Capítulo 21

 

Transcurrió un día entero sin recibir noticias de Kendall. Y, lo que era más importante, sin que recibiera palabra alguna de su padre. Beth no podía relajarse, sin embargo. No podría relajarse nunca, en realidad. Porque Kendall podría llamar a su padre en cualquier momento. Podía hacerlo ese día, al día siguiente, al año siguiente. No lo sabría hasta que sucediera.

Un día en que estuviera perfectamente tranquila, desprevenida, sonaría el teléfono y sería su padre diciéndole que ya no la quería más. Ese escenario pendería para siempre sobre ella como una espada de Damocles. Y Roland Kendall tenía la memoria larga.

Después del trabajo, dio un largo paseo por City Creek, con la esperanza de que se le ocurriera algo.

Si su padre se enteraba, ella podría simplemente marcharse. Ya le había funcionado la primera vez. Podría irse a cualquier parte. Conseguir un trabajo en alguna tienda que no vendiera más que inocentes artículos. Salir con hombres que no tuvieran la menor idea de que supuestamente era una erudita en sexualidad. Enviar tarjetas de felicitación por Navidad a sus padres, esperando que algún día volvieran a dirigirle la palabra.

Por un instante, la sola idea la inundó de alivio. Sí, podía marcharse. Empezar de nuevo. Como si fuera una chica de dieciocho años con toda la vida por delante. Una chica de dieciocho años sin autoestima alguna que tuviera que huir de todo aquello que le hacía daño.

No podía creer que le hubiera vuelto a suceder. Su deseo sexual utilizado como un látigo contra ella misma. En aquel momento, Beth odiaba a todo el mundo. A Kendall, a Mónica, a Eric. A su madre y a su padre. A Christopher. A Cairo, con sus sonrisas de felicidad y su autoconfianza. Ella incluso se odiaba a sí misma. Sobre todo a sí misma.

Pero, más allá del odio, volvía a sentirse vacía, y quizá, al final, esa era la manera más segura de estar y de sentirse.

Suspiró mientras veía a los niños meterse en las aguas bajas y heladas del arroyo. No importaba qué época del año fuera: siempre había alguien retándose a sí mismo para probar aquellas aguas. Ella misma lo había hecho la pasada primavera. Como tantas cosas en la vida, el primer paso siempre era un shock horrible, doloroso. Por un instante, parecía algo insoportable. Pero con el tiempo el frío terminaba convirtiéndose en un dolor sordo, apenas molesto. Y al final una se acostumbraba y todo estaba bien.

Eso era lo que debería haber hecho. Debería haber sido valiente. En lugar de ello, había entrado en pánico y en aquel momento tenía que vivir con la mentira que se había contado a sí misma para protegerse.

–Para proteger a mi padre –murmuró para sí, sin creérselo en absoluto.

La verdad era que había cedido a Roland Kendall por puro miedo, y como cualquier otra decisión fruto del miedo, había sido una pésima idea.

En aquel momento de pánico, había decidido que la amenaza de Kendall había sido una señal. Había llevado meses descontenta, Annabelle estaba pensando en vender la tienda, y su padre y ella habían empezado a conocerse un poco mejor.

Pero había sido un error. Un error por muchas razones. Un acto deshonesto, cobarde y perjudicial para Eric, para no hablar de ilegal. En aquel instante, a la luz del día, no podía creer que hubiera entregado a Kendall aquel poder sobre ella. Tenía que recuperarlo.

Sería sincera con su padre. Quizá al final la cosa terminara por acabar bien. Quizá fuera feliz siendo honesta. O quizá él nunca volviera a dirigirle la palabra.

Mientras se dirigía a su coche, intentó no pensar en la expresión de su padre cuando el director del instituto le entregó las fotografías que había confiscado. En aquel momento, Beth había tenido el estómago cerrado y había dejado escapar el aire entre dientes. Su madre había fruncido el ceño, confusa, cuando miró las fotos. Pero su padre… el rostro de su padre había expresado un dolor horrible, devastador. Como si aquellas fotos hubieran capturado el lívido cadáver de su adorada hija, en lugar de un simple episodio de estúpido deseo adolescente. Y cuando se volvió hacia ella, había sido para mirarla con odio, como si ella hubiera sido la autora del asesinato de su dulce hijita.

Con el tiempo la había perdonado, o al menos se habían reconciliado. Pero en esa ocasión, la verdad muy bien podría ser una carga demasiado pesada para él.

Noventa minutos duraba el trayecto hasta Hillstone y, durante todo el camino, empuñó el volante con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. No podía sentir los dedos, y tampoco le importaba.

