Cuando la acometieron los remordimientos, fue como si se estrellara contra una pared de ladrillo. De hecho, no había necesidad de metáforas. El choque tuvo toda la fuerza de abrir la puerta y encontrar en el umbral no a Eric Donovan… sino a su padre.
–¡Papá! –chilló, transportada inmediatamente a su pasado de adolescente culpable–. ¿Qué estás haciendo aquí?
Él le hizo un guiño y se quitó el sombrero flexible que llevaba cada vez que se vestía de traje. Era un auténtico fanático de la elegancia. Y del pudor. Beth intentó no pensar en el pronunciado escote del vestido que lucía en aquel momento.
–Vine a la ciudad para una visita médica.
–¿Estás bien? –le preguntó, asustada.
–Fuerte como un caballo. Solo era un chequeo. Luego salí a cenar con un viejo amigo y, cuando me di cuenta de lo tarde que era, se me ocurrió invitarte a un postre antes de volver a casa.
–Deberías haber… –se interrumpió en cuanto recordó que su padre no usaba móvil–. ¿No sería mejor que te volvieras ahora que todavía hay luz? Seguro que mamá se preocupará.
–Oh, ella se preocuparía de todas formas. La llamaré para decirle que llegaré tarde. A no ser que tú tengas otros planes –finalmente pareció reparar en su vestido y estiró el cuello para mirar detrás de ella.
–Yo… No, solo…
–No te vas a creer quién me llamó para cenar conmigo esta noche, querida. No lo veía desde….
Su padre oyó los pasos en la escalera, a su espalda, en el mismo momento que Beth. Se volvió para mirar, y ella dio un paso adelante.
Eric subió dos escalones más antes de levantar la cabeza y detenerse con tanta rapidez que la imagen resultó casi cómica. De hecho, tropezó y estuvo a punto de caerse de cara, pero se agarró a tiempo a la barandilla.
Su padre esbozó una sonrisa.
–Veo que he interrumpido algo.
–¡No! –exclamó Beth.
Eric parecía haberse quedado congelado.
–¡Suba, suba! –lo animó el padre de Beth, subrayando la orden con gestos.
Eric la miró desconfiado, pero luego subió un escalón más, y otro. A Beth no le quedó más remedio que hacerse a un lado y dejar entrar a los dos en el apartamento. El rellano no era lo suficientemente grande como para que los tres se quedaran allí, y además toda aquella incomodidad ocupaba demasiado espacio.
–¡Hola! Soy el padre de Beth –lo saludó su padre con un entusiasmo que hizo destacar aún más su leve acento.
–Er…. Eric, te presento a mi padre, Thomas. Esta misma tarde acaba de llegar a la ciudad. Papá, este es Eric.
–Es un placer conocerlo –dijo Eric mientras le estrechaba la mano. Desvió luego la mirada hacia Beth, que pareció encogerse, y sacudió la cabeza.
–El placer es mío –repuso su padre–. Pero puedo ver que los dos os disponíais a salir. Me marcho para dejaros la noche para vosotros solos.
–Papá, no… Yo simplemente…
Pero Eric la interrumpió:
–No, yo solo había pensado en dejarme caer por aquí. Un visita rápida. Debería quedarse con su hija. Insisto en ello.
–¡Gracias! –dijo Beth–. Sí, tú yo saldremos por ahí. Ya veré a Eric en otra ocasión.
Eric empezó a retirarse.
Su padre se dio cuenta y, de repente, una amplia sonrisa se dibujó en su atezado rostro.
–Tengo la solución perfecta. Los tres tomaremos un postre y una copa juntos. Me encanta conocer a los amigos de Beth.
Beth casi se atragantó. Eric ni siquiera era un amigo. No era más que su pareja sexual.
De repente se dio cuenta de que llevaba sacudiendo la cabeza durante más de diez segundos.
–No, papá.
–Venga. Desde que ibas al instituto, no me has presentado a ningún amigo varón…
Oh, Dios mío. ¿Por qué había tenido que sacar aquello a relucir?
–Señor Cantrell –empezó Eric, pero Beth lo cortó.
–Papá, no. Eric no quiere salir con nosotros. El solo estaba…
–Por supuesto que quiere –sentenció su padre. En aquel momento había acero detrás de aquella sonrisa.
Eric tragó saliva. Audiblemente.
–¡No iba a quedarse mucho tiempo! –insistió ella.
Su padre frunció el ceño. Y Eric se puso pálido.
–Creo que un postre sería una excelente idea –dijo con tanto apresuramiento que Beth apenas lo entendió.
Pero su padre debió de haberle entendido perfectamente, porque de repente su sonrisa recuperó la naturalidad y dio a Eric una palmadita en la espalda.
