Capítulo 19

 

Beth había tenido el detalle de presentarse con la cena, y Eric se había esmerado en poner la pequeña mesa del salón, con copas de vino y todo. Pero los paquetes de comida seguían en el mostrador de la cocina, sin abrir, y uno de los platos estaba en el suelo del salón, partido por la mitad. El otro estaba debajo del desnudo hombro de Beth. Eric, todavía enterrado en su cuerpo, intentaba recuperar el aliento mientras rezaba para que su pareja no se hubiera clavado un tenedor en la espalda.

–¿Estás bien? –le preguntó, levantándola lo suficiente para retirar el plato de debajo de su cuerpo.

–Perfectamente –respondió ella con una pícara sonrisa–. ¿Qué me dices de ti?

Perdió el aliento cuando él penetró aún más profundamente. A pesar de que había tenido ya un orgasmo, todavía seguía medio excitado.

–¿Seguro que has terminado? –le preguntó Eric en el instante en que ella se dilataba, acogiéndolo gustosa.

–Por ahora –suspiró.

–¿Tienes hambre?

–Canina. No se cómo lo hice, pero hoy me olvidé de comer.

Eric estaba algo más que medio excitado cuando se salió del todo, obnubilado todavía por las imágenes de lo que había hecho Beth con su boca durante su hora de la comida. Pero al oír la queja de su estómago, decidió que la segunda parte podría esperar. No demasiado, sin embargo, a juzgar por sus últimas experiencias.

Cuando finalmente se sentaron a disfrutar de su comida china, Eric se descubrió sonriendo mientras masticaba.

–Estás de un impresionante buen humor –comentó Beth.

Él arqueó una ceja con gesto incrédulo.

–Voy a sentirme un tanto ofendido si a ti no te pasa lo mismo.

Ella se echó a reír.

–Admito que sigo estando un poquitín tensa. Pero creo que nunca antes te había visto sonreír así.

–Bueno, es que nunca antes había hecho el amor encima de una mesa.

–¿Ah, no?

–No voy a preguntarte si esta es tu primera vez, pero no me importa confesarte que para mí sí que lo ha sido.

–¿Y cómo ha sido? ¿Quizá un poquito inquietante? ¿Estabas nervioso?

Eric se echó a reír mientras alcanzaba su vino.

–Como si fuera un adolescente, el deseo se sobrepuso a los nervios. Y, exactamente igual que un adolescente, me olvidé de pensar en tus necesidades.

–Curioso. Porque me parece recordar que has estado precisamente muy enfocado en lo que yo necesitaba…

–Ya, pero el peligro de que pudieras clavarte un tenedor no se me pasó por la cabeza hasta que ya habíamos terminado.

Beth rio hasta que se le saltaron las lágrimas, y Eric se dio cuenta de que efectivamente había estado bastante tensa, incluso después del sexo.

–¿Estás preocupada por la tienda? –le preguntó él.

Ella asintió y bebió un largo trago de vino.

–¿Ha cambiado algo? –insistió Eric.

–Es algo… complicado.

–Ya. De complicaciones sé bastante, créeme.

–La situación en la cervecería… ¿sigue complicada? –inquirió a su vez ella.

Evidentemente no estaba de humor para hablarle de sus problemas, pero Eric lo aceptaba de buen grado. Abrirse a él durante aquel día ya había supuesto un enorme esfuerzo para ella. Aunque hacía muy poco que la conocía, sabía sin lugar a dudas que todo aquello no estaba siendo nada fácil para Beth.

Lo que no entendía era por qué significaba tanto para él el hecho de que Beth hubiera empezado a hacerle confidencias. Aquello solo era una aventura. Nada más. Y si él quería compartir cosas con ella, aquello no era nada más que otra necesidad básica.

–Bueno –dijo, repantigándose en la silla–. Hoy mi hermano y yo hemos estado a punto de llegar a las manos. Otra vez.

–¿Otra vez?

–Por desgracia.

