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ORGANIGRAMA

Steve Bannon, exoficial de la marina, descubrió al cabo de unas semanas que la Casa Blanca era en realidad una base militar, una oficina gubernamental con fachada de mansión y unas cuantas salas para ceremonias, que descansaba sobre una instalación de seguridad bajo mando militar. La yuxtaposición sorprendía: mientras en el trasfondo reinaban el orden y la jerarquía militar, en un primer plano se apreciaba el caos de sus ocupantes civiles temporales.

Sería difícil dar con una entidad más contraria a la disciplina militar que la organización Trump. Carecía de estructura vertical: se trataba, simplemente, de una figura en la cima y, debajo, el resto de las personas peleándose por su atención. El trabajo no se organizaba por tareas, sino que parecía depender de las reacciones: aquello que captaba la atención del jefe era lo que centraba la atención de los demás. Así era en la Torre Trump y continuaba siéndolo en la Casa Blanca de Trump.

Otros ocupantes anteriores habían utilizado el Despacho Oval como símbolo definitivo del poder, como clímax ceremonial; pero tan pronto como Trump se instaló en la Casa Blanca, hizo llevar al despacho una colección de banderas militares que flanqueaban el escritorio al que se sentaba, y el Despacho Oval se convirtió de inmediato en el escenario de auténticos desastres diarios protagonizadas por él. Es muy probable que hubiera más gente con acceso directo a este presidente que a cualquier otro de los que lo preceden, y casi todas las reuniones que Trump celebraba en el Despacho Oval incluían, sin falta, una larga lista de lacayos que entorpecían su curso; evidentemente, todo el mundo se esforzaba por asistir a todas las reuniones. Varias figuras merodeaban por la sala de manera furtiva y sin un propósito claro: Bannon siempre encontraba algún motivo para estudiar algunos documentos en un rincón y entrometerse en el último momento; Priebus vigilaba a Bannon; Kushner estaba al tanto del paradero de los otros dos. A Trump le gustaba contar con la presencia constante de Hicks, de Conway y, muy a menudo, también de su compañera y participante en The Apprentice Omarosa Manigault, que ahora ostentaba un título de la Casa Blanca, por desconcertante que pareciera. Como de costumbre, Trump quería rodearse de un público entusiasta y fomentaba que el mayor número posible de personas hiciera cuanto fuera posible por acercarse a él lo máximo posible. No obstante, con el tiempo acabaría mirando con desdén a aquellos que menos disimulaban sus ansias por ganarse su simpatía.

La buena gestión reduce los egos. Sin embargo, en la Casa Blanca de Trump, a menudo daba la impresión de no estar ocurriendo nada a menos que ocurriera en presencia de Trump. De que la realidad no existía si no era en su presencia. Eso tenía cierto sentido vuelto del revés: si sucedía algo de lo que él no había sido testigo, el suceso no le importaba y a duras penas reconocía su existencia. En esos casos, su única reacción era una mirada inexpresiva, cosa que apoyaba una de las teorías sobre por qué estaba costando tanto tiempo contratar al personal del Ala Oeste y de la Oficina Ejecutiva: la enorme cantidad de burocracia que requería no tenía cabida en su visión y, por lo tanto, el asunto no le importaba en absoluto. Mientras tanto, la falta de personal del Ala Oeste ofuscaba a los visitantes que tenían cita en el edificio y que, tras ser recibidos por el “marine” de uniforme de gala con un perfecto saludo militar, descubrían que el Ala Oeste no contaba aún con un recepcionista nominado políticamente y que los invitados debían recorrer solos la madriguera que era la cumbre del poder del mundo occidental.

Trump, que había sido cadete en una academia militar —aunque no muy entusiasta—, había fomentado un retorno a los valores y el saber hacer militares. En realidad, ante todo buscaba conservar su derecho personal a desacatar o desafiar a su propia organización, cosa que también tenía sentido, dado que carecer de una organización al uso era la manera más eficaz de dominar y eludir a sus miembros. Se trataba de una de las ironías que resultaron de su cortejo a algunas figuras militares admiradas como James Mattis, H. R. McMaster y John Kelly: los tres terminaron trabajando en un gobierno hostil en todos los sentidos hacia los principios básicos del orden y del mando.


Casi desde el principio, el día a día del Ala Oeste transcurría con el rumor constante de que la persona a cargo de su gestión, el jefe del gabinete Reince Priebus, estaba al borde del despido. O que, si aún conservaba el puesto, era tan solo porque no llevaba en el cargo el tiempo suficiente para que lo echasen. A su vez, en el círculo íntimo de Trump, nadie dudaba de que Priebus sería destituido tan pronto como pudiera hacerse sin humillar demasiado al presidente. La conclusión fue que no era necesario prestarle atención. Durante la transición, el propio Priebus dudaba de que fuese a llegar a la inauguración y, una vez en el cargo, se preguntó si sería capaz de soportar la tortura por un periodo mínimamente respetable de un año, aunque pronto redujo el objetivo a seis meses.

