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Noche de estreno
Ahora iremos juntos y que la buena suerte sea tanta como justa es nuestra causa.
Macbeth, acto IV, escena III
Pocos edificios de Barcelona resultan tan impresionantes como el TNC en una noche de primavera sin luna. Su sencillo friso, casi en penumbra, la sombra alargada de sus columnas, la escalinata refulgente en la oscuridad y los cristales iluminadísimos bajo su pórtico lo convierten en una brillante metáfora cultural, homenaje al teatro clásico. Y, sin embargo, muchos de los espectadores prefieren entrar por las puertas de taquilla, más cercanas a las salidas del aparcamiento subterráneo, por uno de los laterales y por abajo, perdiéndose de forma irremediable el placer de subir las iluminadas escaleras y acercarse despacio a esa visión de cristales y frisos flotantes.
Como toda noche de estreno que se precie, la primera función primaveral de Max Borges no podía estar del todo libre de cualquier acontecimiento inesperado. Los hados son caprichosos siempre, pero en particular traviesos con el estreno del arte de Dioniso y Talía. Dos horas antes de que se alzara el telón en el TNC para representar Macbeth por primera vez en la ciudad desde hacía veinte años, Elsa, que tenía presente en sus recuerdos Aquellas Navidades Negras de 2009 y sabía que difícilmente el destino superaría tamaño despropósito, mantenía la calma ante las contrariedades.
—Control de daños —pidió Max Borges en cuanto la vio aparecer procedente del camerino donde se cambiaban de ropa los secundarios.
—¿Prefieres antes las malas noticias o las peores?
—Las damas primero.
—Margot ha olvidado la medicación de su hernia de hiato y tiene molestias. Lady Macduff sufre un ataque de ansiedad y cree que ha olvidado todos sus diálogos.
—Bien. ¿Qué hace Macbeth?
—Está razonablemente borracho. Pero me ha jurado que solo de whisky escocés.
—¿Algo más?
—Banquo tiene dudas sobre su credibilidad como espectro. Dos tramoyistas se han caído de una de las plataformas y estamos esperando a que la ambulancia venga a llevárselos. Y Aurora y Quintín están discutiendo a gritos sobre la iluminación del segundo acto. De momento parece que va ganando Quintín. Y he mandado al señor Degard a por la medicación de su esposa.
—Habla con maquillaje y que embadurnen a Banquo con polvos de talco para la escena del banquete, eso le dará seguridad y de paso disimulará ese espantoso olor que desprende habitualmente.
—Los tramoyistas están bien, jefe —les informó Robert uniéndose a ellos en el pasillo—. No se han roto ningún hueso.
—Habría sido una desgracia —murmuró el rencoroso señor Borges, quien todavía había sido incapaz de perdonarles la huelga de 2009.
—Voy a decirle a Quintín que mantenga la iluminación —intervino Elsa—. Pero si os cortarais un poquito con el tema de la sangre estaría bien.
—No sé por qué tantas quejas. En los ensayos no salpicaba más allá de la segunda fila de butacas.
—La palabra «ensangrentado» aparece cuarenta veces en el manuscrito original de Macbeth —aportó Enzo Pooh.
—¿Por qué estás aquí? —gruñó Max.
—Aurora me ha echado de sastrería.
—Yo me lo llevo —se ofreció Elsa, que conocía bien la falta de paciencia del director durante las noches de estreno y la tendencia de Enzo a ponerse poético justo entonces.
Tres cuartos de hora antes de alzar el telón, Marbelis se cansó de disimular que las pequeñas contracciones que sufría desde hacía media hora habían dejado de ser pequeñas.
—Elsa —llamó la bruja más veterana a la ayudante de dirección—. La ambulancia que habías llamado para los tramoyistas... ¿crees que la van a necesitar?
—¿En serio?
—Lo siento. Puede que sean las Braxton Hicks, pero no estoy segura. Soy primeriza, me encuentro fatal y quiero tener muchos médicos y drogas a mi disposición cuando llegue el momento.
Elsa llamó a una segunda ambulancia, dejó a las otras dos brujas al cuidado de la parturienta y se fue en busca de Max Borges.
