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Aquellas Navidades Negras
Pero ahora recuerdo que estoy en este mundo terreno donde hacer el mal es loable a menudo, y hacer el bien quizá se considera como locura peligrosa.
Macbeth, acto IV, escena II
Fundada en 1933, Ribes & Casals, la tienda de telas y mercería por excelencia de Barcelona, tan tradicional como el mercado navideño de Santa Llúcia a mediados de diciembre, seguía ocupando dos pisos en Roger de Llúria número siete. A Elsa le encantaba pasearse por los más de mil metros cuadrados del establecimiento, entre columnas blancas y viejas estanterías de madera antigua. Disfrutaba con el espectáculo de colores y tejidos derramados sobre las mesas y el apresurado trajín de su pequeña legión de dependientes trajeados de oscuro deslizándose sin ruido por el suelo pulido, con las tijeras enfundadas a la cadera y la cinta métrica amarilla colgando de sus cuellos; pero sobre todo admiraba el respeto con el que, a lo largo de los años, se había ido reformando la tienda y su arquitectura modernista y neoclásica, de la que todavía se conservaban las columnas, los techos altísimos y las molduras de discretos motivos dóricos. A Elsa le parecía estar paseándose por los primeros grandes almacenes parisinos de El paraíso de las damas de Émile Zola.
Aurora Tomás, que conocía bien el brillo en los hermosos ojos grises de la ayudante de dirección, solía hacerse acompañar por ella siempre que precisaba visitar Ribes & Casals. La figurinista no solo acudía a comprar telas para la confección de sus vestuarios teatrales, sino que a menudo pasaba tiempo allí en busca de inspiración para las creaciones que a veces se le resistían. Pasearse entre tules, brocados, cachemires, puntillas, sedas, terciopelos, moarés, foams, acolchados y cualquier otro tipo de tela de colores y estampados extraordinarios alguna vez imaginada por el ser humano le hacía trabajar la materia gris.
En Ribes & Casals conocían y apreciaban en lo que valían a sus mejores clientes y Aurora era una de las más destacadas. Cuando la veían entrar en la tienda, la saludaban con una leve inclinación de cabeza —a Elsa le hacía sonreír ese detalle decimonónico tan burgués— y la dejaban vagar a placer por entre los infinitos rollos de sorprendentes telas, sin importunarla con ofrecimientos de ayuda o preguntas de ningún tipo. Las dos amigas paseaban despacio sobre el suelo pulido, la figurinista tocando con la yema de los dedos aquí una seda, allí un brocado; la ayudante de dirección sintiéndose princesa en un palacio de altísimos techos y ornamentadas columnas.
Hacía un par de décadas que el nombre de Aurora Tomás iba asociado al vestuario de las obras que se estrenaban en el TNC. No es que tuviese un contrato de exclusividad con el teatro ni nada parecido; la famosa figurinista había llegado a un punto en su carrera en el que podía permitirse escoger qué trabajos aceptar y cuáles rechazar de manera educada; y como de todos eran conocidas sus preferencias por un presupuesto generoso de diseño de vestuario —en el ámbito teatral, hermano pobre del cine, generoso no significaba necesariamente abundante— que no limitase la ambición de sus pensamientos, solía acabar trabajando en las obras que se estrenaban en el prestigioso TNC. Quizá por ese mismo motivo, o porque las manías del director restringían con severidad sus ganas de conocer nuevos colaboradores, Aurora Tomás trabajaba en casi todas las obras que Max Borges estrenaba en Barcelona.
Mientras paseaban entre rollos de telas y columnas neoclásicas, bajo artesonados blanquísimos, Aurora tocaba distraída, aquí un tejido brillante, allí una seda, y compartía con Elsa las dificultades de la producción.
—Y entonces me dijo que Lady Macbeth no podía ir vestida de brocado rojo porque no se distinguirían bien las manchas de sangre de sus manos.
—Enzo se refiere a la importancia que tienen en ese personaje las manos manchadas.
—Ya lo sé, yo también estuve en sus amenas charlas sobre la simbología de Macbeth —ironizó la figurinista—. Pero podría habérmelo dicho antes de que terminara el vestido y no después, cuando Margot ya lo llevaba puesto.
—Le quedaba precioso.
—Gracias —suspiró Aurora—. Ayer pasé toda la tarde planchando falditas escocesas.
—Kilts.
—Lo que sea. ¿Por qué estaban tan arrugadas? Las guardé en el camerino de Macbeth, me dijo que no le molestaba que las dejase ahí, que ni siquiera las miraría. Y ayer estaban hechas un higo.
Elsa tuvo una visión fugaz de Macbeth durmiendo en su sofá, tapado por un montón de tela de cuadros escoceses.