El presidente, en ausencia de todo rigor organizativo, a menudo actuaba como su propio jefe de gabinete o, hasta cierto punto, había elevado el puesto de secretario de prensa al nivel del jefe de gabinete para hacer él mismo las veces de secretario. Revisaba comunicados de prensa, dictaba citas y hablaba con los periodistas por teléfono, lo que relegaba al verdadero secretario de prensa a un papel de lacayo y de cabeza de turco. Por otro lado, sus familiares actuaban como directores generales ad hoc de cualquier área que se les antojase. Por último, Bannon dirigía una especie de operación en un universo alternativo y con frecuencia emprendía tareas de gran alcance de las que nadie más sabía nada. Por todos esos motivos y hallándose en el centro de una operación sin centro, Priebus no tardó en llegar a la conclusión de que no tenía motivos para estar allí.

Al mismo tiempo, el presidente parecía apreciar cada vez más a Priebus, precisamente porque parecía del todo prescindible. Se tomaba las agresiones verbales de Trump sobre su estatura y su estatus con afabilidad o estoicismo y, cuando las cosas salían mal, era un saco de arena muy cómodo que no devolvía los golpes, cosa que agradaba e indignaba al presidente por igual.

“Me encanta Reince —decía el presidente con el menor tono de elogio posible—: ¿Qué otra persona haría su trabajo?”.

El desprecio mutuo era lo único que impedía que Priebus, Bannon y Kushner —los tres hombres que a, efectos prácticos, compartían rango en el Ala Oeste— se confabulasen.

Durante los inicios de la presidencia de Trump, todos veían la situación con claridad: tres hombres se disputaban la gestión de la Casa Blanca, ser el verdadero jefe de gabinete y el poder en la sombra del trono de Trump. Aunque, naturalmente, había que contar con Trump, que se negaba a ceder el poder.

En medio de todo eso, estaba la joven de treinta y dos años Katie Walsh.


Walsh, vicejefa de gabinete de la Casa Blanca, representaba, al menos para sí misma, un ideal republicano: limpia, decidida, metódica, eficiente. Burócrata honrada, guapa pero de permanente expresión adusta, Walsh era un buen ejemplo de los muchos profesionales de la política para quienes sus aptitudes y capacidades organizativas trascienden a su ideología. (A saber: “Prefiero formar parte de una organización con una cadena de mando clara, aunque no esté de acuerdo con ella, que formar parte de otra que se corresponda con mis opiniones, pero esté sumida en el caos”). Walsh era un animal político, una criatura del pantano. Era experta en priorizar los objetivos del gobierno federal, coordinar el personal del gobierno federal y aprovechar los recursos del gobierno federal. Se veía como el tipo de persona capaz de concentrarse en conseguir sus objetivos. Sin tonterías.

“Siempre que alguien se reúne con el presidente, antes tienen que pasar al menos sesenta y cinco cosas distintas —enumeró en una ocasión—. Hay que saber a qué secretario de gabinete hay que avisar dependiendo de quién sea el visitante; a qué personas del Congreso hay que consultar; quién se ocupa de informar y preparar al presidente y a los miembros relevantes del gabinete; y, por supuesto, hay que investigar y validar al visitante. Luego hay que pasárselo todo a los de comunicación y decidir si se trata de una noticia de ámbito local o nacional, si requiere un op-ed o una aparición en la televisión nacional. Eso antes de entrar en asuntos políticos y en relaciones públicas. Y por cada persona que se reúne con el presidente, hay que explicar por qué motivo no se reúne con otras personas. De lo contrario, estas saldrán públicamente a cagarse en la última persona que estuvo en el despacho…”.

Walsh era lo que la política debería ser, o lo que ha sido: un negocio atendido, sustentado y, ni que decir tiene, ennoblecido por una clase política profesional. La política, tal como demuestra la uniformidad y la sobriedad de la vestimenta de Washington y su proclama anti-modas, es procedimiento y temperamento. Lo ostentoso pasa. Lo ostentoso no dura mucho en este mundo.

Antigua alumna de una institución católica para chicas de Saint Louis (aún lleva una cruz de diamantes al cuello) y voluntaria de campañas políticas locales, Walsh asistió a la Universidad George Washington. Las facultades del Distrito de Columbia se encuentran entre los proveedores fiables de talento del pantano, y el gobierno no es una profesión propia de las Ivy League. Para bien o para mal, la mayoría de las organizaciones políticas y gubernamentales no están dirigidas por másteres en dirección de empresas, sino por jóvenes que se distinguen solo por su ambición, su seriedad y el idealismo con el que ven al sector público. (Es una anomalía propia de la política republicana que los jóvenes con motivación para trabajar en el sector público acaben trabajando con la meta de limitar el sector público). Las trayectorias profesionales dependen de lo bien que cada uno aprenda en el puesto y sobre la marcha, de lo bien que se lleve con el resto de habitantes del pantano y de lo bien que sepa jugar sus cartas.

En 2008, Walsh se convirtió en la directora financiera de la región del medio oeste de la campaña de McCain: en la George Washington se había especializado en marketing y finanzas, y le confiaron las cuentas. Después pasó a ser vicedirectora de finanzas del Comité Nacional del Senado Republicano, vicedirectora y directora de finanzas del Comité Nacional Republicano y, por último, antes de entrar en la Casa Blanca, jefe de gabinete del Comité Nacional Republicano (CNR) y de su presidente, Reince Priebus.

