Capítulo 24

 

–¿Y bien? –inquirió Tessa antes siquiera de entrar del todo en el despacho de Eric–. ¿Qué ha pasado?

Jamie la estaba pisando los talones.

–Sí, eso. ¿Qué ha pasado?

Eric arqueó una ceja.

–¿Es que no vais a concederme al menos un segundo para establecerme?

Tessa se dejó caer en una silla.

–No.

–Vamos, hombre –insistió Jamie–. Cuéntanos qué te dijo.

El monitor del ordenador se encendió por fin, y Eric intentó no dejarse distraer por la pantalla. Era viernes. Lo primero que había hecho esa mañana era buscar la columna de Beth, pero no había aparecido todavía. Sabía que no debería hacerlo. Solo Dios sabía de qué trataría. Fuera lo que fuera, era seguro que no lo ayudaría a sentirse mejor.

Tessa dio una patada contra el escritorio, haciéndole dar un respingo.

–Concéntrate, Eric.

–Está bien –se recostó en el sillón con una sonrisa–. Wallace ha aceptado con una condición.

Jamie frunció el ceño.

–¿Cuál?

–Quiere a Faron como chef.

–Iba a contratarla de todas maneras –explicó Jamie.

Eric se echó a reír.

–Ya lo sé. Pero eso no se lo dije a Wallace, claro.

–En serio –le interrumpió Tessa–. ¿Lo ha aceptado todo?

–Me formaré como aprendiz suyo durante un año. Después de eso, le financiaré un curso de tres meses en Alemania, ese que siempre había deseado hacer. Nunca había podido estar tanto tiempo fuera, claro.

Jamie sacudió la cabeza.

–¿Y se ha mostrado conforme? ¿Compartiendo la sala de cubas contigo?

–Yo le dije que me sacaría el título de maestro cervecero cuando quisiera, pero que necesitaba también estar allí. Podemos repartirnos algunas tareas y diseñar otras más. Pero no quiero seguir trabajando detrás de un escritorio. Esto es lo que quiero hacer. No necesito el título. Solo necesito el trabajo.

–Increíble –suspiró Tessa.

–Francamente, creo que Wallace está entusiasmado ante la perspectiva de contar con un esclavo gratis para la próxima temporada. La semana que viene empezaré a entrevistar a alguien para que se dedique a las ventas y técnicas de mercado. Alguien que pueda hacerse cago de todo el aspecto comercial y de la distribución de responsabilidades.

Tessa alzó un dedo.

–Sí, empezaremos con las entrevistas –lo corrigió–. Porque yo tendré más necesidad de llevarme mejor con esa persona que tú.

–Concedido –dijo Eric con una sonrisa. No podía creer que todo aquello estuviera sucediendo en realidad. Iba a salir de aquel cuchitril de oficina para trabajar en la sala de cubas–. ¿Llamarás tú a Faron? –le preguntó a Jamie.

–Le haré la propuesta ahora mismo.

Eric deseaba empezar a trabajar con Wallace cuanto antes. Ahora mismo. Pero antes tenía que organizarlo todo. Necesitaba hacer llamadas y ponerse a buscar a su nuevo empleado. Antes, sin embargo…

Tan pronto como Tessa se marchó y cerró la puerta a su espalda, Eric buscó en la pantalla la barra de direcciones favoritas y clicó en el enlace de The Rail. Contuvo el aliento mientras esperaba. Ignoraba sobre qué versaría la columna. ¿Algo sobre intimidad? ¿Traición? ¿Rupturas? ¿O sería simplemente una de sus columnas habituales, aquellas que le dejaban preguntándose si se estaba refiriendo a una relación pasada o a una actual? Si ya estaba evolucionando y mirando hacia delante, entonces…

La página se cargó por fin, y Eric soltó entre dientes el aliento que había estado conteniendo. Sexo y mentiras, rezaba el título. ¿Sería la columna entera una invectiva contra él?

Se armó de valor y empezó a leer, pero a mitad de lectura ya estaba echando mano a su móvil.

 

La semana pasada recibí el correo electrónico de una mujer que deseaba saber si debía contarle a su marido la verdad sobre su pasado. Había tenido cerca de veinte compañeros sexuales y sabía que a él no le gustaría eso, así que… ¿no sería mejor mentir?

Mi primer pensamiento fue: «¡No, por supuesto que no!» ¡Tú no tienes nada de qué avergonzarte!». Pero no es tan simple, ¿verdad? La vida es compleja. Y, francamente, yo no estoy realmente cualificada para responder a la pregunta porque toda mi vida sexual ha sido una mentira.

La mayoría de nosotras mentimos un poco. Maquillamos los números. Fingimos que nos gusta algo por el bien de nuestra pareja, o que no nos gusta porque ella no está por la labor.

Es algo que habitualmente tiene que ver con la vergüenza. O con la incomodidad. A veces se trata simplemente de la intimidad de una misma. Para mí fue todas esas cosas y más. De modo que aquí está mi confesión: yo no soy la sexualidad personificada. Yo no lo sé todo sobre el sexo. Yo no sé nada sobre tríos. Ni sobre dominación, o bisexualidad, o fetichismo. Es por eso por lo que escribo esta columna con otras tres mujeres, porque ninguna de nosotras, por sí sola, es la sexualidad personificada.