—Enzo me dio otra charla sobre las falditas. Me dijo que probablemente el uso de los tartanes y las faldas highlands según los clanes no se popularizó hasta principios del siglo XVIII; y que como Shakespeare estrenó Macbeth en 1606 dudaba mucho de que hubiese imaginado a sus personajes ataviados como niñas en uniforme de colegio privado.
—Al público le gustarán los kilts —aventuró Elsa—. Ponen una nota de color en medio de tanta sangre y tanta oscuridad. Además, la mayor parte del tiempo los actores van en pantalones o con corazas de guerra.
—Eso me recuerda que no voy a llegar con los petos de cuero e incrustaciones de los soldados.
—Claro que llegarás. Siempre llegas.
—Suerte que algunos irán tapados con ramas de árboles.
—Todo bien, entonces.
—A menos que se produzca un incendio.
Las dos mujeres se miraron con los ojos brillantes y estallaron en carcajadas. Elsa juraría que ningún miembro de la compañía olvidaría jamás las Navidades de 2009, también llamadas entre los supervivientes de las mismas Aquellas Navidades Negras.
Era Nochebuena y Max Borges tenía en cartel, en el teatro Goya, Les dones sàvies de Molière, una comedia. Margot Degard y Pere Ricart interpretaban dos de los principales papeles, Aurora era la encargada del vestuario, Quintín López de la iluminación y Robert Pasqual de la escenografía; el resto del equipo y de los actores también eran más o menos del elenco habitual, como las tres Mar-algo que habrían estado destinadas a interpretar a las brujas de Macbeth si el destino hubiese sido un poquito menos impredecible. A Max acababan de llegarle los papeles de divorcio desde Australia —Oberón y su esposa se habían convertido en granjeros australianos— y estaba de un humor de perros. Margot sufría un esguince en el tobillo izquierdo y perdía los nervios cada vez que la obligaban a cojear por el escenario.
—Parezco un canario moribundo —se quejaba.
Pere Ricart pasaba por uno de sus cíclicos períodos de desintoxicación, lo que solía convertirlo en un recalcitrante místico dispuesto a predicar interminables letanías sobre la condena de las sustancias adictivas y la maldición del hombre. Todos evitaban cruzarse con él entre bambalinas por temor a ser alcanzados por sus quejosas diatribas piadosas, hasta tal punto que muchos de los tramoyistas deseaban en secreto que Ricart volviese a beber en el trabajo. Soportaban con mayor estoicismo el aliento inflamable y sus tropezones tras el escenario que ese fervor de predicador protestante.
Por aquella época, Enzo Pooh ya vivía en Barcelona y acababa de descubrir las delicias de los misterios amarillentos de la Biblioteca Arús. Aunque no participaba en la producción de Les dones sàvies, se había adherido con tozudez a la primera fila de butacas del Goya durante los ensayos. Silencioso y con profundas ojeras, penaba la reciente muerte de su madre. Decía ser incapaz de trabajar ni de concentrarse, y pidió asilo a Max durante un tiempo con la promesa de que no estorbaría en ningún aspecto de la producción y mucho menos le dirigiría la palabra al escritor franco-español que había adaptado el libreto original de la obra de Molière. Cumplir esa última promesa resultaba sencillo para un dramaturgo anglófilo, profundamente convencido de la inferioridad del teatro galo y la molesta condescendencia de sus intentos poéticos; pero a los actores les desanimaba tener a un espectador con aspecto de moribundo expatriado sentado en primera fila, petrificado, incapaz de alentarles con un asomo de sonrisa siquiera durante los ensayos de lo que se suponía que era una ingeniosa comedia. Enzo era el fantasma que atormentaba a Hamlet, pero el reparto de Max no estaba de humor para príncipes daneses.
El ginecólogo de Aurora Tomás acababa de confirmarle que era muy improbable que pudiese ser madre —un año después los gemelos recién nacidos de la figurinista se encargarían de demostrar la poca fe científica del médico berreando a pleno pulmón en su consulta— y la esposa de Quintín López había sufrido un grave accidente de coche que la confinaría en el hospital durante al menos tres meses. Como telón de fondo, los tramoyistas se habían declarado en huelga hasta que el teatro restaurase algunos de los andamios y las escalerillas del proscenio y reivindicaban una revisión de las medidas de seguridad y de sus salarios. Habían recuperado el aprecio por sus vidas, sentimiento loable, aunque Max estaba convencido de que deberían haberlo recordado en verano, durante el mes en que el Goya cerró sus puertas para realizar reformas estructurales.
A Elsa no dejaba de sorprenderle la magia del teatro. Todas esas personas, profundamente desgraciadas y tristes, con diferentes niveles de sufrimiento en la escala de problemas y dificultades de Murphy, eran capaces, durante dos horas y media, de representar una comedia de Molière y hacer reír al público.