Visto con algo de perspectiva, el momento crucial para salvar la campaña de Trump quizá no fuese la toma de control que los Mercer llevaron a cabo a mediados de agosto y la consiguiente imposición de Bannon y Conway, sino el hecho de aceptar que lo que entonces era una organización minúscula compuesta por un solo hombre tendría que depender de la generosidad del Comité Nacional Republicano. El CNR contaba con los datos y la infraestructura necesarios para hacer una campaña puerta a puerta y, mientras otras campañas normalmente no confiarían en el comité nacional y su numerosos traidores, la de Trump había escogido no crear este tipo de organización ni invertir en ella. A finales de agosto, Bannon y Conway, con el consentimiento de Kushner, hicieron un trato con el CNR a pesar de la insistencia reiterada de Trump de que si habían llegado hasta allí sin ellos, no necesitaban arrastrarse a sus pies.

Casi desde el principio, Walsh demostró ser una de las figuras más importantes de la campaña, una persona con dedicación que centralizaba el poder y hacía que las cosas funcionasen como y cuando era debido; una figura sin la cual pocas organizaciones pueden existir. A caballo entre la sede central del CNR en Washington y la Torre Trump, ella era quien ponía los recursos políticos de la nación a disposición de la campaña.

Si durante los últimos meses de la campaña y a lo largo de la transición Trump a menudo suponía un trastorno, el equipo que lo rodeaba, en parte porque no le quedaba otra opción que integrarse sin contratiempos con el CNR, era una organización mucho más receptiva y unificada que, digamos, la de Hillary Clinton con su significativa superioridad de recursos. Al enfrentarse a la catástrofe y a una humillación que parecía segura, la campaña de Trump cerró filas y Priebus, Bannon y Kushner se convirtieron en protagonistas de una película de amigotes.

Una vez en el Ala Oeste, la camaradería sobrevivió apenas unos días.


Katie Walsh tuvo claro casi de inmediato que la determinación que todos compartían durante la campaña y la urgencia de la transición se perdieron en cuanto el equipo de Trump pisó la Casa Blanca. Sus miembros habían pasado de gestionar a Donald Trump a un panorama en el que ellos serían dirigidos por él, o al menos a través de él y casi en exclusiva en su beneficio. Por otro lado, a pesar de proponer el cambio de la normativa política y de gobierno más radical que se había dado en varias generaciones, el presidente no solo contaba con muy pocas ideas específicas de cómo transformar esos temas y su virulencia en políticas, sino que carecía de un equipo que pudiera respaldarlo como era necesario.

En la Casa Blanca, la política y las acciones acostumbran a fluir de arriba abajo: el presidente expresa sus deseos (o el jefe de gabinete transmite lo que se supone que quiere el presidente) y un equipo de personas intenta llevarlos a cabo. En cambio, en la Casa Blanca de Trump, el diseño de políticas funcionó en dirección ascendente ya desde la primera orden ejecutiva de inmigración de Bannon. El proceso constaba de sugerencias ofrecidas casi al azar con la esperanza de que una de ellas fuera lo que el presidente quería, para después hacerlo pensar que la idea era suya (resultado que a menudo se forzaba insinuándole que, de hecho, se le había ocurrido a él).

Walsh había advertido que Trump tenía una serie de opiniones e impulsos, muchos de los cuales llevaban años gestándose en su cabeza, algunos bastante contradictorios y solo unos pocos que encajaran en convenciones y formas legislativas y políticas. Así pues, tanto ella como el resto del equipo tuvieron que transformar un conjunto de deseos y afanes en un programa político, y el proceso requería muchas conjeturas y suposiciones. En palabras de Walsh, era “como intentar averiguar lo que quiere un niño”.

Lo cierto es que hacer esas sugerencias era extremadamente complicado. Se enfrentaban al que podría ser el principal problema de la presidencia, una dificultad que permea todos los aspectos de la política y del liderazgo de Trump: no procesaba la información en el sentido convencional. Ni en ningún otro sentido. No la procesaba en absoluto.

Trump no leía. Ni siquiera en diagonal. Si la información estaba impresa en papel, era como si no existiese; algunos creían que, a efectos prácticos, era semianalfabeto. (Hubo cierta discusión al respecto, porque era capaz de leer titulares y artículos sobre sí mismo, o al menos los titulares de los artículos que hablaban de él, además de las columnas satíricas y de chismes del New York Post). Algunos creían que era disléxico, y no cabe duda de que su capacidad de comprensión era limitada. Otros concluyeron que no leía porque no le hacía falta y que, de hecho, este era uno de sus principales atributos populistas. Vivía al margen de la alfabetización, valiéndose solo de la televisión.

Pero no solo no leía, sino que tampoco escuchaba. Prefería ser el que hablara y confiaba más en sus propios conocimientos —por míseros o irrelevantes que fuesen— que en los de cualquier otra persona. Aún más, su capacidad de concentración era mínima incluso con las cosas que consideraba dignas de su atención.

Por consiguiente, la organización precisaba una serie de reglas internas que permitiesen confiar en un hombre que, aun sabiendo muy poco, confiaba de pleno en sus propios instintos y en sus opiniones, por cambiantes que fuesen.

Este era uno de los fundamentos de la Casa Blanca de Trump: la experiencia, esa virtud liberal, estaba sobrevalorada. De hecho, muy a menudo la gente que se ha esforzado en aprender lo que sabe acaba tomando las decisiones equivocadas. Si había que llegar al quid de la cuestión, quizá el instinto valiese tanto o más que los retorcidos árboles de datos que tantas veces impedían ver el bosque y que socavaban la formulación de políticas del país. Tal vez sí. Ojalá.

