ya estoy casi acostumbrado. Pero mi segunda queja es ésta: que no soy omnipotente.

—¿Omnipotente? —repitió lentamente Orosmán—. ¿Quieres ser omnipotente?

—¡Ay! —dijo Yorick—. Perdonadme, señor, que haya acudido a vos con una queja tan gastada y trivial. Todos los hijos de Adán tenemos un deseo infinito de ser omnipotentes, como si hubiéramos nacido y se nos hubiera educado para serlo y después, de manera trágica y cruel, nos hubieran privado de ello.

—¿Tú quieres ser omnipotente? —preguntó Orosmán como antes, y se quedó mirando fijamente a su anfitrión—. ¡Pues bien, ven a mí, yo poseo esa condición! Todos me lo aseguran. ¿Acaso no me pusieron una corona en la cabeza y un cetro en la mano? Danneskiold y el gran chambelán llevaban la cola del manto. ¡Y juraron en verso! Espera un momento, te lo voy a recitar.

Reflexionó unos segundos, y declamó, claramente y sin confundirse:

 

¿Cómo he de llamarte, joven Salomón?

¿Rey o Dios? Los dos eres. En tu sello inscrita

omnipotencia está y sabiduría.

¡Oh, monarca absoluto con atributos de Dios!

 

—¿Será tuyo el verso por ventura, poeta?

—No, este verso no es mío —dijo el poeta.

—¿Quieres ser yo? —exclamó Orosmán, en voz alta y clara—. ¿Cambiamos los papeles esta noche, para ver si notas alguna diferencia? Porque, mira: hace poco, cuando me tendías el vaso, se me ocurrió que eras tú el todopoderoso.

—De nuevo estáis en lo cierto, señor —dijo Yorick—. De todos los habitantes de Copenhague es muy probable que vos y yo, el monarca y el poeta, seamos los que más cerca estamos de la omnipotencia. No, probablemente no notaríamos ninguna diferencia.

En este punto de la conversación, Lise se levantó a sacar las manzanas que se estaban quemando en la estufa. Las puso sobre la mesa y las espolvoreó de azúcar con los dedos, para que sus huéspedes pudiesen saborearlas cuando quisieran. De vez en cuando, mientras los otros seguían hablando ella misma daba un mordisco, dejando una señal de carmín de labios en la carne de la manzana, y se lamía cuidadosamente los dedos. Orosmán seguía sus movimientos con aire ausente, como si la mirase sin verla.

—¿Todos los hijos de Adán, dijiste? —exclamó—. ¿Y la estirpe de la señora Eva? ¿Qué me dices de las mujeres? ¿No pretenderás que ellas no desean también la omnipotencia? Puedes estar seguro de que a mi dulce Katrine le gustaría regir el mundo entero, así como la real consorte, Nuestra Señora de la Alcoba y Preneuse de Puces, pretende determinar la hora a la que Nos debemos acostarnos.

—No, es posible que no deseen exactamente la omnipotencia —dijo Yorick—. Pero esto es debido a que toda mujer se cree ya, en su fuero interno, todopoderosa. Y con razón. Mirad a Lise: no ha intervenido una sola vez en la conversación, y es posible que no lo haga. Y sin embargo, es gracias a ella que se ha producido esta conversación, y si ella no hubiera estado en la habitación con nosotros, no habría habido conversación alguna.

—Bueno —dijo Orosmán, tras una breve pausa—. ¿Qué quieres hacer con tu omnipotencia? Porque yo sé muy bien —declaró, y su joven rostro pareció por un momento extrañamente feroz y agresivo— lo que quisiera hacer con la mía.

Mon soudane —dijo humildemente Yorick—. Me gustaría vivir.

Orosmán guardó silencio un momento.

—¿Por qué? —preguntó.

Sauf votre respect, señor —dijo Yorick—. El hecho es que la gente quiere vivir.

»Ante todo quieren vivir hasta mañana, y para ello han de tener algo que comer. No siempre es fácil conseguir algo de comer. Cuando estamos hambrientos nos lamentamos y gritamos, no precisamente de dolor sino porque sentimos en nuestros estómagos que nuestra vida corre peligro. Incluso el niño de pecho llora reclamando el pezón, porque quiere estar vivo mañana; pobre cachorro, no sabe lo que es la vida.