No tenía necesidad de anunciar su visita: sus padres siempre estaban en casa. Su padre se había jubilado años atrás como vicepresidente del banco local. Su madre hacía mucho tiempo que dedicaba la mayor parte de las horas del día a la jardinería y a la costura. Eran el perfecto matrimonio jubilado, feliz y satisfecho en la casa que les pertenecía desde hacía cuarenta años. Una cálida y confortable burbuja que Beth estaba a punto de hacer estallar de golpe.

Justo cuando estaba subiendo una colina con los primeros edificios a la vista, sonó su móvil. Nada más ver el nombre de Eric en la pantalla, rechazó la llamada y continuó conduciendo. No quería hablar con él. Él no sabía nada sobre su familia ni sobre su verdadera vida. Pensaba que ella no era más que una aventura sexual andante. La ironía de todo ello se le clavaba como un cuchillo de hoja roma en el corazón. Ella había sido quien era con él. Por una vez, había sido una persona real y verdadera en la cama. Demasiado, al parecer, porque eso era todo lo que él podía ver en ella.

Beth penetró en el sendero de entrada de la casa de sus padres justo cuando los últimos rayos de sol se apagaban más allá de los árboles. Hacía muy poco tiempo que había empezado a disfrutar nuevamente de las visitas a su casa, pero eso estaba a punto de cambiar. Otro mal recuerdo que añadir al montón. Lo peor era que había demasiados buenos recuerdos enterrados debajo. Anhelaba poder llegar a ellos sin tener que evocar los otros.

Aunque caminaba arrastrando los pies, el pasillo de entrada no medía más de cinco pasos, así que estuvo ante su puerta en cuestión de segundos. Se le hizo raro llamar como si fuera una extraña, y esperar luego el sonido de los pasos de su padre.

Él abrió la puerta por fin, y en su rostro se dibujó tal sonrisa de felicidad que a Beth le entraron ganas de llorar.

–Hola, papá.

–¡Beth! ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Linda, ha venido Beth!

La abrazó, y el familiar aroma de su ropa hizo que le devolviera el abrazo con la mayor fuerza posible. Aquella podía ser su última oportunidad de sentir aquellos fuertes brazos en torno a ella. La última ocasión en que él sentía ganas de tocarla. Porque, dieciocho años atrás, había estado meses sin mirarla.

Su madre irrumpió en el vestíbulo para abrazarla también.

–¿Qué estás haciendo aquí, corazón?

–Oh, solo quería veros –dijo, en una mentira tan obvia que ambos parecieron incómodos.

–Bueno, pasa –la invitó su madre–. Acabamos de tomar helado. ¿Quieres un poco?

–No, gracias.

–Café, entonces –se dispuso a servírselo antes de darle oportunidad a responder–. ¿Te vas a quedar? Voy a cambiar las sábanas de tu cama.

–No. No me voy a quedar, mamá.

Se sentó en la mesa de la cocina y su padre lo hizo a su lado, tomándole inmediatamente la mano.

–¿Va todo bien?

Beth se encontró con los ojos alarmados de su madre y desvió la vista.

–Necesito decirte algo.

Por un instante, su padre se mostró hasta entusiasmado. Quizá pensara que iba a casarse con Eric. O quizá pensara que tenía que casarse con Eric, lo cual no seguiría el correcto orden de las cosas, pero terminaría derivando en una hija felizmente casada y madre de sus nietos, después de todo.

–Hice algo realmente estúpido por miedo a contarte la verdad. Como una niña pequeña llena de miedo. Y eso que tampoco es realmente una cosa tan mala.

–¿De qué se trata? –inquirió su padre.

El corazón le retumbaba en el pecho.

–Yo no trabajo realmente en una tienda de ropa interior. Hacía tiempo que deseaba decírtelo, pero no sabía cómo. Dirijo un local llamado The White Orchid.

–No entiendo –su padre miró a su esposa, que a su vez tenía la mirada clavada en las tazas que estaba sirviendo–. ¿Qué quieres decir?

–Es una tienda de Boulder que vende lencería y ropa interior femenina, pero también… otro tipo de objetos… estimulantes.

Vio la boca de su padre formando las palabras. Empezó a sacudir la cabeza, pero de repente la confusión de su expresión se fue despejando poco a poco.

–Es un lugar bonito –se apresuró a añadir Beth–. El noventa por ciento de nuestra clientela son mujeres. Es luminoso y precioso por dentro, y…

Él le soltó la mano e irguió mucho la espalda, mirándola desde arriba.

–¿Me estás diciendo que trabajas en una tienda que vende artículos pornográficos?