Aun así, he intentado ser todas esas cosas para todo el mundo. Y por culpa de ello, nunca he sido yo misma. Mi verdadero ser es tímido, celoso de su intimidad y, en el terreno sexual, no demasiado aventurero. Me he pasado tantos años intentando esconderme de la gente que he terminado escondiéndome a mí misma. ¿Y quién puede amar a alguien a quien no puede ver realmente?

Así que mi consejo a la lectora es que diga la verdad. Pero mi verdad es que entiendo por qué podría no ser capaz de hacerlo. Es algo que da miedo. Puedes decírselo y, al hacerlo, puede que él se marche. Puede que yo se lo diga y puede que él se marche. Pero si lo hace…

 

Un suave golpe a la puerta le hizo levantar la cabeza. Cuando se abrió, se levantó con tanta brusquedad que volcó la silla.

–¿Beth? ¿Qué estás haciendo aquí?

Ella sonrió vacilante, de pie en el umbral, como dudando de que él quisiera verla.

–Yo… –Eric miró de nuevo la pantalla del ordenador y luego a ella.

Beth asintió, luciendo todavía aquella nerviosa sonrisa.

–¿Podemos hablar?

–Sí. Claro.

Cuando la sonrisa se borró de sus labios, Eric advirtió que estaba apretando los puños.

–¿Quieres ir a algún otro lado?

–Quizá podríamos dar un paseo. ¿Estás muy ocupado?

A modo de respuesta, Eric rodeó el escritorio y la tomó de la mano. No podía hablar porque había cerrado los dedos sobre los de ella y ella no lo había rechazado, lo cual tenía que ser una buena señal.

La guio a través de la puerta trasera, intentando ignorar las miradas desorbitadas de su hermano y de su hermana mientras los veían marcharse. Caminaba a paso lento, aunque tenía ganas de echar a correr, y Beth se mantuvo silenciosa hasta que llegaron al sendero de asfalto que desaparecía en un bosquecillo de álamos.

Él le apretó la mano.

–Necesito disculparme de nuevo contigo. Por lo que te dije y la manera en que te lo dije.

–No, está bien. He estado pensando mucho en ello. Estabas enfadado, y tenías derecho a estarlo. Lamento haberte mentido. Llamé a Luke esta mañana para disculparme y para intentar explicarme.

–¿Le contaste lo que pasó?

Ella lo miró, pero enseguida bajó los ojos al tiempo que retiraba la mano.

–Roland Kendall me amenazó con contarle a mi padre lo de la tienda.

–Oh –intentó comprenderlo, pero no lo consiguió. Ella era una mujer adulta.

–Sé que debe de parecerte estúpido, el hecho de que eso me aterrara tanto, pero hay aquí más cosas de las que sabes.

–De acuerdo –esperó, reprimiéndose de meterle prisa. De obligarla a explicarse para que él pudiera perdonarla.

Le pareció que transcurrieron horas antes de que comenzara a hablar.

–Cuando tenía diecisiete años, mi novio me sacó unas fotos. Fotos en las que aparecía desnuda. Y algunas de ellas eran todavía peores.

–¿Tú lo sabías?

–Sí, yo le dejé. Pero lo que no sabía era que luego él las llevaría al instituto para mostrárselas a todo el mundo.

–Dios mío, Beth. Lo siento…

–Fue terrible. Lo peor que me ha sucedido nunca. Cuando el director descubrió las fotos, llamó a mi padre.

Eric evocó la imagen de aquel hombre fino y elegante, de modales anticuados, y se encogió por dentro.

–Yo siempre había sido su muñequita, la niña de sus ojos. Yo lo quería más que a nada en el mundo. Y cuando vio aquellas fotos, él ya no me quiso más, o al menos eso fue lo que yo sentí. Me dijo que lo había avergonzado a él, a mi madre y a nuestro apellido. Durante meses, ni siquiera se dignó mirarme a la cara.

–Oh, Dios mío, Beth…

–El instituto fue una tortura y, como no podía seguir allí ni un minuto más, pedí permiso a mi padre para que pudiera recibir educación en casa durante los dos últimos meses de mi último año. ¿Sabes lo que me dijo?

Eric negó con la cabeza.

–Me dijo esto: «si no querías que te trataran como a una zorra, no deberías haberte comportado como tal». Me obligó a ir al instituto día tras día hasta que me gradué, porque era eso lo que, según él, me merecía.

–No sé qué decir –susurró Eric–. Sé que quieres a tu padre, pero esto es terrible.

–Es por eso por lo que no le conté la verdad sobre mi trabajo en The White Orchid, pero esa es también la razón por la que trabajo allí. Quería demostrarme algo a mí misma: que el sexo no era malo. Que no debía sentirme avergonzada. Pero la verdad es que cada compañero sexual que tuve a partir de entonces fue como un traidor en potencia. Nunca fui capaz de relajarme, de dejar de preocuparme, hasta que te conocí a ti.

–¿A mí? ¿Por qué?