»Pero además —continuó—, queremos seguir viviendo después de mañana, y por más tiempo que los escasos años que llamamos la vida humana; queremos vivir por los siglos de los siglos. ¡Por eso reclamamos el amor físico! Por eso reclamamos al ser amado, la pareja que recibirá, albergará y dará a luz a esta vida nuestra en la tierra, que no tiene fin. Por eso el joven se lamenta y brama de cólera, algunos de nosotros incluso en verso, porque quiere que su sangre celebre, dentro de cien años, la puesta del sol y la aparición de la luna en el cielo. Y porque siente, en toda esta sangre suya y en todos sus miembros, que cuando se le niega el amor físico es la vida misma lo que se le está negando.

»Pero, finalmente —concluyó con gran lentitud—, finalmente lo que el hombre desea con más fuerza es la vida perdurable.

—Continúa —dijo Orosmán—. Yo sé todo acerca de la vida perdurable. Mi tutor, el viejo capellán de la corte, Nielsen, recibió grandes elogios por mi buen conocimiento del catecismo —recitó sin respirar—: «El perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida perdurable». ¿Es eso lo que quieres?

—Más o menos —dijo Yorick—. Aunque mi cuerpo no es precisamente la parte de mi ser de la que me siento más orgulloso. Es ligero, y sin embargo a menudo se hace pesado y doloroso de llevar. Que se quede donde está. Pero mi alma aspira a la vida perdurable, y no admitirá que se la nieguen.

»Vos mismo, el ungido —prosiguió—, podéis estar seguro de que ocuparéis vuestro lugar hochselig, bienaventurado, entre vuestros hochselig antepasados. Pero mi alma deambula sin rumbo, ya pugnando por alcanzar la luz, ya huyendo de las tinieblas, y de esta manera sufre a la vez los dolores del hambre y el infinito anhelo del amor físico. ¡Cuánto deseo ayudarla a proseguir su camino!

Orosmán, despiertas las felices memorias de tiempos pasados, recitó una estrofa de un viejo himno danés:

 

Cuán dulce es oler el aroma

de la casa que podemos llamar nuestra

y gustar el sabor de lo propio

entre aquellos que están ante el trono.

Veremos allí a la Trinidad,

el más alto favor concedido a los mortales.

 

Perdió el hilo, se interrumpió y se quedó mirando fijamente a su propia mano primero, y después a Lise y Yorick. Yorick también se quedó pensativo, aguardó un poco y bebió un sorbo de ginebra del vaso.

—Sí —dijo Yorick, y chasqueó ligeramente la lengua—. Ha de ser ciertamente dulce el aroma de la casa que podemos llamar nuestra. Pero voy a confiarte, Orosmán, algo que no me he atrevido a confiar a nadie, porque tú entiendes lo que se te dice. Nunca me apartaré del todo de esta tierra. Siempre se mantendrá viva en mi mente, como de niño mantenía con vida a un pájaro en la jaula o a una planta en la maceta de la ventana, dándoles agua cuando estaban sedientos, poniéndolos al sol de día o a cubierto de noche. Esta tierra nuestra es lo más precioso para mí. Incluso cuando esté allá arriba, no podré resistirme a echarle un vistazo de vez en cuando para ver si sigue adelante sin mí. ¡Sí, incluso allí le gritaré que no me olvide! Mi anhelo será ver reflejada mi beatitud celestial allá abajo en la tierra, como en un espejo. ¿Sabéis, señor, cómo se llama este reflejo?

—No, no lo sé —dijo Orosmán.

—Se llama «mythos» —gritó Yorick, como en estado de trance—. ¡Mi mythos! El reflejo terrenal de mi existencia celestial. Mythos, en griego, significa «el habla», o por lo menos —añadió, como en un paréntesis—, como nunca anduve fuerte en griego y los sabios podrían decir que estoy equivocado, vos y yo podemos entenderlo así por una noche. El habla es algo placentero y delicioso, Orosmán; esta noche lo hemos visto. Sin embargo, antes que el habla y en un plano más alto nosotros ponemos otra idea, el logos. Logos, en griego, significa «el verbo», y por el verbo fueron creadas todas las cosas.