Por supuesto, nadie realmente creía esto, a excepción del presidente.

Pero por encima de todo estaba la creencia esencial, que pasaba por encima de su impetuosidad, sus excentricidades y su limitado conocimiento: nadie llegaba a ser presidente de los Estados Unidos —un logro como de “camello por el ojo de una aguja”— sin poseer una astucia e ingenio excepcionales. ¿Verdad? Durante los primeros días en la Casa Blanca, esta era la hipótesis básica que compartía el personal sénior junto con Walsh y los demás: Trump debía de saber lo que hacía, su intuición debía de ser enorme.

No obstante, existía otro aspecto de su supuesta perspicacia y percepción supremas que era difícil de ignorar: a menudo se mostraba seguro de sí mismo, pero con la misma frecuencia se paralizaba y se revelaba no como sabio, sino como una figura farfullante cargada de inseguridades peligrosas que tendía a reaccionar atacando a los que lo rodeaban y a comportarse como si su instinto, aunque silencioso y confundido, le dictase qué hacer de manera clara y contundente.

Durante la campaña, se convirtió en una especie de elogiada figura de superhéroe. Se maravillaban por su disposición a seguir siempre avanzando, a subir al avión y bajar y volver a subir, y a hacer actos de campaña sin parar, orgulloso de participar en más eventos que los demás —¡el doble que Hillary!— y sin dejar de ridiculizar el paso lento de su oponente. Estaba rindiendo. “Este hombre no se cansa nunca de ser Donald Trump”, apuntó Bannon unas semanas después de unirse a la campaña a tiempo completo con un tono ambiguo difícil de interpretar.

Las primeras alarmas saltaron durante las reuniones de inteligencia que se celebraron con Trump poco después de conseguir la nominación. No parecía capaz de asimilar información de terceros. O quizá no le interesase. En cualquier caso, parecía tener auténtica fobia a que alguien requiriese su atención de manera formal. Usaba tácticas obstruccionistas con cada página escrita que le presentaban y se mostraba reacio a las explicaciones. “De niño odiaba la escuela con todas sus fuerzas —comentó Bannon—. Y no va a empezar a gustarle ahora”.

Por muy alarmante que resultase, la manera de hacer las cosas de Trump también presentaba una oportunidad para quienes estaban más cerca de él: si conseguían comprenderlo y observaban la clase de hábitos y respuestas automáticas que sus adversarios en los negocios habían aprendido a aprovechar, tal vez podrían elaborar una estrategia. De todos modos, por mucho que consiguieran manipularlo en ese momento, nadie subestimaba la enorme complejidad de hacer que continuara actuando de la misma forma en un futuro.


Una de las maneras de determinar lo que Trump quería, cuál era su postura sobre un tema y cuáles las intenciones subyacentes en cuanto a posibles políticas —o, como mínimo, las intenciones que podían hacerle creer que eran suyas— era llevar a cabo un meticuloso análisis textual de sus discursos, generalmente improvisados, de los comentarios que hacía al azar y de las reflexiones que hacía en Twitter durante la campaña.

Bannon estudió la obra de Trump con obstinación y señaló todo aquello que podía constituir ideología o convertirse en políticas. Parte de la autoridad que ejercía en la nueva Casa Blanca era como guardián de las promesas de Trump, que registraba de forma meticulosa en la pizarra blanca de su despacho. Trump recordaba con entusiasmo haber hecho algunas de esas promesas y de otras no conservaba recuerdo alguno, aunque aceptaba de buen grado haberlas pronunciado. Bannon actuaba como discípulo y elevó a Trump a la categoría de gurú, o de dios inescrutable.

Todo esto degeneró en otra justificación o verdad sobre Trump: “El presidente tenía muy claro lo que quería ofrecer al público estadounidense —dijo Walsh—. Lo comunicaba de manera exquisita”. Al mismo tiempo, Walsh reconocía que no quedaba claro en absoluto qué quería. De aquí la siguiente justificación: Trump era “inspirador, no operativo”.

Kushner comprendía que la pizarra blanca de Bannon representaba mejor sus propios intereses que los del presidente, por eso se planteó si Bannon estaba manipulando los textos originales. En varias ocasiones Kushner se dispuso a rebuscar él mismo entre las declaraciones de su suegro, pero encontró a la tarea extremadamente frustrante y la abandonó.

Mick Mulvaney, exmiembro del Congreso por Carolina del Sur, actual director de la Oficina de Administración y Presupuesto y encargado de crear el presupuesto que representaría los cimientos del programa de la Casa Blanca de Trump, también recurría a lo que Trump había dicho y escrito. The Agenda, libro publicado en 1994 por el periodista Bob Woodward, es un relato muy detallado de los primeros dieciocho meses de Clinton en la Casa Blanca. Gran parte del libro se centra en la creación del presupuesto, y el bloque más extenso de los dedicados al presidente se centra en una intensa reflexión y en las discusiones sobre cómo repartir los recursos. En el caso de Trump, esa clase de continuo tira y afloja era inconcebible: el presupuesto era algo trivial para él.