–Sí. Maravilloso. Déjame que llame a tu madre para avisarle de que llegaré otra hora tarde.
–¡Hay un teléfono en el cuarto de invitados! –dijo Beth como si no hubiera un teléfono al lado del sofá.
«Solo una hora», rezó Beth para sus adentros. «Por favor, que solamente se quede una hora». Aunque nada de todo eso importaba ya. En cuanto hubieran terminado, Eric se marcharía sin mirar atrás. Corriendo.
Su padre desapareció.
–Oh, Dios mío –susurró Beth, agarrando a Eric del brazo–. ¿Por qué has dicho que sí?
–¡Tuve que hacerlo! Tú dijiste que no iba a quedarme mucho tiempo, y yo solo… ¡Tenía que decir algo!
–¡Pero no eso!
–¡Básicamente tú le dijiste que yo había venido a tener sexo contigo! ¿Qué se suponía que podía decirle?
–¿Estás de broma? Yo iba a decirle que habías venido a recoger un CD.
–¿Un CD? ¿Quién diablos usa CDs hoy día?
–¡Eric! –lo sacudió del brazo con fuerza–. ¿De verdad piensas que mi padre sabe eso? ¡Tiene setenta y tres años!
–Entré en pánico, ¿de acuerdo? No entraba en mis planes conocer a tu familia esta noche.
Beth lo soltó y se cubrió la cara con las manos.
–Oh, Dios, lo siento mucho… Esto es un desastre –de repente se quedó paralizada y desvió la mirada hacia el pasillo–. ¡Vete! ¡Ahora! Antes de que él…
Su padre apareció en aquel momento en el pasillo, arreglándose la corbata.
–Tu madre se ha quedado tranquila. Le prometí que le guardaría un pedazo de tarta. ¿Hay por aquí algún lugar donde sirvan tartas? ¿Qué me dices de aquel sitio donde almorzamos la última vez, querida?
Beth decidió hacer un último esfuerzo.
–No creo que abran por la tarde, papá.
–Absurdo. Me fijé en que servían cenas. Pensé incluso en llevar a tu madre en alguna ocasión. ¿Cómo se llamaba?
–Karen’s –murmuró. Estaba a quince minutos de allí.
–¡Eso es! Vamos. Invito yo.
Beth lanzó a Eric una última y desvalida mirada. Él carraspeó, aparentemente nada deseoso de mostrarse grosero y largarse de allí. Un gesto en teoría admirable, aunque en aquel momento le habría encantado que se comportara como un verdadero canalla.
–Voy a por un suéter –dijo suspirando.
Vio que la mirada de su padre resbalaba hasta sus senos, para apartarla con tanta rapidez que Beth tuvo la sensación de que se le giraban los ojos.
Se sintió como una chiquilla culpable mientras se acercaba a su armario para sacar el suéter más pudoroso que encontró, de botones hasta el cuello. La verdad era que siempre reaccionaba sí con su padre. Esa era la única razón por la que había dejado que su madre la convenciera de mantener en secreto The White Orchid. Porque Beth preferiría morir antes que volver a ver una expresión decepcionada en los ojos de su padre. La primera vez que la había visto, dieciocho años tras, había sido el peor momento de su vida. Así que se puso el suéter y fingió que no había estado haciendo nada malo, y que seguía siendo la niña buena que había sido antes de que su padre hubiera descubierto que no lo era.
Eric se estaba ahogando de vergüenza. En algún punto durante la tarde, había esperado que le diera un patatús y se quedara instantáneamente muerto de pura culpa. Por las cosas que había estado pensando en hacerle a Beth. Por las cosas que había pensado hacerle tan pronto como la tuviera para él solo.
Pero eso su padre no lo sabía. Ni siquiera podía sospecharlo. ¿O sí?
Al menos había podido llevarse su coche. Había balbuceado algo sobre la conveniencia de hacerlo, solo por si acaso. ¿Por si acaso qué? Tenía que reconocer que había sentido el fugaz impulso de marcharse sin más a su casa, pero eso habría significado el punto final a su relación con Beth. Y la verdad era que seguía teniendo muchas ganas de volver a verla. Simplemente no quería verla sentada al lado de su padre.
El tipo estaba terminando de contarles una historia de cuando había vivido en un rancho de Argentina, de muchacho.
–¿Así que su padre era ranchero? –le preguntó cortésmente Eric. De inmediato bebió un trago de vino, con la esperanza de que la botella se acabara pronto.
–No, mi padre era un banquero británico. Fue a Argentina por motivos de trabajo y se enamoró de mi madre. Ya no volvió nunca a su país.