En su común y feliz ebriedad, un ritmo, una pauta noble y precisa había conducido y sostenido a los dos interlocutores a lo largo de la conversación. Esta misma pauta parecía ahora apartarlos, dulcemente pero con rigor, como cuando dos bailarines de un ballet se separan y uno de ellos, aunque todavía próximo e indispensable para la figura, permanece inmóvil, contemplando el magistral solo de su compañero. Con un poderoso movimiento el anfitrión se apartó de su huésped y ejecutó solo su figura.

—¡En verdad, en verdad —gritó—, toda mi vida he amado el verbo! Pocos hombres lo han amado tan profundamente como yo. Sus secretos más íntimos son un libro abierto para mí, y ello me ha deparado también el conocimiento. En el momento en que el Padre omnipotente me creó con su verbo, Él pidió y espera de mí que un día regrese a Él y le lleve Su verbo, en forma de palabras. Ésta es la única tarea que se me ha confiado durante mi paso por la tierra. Con Su divino logos —la fuerza creadora, el principio— he de elaborar mi mythos humano, la sustancia duradera, la memoria. Y cuando llegue el día en que, por Su infinita gracia, vuelva a ser uno con Él, los dos miraremos a la tierra, yo con lágrimas en los ojos, Dios con una sonrisa, pidiendo y esperando que ese mythos mío haya permanecido allí después de mi partida.

»Terrible —continuó con voz distinta, más lenta—. Terrible es de entender nuestra obligación hacia el Señor. Terrible por su peso y su duración es la obligación de la bellota de dar a Dios un roble, y sin embargo es exquisita, como es dulce el verde de los árboles después de la lluvia de verano. Mi pacto con el Señor me abruma con su peso y, sin embargo, ¡cuán alegre y glorioso es también! Porque si le soy fiel, ninguna adversidad ni tribulación prevalecerán sobre mí, sino que seré yo quien prevalezca sobre la adversidad y la tribulación, la pobreza y la enfermedad, e incluso la ferocidad de mis enemigos, y haré que todas esas cosas trabajen conmigo en mi propio beneficio. Y todas las cosas me serán favorables.

Se volvió hacia su pareja de baile, y frente a la figura inmóvil se colocó en posición de pas de deux.

—¡Qué buena suerte —gritó— que esta noche te tenga a ti, Orosmán, para hablar! Cualquier otro pensaría que estoy borracho y digo disparates. Pero tú eres rey, y de nuevo quiero agradecerte tu real comprensión. Tu comprensión me convence de que un día este mythos mío se revelará en la tierra. Dentro de doscientos años los habitantes de Copenhague no sabrán nada de mí, pero cuando me encuentren me reconocerán. Terrible y gozoso es mi pacto con el Rey de los Cielos; dignum et justum est que la mano de un rey de la tierra lo selle.

Orosmán le recibió con gracia y armonía, como un bailarín, y acompasó sus gestos a los de su pareja.

—Ainsi soit-il! —dijo—. Mi mano sellará tu pacto.

Por un momento, como si confirmaran lo que se acababa de decir, los dos interlocutores permanecieron quietos y expectantes.

—Pero ¿y yo? —exclamó Orosmán, iniciando un nuevo movimiento—. ¿Y yo? ¿Tendré yo algún día ese reflejo en la tierra de mi glorificación celestial, que dices llaman mythos? ¿Crees tú que lo tendré?

—Sí, lo creo —dijo Yorick.

O la la! —gritó Orosmán—. Lo crees porque en toda tu vida sólo has tratado con gente decente, nunca te las has visto con tutores, maestros de religión o consejeros de reyes, y no conoces la verdadera ralea de toda esa canalla. Porque todo lo que has dicho esta noche, poeta, yo lo sabía desde hacía mucho tiempo, y lo he deseado desde siempre. ¿Qué otra cosa he deseado que no fuera lo que has nombrado, y que llamas...? ¿Cómo lo llamas?

—Mythos —dijo Yorick.

—¡Mythos! He querido endurecerme, y mi mythos es ciertamente duro, como duro es el roble, y he querido ser de una sola pieza, como ellos. ¡Pero deja que te diga: en la corte, y en las reuniones del Consejo, los hombres tienen miedo! Todos tienen miedo, aunque ninguno dirá jamás qué es lo que teme. Podrán decirte que temen a Dios, ¡pero no es cierto! O que temen al rey, ¡pero tampoco es cierto! No: corren de arriba abajo, murmuran, hacen reverencias y se cubren de adornos y perifollos, se ponen uniformes, hacen añicos la mente y la vida de un rey, y todo por miedo a una cosa que se llama...