–¿O es algo que suelen hacer los hermanos? No tengo experiencia.

–Nosotros no. No habitualmente. Pero este año la situación ha estado muy tensa. Todo ese lío con los Kendall.

Beth se ruborizó y bajó la mirada.

–Lo siento.

–¡Vamos! Eso no tiene nada que ver contigo. Yo lo que siento es que te vieras implicada en ello. Y hay un montón de otras cosas que me han puesto muy tenso. Jamie añadiendo un menú de comidas al local. Mi maestro cervecero enamorándose de una mujer casada para luego desaparecer con ella. Y yo mismo, que estoy como… descontrolado.

–¿Porque no sabes qué hacer?

–Sí. Pero voy a intentar averiguarlo.

–Yo también –su expresión era dulce y preocupada mientras jugaba con la comida del plato.

–Me alegro de que decidiéramos continuar viéndonos, sin embargo.

Ella alzó la mirada, con la sorpresa reflejada en sus rasgos.

–Yo también.

–¿Te quedarás? Podríamos ver una película. Hacer un poco el vago.

Eric quedó sorprendido por la punzada de esperanza que le atravesó el pecho. Ya habían hecho el amor dos veces ese día. Entonces… ¿qué era esa dolorosa necesidad que lo atenazaba por dentro?

Beth bajó la vista, y él comprendió que estaba a punto de negarse. «No, esto no es una aventura amorosa. No es una relación. Es solo sexo desesperado, frenético, que ambos estamos empeñados en mantener en secreto. Nos estamos usando mutuamente y tú ya estás deseando demasiado», se recordó.

Ella se alisó la falda con una mano.

–No estoy vestida precisamente para hacer el vago en casa. ¿Tienes algo que dejarme?

Eric dejó escapar lentamente el aire, esperando que no se diera cuenta de que lo había estado conteniendo.

–Sí, si no te importa llevar una camiseta demasiado grande.

–Una camiseta sería estupendo.

Sí que sería estupendo… Beth en su casa en bragas y una simple camiseta, con aquellas maravillosas piernas encogidas sobre el sofá. Y los muslos desnudos…

–El dormitorio está al final del pasillo. En la cómoda están mis camisetas. Yo me encargo de recoger los platos.

La timidez con que murmuró un «gracias» y se levantó de la mesa, la misma sobre la que acababan de hacer el amor, se le antojó extraña. Pero él también lo sentía. Aquella dolorosa sensación de expectación cada vez que estaban juntos. La novedad de descubrir lo que la hacía reír, lo que volvía triste la mirada de sus ojos. Estaban intimando tanto y sin embargo era tan poco lo que sabía de ella… Su verdadero nombre, ¿era Beth o Elizabeth? ¿Había practicado algún deporte en el instituto? ¿Cómo le gustaba la pizza? ¿Qué clase de música era su preferida?

Con él, Beth era como un libro cerrado. ¿Sería así con todos?

Estaba guardando en la nevera los cartones de comida que habían sobrado cuando la oyó carraspear a su espalda. Aquel breve sonido era todo malicia y, por un instante, asaltaron su cerebro bellas imágenes en las que lucía todo tipo de conjuntos de ropa interior tan diminutos como pervertidos, que quizá había traído escondidos en su bolso. Pero cuando se levantó y se giró, Beth estaba delante de él en camiseta y con las piernas desnudas, tal y como había esperado.

–Perfecto –dijo, y entonces advirtió el pequeño revoltijo de tela color oro pálido que llevaba en una mano.

Ella lo alzó al tiempo que arqueaba una ceja.

–¿Qué es esto exactamente, señor Donovan?

La verdad era que no tenía la menor idea.

–¿Ropa interior?

–Oh, claro que es ropa interior –murmuró ella, y solo en ese momento recordó Eric lo que era.

–Oh, diablos –exclamó, sorprendido–. Puedo explicarlo.

–¿De veras? ¿Puedes explicarme por qué me robaste una pieza de mi ropa interior hace meses y ahora la ocultas en un cajón de tu cómoda?