–Debía de ser una mujer muy hermosa.
–Oh, sí lo que era, Eric. De hecho, mi Beth se parece muchísimo a ella.
–Oh, papá, eso no es cierto –protestó Beth.
–Es cierto –insistió, cubriéndole una mano con la suya–… Eres una mujer muy bella. Pero, ¿sabes? A tu edad, tu abuela ya tenía seis hijos.
Beth soltó un suspiro, como si hubieran mantenido esa conversación muchas veces.
–Yo no voy a tener seis hijos.
–No, ya, pero uno o dos… –miró a Eric–. Con un hombre afortunado.
–Eric solo es un amigo –precisó ella.
–Vamos, querida. Tú no te vistes así por un amigo…
Beth se cerró el suéter con fuerza y se aclaró la garganta.
–Estoy muy ocupada con mi trabajo. No tengo tiempo para más –dijo, aunque su postura tan habitualmente confiada había perdido parte de su fuerza.
Su padre sacudió la cabeza.
–Ya. Vendiendo corsés y fajas para señoras. Con una licenciatura universitaria.
Eric se quedó algo confundido por la descripción de su negocio, pero más aún por la reacción de Beth. Porque lo miró abriendo mucho los ojos y sacudiendo mínimamente la cabeza, para que su padre no se diera cuenta.
–No soy una vendedora –explicó mientras se volvía hacia su padre–. Soy la encargada del negocio.
Él hizo un desdeñoso gesto con la mano.
–Trabajando en una tienda así, no es de extrañar que no hayas conocido a un caballero todavía. ¡Todo el día rodeada de mujeres!
Ella sacudió la cabeza, pero su padre se volvió hacia Eric.
–¿Por qué crees tú que mi Beth no ha sentado la cabeza aún?
Eric se imaginó a Beth de pie en su tienda, rodeada de lencería, vibradores y bandejas de bisutería que se parecerían sospechosamente a anillos para los pezones. Se la imaginó impartiendo clases de sexualidad y saliendo con hombres con tantos piercings que hacían que sus cuerpos parecieran malditos libros de fotos. Tragó saliva y la miró desesperado. ¿Cómo que por qué no había sentado la cabeza? ¿Acaso su padre no sabía nada sobre ella?
A juzgar por la manera en que Beth volvió a mirarlo sacudiendo sutilmente la cabeza, la respuesta era no.
Debió de haberse quedado completamente paralizado, porque fue ella la que contestó por él.
–La gente ahora se casa tarde. Y yo no tengo prisa.
–Todas tus antiguas amigas de Hillstone están casadas y con hijos.
Eric vio que su expresión se tensaba. Parecía… furiosa.
–Ya. Pero la gente que no es de Hillstone se casa más tarde. Ninguna de mis actuales amigas está casada –dijo–. Y no pienso casarme pronto. Por Dios, te juro que te estás poniendo peor que mamá.
–Quiero ser abuelo antes de morirme –acto seguido, se volvió sonriente hacia Eric–: Háblame de tu familia.
Ese era un tema que Eric podía desarrollar. Dio a su padre una versión abreviada de su vida familiar, aunque siguió concentrado en Beth durante todo el tiempo. Parecía más joven y más dulce. Y quizá algo perdida. Su padre continuaba cubriéndole la mano con la suya cuando el camarero apareció para llevarse los platos. Luego pidió una tabla de quesos con vino. Su hija no había comido más que media galleta.
–Tienes aspecto de joven emprendedor –le dijo el señor Kendall.
Con lo de «joven», Eric no estaba tan seguro. Aunque esa noche se sentía un poquito adolescente, acorralado entre la chica a la que quería impresionar y su padre con su ojo de águila.
–Debes de ser un tipo muy especial para haber conseguido todo eso a una edad tan temprana –continuó su padre, arqueando las cejas.
–Simplemente hice lo que había que hacer –repuso Eric–. Y hay muchos hombres que a los veinticuatro años tienen que combinar el trabajo con la familia. No es nada especial.
El señor Kendall desvió la mirada hacia su hija.
–Es bueno.
–Papá… –le reprendió rotunda, con un sonrosado rubor dibujándose en sus pómulos.
–¿Te gusta mi hija, Eric?
Oh, Dios. Se llevó la copa de vino a los labios para ganar unos segundos. ¿Le gustaba Beth? Más bien quería llevársela directamente a su casa y acostarse con ella. Hasta el momento, su relación con Beth Cantrell había estado compuesta un cincuenta por ciento de deseo y otro cincuenta de culpa, pero esa noche el balance se estaba desequilibrando.