—Mythos —dijo Yorick.

—Mythos —repitió Orosmán—. Mujeres me darán todas las que quiera, de sangre real y del Gotha de Dinamarca, para tenerme bien agarrado por la nariz. Ellos quieren el mythos del rey para bailar encima de él con sus escarpines de seda, pero ninguno traerá unos coturnos para que pueda caminar con ellos. Accederán a rendirme honores con un pomposo monumento, cuanto antes mejor, y todos estarán de acuerdo en elevarme una estatua ecuestre. Pero aún más unánimes están, créeme, en privarme del... ¡dilo de nuevo!

—El mythos —dijo Yorick.

—El mythos —repitió Orosmán—. Tu l’as dit! Mi sitio entre mis hochselig antepasados lo tendré forzosamente. Pero la clara y profunda reflexión de mi Hochseligkeit, mi felicidad aquí, en Copenhague, ésta la están rompiendo en mil pedazos, antes incluso de que haya empezado a existir. En mil pedazos, de modo que ahora, que estoy aún vivo, oigo ya los cristales rotos tintinear en mis oídos.

Yorick permaneció largo rato mirando a su invitado. Por último, habló.

—No —dijo, con gran autoridad—. Os equivocáis, señor. Vos tendréis vuestro mythos. Porque vuestro mythos consistirá en no tener ninguno. Vuestro pueblo de Dinamarca, de Copenhague, dentro de doscientos años sabrá poco de vos, quizá nada. Pero en la larga procesión de reyes de Dinamarca, de Cristianes y de Federicos, vos seréis el primero al que reconocerán.

Orosmán guardó silencio un momento, con todas sus facultades de observación proyectadas hacia dentro, hacia algún lugar de su naturaleza íntima.

—Lléname el vaso —dijo.

La ginebra, que podría decirse que había sido la música de la escena, le elevó a un plano más alto de sinceridad y energía. Le había llegado el momento de interpretar su solo. Extrañamente libre, erguido y ligero como un pájaro, se alzó, espiritualmente, sobre las puntas de los pies. Ninguno de sus movimientos era torpe o apresurado; en sus saltos más atrevidos había plenitud y equilibrio. Se deslizaba por el silencio como por un escenario, derechamente hacia Yorick.

—Te has dicho afortunado, Yorick, poeta y amigo mío —dijo—, de poder hablar conmigo aquí esta noche. ¡Escucha, pues! Tu suerte es aún mayor de lo que crees. ¡Voy a compartir contigo mis conocimientos, voy a decirte quién soy, y quién eres tú!

»Porque en esta tierra —continuó— hay muy pocas personas, que yo sepa solamente siete, que puedan ver la naturaleza verdadera y esencial del mundo. Los otros nos la deforman constantemente porque no quieren que nadie entienda sus proporciones y su armonía. Estos otros pugnarán infatigablemente por separarnos y mantenernos separados, porque saben que si estamos unidos prevaleceremos contra nuestros enemigos. Toda mi vida he buscado otros seis seres de mi especie, pero mis carceleros no me han dejado encontrarlos. Pero no saben que esta noche he encontrado yo solo el camino hasta aquí, hasta ti. Pero, ¡ay!, nos están rastreando, y pronto, muy pronto, caerán sobre nosotros para hacernos pedazos. En este mismo momento me están buscando, corriendo tras de mí por patios de vecindad, callejuelas y escaleras. Bien puedes pensar y gritar ahora:

 

... o nuit, nuit effroyable,

peux-tu prêter ton voile à de pareils forfaits!

 

»Pero en esa hora de que has hablado, y que has celebrado, aún podemos estar juntos y decirnos la verdad. Déjame, pues, que te hable con sinceridad, y respóndeme tú también con sinceridad.

—Sí —dijo Yorick—, hablad, señor. Vuestro poeta y bufón os escucha.

—Escucha, poeta y bufón mío —dijo Orosmán—. El mundo, te digo, es mucho más noble y hermoso de lo que nuestros enemigos quieren hacernos ver.

—Así es —dijo Yorick.