¿Cómo diablos se había olvidado de aquello? Cada vez que abría el segundo cajón de la izquierda veía aquella pieza, acusándolo siempre de ser una especie de pervertido. Recordándole el aspecto que había lucido Beth aquella noche en la habitación de hotel, cuando le bajó la cremallera del vestido.

–No te la robé –explicó–. Te la dejaste olvidada.

Beth se ruborizó levemente y se tapó la boca, aunque parecía como si estuviera disimulando una sonrisa. «Por favor, Dios», rezó Eric para sus adentros. «Que sea una sonrisa».

–Pensé que no estaría bien dejarlas allí. Tú habrías podido llamar para reclamarla…

–¿Habría podido? –preguntó ella.

–¡No lo sé! Simplemente… me la llevé.

–¿Y qué has estado haciendo con ellas desde entonces?

–¿Qué? –exclamó. En aquel momento, las imágenes que asaltaban su mente no eran ya tan agradables–. ¡Nada! ¡Simplemente han estado durante todo el tiempo en ese cajón, tentándome como un maldito corazón delator! ¡Como el relato de Poe!

–Oh, Dios –murmuró ella, definitivamente ya sonriendo. De hecho, había empezado a reírse como una loca–. ¿Un corazón delator?

–En serio, me siento como un pervertido.

–Lo lamento –alcanzó a pronunciar, con lágrimas en los ojos.

Finalmente Eric se relajó, aunque no pudo evitar sumarse a su diversión.

–Sí que deberías lamentarlo. ¿Qué clase de chica se deja olvidada su ropa interior, por cierto?

–¿La clase de chica sucia y pervertida? –sugirió, riendo todavía más fuerte.

–Exacto. Y yo he tenido que vivir con esa vergüenza.

Las carcajadas empezaron a ceder.

–¿Estás seguro de que ha estado en tu cajón durante todo este tiempo? –se puso la braga de seda encima de sus caderas–. ¿Nunca te las has puesto?

–¡No! –gritó Eric.

–¿Estás seguro? A muchos chicos les gustan esas cosas.

–Absolutamente seguro –contempló con ojos entrecerrados su pícara sonrisa–. ¿Por qué? ¿A ti te gustan?

–No, pero intento mantener la mente siempre abierta. Si quisieras ponértela…

–No –respondió, enfático–. Aunque no me importaría volver a verte con ellas puestas. O sin ellas.

Beth desapareció entonces pasillo abajo, y él la siguió.

–¿Qué estás curioseando ahora?

–Nada –contestó ella, guardándose la braga en el bolso–. No hay mucho que curiosear aquí –contempló las paredes desnudas de su dormitorio–. Definitivamente eres el estereotipo de soltero.

Beth sacó un cepillo de su bolso y empezó a peinarse la larga y oscura melena.

El corazón le dio un vuelco a la vista de la manera en que se alzaba su camiseta a lo largo de sus muslos, con cada golpe de cepillo. Se apoyó en el umbral de la puerta para observarla. Estaba preciosa con sus tacones y sus faldas ajustadas, pero así aún lo estaba más, relajada y natural, limpia de maquillaje.

–¿Y bien? ¿Puedo preguntarte por lo que pretendes?

Se interrumpió de golpe, con el cepillo en el aire.

–¿Qué?

Dios, aquellos muslos tan maravillosos… Esa noche tendría tiempo para explorar cada centímetro. Cuando alzó la vista, se encontró con que ella lo estaba mirando fijamente, sin dejar de cepillarse el pelo.

–¿Qué quieres decir? –le preguntó.

–No es ningún secreto que eres más experimentada que yo, o, al menos, más atrevida. Así que… ¿hay algo que me estoy perdiendo?

–¿Conmigo?

–En general, supongo. Pero sí. Contigo.