–No lo sé. No puedo explicarlo.

–Acabo de leer tu columna –le dijo él, esperando que siguiera hablando.

Beth asintió.

–Me alegro. Llevo demasiado tiempo mintiendo. Yo no soy la mujer experimentada que aparento. En realidad no soy muy buena en el sexo, nunca lo he sido. No puedo relajarme. No consigo disfrutar por mucho que lo intente, o quizá precisamente porque lo intento demasiado…

–Er… –no lo entendía. ¿Acaso era una actriz increíblemente buena?–. Pues yo creía que se te daba muy bien… –se aventuró a decir.

Ella le lanzó una sonrisa fugaz.

–Contigo es distinto, Eric.

Él se detuvo con tanta brusquedad que ella tuvo que dar media vuelta y desandar un paso.

–¿De veras?

–Sí. Contigo me siento cómoda, y no te imaginas lo mucho que eso significa para mí. Yo…

Alzó una mano para apartarle un mechón de pelo de la frente. Eric se la tomó y se la llevó a los labios.

–¿Qué estás diciendo?

–Estoy diciendo que quiero ser sincera. Que quiero confiar. Y que quiero hacer todo eso contigo, si tú estás dispuesto. Basta de mentiras. Se acabó el escabullirse. Solo… nosotros.

–Nosotros.

–Cuando me dijiste aquellas cosas, me di cuenta de que estaba mucho más cerca de ti de lo que lo había estado con nadie en años, pero que tú no sabías nada de mí excepto el sexo. Yo…

–Es no es cierto –la interrumpió, repentinamente irritado–. Eso no es cierto en absoluto. Te dije eso porque estaba enfadado. Pero ahora sé mucho sobre ti. Sé que te ríes de chistes malísimos en las películas. Sé que eres generosa. Sé que cuando duermes, apoyas la mejilla sobre una mano como una niña pequeña, lo que hace que se me derrita el corazón. Y sé que no confías en nadie, pero vas a confiar en mí.

Ella inclinó la cabeza.

–¿De veras?

–Sí –la atrajo hacia sí y ella deslizó un brazo alrededor de su cintura–. Yo también estoy haciendo cambios. Llevo treinta y siete años viviendo para otros. Ya estoy harto. Ya no quiero ser perfecto. Solo quiero ser yo. Contigo.

–¿Conmigo? –susurró Beth–. ¿Quiere eso decir que me perdonas?

–No hay nada que perdonar. Yo sé lo que es sentirse asustado.

Ella apoyó entonces la cabeza en su hombro, y el aroma de su cabello le despertó un anhelo tan intenso que casi se le saltaron las lágrimas. Para Beth, lo que habían tenido no había sido simplemente sexo, al menos desde hacía algún tiempo. En realidad, nunca había sido simplemente sexo. Lo habían usado como una excusa para sentir la conexión.

–Se lo conté a mi padre –susurró ella–. Le conté la verdad. Y voy a comprar The White Orchid.

–¿Qué? –se apartó de ella, sorprendido, y cuando Beth volvió a alzar la mirada, estaba sonriendo.

–Voy a hacer algunos cambios, y la tienda va a ser exactamente lo que yo quiero que sea, en lugar de serlo todo para todo el mundo.

–¿Sí? –la tomó de la barbilla, acariciándole el labio inferior con el pulgar.

–Voy a hacer que sea un lugar algo más tranquilo. Menos artículos novedosos. Más lencería, sobre todo de tallas grandes. Y las clases las impartirá una verdadera terapeuta, y no yo fingiendo saber de lo que estoy hablando.

–¿Más lencería? Eso me gusta.

–Pero solo cosas de último grito. Preciosidades que ensalcen el cuerpo femenino.

–Espera un momento. ¿No irás a deshacerte de ese conjunto de cuero negro que vi colgado, verdad?

Ella arqueó las cejas.

–Cuero, ¿eh?

–Simplemente pensé que te sentaría de maravilla –la besó en la boca mientras ella todavía se estaba riendo, pero se apartó cuando se le ocurrió un pensamiento sorprendente–. Aquella columna tuya que dedicaste a los juguetes eróticos…

Beth sonrió.

–¿Sí?

–¿Fuiste tú?

–No.

–Oh –Eric sintió que un rubor ardiente comenzaba a subirle por el cuello–. Entiendo.

–No era mi columna, pero la verdad es que me divertía haciendo ver que lo era.

–¿Estabas fingiendo?

Ella se echó a reír y lo besó en los labios.

–Contigo no. Nunca contigo. Pero tengo una confesión más que hacerte –susurró.

Eric se sintió algo más que nervioso.

–¿Cuál?

Se inclinó hacia él, rozándole la oreja con los labios.

–Te robé un conjunto de ropa interior tuya y lo escondí en mi armario.

–Estás mintiendo.

–No. Quería un recuerdo tuyo.

–Espera un poco. ¡Escribiste una columna entera declarando que no eras una pervertida!

Ella le acarició la oreja con los labios y trazó luego un sendero hasta su cuello, arrancándole un estremecimiento.

–Te mentí –musitó. Y él esperó, realmente, que lo hubiera hecho.