—Cuando estoy sobre el escenario —le había confesado Margot entre lágrimas porque el tobillo hinchado le dolía de manera terrible después de una función— no le tengo miedo a nada.
En el momento en que se alzaba el telón, en el patio de butacas nadie hubiese sido capaz de sospechar siquiera la maldita confluencia de desdichas que se había desencadenado sobre las cabezas de aquellos actores y de sus compañeros de trabajo.
Aquella noche, cuando los actores terminaron de saludar, cuando se extinguieron los ecos de los últimos aplausos y el público abandonó el teatro, cuando el telón dejó de moverse definitivamente —accionado por el propio Quintín— y las luces —controladas por Max— se apagaron, un silencio desacostumbrado se instaló en los pasillos y los camerinos. El equipo técnico que quedaba recogía despacio sus herramientas, los actores se desvestían y desmaquillaban, la desolada Aurora y sus ayudantes colgaban los trajes en sus perchas. Era la noche antes de Navidad y nadie quería volver a casa.
Aurora no supo explicar después de quién surgió la idea pero se sugirió que fuesen a tomar una copa todos juntos, como una especie de cena de empresa navideña sin comida y con alcohol. Cuando salieron a la noche fría y lluviosa de diciembre, les costó encontrar un local abierto lo suficientemente grande como para acoger a toda la producción teatral. A Elsa le pareció que el camarero que les atendió nunca había visto semejante compañía de ceños fruncidos y sombríos talantes. La tristeza, la pena y el desánimo eran los invitados de honor en las que pasarían a la posteridad con el nombre de Aquellas Navidades Negras.
Descorcharon algunas botellas de cava, se brindó por los ausentes —aunque Max aclaró que no se estaba refiriendo a los tramoyistas huidos ni a los granjeros australianos—, por los sueños imposibles y por la mala suerte, y el sombrío silencio que se había apoderado de todos empezó a diluirse en breves conversaciones, felicitaciones navideñas, buenos deseos y sentidas condolencias. Cuando se hizo evidente, una vez más, que nadie quería regresar a casa, algunos llamaron a sus sacrificados familiares para que se pasaran por aquella especie de fiesta improvisada, puesto que las penas compartidas pesan menos. Los padres de Elsa fueron de los primeros en llegar y lo pasaron sorprendentemente bien discutiendo sobre la improbabilidad de la existencia de la mala suerte y los peores presagios en la ciencia que regía el teatro —discursos a cargo de Clara, que pensaba que todos aquellos seres humanos enfermos de autocompasión no eran más que una panda de lloricas que jamás habían tenido que vérselas con la Inquisición española del siglo XV—, y de la emoción del arte, solo comparable, por ejemplo, a las primeras (y arriesgadas) pruebas de vehículos futuristas de transporte público, con Francesc como estrella invitada.
Como si el destino no se hubiese reído lo suficiente de aquella compañía teatral y de su año nefasto, fue entonces cuando les llegó la noticia —probablemente por la llamada de un amigo periodista al móvil de Max Borges— de que el teatro Goya estaba ardiendo. La conmoción les dejó en silencio, con las copas sostenidas a medio camino de los labios, paralizados por el gafe infinito de Aquellas Navidades Negras. Hasta que Enzo, con cara de no haber dormido en un año, se subió encima de la barra que regentaba el pobre camarero superado por el aciago mundo de los comediantes y levantó su copa para brindar.
—Por Shakespeare en Kabul.
Todos miraron estupefactos a la delgada y ojerosa figura del dramaturgo que había tenido la osadía de interrumpir la cadena de lamentables desdichas para ofrecer tan desconcertante brindis.
—En 2005, un periodista inglés llamado Stephen Landrigan y el heredero de la cuarta generación de una familia de mercaderes de alfombras llamado Qais Akbar Omar decidieron producir una obra de teatro en Kabul. Por si la población civil de Afganistán no había sufrido bastante con las continuas guerras civiles, el conflicto que por fin les había liberado del yugo de los talibanes (ya sabéis, esos hombres de largas barbas que condenan cualquier manifestación cultural pública, incluido el teatro) había coronado, en fecha reciente, su trágico destino.
Enzo hizo una eficaz pausa dramática para que sus oyentes se estremecieran de horror. Pero a esas alturas de la noche muchos estaban razonablemente borrachos y el resto seguía en estado de solemne estupor por el incendio del teatro.
—Kabul todavía se estaba recuperando no solo de las secuelas de la invasión rusa sino también de las luchas intestinas de poder de los talibanes y sus sucesivos gobernantes. Cuando Landrigan y Omar propusieron representar una obra de teatro en la ciudad, todos los actores afganos convocados estuvieron de acuerdo: tenía que ser Shakespeare.
Pooh seguía de pie sobre la barra, declamando con convicción su discurso sobre Will y los afganos. Sorprendentemente nadie osaba interrumpirle.