–No es… no es como uno de esos destartalados locales de la ciudad que frecuentan hombres repulsivos, papá. Es un lugar donde las mujeres pueden sentirse seguras cuando…

Su padre se levantó por fin y se puso a caminar por la cocina.

–Esto es humillante –dijo, alzando la voz. Su madre permanecía de espaldas a la cocina, con una cuchara en la mano–. ¿Tú lo sabías? –le gritó a su esposa.

Ella no respondió.

–¿Desde cuándo lleva pasando esto?

–Papá…

–¿Durante cuántos años me habéis estado mintiendo las dos?

–Papá, escúchame. Lo siento. No quise decírtelo antes porque sabía que te enfadarías. Pero fue un error que…

–¿Que me enfadaría? –gritó–. ¿Que me enfadaría? Estoy avergonzado. Y horrorizado.

–Papá… –Beth lo intentó de nuevo, pero él ya no estaba interesado en mantener una conversación.

–No me extraña que no tengas un marido. ¿Qué clase de hombre querría casarse con una mujer como tú?

Y de esa manera, justo en aquel instante, Beth volvió a tener diecisiete años, solo que en esa ocasión sabía cómo iba a terminar aquello. Su padre, un hombre que rara vez alzaba la voz a nadie, le gritaría cosas horribles. Sería frío y cruel. Y luego le retiraría la palabra por completo.

–Thomas –intervino su madre.

–Debí haberlo adivinado –masculló él–. Después de lo que hiciste…

–¡Thomas!

Dejó de caminar y se plantó ante su esposa.

–Para –dijo ella–. Su generación no es como la nuestra. Apostaría a que Beth tiene un montón de hombres con los que salir, ¿tú no? Como ese Eric, por ejemplo.

–Mamá, yo… yo salgo, sí, pero ese no es el tema. Tengo amigos y estoy contenta, y soy buena en lo que hago. No hago daño a nadie. Estoy bien integrada en la comunidad.

–La población entera está llena de hippies –le espetó su padre.

–¿Y qué? –replicó Beth–. Esta otra está llena de buenas personas, supuestamente, y conmigo fueron crueles, papá. Fueron perversos y desagradables.

–Tú misma te hiciste la cama –le recordó él.

–Oh, eso me lo dejaste perfectamente claro. De verdad, no pudiste habérmelo dejado más claro. ¡Me merecí cualquier piedra que la gente me arrojó a la cara porque era una puta!

–Yo nunca te llamé eso –replicó él.

Beth podía escuchar la verdad en sus palabras. Sabía que él no le había llamado eso, pero era seguro que lo había pensado una y otra vez sin permitirse nunca decirlo en voz alta. Pero había querido hacerlo. Y «mujerzuela» y «fulana» habían sido términos lo suficientemente cercanos como para que ella no hubiese sido capaz de percibir la diferencia.

–Soy una buena persona –pronunció Beth con la garganta apretada.

–¿Una buena persona? Yo te eduqué para ir a misa, ser pudorosa y reservarte para el matrimonio. Puedes mirarme como si fuera un monstruo, Beth, pero te he querido durante años a sabiendas de que no ibas a la iglesia y que, ciertamente, no te caracterizabas por tu pudor. Pero yo pensé que habías aprendido de tus errores.

–Aprendí –dijo, levantándose para enfrentarlo–. Aprendí que la gente es cruel. Y que los chicos pueden hacer lo que quieran con las chicas porque nadie se espera que se comporten de otra manera que como animales. Y que mi cuerpo está hecho para el sexo, pero que supuestamente tengo que fingir odiarlo para que un hombre bueno pueda amarme alguna vez. ¿Y sabes qué más aprendí, papá?

–Beth –susurró su madre, pero ella la ignoró.

–Aprendí que hasta mi propio padre podía insultarme y ofenderme y hasta dejarme arruinada si yo no era la chica que él quería que fuera. Aprendí que el amor incondicional se presenta siempre con un montón de condiciones. Y aprendí que no podía entregarle mi corazón a nadie, ni siquiera al hombre que supuestamente debería siempre, siempre, protegerlo. Esa es la razón por la que no me casé nunca con nadie, papá, si quieres saber la verdad. Esa es la razón por la que nunca he estado enamorada. Porque tú, en lugar de cuidarme cuando más lo necesité, me hiciste desear estar muerta.

–Beth… –dijo su madre de nuevo.

De repente sintió sus brazos en torno a sí. Quiso apartarse, pero su madre la abrazó con fuerza. Se quedó rígida por un momento, pero la mano que le frotaba lentamente la espalda solo sirvió para que le resultara aún más difícil contener las lágrimas. Por fin cedió y apoyó la frente en su hombro… para echarse a llorar.