—Marbelis se ha puesto de parto.
—Lo sabía.
—O Braxton Hicks —intervino Quintín, que era padre de tres pequeños demonios.
Max Borges, cuya inquina por Dereck B. Plum era lo suficientemente generosa como para no preocuparse por odiar a ningún otro competidor, estuvo a punto de preguntar si debía empezar a preocuparse por el tal Hicks.
—La sustituta viene de camino pero está en un atasco. Calculo que llegará para el segundo acto de la primera parte.
—Eso nos deja con solo dos brujas para la apertura.
—Hécate —sugirió Elsa—. Tiene tiempo suficiente para cambiarse de ropa y seguro que puede con las tres frases de la primera escena. Voy a por ella.
El señor Borges, que había tenido la visión de su hermosa ayudante de dirección vestida con los ropajes de las brujas, su larga melena rojiza suelta sobre los hombros y esa mirada gris que contenía todos los cielos del mundo fija en Macbeth, retándole a descubrir cuánto de verdad escondían sus profecías, se sintió extrañamente desalentado por la solución de Hécate. Asintió con la cabeza a la iniciativa de Elsa y volvió a concentrarse en la disposición en escena de la famosa penumbra.
Media hora antes de alzar el telón, al rey Duncan se le rompió la corona, Fleance seguía sin aparecer y alguien en maquillaje había sido demasiado creativo con el pintalabios de Hécate. Max llamó la atención a Elsa sobre esa última eventualidad y la ayudante de dirección desapareció camino de los baños con la malvada diosa, reconvertida temporalmente en tercera bruja, cogida con firmeza de su mano.
—Aurora —pronunció con una voz baja y gélida Max Borges—, ¿sabes lo que es el pegamento? Me da igual lo mucho que te ofenda utilizarlo en tus creaciones. Que alguien pegue esa corona, ya.
El señor Borges resultaba mucho más terrorífico que los directores que tenían la costumbre de gritar las órdenes de última hora o que se ponían histéricos en los minutos previos a la subida del telón y rompían contratos imaginarios a diestro y siniestro. Frío como el acero de la verdadera espada de Ricardo V, pasó revista a las tropas que ya habían ocupado sus puestos en los pasillos laterales detrás del escenario y señaló a uno de los soldados al azar.
—Tú —dijo clavando sus ojos castaños en las asustadizas pupilas del joven debutante—. ¿Te sabes el texto de Fleance?
—¿Fleance? Pen... pensaba que esto era Macbeth —tembló el aludido.
—Yo sí, señor —se ofreció otro de los soldados—. Me sé cada palabra. Y también los pies del personaje.
—Acabas de ser ascendido. Corre a sastrería para que te cambien... lo que sea que tengan que cambiar.
Diez minutos antes de que subieran el telón, Lady Macduff estaba hiperventilando. Elsa aprovechó para escaparse por uno de los laterales y acercarse a la primera línea de butacas de la platea, donde estaban sentados sus padres. Clara y Francesc nunca se perdían un estreno de su hija si el feliz —o no— acontecimiento tenía lugar en la ciudad. La ayudante de dirección había acomodado a Enzo junto a sus padres para quitarlo de la vista del señor Borges.
—¿Muy mal? —le sonrió su madre.
—Por supuesto, es la noche del estreno —sonrió ella.
—Mucha mierda, pruneta —la animó Francesc con el espíritu aventurero de los pilotos de prueba.
—Enzo, necesito que vengas un momento a hablar con Anna López.
—¿Quién?
—Lady Macduff.
Elsa arrastró al dramaturgo camino de los camerinos.
—No se me ocurre qué podría decirle.
—Pues menuda novedad.
—Los dramaturgos no decimos cosas brillantes las veinticuatro horas del día.
—¿Por qué? ¿Pasáis mucho tiempo durmiendo?
—Me has echado hace un minuto. No sé por qué tendría que ayudarte.
—Porque esta obra también es tuya. Y porque Will así lo habría querido.
Elsa empujó a su amigo dentro de la pequeña habitación en la que Anna López se hallaba sentada en un rincón, en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared, el rostro pálido y respirando dentro de una bolsa de papel.