–Por supuesto que sí, señor Cantrell –dijo al fin–. Es una mujer maravillosa –añadió–. A todo el mundo le gusta –fue un intento de cumplido, pero terminó sonando sospechosamente a excusa.
La camarera apareció para ofrecerles de nuevo la carta de los postres, y Eric y Beth se miraron fijamente mientras su padre se ponía a hablar de tartas con la mujer.
–¿Y vosotros? ¿Os apetece algo?
–¡No! –contestaron al unísono.
Beth apretó la mano de su padre.
–Tienes que volver a casa, papá. Es tarde. Si tienes un accidente, mamá nunca te lo perdonará.
–Es cierto –concedió–. Sobre todo si estropeo la tarta.
Beth asintió solemnemente mientras Eric rezaba en silencio para que aquello estuviera a punto de terminar. Todavía lo estaba asimilando. El estómago se le había subido a la garganta desde el mismo instante en que, subiendo las escaleras, alzó la mirada y la descubrió en compañía de aquel elegante caballero de edad. No era lo que había esperado para aquella tarde. En absoluto.
Y, sin embargo, resultaba fascinante ver a Beth comportándose como si fuera una persona completamente distinta. No la sexy, confiada, imperturbable encargada de The White Orchid, sino la hija de un hombre que parecía un fanático de los valores tradicionales.
Beth cruzó en ese instante las piernas, con los ojos clavados en la mano de su padre mientras le acariciaba el pulgar con el suyo. Cuando alzó la vista y sorprendió la mirada de Eric, marcó con los labios las palabras «lo siento» y, de repente, todo resultó hilarante. Absurdo. Eric había planeado una noche de sexo sin compromisos. ¿Cómo entonces había terminado reuniéndose con su padre y respondiendo a capciosas preguntas sobre la familia y los valores tradicionales?
De repente, fue incapaz de reprimir una sonrisa. Beth desvió la vista, pero Eric advirtió que tensaba las comisuras de la boca. También ella estaba viendo el lado cómico de la situación.
–Bueno, ha sido un placer –dijo su padre mientras se levantaba, calándose elegantemente el sombrero.
Beth se levantó también.
–¿A dónde vas?
Él señaló a la camarera, que se acercó con una caja que contenía claramente una tarta entera.
–Tengo que llevarle esto a tu madre. Pero vosotros dos seguid disfrutando. He encargado para ti una tarta de manzana. Para dos.
–Papá…
–Tonterías. Eric te dejará sana y salva en casa. ¿Verdad, Eric?
–Por supuesto –respondió él, que también se había levantado.
Su padre pagó la cuenta y se puso el abrigo.
–Gracias por el vino, señor –dijo Eric, concentrándose en la presión correcta cuando le estrechó la mano, lo cual le extrañó a él mismo. ¿Qué podía importar la clase de impresión que pudiera darle al padre de Beth?
Seguía rumiando aquel pensamiento cuando Beth terminó de abrazar a su padre. En ese instante llegó su tarta, nadando casi en helado de vainilla.
–Oh, Dios mío –gruñó Beth mientras se dejaba caer en su silla–. No puedo… Ni siquiera sé qué decir. Estoy horrorizada, y me quedo corta.
–No pasa nada –dijo él, como si ese fuera realmente el caso.
–Eric. Dios mío.
–Es un hombre muy amable.
Beth se lo quedó mirando como si hubiera perdido el juicio. Y quizá había sido. Eric se llevó un pedazo de tarta a la boca.
–¿Cómo puedes comer?
Bajó el tenedor cuando vio el leve tono verdoso de su rostro.
–Entonces… ¿tus padres no lo saben?
–¿El qué?
–Lo de The White Orchid.
Beth se cubrió la cara con las manos y suspiró.
–Mi madre sí. Pero no mi padre.
Eric pensó en la pose perfecta y en el elegante traje del señor Kendall. En el sombrero y en sus uñas perfectas.
–Creo que probablemente es lo mejor.
Ella dejó caer las manos, desorbitando los ojos de sorpresa.
–¿De veras?
–No estoy diciendo que debas esconderlo, pero puedo entender por qué te parece una buena idea hacerlo.
–¿No crees que soy una persona horrible?
–¿Crees que él querría saberlo?
–No –se apresuró a contestar–. Pero no puedo afirmar sinceramente que he mentido por su bien. Mi madre no piensa que deba decírselo, pero yo me siento culpable.
–¿Y aliviada? –sugirió, comprendiéndola perfectamente.
–Sí –abatió los hombros–. Y aliviada de poder decir que fue idea de mi madre.
–Vamos. Cómete la tarta. El helado se está derritiendo.
Pero Beth no atacó la tarta. Simplemente apoyó las manos sobre la mesa y lo miró.