“Las dos primeras veces que fui a la Casa Blanca, alguien tuvo que anunciar: ‘Este es Mick Mulvaney, director de presupuesto’ ”, explicó Mulvaney. Según contó, Trump era demasiado disperso como para aportar algo, ya que acostumbraba a interrumpir la planificación con preguntas aleatorias que más bien parecían ser el resultado de algún lobismo reciente o fruto de la asociación libre. Si a Trump le interesaba algún tema, lo habitual era que ya tuviera una opinión firme basada en información limitada. Pero si no le interesaba, carecía tanto de opinión como de la información relevante. Por consiguiente, el equipo presupuestario de Trump también se vio obligado a recurrir a los discursos de Trump en busca de políticas generales que pudieran meter con calzador en un presupuesto.


Walsh, desde cuyo escritorio se veía el Despacho Oval, estaba situada en una especie de hipocentro del flujo de información entre Trump y su equipo. Como principal gestora del calendario del presidente, su trabajo consistía en racionar su tiempo y organizar el flujo de información de acuerdo con las prioridades establecidas por la Casa Blanca. Así, Walsh se reveló como una eficiente intermediaria entre tres hombres que se esforzaban por dirigir al presidente: Bannon, Kushner y Priebus.

Cada uno de ellos veía al presidente como una especie de página en blanco, o una página llena de garabatos. Por su parte, Walsh acabó por darse cuenta con creciente incredulidad de que los tres tenían ideas radicalmente diferentes sobre cómo rellenar o reescribir esa página. Bannon era el militante de la derecha alternativa o Alt-Right, Kushner era el demócrata de Nueva York, y Priebus, el republicano del establishment. “Steve quiere echar a un millón de personas del país por la fuerza, revocar la ley nacional de salud e imponer una serie de aranceles que diezmarán nuestro comercio; Jared quiere ocuparse del tráfico de personas y proteger el programa de planificación familiar”. Por otro lado, Priebus quería que Donald Trump fuera una clase muy distinta de republicano.

Según el punto de vista de Walsh, Steve Bannon estaba al mando de su propia Casa Blanca; Jared Kushner estaba al mando de la de Michael Bloomberg, y Reince Priebus, de la de Paul Ryan. Era un videojuego de 1970 en el que una bola blanca iba rebotando contra los lados de un triángulo negro.

Aunque se suponía que Priebus era el eslabón más débil y que eso había favorecido que tanto Bannon como Kushner actuasen como jefes oficiosos de gabinete, estaba resultando ser un perro pequeño, pero ladrador. En el mundo de Bannon y en el de Kushner, el trumpismo representaba una serie de políticas desconectadas de la corriente dominante republicana; Bannon vilipendiaba a esa corriente dominante, y Kushner operaba como demócrata. Mientras tanto, Priebus era el terrier de turno de las mayorías.

Así pues, al descubrir que alguien con tan poca autoridad como Priebus tenía sus propios intereses, Bannon y Kushner se molestaron bastante. Esos intereses significaban escuchar la opinión del líder de la mayoría del Senado Mitch McConnell de que “este presidente firma cualquier cosa que le pongas delante”, mientras aprovechaba la falta de experiencia política y legislativa de la Casa Blanca y externalizaba todas las políticas posibles a Capitol Hill.

Durante las primeras semanas del gobierno de Trump, Priebus organizó la visita del presidente de la Cámara de Representantes Paul Ryan —aunque este había sido una bestia negra del trumpismo durante gran parte de la campaña— junto con un grupo de altos cargos de las comisiones. En la reunión, el presidente anunció alegremente que nunca había tenido mucha paciencia para comités y que se alegraba de que hubiera otros que sí. De ahí en adelante, Ryan se convirtió en otra de las figuras con acceso sin restricciones al presidente, y a quien el presidente, en su falta absoluta de interés por los procedimientos y por la estrategia legislativa, prácticamente otorgó carta blanca.

Paul Ryan representaba mejor que nadie aquello a lo que Bannon se oponía. La esencia del bannonismo (y del mercerismo) era un aislacionismo radical, un proteccionismo proteico y un “Keynesianismo” decidido. Bannon atribuía todos estos principios al trumpismo, y eran diametralmente contrarios al republicanismo. Además, Bannon opinaba que Ryan, que en teoría era el genio de las políticas de la Cámara de Representantes, era corto de entendimiento, o directamente incompetente, y lo había convertido en blanco constante de burlas que profería entre dientes. Aun así, el presidente había aceptado el tándem Priebus-Ryan de forma inexplicable y tampoco podía prescindir de Bannon.

El talento único de Bannon —adquirido en parte porque conocía las palabras del presidente mejor que el propio presidente y también por la astuta modestia que practicaba (y que arruinaba con el elogio desmesurado que en ocasiones hacía de sí mismo)— era convencer a Trump de que las propias opiniones de Bannon derivaban completamente de las del presidente. Bannon no promovía el debate interno, no contribuía a las políticas ni hacía presentaciones con PowerPoint, sino que era el equivalente de un programa de radio personal de Trump. El presidente podía sintonizar el programa a cualquier hora y complacerse de que los pronunciamientos y opiniones de Bannon estuvieran siempre desarrollados y a su disposición a modo de narrativa unificada y vigorizante. Del mismo modo, podía apagar el programa y Bannon guardaría silencio táctico hasta que se lo requiriese de nuevo.