—Todos los seres humanos —prosiguió Orosmán— han sido creados más grandes, nobles y dignos de ser amados de lo que parece.

—En efecto —dijo Yorick.

—¿No nos dan nuestras diversiones —gritó Orosmán— mucho más placer que el que se nos permite apreciar?

—Así es —dijo Yorick.

—¿Y no son nuestros actores teatrales —gritó otra vez Orosmán— mucho menos malvados de lo que parecen en el escenario?

—Lo son, ciertamente —dijo Yorick.

—¿Y no es —dijo Orosmán— acostarse con una mujer mucho más agradable que lo que podemos percibir ahora?

—Esto os lo puedo asegurar, Gran Sultán —dijo Yorick.

—¡Nosotros tres sabemos, pues! —dijo Orosmán—. Sabemos, yo y tú y Lise, aunque después de esta noche tengamos que guardar para nosotros lo que sabemos. Esta noche sabemos cuán suave y de qué excelente calidad es nuestra ginebra. Sabemos, sí —exclamó, deslizándose en un movimiento lleno de gracia hacia un pasaje anterior de la conversación:

 

Cuán dulce es oler el aroma

de la casa que podemos llamar nuestra

y gustar el sabor de lo propio

entre aquellos que están ante el trono.

Veremos allí a la Trinidad,

el más alto favor concedido a los mortales.

 

Les tendió graciosamente la mano, con los delgados y puntiagudos dedos juntos, primero a uno, luego a la otra. No quería que se la besaran, ni ninguno de los dos pretendió hacerlo. Sin embargo, esta muestra del favor de un rey hizo de las tres personas de la habitación una sola.

—Y —dijo muy lentamente— il y a dans ce monde un bonheur parfait.

Yorick se levantó y acompasó sus movimientos a los de su compañero.

—Sí, señor —convino, hablando tan lentamente y con tanto énfasis como el otro—. En esta tierra, y en esta nuestra existencia, hay tres clases de felicidad perfecta. Y hay seres humanos tan privilegiados que consiguen conocer las tres.

—¡También tres! —gritó gozosamente Orosmán—. Ved cómo, cuando tres se juntan, las cosas buenas se multiplican por dos y por tres. Ahora plasma en palabras mis pensamientos, tú que dices que amas la palabra. Nada más te pediré. Nombra las tres.

—El primer bonheur parfait —dijo Yorick— es éste: sentir el cuerpo rebosante de fuerza.

—¡Como lo sentimos nosotros ahora! —dijo Orosmán, y se rió—. Como ahora, alegremente unidos, podemos elevarnos en el aire, igual que tres cometas atadas solamente con tres delgados hilos al húmedo Copenhague de abajo. ¡Tú eres un auténtico poeta, tú! Tus palabras convierten en imágenes mis pensamientos. En este momento veo ante mí una copa llena hasta los bordes de vino de Bouzy o de Épernay, con la espuma que resbala hasta el pie y, en su abundancia, se derrama por el polvoriento suelo. Cuando, al subir al trono, comuniqué a aquellos asnos empelucados que iba a rabiar durante un año, espumeaba así. Rebosante de fuerza. ¡Ah, dulces palabras, como una canción! ¡En verdad os digo que durante un año el entero ceremonial de la corte se transformó en una canción de borrachos, que resonaba en los salones del palacio y que el eco repetía por las calles de Copenhague! Pero me dices —agregó después de una breve pausa— que hay una segunda felicidad tan perfecta como la primera. ¡Nómbrala!

—La segunda felicidad perfecta —dijo Yorick— es ésta: saber con certeza que cumples la voluntad de Dios.

Hubo un corto silencio.

Mais oui! —dijo orgullosamente Orosmán—. Ésta es la manera digna y conveniente de hablar a un rey por la Gracia de Dios. El peso de la corona, como sabrás, es muy gravoso, pero nuestra inteligencia y nuestros conocimientos, por la Gracia de Dios, hacen inclinar el fiel de la balanza. Tu segunda felicidad suprema, poeta, es mi herencia y mi elemento, y no se me puede escapar. Pero mira: desde esta noche en que nos hemos encontrado y unido, voy a compartir esta felicidad con vosotros. De ahora en adelante vosotros dos, en vuestros respectivos estados, el poeta y la prostituta, cumpliréis la voluntad de Dios. En las horas de desaliento recordaréis estas palabras mías y os sentiréis consolados, y nunca más lloraréis, como lloraba Lise cuando yo esperaba junto a la puerta.