–Eres un hombre realmente bueno, ¿lo sabías?
Eric carraspeó y recogió su tenedor. No era bueno en absoluto. Sí, siempre hacía lo correcto, pero rara vez porque quisiera, sino más bien porque sentía que debía hacerlo. Y todavía atormentaba su conciencia lo que le había dicho su hermana unos meses atrás.
Cuando ella tenía catorce años, apenas unas semanas después de la muerte de sus padres, había bajado las escaleras de casa para descubrir a Eric compartiendo una cerveza con un amigo. Eric había dicho entonces una cosa horrible. Y ella lo había escuchado, sin que desde entonces dijera nunca una sola palabra al respecto. «Por supuesto, me marcharía si pudiera. Pero no me queda más remedio».
Cada vez que pensaba en ello, le entraban ganas de liarse a puñetazos con las paredes. Un comentario tan nimio y a la vez tan cruel. Y lo peor era que había hablado completamente en serio. Tessa había reconocido la verdad en su voz, y desde entonces había vivido cada día con el temor de que pudiera marcharse. En caso de que la situación se tornara demasiado difícil. O que ella sacara malas notas. O que Jamie se enfadara. Tessa realmente había pensado que él podría hacer las maletas y abandonarlos. Y algunas veces, también en honor a la verdad, él había querido desesperadamente hacerlo.
No, no era un hombre bueno. Era simplemente un tipo intentando desesperadamente llegar a ser tan bueno como el hombre que lo había adoptado y le había dado el apellido Donovan. Y hacía tiempo que se había dado cuenta de que nunca podría.
Beth tomó por fin su tenedor y comió un pedacito de tarta. Y luego otro. El recuerdo de la última vez que habían compartido un postre distrajo a Eric de sus reflexiones. Beth le había parecido inalcanzable en aquel entonces. Una belleza morena rodeada de un aura de promesa sexual. La había contemplado mientras comía de la misma manera que lo estaba haciendo en aquel momento. Con bocados finos, delicados. La fugaz imagen de la punta de su lengua asomando. La fantasía de aquella boca.
En aquel momento, sin embargo, no era ya inalcanzable. Ahora sabía cómo provocarle un orgasmo. Con sus manos. Con su boca. Con su miembro.
Pero no era solamente eso. Aquella noche había abierto una grieta en su misterio. No era una diosa sexual salida de la cabeza de Zeus. Esa noche él había alcanzado a vislumbrar a la chica que había sido, y descubierto una pista de la mujer que ahora era.
–¿Así que nunca has llevado a ningún hombre a casa de tus padres, a que lo conozcan? –le preguntó de pronto.
El tenedor de Beth se detuvo a medio camino de la tarta.
–No.
–¿Nada serio?
–En realidad, no. Y no suelo… –se interrumpió, como sobresaltada por sus propias palabras.
–¿No sueles qué?
Se aclaró la garganta.
–Ya hablamos de esto en el hotel. No suelo salir con hombres como tú.
–¿Con qué tipo de hombres sueles salir?
Beth comió otro bocado y se encogió de hombros.
Pero Eric insistió, sin saber muy bien por qué:
–¿Qué hay del tipo con quien saliste anoche? ¿Cómo es?
Ella masticó concienzudamente el pedazo de tarta, una evidente estrategia para ganar tiempo. Bebió un sorbo de agua.
–Es artista. Y músico –sus labios se curvaron en una leve sonrisa–. Se llama Davis, por Miles Davis.
–Ah, entiendo –sí que lo entendía. Artistas. Músicos. Tipos con vidas interesantes y trabajos con horarios extraños. Hombres que llevaban piercings, si la columna que escribía Beth era un indicio de ello. Ella le había comentado una vez, bromista, que el hecho de que la vieran con él podía perjudicar su reputación.
Aun así, lo había elegido a él. Eric intentó reprimir la punzada de celos que le produjo imaginarse a esos hombres que eran más jóvenes y más modernos que él frecuentando a Beth las veinticuatro horas del día.
–¿Qué me dices de ti? –le preguntó ella–. ¿Con qué clase de chicas sales normalmente?
–No salgo mucho. Cuando mi hermano y mi hermana eran pequeños, era complicado.
–¿Es verdad que los criaste solo?
–Bueno, no eran tan pequeños. Tessa tenía catorce años cuando murieron nuestros padres, y Jamie dieciséis. Pero yo no podía cerrar los bares o llevarme mujeres a casa. Así que en su mayor parte se trató de… –no sabía cómo decirlo–. Ligues ocasionales.
–¿Como este?
–No –se quedó viendo cómo lamía el helado del tenedor–. No, no como este.