—Cualquier fortuna o desgracia que haya caído jamás sobre los hombres ha sido escrita por Will. Los afganos entendían el espíritu de Enrique V porque sabían lo que era un asedio como el de Agincourt; comprendían Ricardo II porque por desgracia conocían de primera mano lo que era una guerra civil entre caudillos rivales y gobiernos corruptos; sentían Macbeth como parte de su historia reciente por el mismo motivo... Por eso, la primera obra teatral que volvió a representarse en Afganistán después de los talibanes, que mostró triunfante por vez primera a mujeres y hombres actuando juntos sobre un escenario, fue Trabajos de amor perdidos. Una obra de Will.
»Cualquier desdicha o alegría —dijo con voz alta y clara, limpia de toda pena—, cualquier pena de amor, cualquier comedia o pasión que hoy nos acontezca, cualquier incendio o inundación o guerra, Will la escribió y representó para nosotros mucho mejor de como jamás podríamos expresarla, pese a estar sufriendo en nuestras propias almas tales sentimientos. No importa que hayas nacido en Kabul o en Tombuctú, o si has sobrevivido a la gripe de Georgia, solo el teatro permanece inmortal e imperecedero. ¡Por Will, amigos míos! ¡Por el teatro inmortal! ¡Por las cenizas del Goya!
—¡Por Molière! —gritó alguien lo suficientemente borracho como para atreverse con un autor galo en presencia de Enzo Pooh.
—¡Por la música que dota al teatro de magia! —aportó Mario Roz, el compositor de Max Borges.
—¡Por la huelga de tramoyistas!
—¡Por la pureza del alma de aquellos guerreros que luchan entre las sombras alzando sus...
Alguien llenó la copa de Pere Ricart de zumo de naranja para distraerle de su discurso de brindis y todos se apresuraron a gritar al unísono para ahogar sus peregrinas invectivas.
—¡Por el teatro!
—¡Por el teatro! Que siempre resurja de sus cenizas.
Pocos fueron los que no recordaban con un suspiro legendario el fin de aquella noche y casi todos los que se fueron a contemplar las ruinas humeantes del Goya antes de que amaneciera gris sobre los tejados de la ciudad. A su llegada, el incendio ya había sido controlado, aunque dos dotaciones de bomberos seguían trabajando entre el amasijo de hierros y paredes calcinadas de lo que antaño había sido un teatro.
—Hemos localizado el origen del foco —informó uno de los bomberos a Max cuando este se acercó a preguntar—. Parece que hubo un cortocircuito en el sistema de iluminación cenital y las chispas prendieron la ropa del telón.
—El sistema de fusibles era muy viejo —asintió Quintín.
El Goya, fundado en 1914 por una compañía teatral, perteneció después a un conglomerado de comunicación, para terminar sus días bajo los auspicios patrocinadores de unas conocidísimas bodegas. Max prometió ponerse en contacto con los responsables de la gestión del teatro e informarse sobre su reconstrucción. Pero las primeras luces del día ya prendían el cielo sobre sus cabezas cuando todos quedaron en silencio, vagamente derrotados por la visión del edificio carbonizado, conscientes de que se acabaron las representaciones de Les dones sàvies y de que, una vez más, el teatro salía perdiendo, aunque fuese por causas accidentales.
Cuando las farolas se apagaron, Enzo —que había tenido la precaución de traer al lugar de crimen algunas botellas de cava y vasos de plástico— se aseguró de que atendían a un último brindis.
—Feliz Navidad.
Con los pies firmemente anclados en los panots, la tradicional baldosa modernista de aquella Barcelona de diciembre, la mirada perdida en cenizas y sueños volatilizados, pensaron en que ese día no habría función y se sintieron un poco huérfanos, pero también imbuidos de cierto talante épico, culminando las que más tarde habrían de recordarse como Aquellas Navidades Negras a las que sobrevivimos.
Aurora, que hacía algunos años que había olvidado las malas noticias de su ginecólogo en las alegres y ruidosas rutinas de su doble maternidad, hundió las manos, embelesada, en un tejido de moaré particularmente suave y suspiró.
—Me gustaría acompañaros a Edimburgo y echar un ojo al vestuario que lucen por allí.
—Habrá de todo, me imagino. Max me explicó que los presupuestos de las compañías que actuaban en el festival de teatro oscilaban entre el reciclaje absoluto y la suntuosidad de Dereck B. Plum. ¿Por qué no vienes? Tómate unas vacaciones.
—No puedo —se lamentó la figurinista—, tengo una Regenta en el mes de agosto.
—Vístelos a todos de negro y ven.
Aurora negó con la cabeza. Las dos mujeres siguieron su lento y placentero recorrer de pasillos bajo las molduras blanquísimas de Ribes & Casals.