»Pero ahora, adivino mío, mi buen ateniense, ahora pasemos a la tercera felicidad de que hablaste.

Como Yorick no respondiera enseguida, repitió:

—La tercera, ¿cuál es la tercera?

Yorick respondió:

—Que cese el sufrimiento.

La cara de Orosmán se cubrió de una palidez casi luminosa. Con un último salto, un vuelo casi ingrávido —lo que en el lenguaje de ballet se llama un grand jeté— concluyó su solo.

—¡Aja! —gritó—, ¡acabas de dar en el blanco! Ahora hablas como hablaría mi corazón. ¡Si supieras cuántas veces he experimentado tu tercera felicidad perfecta! Por eso, claro, lo primero que pedí de niño fue la omnipotencia. ¡Para no sentir más el bastón, el bastón del viejo Ditlev!

Yorick retrocedió un paso, como si, en su vuelo, Orosmán hubiese tropezado con él. Lentamente su rostro palideció y se iluminó como el de su partenaire. Su embriaguez le abandonó, o aumentó hasta el punto de volverle sobrio.

El silencio que ahora llenaba la habitación no era ausencia de palabras; era una palpitación vital que suplía al habla humana.

Por último, el anfitrión dio un paso al frente, el paso que previamente había dado hacia atrás, y dobló la rodilla ante el sillón. Alzó la noble mano de su invitado del brazo del sillón y se la llevó a los labios, y durante un largo rato permaneció en esta posición. Orosmán, inmóvil como él, tenía la mirada fija en la cabeza inclinada.

El hombre arrodillado se levantó y se fue a sentar en la cama, y se puso la media y el zapato.

—¿No te quedas? —preguntó Orosmán.

—No, me voy —dijo Yorick—. Ya había terminado lo que vine a hacer aquí cuando llegasteis. Pero vos quedaos un poco con Lise. En el seno del pueblo —añadió, tras una breve pausa—, el rey y el poeta pueden mezclar su ser más íntimo, como en los viejos tiempos de los vikingos, para sellar un pacto de hermandad, un pacto de vida y muerte, las sangres mezcladas empapaban el seno mudo y bienhechor de la tierra.

»Buenas noches, señor —dijo—. Buenas noches, Lise.

Tomó de un gancho de la pared una vieja capa, que alguna vez había sido negra pero que después de muchos años de servicio se atornasolaba en grises y verdes. La abrochó, se paró a escuchar el rumor de la lluvia fuera y se alzó el cuello. Recogió el sombrero que había caído al suelo, se lo puso y salió de la habitación cerrando la puerta detrás de él.

Mientras bajaba por la empinada escalera, llegó a sus oídos el rumor de las voces ahogadas de gentes que subían.

En el primer rellano se encontró con un pequeño grupo que ascendía por la escalera en fila india; delante iba un joven vestido con una librea debajo de la capa, con un farol en la mano. Le seguía un viejo caballero, que subía con cierta dificultad los gastados peldaños, y otras dos personas. Todas las caras, al resplandor del farol, aparecían pálidas y ansiosas.

Cuando el grupo se encontró con el que bajaba se detuvo, y él también se vio obligado a detenerse porque la escalera era tan estrecha que no podían pasar todos a la vez. Le miraron dudosamente unos pocos segundos, y pareció como si quisieran hacerle una pregunta, pero no estuviesen seguros de cómo formularla. Yorick se les adelantó silbando ligeramente y señalando hacia arriba con el pulgar, por encima del hombro.

—Sí, ahí vive Lise —dijo—. Una puta honrada. La he pagado y ya me iba.

La pequeña procesión ascendente se pegó a la pared para dejarle pasar. Pero al cruzarse con él, el viejo caballero preguntó en voz baja y ronca:

Und er ist kein anderer daoben? ¿No hay nadie más, arriba?

Kein anderer. Nadie más —respondió Yorick, y silbó de nuevo, esta vez una cancioncilla ligera.

Prosiguió su marcha, algo vacilante, y antes de llegar al pie de la escalera oyó que el grupo de arriba daba media vuelta y bajaba detrás de él.