Sus miradas se encontraron, y de repente volvió a producirse aquel fenómeno entre ellos: un relámpago de deseo que atravesó todas las culpas y responsabilidades. La deseaba. Ahora.
–¿Estás lista? –le preguntó.
Beth parecía casi tan afectada como él. Asintió y echó su silla hacia atrás, levantándose incluso antes que Eric. Él le tomó la mano y la guio hasta su coche. Abandonó el aparcamiento y enfiló hacia Boulder, con la mirada clavada en la carretera.
–¿A tu casa? –preguntó Eric en voz baja.
–Sí.
Y ya no volvieron a pronunciar palabra. No se tocaron. Ni siquiera cuando aparcó y le abrió la puerta. Ni cuando subieron apresurados las escaleras hasta su apartamento. Una vez dentro, ella cerró con llave y de repente ya se estaban besando.
Resultaba difícil creer que aquella vez podía ser mejor, pero algo parecía dar una nueva intensidad a su deseo. La frustración o los celos. Algo violento. Cerró un puño sobre su falda y se la levantó, deslizando una pierna entre sus muslos mientras la acorralaba contra la pared.
Podía sentir el calor de su sexo presionando contra su muslo. Eric ya estaba duro, con su miembro tenso y pulsante. Se apartó para desabotonarle el suéter. Ella bajó las manos a su cinturón.
Tan pronto como el suéter quedó abierto, se lo bajó a la vez que hacía lo mismo con la parte superior del vestido. Acorralada como la tenía, le deslizó luego un tirante del sujetador para liberar uno de sus espléndidos senos.
Cuando se inclinó para cerrar los labios sobre el pezón, Beth soltó un gemido, y la desesperación que destilaba aquel sonido lo volvió todavía más brusco. La mordió, arañando levemente el pezón con los dientes mientras se lo succionaba, y volvió a morderlo, deleitado con la manera en que su nombre le explotaba en la garganta. Arrodillándose, desnudó el otro seno para dedicarle las mismas atenciones hasta que ella sollozó su nombre. Cuando terminó de bajarle el vestido, ella liberó las manos y las enterró en su pelo, inclinándose para regalarle un húmedo y profundo beso que los dejó a ambos de rodillas.
Impaciente, ella lo empujó hasta sentarlo en el suelo, se despojó del sujetador y lanzó el vestido a un lado.
–Quítate la camisa –ordenó.
Los ojos de Eric devoraban su imagen arrodillada, vestida únicamente con la ropa interior y los zapatos de tacón.
–Mis pantalones –sugirió mientras se sacaba la camisa por la cabeza.
Pero cuando ella estiró las manos hacia la cintura de su pantalón, bajó la mirada, calibrando lo que escondía debajo.
–Solo desabróchatelos.
Él obedeció sin rechistar.
Beth le puso entonces una mano sobre el pecho. Le delineó una tetilla con los dedos, haciéndole estremecerse de sorpresa. Cuando apoyó ambas manos sobre su torso, urgiéndolo a reclinarse hacia atrás, Eric comprendió lo que estaba a punto de suceder.
Cerniéndose sobre él como una diosa, devorando su cuerpo con ojos oscurecidos por el deseo, entreabrió los labios y suspiró.
–Me encanta tu cuerpo –susurró–. Me encanta mirarte. Sácatela.
Eric dejó completamente de respirar. La mirada de Beth se clavó en sus manos mientras procedía a bajarse la cremallera de la bragueta. Se bajó luego ligeramente los boxers, cerró los dedos alrededor de su duro miembro y se lo mostró.
Beth aspiró profundamente, con sus senos alzándose y bajando por el movimiento. Los pezones, duros, se habían transformado en tensas puntas.
–Tócate –musitó ella.
Otro estremecimiento de asombro. Comenzó a acariciarse.
Beth abrió mucho los ojos. Se mordía con fuerza el labio inferior mientras lo observaba con fascinado interés. Voyeurismo. Exhibicionismo. A Eric le daba igual lo que pretendiera: lo único que sabía era que masturbarse nunca le había parecido tan estupendo como en aquel momento, jamás.
Su miembro crecía y crecía entre sus dedos para ella, anhelando su atención.
Beth dejó de morderse el labio y se humedeció la marca rosada que se había hecho ella misma. Eric quería sentir aquella boca en su piel… lamiéndolo mientras él seguía acariciándose. Quería que abriera la boca para él mientras alcanzaba el orgasmo…
No, no iba a alcanzar el orgasmo así, porque Beth ya se estaba acercando de nuevo, trepando por sus piernas. Pero entonces ella hizo exactamente lo que él había imaginado. Bajó lentamente la cabeza hasta que su boca quedó a solo unos centímetros de su miembro. Eric se acarició con mayor fuerza, esperando inmóvil.