Beth desvió la mirada. Dejó a un lado el cepillo y se levantó la melena sobre los hombros, ahuecándosela. ¿Era eso? ¿Qué era lo que no quería decirle? El pulso se le aceleró con una mezcla de entusiasmo y trepidación. Él no era un puritano, pero había cosas que probablemente no se atrevería a intentar nunca, ni siquiera con Beth. Y sin embargo… había muchas cosas que sí.

–No pretendo nada –contestó ella al fin.

Su entusiasmo cayó de golpe a sus pies, hecho pedazos.

–Vamos. Podré soportarlo.

Una fugaz sonrisa asomó a sus labios.

–¿Hay algo que tú quieras que pretenda?

–No.

Beth se sentó sobre la sencilla colcha negra que cubría su cama. Aquella habitación era demasiado sobria para una mujer como ella. Se merecía estar rodeada de almohadas, de sedas, de brillantes colores.

–Eric… no soy tan excitante.

–¡Ja! –era la cosa más ridícula que había escuchado nunca.

–Hablo en serio –dijo en voz baja–. Sé lo que piensa la gente de mí. Lo entiendo, pero yo soy una chica normal.

No había en aquel momento tono alguno de diversión en su voz. De hecho, sonaba tan seria y lúgubre que Eric sintió un escalofrío en la nuca. Atravesó la habitación y se sentó a su lado.

–Yo no quería decir nada con ello.

–Ya lo sé. Es solo que yo… no soy nada más excitante que esto –deslizó las manos por sus muslos desnudos–. Sinceramente. No estoy diciendo que no haya intentado cosas. He explorado diversas opciones, empujada por mi trabajo y por mis amigas, pero, al final, soy solo… una chica normal.

¿Pensaría acaso que él quería algo más que lo que ya tenían? ¿Pensaría que él esperaba que ejecutara trucos raros, sofisticados? Le tomó la mano y cerró los dedos sobre los suyos.

–No hay nada normal en ti, Beth.

–Eres muy amable al decirme eso, pero…

–¿Amable? ¿Me estás tomando el pelo? ¿Crees que estoy siendo amable? Cuando te digo que no hay nada normal en ti, me refiero a que cada vez que te toco… es como si me explotara algo en la cabeza.

Ella puso los ojos en blanco.

–Eric…

–No puedo creer que estemos teniendo esta conversación. Cada vez que me llamas, pienso que me has confundido con otro. Que has cometido un error, porque… ¿qué diablos podrías tú necesitar de mí?

Beth volvió la mano hasta entrelazar los dedos con los suyos.

–Yo no soy así con los demás hombres, Eric.

–¿Cómo?

–Normal.

–Dios mío, ¿qué quiere decir eso? Tú no tienes que cambiar por mí ni renunciar, por mi culpa, a hacer todas aquellas cosas raras que…

–No es eso –intentó retirar la mano, pero él no se lo permitió, y por fin se relajó de nuevo–. No era eso en absoluto lo que quería decir. Lo que quiero decir es que me siento muy cómoda contigo. No debería ser así, pero lo es.

–¿Cómoda? ¿Estás segura de que eso es una buena cosa?

Beth aspiró profundamente y entreabrió los labios como si fuera a decir algo. Pero justo en ese momento suspiró y apoyó la cabeza sobre su hombro.

¿Cómoda? ¿Como un amigo inofensivo? No lo entendía. Él se sentía vivo con ella. Tan consciente de ella que en ocasiones hasta le dolía. Mientras que ella quería… ¿qué? ¿Hacerle trencitas en el pelo?

–Beth…

–No tienes idea de lo maravilloso que es sentirse cómoda.

Eric frunció el ceño.

–Yo no creo que hacer sexo sobre una mesa encaje en ese concepto –gruñó–. O en el suelo.

Beth alzó la cabeza y le sonrió como si estuviera diciendo una tontería.

–¿Ah, no?

–¡No!

–Bueno… –lo besó en el cuello, presionando ligeramente los labios justo debajo de su oreja–. ¿Y aquí mismo?