Kushner no contaba con la imaginación de Bannon para las políticas ni con los vínculos institucionales de Priebus, pero sí con un estatus familiar que le proporcionaba gran autoridad. Además, era millonario. Había cultivado un amplio círculo de gente de dinero de Nueva York y de todo el mundo, conocidos y amigotes de Trump a los que el presidente en ocasiones hubiera querido caer mejor. Con esto, Kushner se convirtió en el representante del status quo liberal en la Casa Blanca. Algo parecido a lo que solía llamarse un “Rockefeller republicano” y que ahora sería más bien un “Goldman Sachs demócrata”. Kushner y, tal vez más, Ivanka estaban en el polo opuesto de Priebus, el republicano evangelista de la derecha más robusta con preferencia por los estados sureños, y de Bannon, el populista de la derecha alternativa que estaba desbaratando el partido.

Desde sus respetivos rincones, cada uno de estos hombres había adoptado una estrategia distinta. Bannon hacía todo lo que podía por arrollar a Priebus y a Kushner con la intención de llevar la guerra por el trumpismo/bannonismo a su fin lo antes posible. Priebus, que ya se quejaba de “los políticos neófitos y los familiares del jefe”, había subcontratado sus objetivos a Ryan y al Congreso de Capitol Hill. Por su parte, Kushner protagonizaba una de las curvas de aprendizaje más pronunciadas de la historia de la política —no es que los demás miembros de la Casa Blanca no estuvieran aprendiendo a toda prisa, sino que Kushner lo tenía quizá más difícil— al tiempo que demostraba una ingenuidad lastimosa por sus aspiraciones a ser uno de los estrategas más hábiles del mundo. Su postura era no hacer nada apresuradamente y todo con moderación. Cada uno de ellos tenía el apoyo de círculos enfrentados: los bannonitas tenían como objetivo destrozarlo todo lo antes posible, mientras que la sección de Priebus del Comité Nacional Republicano se centraba en las oportunidades para el programa republicano, y Kushner y su esposa hacían lo posible por conseguir que su pariente impredecible pareciera comedido y racional.

En medio de todo eso, estaba Trump.


“Los tres caballeros que mueven los hilos”, como los calificó Walsh con frialdad, servían a Trump de maneras diferentes. Walsh comprendía que Bannon le proporcionaba al presidente inspiración y determinación, mientras que la conexión Priebus-Ryan prometía ocuparse de lo que a Trump le parecía el trabajo especializado del gobierno. Por su parte, Kushner coordinaba a la perfección a los ricos que hablaban con el presidente por las noches y a menudo los instaba a prevenirlo en contra de Bannon y de Priebus.

Al final de la segunda semana tras la debacle de la orden ejecutiva de inmigración y la prohibición a la entrada a ciudadanos de ciertos países, los tres asesores estaban enfrentados. La rivalidad interna derivaba de sus diferencias de temperamento, filosofía y estilo, pero lo que más provocaba su conflicto era la falta de un organigrama racional o una cadena de mando establecida. Todos los días, Walsh debía gestionar una tarea imposible: tan pronto como recibía instrucciones de uno de los tres, uno de los otros dos ordenaba lo contrario.

“Yo tomo nota de lo que se ha dicho en una conversación y actúo en consecuencia —dijo Walsh en su defensa—. Introduzco lo que se ha decidido en el programa y, a partir de ahí, involucro a los de prensa, construyo el plan de prensa y aviso a los de asuntos políticos y a los de relaciones públicas. Y entonces Jared dice: “¿Por qué has hecho eso?”, y yo contesto: “Porque hace tres días hubo una reunión en la que estaban tú, Reince y Steve, y acordaron hacer esto”. Y él dice: “Pero eso no significa que yo quisiera que lo metieses en el programa. Yo no estaba en la conversación para eso”. Da igual lo que la gente diga: Jared dará su consentimiento y más tarde alguien lo saboteará, y Jared irá al presidente y le dirá que ha sido idea de Reince o de Steve”.

Bannon se concentró en una sucesión de órdenes ejecutivas que harían avanzar al nuevo gobierno sin tener que empantanarse en el congreso. Pero Priebus minó ese objetivo. Estaba cultivando el romance entre Trump y Ryan y los intereses republicanos que, a su vez, Kushner intentaba socavar, concentrado en la cordialidad presidencial y en las mesas redondas de directores ejecutivos, entre otros motivos no menos importantes, porque sabía que al presidente le gustaban mucho (y, tal como Bannon había apuntado, al propio Kushner le gustaban). En lugar de tratar de solucionar los conflictos inherentes a cada una de las estrategias, los tres admitieron que los conflictos eran irresolubles y evitaron enfrentarse a ese hecho esquivándose unos a otros.

Gracias a su astucia, los tres habían encontrado el modo de congraciarse con el presidente y de comunicarse con él. Bannon ofrecía una insolente demostración de fuerza; Priebus, la adulación y los halagos del líder de la mayoría; Kushner, la aprobación de los empresarios y los negocios más estables. Esos tres valores eran tan atractivos en sí mismos que el presidente generalmente prefería no distinguir entre ellos. Eran justo lo que él quería de la presidencia y no comprendía por qué no podía contar con los tres. Quería romper cosas, quería que el congreso republicano le diese proyectos de ley que firmar y quería el amor y el respeto de los peces gordos y de los famosos de Nueva York. Dentro de la Casa Blanca, alguien se percató de que las órdenes ejecutivas de Bannon pretendían ser un remedio contra el cortejo que Priebus le hacía al partido y de que a los directores ejecutivos de Kushner los consternaban las órdenes ejecutivas de Bannon y eran reacios a gran parte del programa republicano. Si el presidente era consciente de ello, no parecía causarle ningún problema.