Beth lamió la gota de líquido que había asomado a su punta, y suspiró como si estuviera encantada con su sabor.
Eric cerró los ojos, esforzándose por respirar a pesar de la presión que lo atenazaba. Ella le lamió una vez más, y luego otra, antes de empezar a incorporarse.
Para cuando volvió a abrir los ojos, Beth se había sentado sobre él, muy derecha. Toda curvas generosas, toda dulzura. Ante su admirada mirada, se acunó los senos en las manos y comenzó a acariciarse los pezones con los pulgares.
–Más –dijo ella, casi sin aliento.
Obediente hasta la culpa, la culpa de que pudiera alcanzar el orgasmo demasiado pronto y estropearlo todo, Eric continuó acariciándose.
–Me excitas tanto… –susurró Beth, apretándose los pezones con la mirada fija en su mano–. ¿Cómo lo haces?
Para él, aquello era tanto un misterio como un milagro. Simplemente sacudió la cabeza. Su respiración se volvió más rápida, acomodando su ritmo al de ella.
Nunca antes había hecho aquello delante de una mujer, y lo depravado de la imagen lo inundó de una alegría tan perversa que se quedó sin aliento. Iba a hacer aquello por ella. Porque ella quería que lo hiciera. Podía distinguir aquella misma perversidad oscura en sus ojos mientras lo observaba.
¿Sería aquella una cosa más a la que estaba acostumbrada, junto con los piercings, los tríos y todo lo demás? Haría todo lo que ella quisiera. Lo que fuera.
Se acarició con mayor fuerza, observando cómo se tensaban sus dedos alrededor de los oscuros botones de sus pezones. Pero de repente Beth sacudió la cabeza.
–No te corras.
Diablos. Se quedó paralizado, apretándose el miembro con fuerza inmisericorde. El aire se le escapaba de los pulmones.
–No te corras –murmuró ella de nuevo.
Eric dejó de acariciarse cuando ella presionó con fuerza su sexo, cubierto por la braga de satén, contra el suyo. La tela de color gris claro se oscureció inmediatamente, allí donde se filtraba la humedad.
Eric apoyó la cabeza en el suelo y gruñó.
–Quiero ver cómo terminas de acariciarte en algún momento, pero no esta noche.
En algún momento. Ella quería que él volviera a hacer aquello, en alguna otra ocasión, otra noche en que volvieran a estar juntos. La atrajo hacia sí y la besó mientras su sexo continuaba apretado contra el suyo con insólita fuerza.
Beth le devolvió el beso, pero solo le regaló su lengua por un instante antes de incorporarse de nuevo. Eric sintió su delicioso peso cuando volvió a sentarse sobre él. Y vio que sonreía mientras comenzaba a mover las caderas, con la húmeda tela de su braga resbalando a lo largo de la tensa piel de su miembro.
Se frotaba una y otra vez contra él, con los ojos entornados de placer. Pero si ella parecía contenta con la situación, él no lo estaba en absoluto. Aquello era demasiado. Necesitaba entrar en ella. En su boca, en su sexo: donde fuera.
La tomó de la cintura y la levantó, apartándola de sí, para en seguida arrodillarse entre sus piernas abiertas ante su mirada de sorpresa. Le bajó luego la braga, juntándole las piernas para facilitar la labor. Cuando volvió a quedar con las piernas abiertas ante él, Eric soltó un gruñido: era eso lo que quería. Sacó un preservativo del bolsillo y lo rasgó con dedos temblorosos.
Una vez que se lo puso, le alzó las piernas.
–Mírame –le ordenó.
Ahora le tocaba a él, así que ella hizo lo que le pedía, apoyándose sobre los codos para que ambos pudieran contemplar el momento en que la penetraba.
–Oh –jadeó Beth, aspirando profundamente.
Eric se movía con lentitud, observando cómo su sexo se dilataba para acomodarse a su miembro. Su oscuro vello brillaba de humedad.
Ella profirió un leve gemido cuando él empujó más profundamente. Al alzar la mirada, Eric vio que tenía la boca abierta y boqueaba como si le faltara el aire. Se destacaban sus pómulos en su cutis ruborizado.
–Más –dijo él, retirándose para luego volver a hundirse.
–Oh, Dios –gritó Beth, arqueando la espalda y alzando los senos.
Por fin ella se dejó caer del todo hacia atrás, y Eric la penetró a fondo. Cuanto más fuertemente empujaba, más parecía disfrutar ella, así que renunció a toda idea de delicadeza. Enganchó un brazo en una de sus corvas y la obligó a abrirse aún más de piernas para así poder penetrarla con mayor profundidad. Ella se cerró como un cepo de acero en torno a él, como si la estuviera taladrando hasta el alma.