—¿Qué... qué le pasa? —se impresionó Enzo.
Cuando la actriz debutante vio a quién tenía delante realizó una proeza de la que parecía incapaz un minuto antes: empalideció todavía más.
—Lady Mac...
—Se llama Anna —le susurró Elsa.
—Anna —ratificó Enzo—. Vas a hacerlo muy bien. He visto tus ensayos y son bastante aceptables cuando no llevas tacones y tomas antihistamínicos.
Elsa carraspeó a su espalda y el dramaturgo, obediente, rectificó la estrategia.
—Oye, esto es el TNC. Si te vas a poner a lloriquear como un bebé quizá deberías ir buscándote otra profesión.
—No estás siendo de gran ayuda —masculló Elsa tras él.
—¡Un minuto para telón! —gritó uno de los tramoyistas desde el pasillo.
Elsa se ajustó el micro y los auriculares que llevaba colgados del cuello y que la mantendrían conectada con la sala de control, en las alturas, durante toda la representación.
—Te oigo, Max —dijo en cuanto le llegaron las instrucciones del director teatral.
—Acompaña a las brujas, en quince, catorce...
Se desentendió del dramaturgo y la actriz secundaria, y se apresuró a localizar a las brujas. Las tres, cogidas de las manos, sonreían felices y emocionadas. Elsa les hizo la señal para que ocupasen su lugar en el escenario, alrededor del enorme caldero. Margot Degard, que no entraba hasta la escena quinta del primer acto, por la izquierda, se erguía regia y concentrada, metida ya en su personaje, soberbia con su hermoso vestido bordado con perlas de atrezo y el maquillaje de una reina isabelina. Pese a la solemnidad sobrecogedora de su porte, a Elsa le pareció que, cómplice, le guiñaba un ojo a las tres jóvenes.
Enzo se agachó frente a la aterrorizada actriz, cogió sus manos entre las suyas y la miró a los ojos con infinita ternura. Le sonrió con una calidez que hubiese envidiado el propio Frodo Bolsón en los últimos fotogramas de la película El retorno del rey de Peter Jackson, y tiró de ella para ponerla en pie. El hechizo del dramaturgo reguló la respiración de Lady Macduff.
—Lo recuerdas todo.
—... siete, seis... —contaba Max a través de los auriculares de Elsa.
—Y lo vas a hacer estupendamente.
—Ve a maquillaje para que te limpien esas lágrimas —apuntó la ayudante de dirección asomándose desde el pasillo.
Lady Macduff —de la que los críticos hablarían maravillas en los suplementos culturales de los periódicos dominicales de aquella semana— se soltó con pesar de las manos de Enzo y se apresuró a cumplir con las instrucciones. Todo iba a salir bien.
—Telón —pronunció con serenidad la voz de Max en los oídos de su ayudante de dirección—. Música.
—Pausa —aportó Quintín, que compartía la cabina con el director y el escenógrafo—. Relámpagos, dentro sonido de truenos. Sube luz ambiente. Cambio de foco.
—Y allá vamos —susurró Elsa.
—¿Cuándo habremos de vernos con el trueno, otra vez, con el rayo o la lluvia, reunidas las tres?
En una inspiración de último momento, Aurora había vestido de blanco vaporoso a las tres hermosas brujas. Sin maquillaje, sin barba ni verrugas añadidas, destacaban como una aparición sobrenatural alrededor de un siniestro caldero justo en el centro de un escenario lúgubremente iluminado. El público contuvo el aliento ante el repentino y extraordinario cónclave. Más tarde, Enzo juraría haber visto a algún espectador consultar en la oscuridad su programa, temeroso de haberse equivocado de noche y no estar en la función de Macbeth.
Solo a Elsa no se le escapó el suspiro contenido de su director teatral a través de la conexión inalámbrica de los auriculares.
—Lo bello es feo y feo es lo que es bello —le susurró por el micrófono en un tímido intento de insuflarle esperanzas por la innovación de la puesta en escena—. Todo saldrá bien.
—¿Quién es este hombre ensangrentado? —declamó irrumpiendo en escena un soberbio rey Duncan de impecable corona.