Tras haber logrado una especie de parálisis ejecutiva al término del primer mes del nuevo gobierno —cada uno de los tres caballeros ejercía un efecto igual de fuerte sobre el presidente, aunque en ocasiones también le resultasen igual de irritantes—, Bannon, Priebus y Kushner construyeron sus propios mecanismos para influenciar al presidente y debilitar los esfuerzos de los otros dos.

Los análisis, las discusiones y las presentaciones de PowerPoint no funcionaban. Sin embargo, calibrar quién le decía qué y cuándo al presidente sí surtía efecto. Si Rebekah Mercer llamaba a Trump a instancias de Bannon, la llamada resultaba. Priebus contaba con el peso de Paul Ryan. Cuando Kushner se las arreglaba para que Murdoch se pusiera al teléfono, el mensaje le llegaba. Al mismo tiempo, cada conversación telefónica anulaba la anterior.

Esta parálisis llevó a los tres asesores a recurrir a la otra manera efectiva que tenían de hacer reaccionar al presidente: utilizar los medios. De ahí que entre los tres se arraigara y refinara la costumbre de filtrar datos. Tanto Bannon como Kushner se cuidaban mucho de aparecer en la prensa; es decir, dos de las personas con más poder del gobierno guardaban un silencio casi total y evitaban, no solo casi todas las entrevistas, sino también participar en las tradicionales conversaciones políticas de la programación televisiva de los domingos por la mañana. No obstante, resulta curioso que ambos acabasen siendo las voces de fondo de casi toda la cobertura de la Casa Blanca. Ya desde el principio, antes de empezar a atacarse, a Bannon y a Kushner los unían sus respectivas ofensivas contra Priebus. El medio preferido de Kushner era Morning Joe, el programa de Joe Scarborough y Mika Brzezinski y, sin duda, uno de los programas matinales del presidente. La primera parada de Bannon eran los medios de la derecha alternativa (o “las artimañas de Bannon en Breitbart”, como lo llamó Walsh). Al cabo del primer mes en la Casa Blanca, Bannon y Kushner habían creado una red de medios primarios, además de otros secundarios para disimular la obviedad de los primarios, cuyo resultado era una Casa Blanca que demostraba al mismo tiempo una adversión extrema hacia la prensa y una gran disposición a filtrar información. Al menos en ese campo, el gobierno de Trump estaba logrando una transparencia sin precedentes.

A menudo se culpaba de las constantes filtraciones a empleados de categoría inferior y al personal ejecutivo permanente, lo que culminó con una reunión de todo el personal convocada por Sean Spicer a finales de febrero. Los teléfonos móviles se quedaron fuera de la sala y el secretario de prensa amenazó con hacer comprobaciones aleatorias y prohibió el uso de aplicaciones de mensajería encriptada. Todo el mundo era capaz de haber filtrado información y todos acusaban a los demás de haber filtrado algo.

Todo el mundo filtraba información.

Un día, después de que Kushner acusara a Walsh de filtrar algo sobre él, ella lo desafió: “Veamos el registro de mis llamadas y el de las tuyas; mi correo electrónico y el tuyo”.

No obstante, la mayoría de la información filtrada, al menos la más apetitosa, venía de arriba, por no mencionar a la persona que ocupaba el escalafón más alto.

El presidente no podía parar de hablar. Era quejumbroso y autocompasivo, y a su alrededor todos tenían claro que si se guiaba por algún principio, era el de gustar a los demás. No comprendía por qué motivo no le caía bien a todo el mundo o por qué costaba tanto conseguir caerles bien a todos. Podía pasar el día feliz mientras un desfile de trabajadores de la industria metalúrgica o de directores generales pasaba por la Casa Blanca, halagando a sus visitantes y viceversa. Pero por las noches, después de pasar varias horas viendo canales de cable, el buen humor se le agriaba. Entonces llamaba a amigos y conocidos y, en el transcurso de conversaciones que solían durar treinta o cuarenta minutos, pero podían extenderse mucho más, daba rienda suelta a sus frustraciones y se quejaba de los medios de comunicación y del personal. En palabras de uno de los autoproclamados expertos en Trump de su entorno —y todo el mundo lo era— parecía resuelto a “envenenar el agua del pozo”, con lo que creó un círculo de sospechas, descontento y reparto indiscriminado de culpas.

Cuando el presidente se ponía al teléfono después de cenar, a menudo se sucedían una serie de divagaciones. Con auténtico sadismo y paranoia, especulaba sobre los defectos y las debilidades de sus empleados. Bannon era desleal (por no mencionar que siempre tenía un aspecto desastroso). Kushner era un lameculos. Spicer era estúpido (y también tenía muy mal aspecto). Conway era una llorona. Jared e Ivanka no deberían haberse mudado a Washington.