Intentó mantener su irritación mientras sentía la caricia de su aliento en el cuello.

–¿Aquí dónde?

–¿Aquí mismo, en tu cama? –levantándose, se sentó a horcajadas sobre él–. ¿No sería eso cómodo?

–Estoy empezando a odiar esa palabra.

–¿En serio? –lo empujó hasta que su espalda hizo contacto con el colchón–. Lástima –se despojó de la camiseta con tanta rapidez que Eric parpadeó asombrado ante la vista de sus senos desnudos–. Porque a mí me encanta sentirme cómoda contigo.

–Bueno… –parpadeó de nuevo, y entrecerró los ojos cuando ella comenzó a frotarse contra él–. Supongo que «odiar» es un verbo algo fuerte…

 

 

Él no lo entendía. Beth podía darse cuenta de ello. Pero no podía explicárselo sin revelarlo todo, y por el momento eso era algo que no podía hacer. No esa noche, cuando aquella podría ser su última noche juntos. Aun así, quizá pudiera hacérselo comprender con su cuerpo.

Le alzó la camisa y presionó los senos contra su pecho.

–Es tan maravilloso sentir que puedo hacer cualquier cosa contigo. Aunque quizá sea una cosa puramente mía.

Lo besó al fin, con un lento y profundo beso, mientras él deslizaba las manos por su espalda desnuda. Pero cuando Eric empezó a introducir los dedos bajo su braga y a acercarla aún más hacia sí, ella se apartó.

–Aunque quizá «cómoda» no sea una palabra lo suficientemente sensual para ti. ¿Es eso?

Él sonrió, y la tumbó de espaldas en la cama con tanta rapidez que le arrancó un grito.

–Me has dejado muy claro tu argumento –gruñó.

–¿De veras?

–Ajá –terminó de introducir los dedos bajo la braga y cerró la mano sobre su sexo–. Pero insisto en que estás usando la palabra equivocada.

Estaba ya hipersensibilizada por el mucho sexo que había disfrutado y, al contacto de sus dedos, perdió el aliento ante aquella acometida de placer. De repente su cerebro estaba trabajando de nuevo. Moviéndose demasiado rápido. El sexo ya no era algo mecánico, vacío. Estaba… lleno. De sensaciones. Y de preocupaciones. Y de temores que significaban demasiado. Porque no quería que aquello cesara al día siguiente. No quería que cesara y punto.

Mientras Eric la acariciaba, ella se abrió a él, permitiéndose sentir el placer y la ansiedad al mismo tiempo.

Al día siguiente, si llamaba a Luke y le mentía, Eric no lo comprendería. Ni se lo perdonaría. Y ella nunca más volvería a sentir sus dedos deslizándose dentro de su sexo. Nunca más volvería a arquearse bajo sus caricias, gimiendo.

Cuando él le frotó el clítoris con el pulgar, soltó un grito.

–¿Es esto cómodo? –murmuró Eric.

Beth negó con la cabeza. No lo era. Era algo maravilloso, abrumador.

–Yo no quiero ser para ti alguien fácil o cómodo, Beth –se apartó para, sosteniéndola de la cintura, darle la vuelta y tumbarla boca abajo.

Ella se dejó hacer, apoyando la mejilla en el colchón y cerrando los ojos ante la agridulce expectación que la invadía.

Él no lo entendía. Y ella no podía decírselo.

Su mano comenzó a amasar sus nalgas, apretándoselas con los dedos. Enterró la otra en su pelo y, en esa ocasión, cuando deslizó los dedos a lo largo de su sexo, ella suspiró su nombre.

Lo amaba así: intenso y al mando. Adoraba que la mantuviera inmovilizada de aquella forma, acariciándola hasta hacerla gritar.

–Por favor –musitó.

Pero no tenía ni idea de lo que estaba suplicando, porque incluso después de alcanzar el orgasmo, después de gritar y de arquearse, y de que su cuerpo se contrajera bajo sus dedos… aún continuó susurrando: «por favor».