–Eric… –jadeó–. Ah. Dios. Sí.
Sí. Sí, ella lo quería duro y fuerte esa vez, y él todavía se sentía embargado por aquel oscuro gozo, por aquellos celos, por aquella necesidad que sentía de poseerla por entero. Sus cuerpos chocaban el uno contra el otro mientras él le alzaba aún más la pierna y empujaba rápida, violentamente.,
Cuando Beth estiró una mano para acariciarse el clítoris, él aflojó un tanto el ritmo para poder observarla, pero manteniéndolo a velocidad constante. Podía ver cómo su falo entraba y salía de ella mientras sus dedos frotaban desesperadamente aquel nudo de placer, moviéndose en círculos.
Beth apretó todavía con mayor fuerza sus músculos internos.
–Solo… –susurró–. Solo un poco más. Por favor. Solo…
«Un segundo», se dijo Eric mientas la sangre inundaba su falo. Un segundo más y podría…
–¡Oh, Dios! –chilló ella.
Alzó las caderas para recibir las de él, acudiendo al encuentro de sus embates. Hundió las uñas en la piel de su brazo, lo suficiente para arrancarle un gruñido. De repente se produjo la explosión y Eric alcanzó el orgasmo en un desahogo casi doloroso. El orgasmo más intenso de toda su vida. Lo barrió por dentro una y otra vez hasta que apenas fue capaz de respirar.
Estaba empezando a recuperar el uso de los sentidos cuando se dio cuenta de que una gota de sudor le corría por la mandíbula, las piernas le estaban matando y el brazo le ardía allí donde Beth le había arañado. Y ella tampoco podía estar muy cómoda, tendida sobre el frío embaldosado de la entrada. Y sin embargo parecía al mismo tiempo feliz, bella y salvaje, jadeando con los ojos cerrados y la frente sudorosa.
Inclinándose, depositó un beso en su húmedo cuello.
–Hey. ¿Estás bien?
–Mmm –gimió sin mover un músculo.
Se deslizó fuera de su cuerpo, esbozando una mueca por la sensación que ello provocó en sus nervios hipersensibilizados. Y esbozó otra cuando se obligó a levantarse, con las rodillas chillando de dolor por el movimiento. Pero hasta el último gramo de dolor era un dulce recordatorio de lo que acababan de hacer.
Tras deshacerse del preservativo, Eric se abrochó el pantalón y, en cuclillas, se dedicó a observar a Beth.
–Vamos. Te ayudaré a levantarte.
Ella sacudió la cabeza y entonces… ¿qué otra cosa pudo hacer él que esbozar una sonrisa engreída, autosatisfecha? Beth todavía llevaba sus relucientes zapatos de tacón rojos, y ninguna otra cosa salvo las marcas de los dedos que él le había dejado en la piel. Tocó delicadamente aquellas marcas, pero ella no se quejó.
–Tú sí que sabes inflamar el ego de un hombre. ¿Eres consciente de ello?
Beth abrió por fin los ojos.
–Te lo mereces –dijo mientras aceptaba su mano para levantarse.
–Vamos. Te ayudaré a acostarte.
–Oh –parpadeó asombrada, antes de asentir y levantarse mientras él tiraba de ella.
–A no ser que quieras que me quede, claro.
–No, deberías irte. Ya has tenido una noche bastante dura, con ese improvisado encuentro familiar.
–Me quedaré –insistió Eric, pero ella sacudió la cabeza.
–Vete.
Dios, lo había estropeado todo… ¿Pero que podía hacer? Todavía tenía puestos los tejanos y los zapatos. Solo le faltaba ponerse la camisa. Y Beth ya se había quitado los zapatos de tacón y estaba apagando las luces. Al menos se movía lentamente. Torpemente. Como si le flaquearan las rodillas.
–Me iré mañana a primera hora –le prometió, con el corazón golpeándole las costillas ante el riesgo de verse expulsado de allí–. ¿Me dejas que me quede?
La mano de Beth tocó la pared y allí se quedó, como necesitada de su apoyo, cuando se encontró con sus ojos.
–¿Estás seguro?
«Gracias a Dios», murmuró Eric para sus adentros.
–Sí. Estoy seguro.
–De acuerdo entonces. Ven a la cama.
Recogió del suelo su camisa y también la ropa de Beth, para luego seguirla por el pasillo que ya estaba empezando a resultarle familiar. Y sintió que se relajaba como si hubiera regresado por fin a casa.