Las personas con las que hablaba —o bien porque la conversación les resultaba peculiar, o alarmante, o del todo contraria a la razón y al sentido común—, a menudo dejaban de lado la supuesta naturaleza confidencial de las llamadas y compartían la información con otra persona. Así, las novedades del funcionamiento interno de la Casa Blanca pasaban a ser de dominio público. Solo que no se trataba tanto del funcionamiento interno de la Casa Blanca —aunque a menudo lo llamasen así—, como de las deambulaciones de la mente del presidente, cuyas ideas cambiaban de dirección casi con la misma rapidez con la que él podía expresarlas. En cualquier caso, su discurso contaba con una serie de constantes: Bannon estaba a punto de ser despedido, Priebus también, y Kushner necesitaba que lo protegiese de los otros dos abusones.

La guerra que Bannon, Priebus y Kushner libraban a diario se vio exacerbada hasta límites extraordinarios por una campaña de desinformación sobre ellos capitaneada por el propio presidente que, con su negativismo crónico, veía a los miembros de su círculo más próximo como niños problemáticos cuyo futuro tenía en las manos. Uno de los pareceres al respecto era: “Somos pecadores y él es Dios”; otro: “Servimos a disgusto del presidente”.


El Ala Oeste de todas las administraciones, al menos desde la de Clinton y Gore, ha sido siempre la sede de un poder que el vicepresidente ejerce con cierta independencia dentro de la organización. Pero en este caso, el vicepresidente Mike Pence —el hombre de repuesto en un gobierno cuya duración estaba siendo objeto de una especie de apuesta a nivel nacional— era una incógnita, una presencia sonriente que, o se resistía al poder que tenía a su disposición, o era incapaz de apropiarse de él.

“Yo me encargo de los funerales y de las inauguraciones”, le dijo a un antiguo compañero republicano del Congreso. Con eso, algunos pensaban que estaba fingiendo ser un vicepresidente despreocupado, estándar y a la antigua, para no molestar a su jefe o que, por el contrario, admitía con total honestidad cuál era su verdadero papel.

En medio de todo ese caos, Katie Walsh veía el despacho del vicepresidente como un lugar de calma dentro de la tormenta. El equipo de Pence no solo era conocido fuera de la Casa Blanca por la prontitud con la que devolvía las llamadas y la facilidad con la que parecía llevar a cabo las tareas del Ala Oeste, sino que también parecía estar compuesto por gente que tenía buena relación y que perseguía un objetivo común: evitar en la medida de lo posible que hubiera fricción en torno al vicepresidente.

Pence empezaba casi todos sus discursos diciendo: “Les transmito el saludo del cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos, Donald J. Trump”, un saludo que, más que al público, iba dirigido al presidente.

Proyectaba una imagen insulsa y poco interesante que, a veces, apenas parecía existir a la sombra de Donald Trump. No se filtró prácticamente información desde su equipo. Los que trabajaban para él eran iguales a él: personas de pocas palabras.

Hasta cierto punto, Pence había resuelto el dilema de cómo hacer de segundo ante un presidente que no toleraba comparaciones de ningún tipo: modestia extrema.

“Pence —según dijo Walsh de él— no es tonto”.

En cambio, muchos en el Ala Oeste pensaban que carecía de inteligencia y que, como no era muy listo, no podía proporcionar un contrapeso al liderazgo.

En cuanto a Jarvanka, Pence proporcionaba una diversión muy agradecida. Se alegraba hasta límites casi absurdos de ser el vicepresidente de Donald Trump y de hacer el papel de la clase de vicepresidente que no lo irritaba. Jarvanka le concedió a la esposa de él, Karen, el mérito de una mansedumbre tan oportuna. De hecho, Pence había adoptado su papel con tanto entusiasmo que, más adelante, algunos consideraron que su actitud extremadamente sumisa era sospechosa.

El bando de Priebus, donde Walsh se hallaba, pensaba de Pence que era una de las pocas figuras sénior del Ala Oeste que trataba a Priebus como si realmente fuera el jefe de gabinete. A menudo Pence no parecía más que un empleado cualquiera, el típico que hacía las minutas de las reuniones.

Del bando de Bannon, Pence solo cosechaba desprecio. “Pence es como el marido de Ozzie and Harriet: un fiasco”, dijo un bannonita.

A pesar de que muchos sabían que, en calidad de vicepresidente, algún día podría asumir la presidencia, también lo veían como el vicepresidente más débil que se había nombrado en varias décadas y, en cuestiones organizativas, como un inútil incapaz de contribuir al intento de dominar al presidente y estabilizar el Ala Oeste.


A lo largo de ese primer mes y movida por la incredulidad y el miedo por lo que estaba ocurriendo en la Casa Blanca, Walsh se planteó dejar el puesto. Después de eso, todos los días se convirtieron en una cuenta regresiva hacia el momento en el que le quedase claro que no podía aguantar más. Ese momento llegó a finales de marzo. Para Walsh, la orgullosa profesional de la política, el caos, las rivalidades y la falta de atención e interés del presidente eran simplemente incomprensibles.

A principios de marzo, Walsh se había enfrentado a Kushner y le había exigido: “Dime en qué tres cosas quiere centrarse el presidente. ¿Cuáles son las tres prioridades de la Casa Blanca?”. “Sí —había contestado Kushner, que carecía de respuesta—, supongo que deberíamos hablar de eso”.