Lloraba por aquella chica que llegó a sentir que lo había perdido todo. La chica que, de princesa de su papá, se convirtió en la apestada de la población.

El ataque de llanto pasó pronto. Hacía mucho tiempo que había dejado soltar la mayor parte de aquellas lágrimas. Se pasó las manos por las mejillas, lo que hizo que su madre se alejara para buscar unos pañuelos de papel. Se quedó a solas con su padre, pero no lo miró.

–Solo quería decirte la verdad –dijo ella, con voz todavía ronca–. Porque ya no quiero mentir más. Eso es todo. Puede que no te guste, pero al menos ya sabes quien soy.

–Queridadijo él. Pero como no añadió nada más, Beth lo miró. Tenía la cabeza baja y se frotaba el cuello. Parecía como si hubiera encogido varios centímetros en unos pocos segundos.

–Lo lamento, papá –susurró. Lo lamentaba de veras. Si hubiera podido escoger, habría sido la hija que él quería. Era un hombre bueno, y lo quería muchísimo.

–Querida, lo siento tanto…

Ella sacudió la cabeza, pero las lágrimas empezaron a brotar como si no fueran a cesar nunca.

–Lo siento –repitió él–. Yo no… no sabía qué hacer. Estaba tan furioso… Y dolido. Me sentía impotente. No sabía qué hacer para ayudarte, y eso me enfurecía aún más.

–Empeoraste las cosas –musitó ella.

–No podía creer que hubieras hecho aquello. Mi pequeña… Pensaba que aún seguías haciendo dibujitos de caballos y soñando con tu primer beso. Yo no… lo siento. Me sentí como si me hubieran arrancado el corazón.

–Lo sé.

–Quería matar a todo el mundo que había mirado aquellas fotos. Quería pegar a ese chico hasta reducirlo a pulpa. Pero, al final, fui incapaz de hacer otra cosa que desahogarme en ti.

Beth asintió y, cuando él la tomó en sus brazos, quiso hacerse un ovillo y llorar durante horas. Pero aquella chica había muerto, así que se permitió devolverle el abrazo durante unos segundos hasta que por fin se apartó.

Él la abrazó una última vez.

–Te quiero tanto, querida… No puedo fingir sentirme contento con lo que has estado haciendo. Ni siquiera puedo fingir aceptarlo.

–Lo sé.

–Pero tú eres la niña de mis ojos. Beth. Siempre lo has sido.

Su madre permanecía en el umbral con la caja de pañuelos en la mano, pero, en lugar de ofrecérselos a Beth, sacó un puñado y se secó la nariz.

–Siéntate –susurró–. Tómate una taza de café.

–Hay algo más –suspiró Beth–. Esto me llevará un rato explicároslo.

–¿De qué se trata? –inquirió su madre, apresurándose a retirar el agua hirviendo del fuego.

Beth sacó un pañuelo de papel y se sonó la nariz.

Su madre sirvió el café instantáneo y, con su marido, tomó asiento al otro lado de la mesa, esperando. Beth se lo contó entonces todo. La historia completa de los Kendall y la cervecería, así como la llamada de Mónica.

–Cuando te llamó Roland Kendall, estaba buscando la forma de chantajearme. Descubrió que no sabías lo de la tienda, y me amenazó a mí con que te lo contaría.

–¿Te amenazó? –le preguntó su padre.

–Sí. Y yo hice lo que me dijo. Retiré la versión que le había contado a la policía, porque no quería que Roland Kendall te revelara la verdad sobre mí.

–Oh, querida…

–Lo sé. Estoy avergonzada… –musitó–. Pero ahora estoy decidida a arreglar las cosas.

–Bueno, puedes ir a la policía. Contárselo todo…

–Eso ya no importa. El asunto ya está resuelto y, a pesar de lo que yo hice, funcionó.

–¡Pero él te amenazó! Deberías ir a la policía. Si ellos…

Ella se encogió de hombros.

–Tiene un equipo de abogados, papá. No le sucederá nada.

Su padre se pasó una mano por la cara.

–Lo siento tanto… –murmuró Beth en voz baja–. Siento haberme dejado intimidar por ese canalla. Pero lo que más siento es haberos mentido durante tanto tiempo, porque no era justo para ninguno de los dos.

–Beth –su padre le tomó la mano–… por favor, dime que no vas a quedarte en esa tienda. Podrías conseguir un buen trabajo en cualquier parte. Podrías llegar a hacer cosas increíbles con tu vida.

–¿Sabéis una cosa? Creo que, justamente, voy a hacer algo increíble. Solo tengo que averiguar qué es.